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Pensar, dormir, soñar

Podemos descartar la sugerencia freudiana de que el pensar tenga una finalidad práctica, ya que su practicidad es sólo una posible isla en un mar de inutilidades; lo evidencia su función en la neurosis obsesiva y en la paranoia. En cambio, debemos retener la definición del proceso primario como aquel que transcurre por asociación automática, sin meta; pero aun si aceptamos que se detenga en la identificación, no necesitamos suponer que culmine por medio de descarga alguna.

Los tres apartados finales de la primera parte del “Proyecto…” abordan el sueño y temas afines. Conviene tratarlos en conjunto.

Freud plantea que en el dormir hay procesos primarios similares a los de las formaciones de síntomas psiconeuróticos, cosa que podemos aceptar sin más, pero a eso agrega una ficción ideada a la medida del principio de placer y que por eso mismo merece una mirada atenta. Dice que el niño se duerme cuando ninguna necesidad o estímulo exterior lo molesta, o sea, una vez que se encuentra satisfecho, así como el adulto lo hace con más facilidad después de la cena y el sexo.

Mil contraejemplos se oponen a esta falsa regla. Destaquemos tres paradigmáticos. Una pareja con varios hijos pequeños, agotada por no poder dormirlos, decide pasearlos en automóvil, y en un par de cuadras los niños caen rendidos; tal recurso, que resultará infalible, no cancela necesidades insatisfechas y aun agrega estímulos molestos (traslado al vehículo incluso en invierno, encendido del motor, cierre de puertas, etcétera). Un joven, luego de cenar y hacer el amor con su pareja, aguarda que ésta se duerma para levantarse a escribir, porque ése es el momento en que más despierto se siente. El homeless y el refugiado duermen en deplorables condiciones, por más hambre, frío y ruido que los incomoden.

La ficción de Freud parece reflejar cierto ideal, de orden o de clase, que veremos reaparecer en otros momentos de su obra.(68) Dejar de suscribirla facilita la crítica del planteo de que la “condición del dormir es el descenso de la carga endógena […], que vuelve superflua la función secundaria”.(69) ¿Cómo no ver ahora que esa desexcitación no es la condición del dormir sino, a lo sumo, su consecuencia? ¡Esto cambia mucho las cosas! Freud hace del dormir el premio recibido por haber cumplido con el principio de placer, mientras que ahora podemos ver en el dormir la condena que el cansancio del organismo impone. Y esa condena puede llegar a la pena de muerte: alguien con hambre, sed, dolor muscular y ganas de orinar puede dormirse al volante. Freud supone que la descarga del yo condiciona los procesos primarios y el dormir, pero éste parece más bien forzar una descarga del yo que deja el aparato presa del proceso primario y sin recurso al secundario. Además, despertar requiere volver a investir, algo que sin duda contradice el principio de placer –aunque él diga que no y, para salvarlo, deba pensar que la economía sólo es regida por la ley de conservación.(70) Por otro lado, Freud reconduce la parálisis motriz propia del dormir a una parálisis de la voluntad por descarga global, pero la desesperación que nos embarga en los sueños de impotencia prueba, en cambio, que la voluntad sigue viva, y en tal medida que en ocasiones puede llevarnos hasta el sonambulismo.

Del resto de la primera parte del “Proyecto…” no necesitamos hacer ningún comentario aquí, ya que lo que dice sobre los sueños y su sentido es inmejorable, o será corregido y mejorado en La interpretación de los sueños, o le caben las mismas críticas que ya hemos hecho y que no vale la pena repetir. Por lo tanto, podemos ya pasar a la segunda parte, dedicada a la psicopatología.

Primer paradigma del síntoma

Aquí nuestro camino se allana, dado que la compulsión histérica es pensada como una representación hiperintensa (71) cuyas consecuencias no pueden sofocarse ni comprenderse, o sea que les faltan descarga y sentido, y claramente son contrarias al principio de placer. El defecto de sentido sería condición de su carácter compulsivo, en la medida en que, una vez subsanado, la compulsión cesa.(72) Semejante descripción del síntoma y de su tratamiento, pues, no depende del principio de placer e incluso se simplifica si no lo postulamos; sólo requiere una economía de cantidades que se redistribuyen sin pérdida ni ganancia. La clave de la compulsión y del sinsentido es una asociación simbólica y un desplazamiento cuantitativo que adjudica a uno de los elementos asociados lo sustraído a otro, y esto, compatible con el punto de vista económico (suma constante con redistribución), refuta el principio de placer, pues cuando una cantidad baja, la otra necesariamente sube. Rencontramos la contradicción, indicada al comienzo, entre los dos sentidos de “economía”: conservación y ahorro. Entre ambos, hay que elegir, y conviene descartar el segundo, clave del principio de placer.

