Kitabı oku: «Tierra fresca de su tumba»

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Giovanna Rivero


Giovanna Rivero nació en Montero, Bolivia, en 1972 y vive en Lake Mary, EEUU. Es escritora y doctora en literatura hispanoamericana.

Es autora de los libros de cuentos Las bestias (1997, Premio Municipal Santa Cruz), Contraluna (2005), Sangre dulce (2006), Niñas y detectives (2009) y Para comerte mejor (2015, Premio Dante Alighieri 2018).

Ha publicado cuatro novelas Las camaleonas (2001), Tukzon (2008), Helena 2022 (2011) y 98 segundos sin sombra (2014, Premio Audiobook Narration y llevada al cine por el director boliviano Juan Pablo Richter). Entre sus libros juveniles destacan La dueña de nuestros sueños (2005) y Lo más oscuro del bosque (2015, Libro recomendado del año por La Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil).

En 2004 participó del Iowa Writing Program y en 2007 recibió la beca Fulbright. En 2011 fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina” y en 2015 le otorgaron el Premio Internacional de Cuento “Cosecha Eñe”.).

Candaya Narrativa, 72

TIERRA FRESCA DE SU TUMBA

© Giovanna Rivero

Primera edición impresa en la Editorial Candaya: febrero 2021

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

© Francesc Fernández

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN: 978-84-18504-30-3

Depósito Legal:B 2125-2021

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Para Pablo, mi hermano menor,

que se comió su propia sombra.

Índice

La mansedumbre

Pez, tortuga, buitre

Cuando llueve parece humano

Socorro

Piel de asno

Hermano ciervo

LA MANSEDUMBRE
I

¿Era caliente el líquido viscoso que te dejaron ahí?

¿Caliente?

–Tibio. Viscoso. ¿Era un líquido como la clara del huevo? La clara, Elise, cuando recién quiebras el cascarón…

–Sí. Creo que sí. No lo sé. Pensé que era sangre del mes.

–Y sin embargo no era. Era la semilla de un varón.

–Sí, Pastor Jacob. Digo la verdad.

–La verdad siempre es más grande que los siervos. Y más si la sierva se ha distraído, si no se ha cuidado como lo exige el Señor. Nosotros vamos a determinar cuál es la verdad. Según hemos grabado en tu primer testimonio, tú estabas sumida en un sopor extraño como si hubieras ofrecido tu voluntad al diablo.

–Yo jamás le ofrecería mi voluntad al diablo, Pastor Jacob.

–No digas “jamás”, Elise. Somos débiles. Tú eres muy débil, ya ves.

–Yo estaba dormida, Pastor Jacob.

–Eso lo tenemos en cuenta.

¿...Vendrá mi padre a la reunión de los ministros?

–No. El hermano Walter Lowen no puede formar parte de la reunión. Ya la deshonra y la tribulación lo tienen muy ocupado. Anda, Elise, dile a tu madre que traiga las sábanas de esa noche, vamos a examinarlas. Que ya nadie las toque. Todo es impuro ahora, ¿me entiendes?

–Sí, hermano Jacob.

II

Su padre la mira por unos segundos y luego aparta los ojos, avergonzado, piensa Elise, o enojado. O ambas cosas. De inmediato vuelve a ocuparse del tema que los ha llevado hasta allí, hasta esa villa en los márgenes de la vida. Ese conjunto de casas no se parece en nada a la colonia. Son construcciones dispersas, obstinadas en alcanzar algún retazo de ese cielo sucio, sin pájaros. Dos o tres horribles edificios de ladrillo visto y ventanas mezquinas reinan en todo ese lodo. Elise mira sus zapatos y piensa que debería quitárselos, cuidarlos mejor por si el pie le crece. Tiene quince, es cierto, pero ha escuchado que a su abuela Anna el pie le creció hasta que tuvo su primer hijo, a los dieciocho. Ella es muy parecida a la vieja Anna: los ojos casi transparentes, la frente redonda, como ideando soluciones o alabanzas. A ella también, cuando canta, se le brotan azules como riachuelos subterráneos las venas de las sienes. Eso es cantar con amor, dice su padre. O decía. Porque después del último turbión el mundo se precipitó sobre ella.