Freud procura explicar la génesis de la compulsión histérica en términos de la represión de una representación sexual penosa para el yo y que no suscita la defensa normal (cuya justificación no pudimos aceptar), sino una patológica debida a la asociación simbólica, si bien la naturaleza de esa represión le resulta enigmática. Llegamos así a uno de los pasajes cruciales del “Proyecto…”: la elucidación de la fobia de Emma.(73) Si nos desentendemos del principio de placer, el síntoma conserva tanto su doble causación como la temporalidad retroactiva del trauma que lo determina y su origen significante, pero la represión puede ser descripta como la sustitución de un significante por otro, no en función de la defensa o de la evitación de displacer.

Por el momento, suponer el principio de placer parece, pues, incidir y lastrar de manera negativa casi exclusivamente la caracterización del funcionamiento normal del aparato, no la del síntoma, su causación y su cura. Omitirlo incluso favorece la descripción de estas tres cosas. En consecuencia, podemos dar por terminada nuestra discusión del “Proyecto…”, que en lo sucesivo sólo se ocupa de la normalidad.

51. Nunca lo separará por completo; véase infra, pp. 77-96.

52. Freud atribuye esos caracteres a la neurona, no a la barrera.

53. Freud (1924: 166).

54. Lacan (1974a: 19).

55. Freud (1925b: 89).

56. Sobre su relación con el núcleo del ser, véase Arenas (2012: cap. 1).

57. El gusto no admite prejuicios. Una caricia puede ser insoportable, como bien lo muestra el film Lars and the Real Girl (Gillespie, 2007). No es improbable que esta insondable decisión esté en el origen de ciertas formas autísticas de ser.

58. Spitz (1965: cap. XII).

59. Lacan (1962b: 780).

60. Piénsese en la experiencia del Hombre de las ratas al escuchar la descripción del tormento (Freud, 1909b: 132ss).

61. Lacan (1974b: 101s) llega a sugerir que no hay yo.

62. Lacan (1957: 16; 1960: 40) la acepta sin discusión.

63. Puede sustituirse “descarga” por cualquier proceso que tenga carácter de señal, aun por “carga”, sin alterar la lógica aquí desplegada. Lo mismo ocurre con lo referente al complejo del prójimo. En ambos casos, pues, suponer el principio de placer es innecesario. Véase Arenas (2012: cap. 9), Lacan (1960: 95).

64. Éste es el más claro antecedente del objeto a, “siempre enmascarado detrás de sus atributos”, según Lacan (1961: 438).

65. Al hallar el objeto, la descarga nos volvería títeres inertes con los hilos cortados.

66. Lacan (1959: 159).

67. Cf. Arenas (2013a; 2015b).

68. Véase infra, pp. 102-105.

69. Freud (1895: 381).

70. Esta operación se reitera a lo largo de la obra de Freud: cuando la economía en el sentido del ahorro no funciona, la economía entendida como redistribución aparenta resolver el problema.