Elise entiende palabras salpicadas del español que su padre utiliza para hacer las transacciones con el indio. “Tractor”, “luna” y “quinientos pesos” es lo que Elise comprende. Aunque no está muy segura de la última. También podría ser “quinientos quesos”. El año anterior, cuando el turbión de junio desbordó el río y los cauces artificiales y ahogó sin un ápice de piedad las plantaciones de soya, Walter Lowen, su padre, salió del paso aumentando la producción de queso. Ella le rogó con humildad que le permitiera acompañarlo a la feria de Santa Cruz para ayudarle a vender los quesos. Eran más de quinientos rectángulos perfectamente cuajados, con la mejor leche, apenas dorados por los pocos rayos de sol que se colaban entre las altas ventanas del galpón donde las mujeres se encargaban del desmolde. Esa vez comprendió poco, casi nada, de lo que su padre hablaba con los compradores. Algunos la miraban sin disimulo, tal vez elaborando razones genéticas descabelladas para entender los inquietantes ojos albinos, y murmuraban algo o le sonreían directamente. ¿Era bonita Elise? No precisamente, pero tenía que agradecerle al Señor la composición definida de su rostro, la manera en que el mentón se apretaba contra el labio inferior, un poco más grueso que el superior, y que era lo que según la propia abuela Anna le exigía ser más sencilla, protegerse mejor.

Protegerse. Contra el turbión que todo lo destruía a puro dentelladas de electricidad y agua. Protegerse, sí, ¡contra los designios del Señor! Y que Walter Lowen jamás la escuchara blasfemando así.

Aunque es probable que su padre también blasfemara. Lo había encontrado llorando con ira en los cobertizos, mientras les prendía fuego a las sábanas ensangrentadas cuando por fin se las devolvieron, después de días de discusión en la reunión de ancianos y ministros. Y llorando cuando en medio de la noche, como si fueran ladrones de lámparas, de luces ajenas, subieron las cosas más importantes al buggy: el cofrecito oxidado con los ahorros, los bolsos con ropa, el edredón de cuidadosos tulipanes bordados en puntos rellenos tan gorditos que provocaba tocarlos y tocarlos, los álbumes y los casetes con las imágenes y las voces de sus muertos. No eran ellos los que debían marcharse. Pero eran ellos los que se marchaban. “No miren atrás”, les ordenó Walter Lowen, y entonces ella apoyó su cabeza cubierta únicamente con la pañoleta sobre el hombro blando de su madre y se concentró en el traqueteo del buggy que registraba, bajo sus ruedas de hierro, cada bache, cada uno de los tajos que el turbión había hendido en los caminos. Su cabeza contra el pecho oloroso a suero, a cebolla y vainilla de su madre, el deseo más fuerte que su joven espíritu de dejar todo atrás, de no mirar, como exigía Walter Lowen, que repitió justamente eso, “no miren atrás”, hasta que la frase no tuvo sentido porque ya otro pueblo con sus tentaciones modernas comenzó a prefigurarse inevitable en lo que debía ser el horizonte.

III

–Mientras el diablo te poseía, Elise, ¿te decía algo? ¿Te susurraba cosas al oído? El diablo susurra. Su voz no ha de haberte parecido muy autoritaria, ¿verdad? El diablo seduce.

¿El diablo me ha seducido, Pastor Jacob? Es que yo pensé que era el hermano Joshua Klassen. Creo que tenía sus ojos y el lunar de arroz cerca de la boca… Yo pensé…

¡Cuántos detalles, Elise! Pero dices que “crees”. El diablo hace esas cosas en la imaginación cuando la imaginación se rebela, y somete también a la observancia, al temor de Dios. Tus padres, Elise, ¿en qué andaban? Hemos sabido que el hermano Walter Lowen intentaba firmar unos tratos con un supermercado en Santa Cruz. Si él hubiera repartido esas tareas con la comunidad, habría cubierto todos sus deberes. El hambre de posesión le ha corroído la templanza. Tus padres no han vigilado tu educación, Elise. Ellos han fallado en mantener la disciplina bajo su techo; ellos también son responsables de este episodio de maldad. Eres una víctima de las tentaciones del mundo y por eso los ministros hemos clamado al Señor por piedad. Piedad para ti, pequeña Elise, y piedad para tus padres y hermanos que están tan avergonzados.

¿Qué pasará con nosotros, Pastor Jacob?

–Tienen que recogerse mucho, Elise. Hay que mirar adentro, a las cosas del hogar. Por un tiempo no trabajarás en la tierra ni en la quesería de tu padre. Puedes perfeccionar otras virtudes, Elise. La asamblea va a hacer algunos negocios con la gente de Urubichá. Ellos tejen hamacas coloridas, pero son malos con las flores, con las representaciones de la naturaleza, que es siempre el mejor adorno. Tú puedes tejer o bordar piezas así, modelos humildes y armoniosos que agraden al Señor. Todo desde la cabaña. Ahora tendrás que cuidar ese fruto, ¿verdad?

¿Este… fruto?

–Es tuyo, Elise. Si el Señor permite sus latidos en tu seno joven, hay que dar gracias. Es fruto de tu cuerpo.

–Pero… ¿acaso este fruto no es del diablo, Pastor Jacob? ¿No es el fruto de esa seducción que usted dice?

IV

El terreno al que se mudaron es vecino de esa villa. No tuvieron que llegar a levantar cabañas porque antes de ellos habían desertado los Welkel y fue ese clan el que los acogió mientras construían sus propios cuartos. La mano derecha que ayuda a la izquierda. Nadie ha prohibido que lo digan: “hemos desertado”, no es necesario mentir. Elise todavía extraña la luz brillante de Manitoba, pero este sol atónito tampoco les ha permitido esconder ningún secreto. No es un éxodo más, es una fuga. Comienzan otra historia. Un día dirán: Mateo Welkel respaldó a Walter Lowen con los trámites del crédito y la compra de un tractor. Ese fue el génesis. Antes del turbión, después del turbión. Y luego el tractor.

Desde hace tres meses, a riesgo compartido, comenzaron a alquilar la maquinaria y su propio trabajo a las obras que proliferan en la zona. Es increíble cómo aquel tractor con fantásticas ruedas de goma puede alzar tales cantidades de material. Hay algo de conmovedor en la fuerza empecinada del tractor arrastrando los residuos de un lado para otro como lo haría una bestia. ¡Es un verdadero Goliat! Cuando los contratos concluyen y la bestia duerme su cansancio, los quince chicos Welkel, excepto Leah Welkel, se montan presurosos en ese trono alto de comandos y palancas. Leah los mira desde abajo y se despide de sus hermanos con exagerados gestos e infinitas bendiciones como si el tractor fuese a alzar vuelo en cualquier momento hacia un lugar del universo donde solo van los varones.

—Ven, Leah —la llama Elise.

Elise prefiere dejar que Leah le haga un dédalo precioso de trenzas en su pelo rojizo.

—¿De dónde has sacado este pelo, Elise? —pregunta una y otra vez Leah, como si Elise no le hubiera explicado incontables veces que ella es el espejo en el tiempo nuevo de su abuela Anna, que en el clan de Canadá las mujeres nacen con esas hebras casi púrpuras. Pero a Leah Welkel hay que tenerle paciencia porque pertenece a ese tipo de seres humanos que nace con dificultad para guardar en la cabeza tantas cosas que ocurren en una jornada. También el mayor y el séptimo de los Welkel son incapaces de atesorar la realidad en su cabeza. Dios los ha querido pobres y pequeños en todo aspecto. Es el precio de haberse quedado en la misma colonia por tanto tiempo, generación tras generación. Finalmente te casas con tu primo, aceptas que parte de tu cosecha se dañará, renuncias a la perfección.

A Leah también la han poseído, y Leah le ha contado que lo mismo ha sucedido con dos de sus hermanos. Su padre les ha ordenado no hablar de eso, purificar la herida con el silencio.

—Pero yo no sé cómo ser obediente —le ha dicho Leah con los celestes ojos húmedos, llenos de culpabilidad.

Elise no siente más pena por la estupidez santa de Leah que la que siente por sí misma. Sentir pena por uno mismo es un modo en que la soberbia, el más fino de los pecados, se escurre por los resquicios del alma, dijo en una prédica el Pastor Jacob, pero Elise no puede evitarlo. En algún lugar tiene que haber misericordia para ella. Al Pastor Jacob no lo han poseído. El Pastor Jacob no se quedará solo por el resto de su vida, larga vida, porque su mujer le ha dejado esa descendencia vasta. Elise, en cambio, tendrá que cuidar de sus padres hasta el final, especialmente porque el Señor ha segado el vientre de su madre y ella, Elise, es la última Lowen de Manitoba.

—No tendrás esposo, es verdad —le dijo durante su primer testimonio el Pastor Jacob, apretándole los hombros—, pero tendrás un hijo, un fruto.

A la pobre Elise se le estremecieron sus pezoncitos cuando el Pastor Jacob la sentenció de esa manera. Miró a los pájaros y solo vio orgullo y belleza en su vuelo alto. Miró a las vacas, sus ojos lánguidos y piadosos, y se sintió mejor. Si no fuera pecado, si todo no fuera pecado, se habría sentado a mugir allí mismo, en medio de la granja. Sí, porque aunque en ese momento no lo sabía, de entre todas las cosas, eran las vacas las criaturas que Elise iba a extrañar con el corazón hecho un escarabajo. No a esos ruiseñores sin alma ni a los árboles colosales y de panza inflamada como una hembra encinta.