71. De esto nace la concepción económica, cuantitativa; véase Freud (1895: 339s).

72. Hay pocos síntomas que respondan así.

73. La hemos comentado con detalle en otro lugar (Arenas, 2020b: 34-43).

3
Deseo de gozar

Leer a Freud es muy distinto de leer a Lacan. Los estilos de uno y otro son muy diferentes, sin duda, y ello tiene consecuencias en cuanto al efecto que causan en el lector. Lacan nos exige estar muy despiertos, atentos a todo para no sucumbir a su pícara astucia, esforzarnos para descifrarlo, volver una y otra vez sobre cada detalle de cada frase para hallar algún rayo de luz en esa oscuridad (no caótica, sino lógica). Freud, en cambio, permite otra soltura. Podemos disfrutar de la belleza y de la levedad de su pluma, dejarnos arrullar por la gracia y sencillez de su argumentación, admirar su juego limpio y acompañar su ritmo envolvente como si fuera nuestro partenaire en un vals vienés, seguir la corriente mansa de sus palabras, entrar en esa suerte de ensoñación que suelen inducir las buenas narrativas, y así perder todo sentido crítico, hasta ingresar en un verdadero trance hipnótico que nos vuelva dóciles y crédulos como los enamorados. Es difícil mantener así esa distancia crítica indispensable para que el brillo del otro no anule nuestra luz interior. En síntesis, Lacan despierta porque es difícil de entender, y Freud adormece porque es difícil no entenderlo. La diferencia entre dormir y despertar está ligada a la que hay entre comprender y descifrar.

Si, durante nuestra revisión crítica de la obra freudiana con miras a extraer las consecuencias de erradicar el principio de placer, nos esforzamos por mantener los ojos bien abiertos, veremos con colores vivos ciertas nociones anquilosadas y se erigirán ante nosotros nuevas concepciones cuyo demorado surgimiento parece inexplicable. Este capítulo se ocupará de una de ellas.

Hemos comenzado hablando de unos sueños que plasman el guion fantasmático a la hora de esbozarse la construcción del fantasma en el análisis. Por materializar sin velos la escena imaginaria responsable de un goce displacentero, parecen afirmar una obstinación: ni en sueños el sujeto renunciará a él. Contradicen el principio de placer, pues, como tantos otros que Freud estudia en La interpretación de los sueños y que no tienen ni trazas del cumplimiento de un deseo. Si bien él argumenta que éstos son cumplimientos de deseo pero después de la interpretación (de modo que causar displacer es el precio pagado por disfrazar ese cumplimiento, supuestamente placentero), vimos que ése es un mal negocio y que tal argumento no sirve para toda una clase de sueños –incluidos los de obstinación, carentes de deformación onírica. Su deseo parece simplemente ser el de perseverar en un modo de goce, a pesar de que éste sea más o menos penoso. ¿Por qué no llamarlo “deseo de gozar”? No hay en ellos censura a la cual achacar deformación alguna, ni principio de placer que sea en ellos violentado (aunque puedan causar angustia). La interpretación irónica y de aceptación (Ni en sueños dejaré de gozar así) les calza como anillo al dedo,(74) y no hace falta suponer en ellos esas inclinaciones masoquistas que Freud debió hipotetizar para conciliar su fórmula sobre la función de los sueños con el carácter displacentero de la mayoría de éstos, incluidos los más típicos.

Cuando en el “Proyecto…” discutimos el estado de deseo –aumento de tensión que deja secuelas compulsivas–, vimos que esa excitación incesante es extraña al principio de placer, no se explica por su “más allá” ni se aniquila mediante satisfacción. ¿Qué nos impide ver que el deseo en cuestión no es otro que el deseo de gozar? ¿No es lógico y hasta esperable que tras una vivencia de satisfacción (o más bien de excitación) surja el inextinguible deseo de gozar como se gozó en ella?

También vimos que, según Freud, la vivencia de dolor provoca una reacción de avestruz (es su primer modelo de la represión),(75) pero en verdad cabe poner sus secuelas (resquemor, odio, afán de venganza) a cuenta de un deseo de gozar, y por eso no suscribimos tal forma de la defensa primaria. Asimismo, descubrimos que el dormir no es el efecto de la descarga del yo, sino su causa, y, si bien interrumpe toda forma de gozar, el aparato, a merced de los procesos primarios, se las arregla para recuperar algunos de esos goces en el sueño. Así se torna más coherente la concepción del despertar.

El sentido es el goce

Es en verdad llamativo el hecho de que luego de comentar a Burdach, Novalis y Scherner, que caracterizan la actividad onírica por su vitalidad, por su diversión gozosa y por su notorio juego con los estímulos, Freud no arroje por la borda su principio de placer. Lo que sí toma de Griesinger es la teoría del sueño como cumplimiento de deseo, aunque aclara que, para poder leer el sueño así, es preciso interpretarlo.(76) A mostrar cómo se halla su sentido dedica el segundo capítulo de su libro, centrado en el sueño de la inyección de Irma.

Es imposible resistir la tentación de interpolar aquí lo que Lacan dice al respecto en su Seminario 21: el sentido de la interpretación es el goce.(77) En efecto, si un sueño interpretado tiene el sentido de un cumplimiento de deseo, y el sentido es el goce, ese deseo no puede ser otro que ese deseo de gozar que habíamos deducido de los sueños de displacer (incluidos los de obstinación) y de la vivencia de satisfacción (o excitación). Y, en la medida en que Freud valida la hipótesis de Griesinger aplicando al sueño el mismo método empleado para interpretar síntomas, también la fobia de Emma puede ser leída en términos de ese deseo de gozar.

Por otro lado, él reconoce en los sueños un ombligo insondable que señala el límite de lo interpretable,(78) y eso matiza el final de este capítulo, donde dice que el sueño es cumplimiento de deseo después de un trabajo de interpretación “completo”.(79) ¿Qué hay en ese ombligo? Si el deseo del sueño es el deseo de gozar, es lógico que la cadena interpretativa encuentre en ese goce un límite estructural.(80)

Volvamos al cuarto capítulo, del que ya hemos hablado, donde se aborda la desfiguración onírica. Suponer que ésta existe es necesario para sostener la tesis del sueño como cumplimiento de deseo cuando su contenido es penoso, como ocurre en la mayoría de los casos.(81) La idea es simple: los sueños agradables cumplen un deseo y los desagradables también, sólo que bajo un disfraz penoso que la interpretación puede quitar. La desfiguración es achacada a la censura impuesta por un sistema que, en conflicto, rechaza el deseo surgido en otra instancia; ella sirve de velo a lo deseado.

Esta bonita historia es seductora, pues los conflictos son la sal de toda narración. Aquí el héroe es un deseo que, astuto como Ulises cuando accede a Penélope con ropas de mendigo, logra burlar la censura y se abre paso, si bien al precio de cierta formación de compromiso. Pero esta dinámica de lucha, ¿no es acaso un bello mito, es decir, aquello que Lacan caracteriza como “el intento de dar forma épica a lo que se opera a partir de la estructura”?(82) Ya desde “Los complejos familiares…” él afirmaba, en vida de Freud, que “el defecto más notorio de la doctrina analítica [es] descuidar la estructura a favor del dinamismo”.(83) ¿Lograremos entonces pensar el sueño sin recurrir al mito del conflicto entre instancias? Nos alienta en esa dirección recordar que ese conflicto es invocado para explicar la represión y que Lacan, con las herramientas de la estructura, pudo dar cuenta de ella sin tener que apelar al dinamismo. ¿Por dónde empezar?

Como paradigma de esta desfiguración onírica responsable, según Freud, de que el cumplimiento de deseo dé lugar a un sueño penoso, se nos propone el célebre sueño en que la mujer de un carnicero quiere dar una comida y, como para ello sólo cuenta con un poco de salmón ahumado, su deseo queda incumplido.(84) Él y Lacan ven allí la clave de la identificación al síntoma y del deseo en la histeria. Repasémoslo.

Esta mujer ama a su marido, que decide adelgazar. Por otro lado, ella le ha rogado que no le regale caviar, y bromea con él sobre esa privación autoimpuesta que deja su deseo incumplido… como en el sueño. Además, está celosa de una amiga delgada a la que él alaba pese a que le gustan las redondeces, y esa amiga, que desea engordar, le pide que la invite a su casa, donde se come muy bien. El sueño le responde entonces: ¡Ni soñando te engordaré, pues así le gustarías a mi esposo! De ese modo realiza un deseo. ¡Y el salmón ahumado es el plato predilecto de esta amiga, que se priva de él como la soñante se priva del caviar! Más claro, imposible. Ahora bien, ¿hay desfiguración aquí? ¿Cómo no ver en la privación de un goce (propio o ajeno) el goce de una privación? Sólo hay en el sueño un displacer de mentira, mientras la soñante extrae de él innumerables goces: el de arruinar el plan de engorde de su amiga, el de privarla de la cena que quiere, el de privarla del goce de privarse del salmón, y, por identificación con ella, el de privarse de todo aquello que dice anhelar, mientras asegura para sí el gozar del deseo de su esposo carnicero. Todo esto aparece condensado en la historia de la cena imposible, sin mayor disfraz que la omisión del nombre de la amiga y la sustitución del caviar por el salmón ahumado en virtud de la identificación. Aquí no cabe invocar censura alguna que obligue a desfigurar el contenido latente, ya que éste no aparece desfigurado, y tampoco se trata de una censura que haya sido burlada debido al carácter enorme del deseo que está en juego. La conclusión es que no hay aquí conflicto entre instancias ni censura entre ellas, pese a lo cual se han producido condensaciones y desplazamientos, y sólo después de la interpretación la soñante se entera de que ha soñado algo que desea. Teníamos razón, entonces, en rechazar la explicación freudiana de los “sueños de deseo contrario”.(85)

Pero el hecho de que Freud equipare el cumplimiento de deseo con la satisfacción masoquista lleva a pensar que el sueño está al servicio de procurar una ganancia de goce, y de hecho él mismo acepta, en ediciones ulteriores de su libro, que este asunto “no está finiquitado”.(86) El displacer de los sueños –concluye– no contradice el cumplimiento de deseo: surge de la desfiguración suscitada por la repugnancia ante ese deseo. Sin embargo, el sueño de la bella carnicera nos reveló que ello no ocurre así. Por lo tanto, algo debe ser reformulado en todo esto.(87)

Proceso primario y principio de placer

Ante todo, revisaremos una pieza clave de la desfiguración onírica y del proceso primario: el desplazamiento.(88) Éste parece ser el proceso por el cual cierta cantidad (llámese carga o investidura) pasa de una representación a otra. Pero lo que está en juego no es exactamente eso, sino que una representación poco investida “toma para sí la carga de otras” que estaban más investidas, y, habiendo acumulado de ese modo una gran suma de excitaciones, alcanza la carga necesaria para “imponer su acceso a la conciencia”.


Lo curioso es que este proceso, perfectamente compatible con la noción de una economía entendida como redistribución de cargas cuya suma no varía, contradice el principio de placer (la tendencia al ahorro) en el nivel del proceso primario, pues la representación que recibe la carga de las otras incrementa su investidura en vez de reducirla (que es lo que se esperaría en función de ese principio). Muchas cosas se modifican en consecuencia.

Por ejemplo, a lo ya comentado sobre los sueños que repiten atentados sexuales sufridos en la infancia,(89) agreguemos que cabe incluirlo en la noción de que lo infantil que excita el sueño son unos impulsos inextinguibles. Esto rubrica la impresión de que el deseo que está en juego es un deseo de gozar, no de dormir. Así volvemos al delicado problema de la relación entre sueño y dormir. Freud hace del sueño el guardián del dormir, no su perturbador, y llega a postular un “deseo universal de dormir”.(90) Lacan, sin embargo, muestra que no es universal, pues sus propios sueños están animados por “el deseo de despertar”.(91) Ahora bien, sin apelar a ese hipotético deseo, ¿cómo definir la función del sueño? ¿No estará al servicio de un universal deseo de gozar? Incluso podría tratarse de un goce que Freud halla en el dormir y Lacan en el despertar, por ejemplo.

A esto también se llega por otro rodeo. La primera mención de los pensamientos inconscientes surge en referencia a los sueños típicos, displacenteros y de significado universal, en los que falla el método freudiano;(92) en algunos, como los de desnudez, la voluntad de goce que los anima resulta evidente, al igual que en los de muerte de seres queridos, que dan pie a postular el complejo de Edipo. El hecho de que semejantes deseos burlen la censura recibe aquí una explicación cuya insuficiencia ya hemos indicado,(93) y que podría ser remplazada con ventaja alegando un deseo de gozar que no afronta censura alguna.

Mención aparte merece el comentario sobre el juego en los niños, ya que Freud subraya el goce que provoca su incansable repetición, sobre todo cuando el displacer causado es extremo (como en el susto y el vértigo), y agrega que ese goce displacentero también se recupera en sueños.(94) ¿Hay acaso algo más alejado del principio de placer que este planteo? No en vano el “más allá” de ese principio se apoyará en un juego infantil.

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