V

–Elise, nos hemos equivocado. Tú no eres la única muchacha que ha sido tomada durante la noche.

¿No?

–Hay muchas otras, Elise. Muchas. Esto es una terrible abominación.

¿Y qué van a hacer para procurar justicia?

–Tenemos que reunir fuerzas, Elise. El consejo de ancianos ayunará. Las madres ayunarán.

¿Y después del ayuno, Pastor Jacob?

–El ayuno nos dará luz, Elise. Que no te gobierne la desesperación. El diablo se aprovecha de esas miserias.

–Pero si la comisión ya sabe que no ha sido el diablo, ¿verdad, Pastor Jacob? Ha sido el hermano Klassen, en mi caso. O entonces, ¿por qué lo han enjaulado? ¿Y las otras, Pastor Jacob? Margareta, Katarina, Aganetha y Lorrae acusan al hermano Dick Fuster.

–El diablo se apodera de nuestras voluntades, Elise, pequeña. ¿Acaso tus padres no te han enseñado eso? Yo mismo, en la prédica, ¿no les he advertido de las trampas del diablo? El hermano Klassen ha caído, igual que tú, igual que Katarina, que Aganetha o que el hermano Fuster. Nos ha faltado observancia.

–Pastor Jacob…

–Dime, Elise.

–Van a castigarlos, ¿verdad?

–Tendrán que hacer mucha penitencia, sí. Tendrán que trabajar mucho para la comunidad, mucho más que los otros hombres…

–Pero van a castigarlos, ¿no es así? La penitencia no es un castigo, Pastor Jacob.

–Estas querellas intelectuales en tu mente joven son ociosas, Elise. En adelante conversaré con tu padre únicamente. Ya tenemos todos los testimonios que necesitamos. Tus palabras, ya las tenemos. Tú y las otras estaban dormidas. El Señor las ha bendecido con ese sueño profundo para que no haya traumas, para que perdonen sin dificultad. A todos nos duele esta tragedia tanto como a ti, Elise.

¿Tanto como a mí, Pastor Jacob?

–Vete, Elise Lowen. Entra a casa y ayuda a tu madre.

VI

Esta vez, lejos de las leyes de Manitoba, Walter Lowen ha permitido que Elise lo acompañe a las obras que dirige el indio, mientras el resto de las mujeres hornea galletas y desmolda quesos –ahora no muchos– en un cuarto tan pequeño que es imposible no salir hediendo a ese aroma dulcemente agrio de las vacas.

El indio y su padre han trabajado todo el día, turnándose para excavar y remover la tierra que brota y brota inagotable del pozo que se va formando. Elise se acerca de a ratos y espía esa tripa angosta y siente angustia y vértigo, entonces se acomoda el sombrero de paja encima de la pañoleta y vuelve a sentarse sobre los materiales de construcción a mirar a los dos hombres. Qué pálido y qué alto se ve su padre junto al hombrecito de facciones contundentes, los pómulos desafiantes cual piedras ígneas que el sol fuera a rasgar a fuerza de luz. Que su padre hubiera llorado en la cabina telefónica mientras marcaba el número de Canadá de la abuela Anna le parece ahora increíble. Entendió que la vieja Anna dijo: “tienes que hacer algo”. Así fue como en la madrugada subieron las cosas al buggy y no miraron atrás.

Cuando el pozo es ya un cilindro negro, una obra bien hecha, los dos hombres beben la limonada que les ofrece Elise. Huelen a animales, a las vacas que los granjeros traían de regreso después de aparearlas, no una, sino muchas veces. El trabajo hace eso, saca todo lo de animal que el Señor ha permitido que permanezca en nosotros, pero también lo purifica. Elise siente náuseas y le pregunta a su padre si puede regresar a la casa; sabe que pregunta una idiotez, que no se le permitiría caminar sola en ese mundo de lodo al que se han mudado; pero es que sus vidas mismas han cambiado, no pueden negarlo, y quizás Walter Lowen ahora decida que lo importante es sobrevivir, estar juntos, perdonarla inclusive.

Pero Walter Lowen le ordena quedarse. El indio y él esperan a una tercera persona y Elise debe acompañarlo hasta el final, hasta terminar la jornada. ¿No es eso lo que ella quería? ¿No es esto lo que deseas, Elise? ¿Ocupar con hidalguía el lugar del hijo varón?… No importa si estás preñada, mejor aun si estás preñada de un niño. Un pequeño Lowen. Necesitaremos muchos cuerpos para sacar adelante estas vidas en Santa Cruz, para mantenernos fieles a Dios cuando todo está en contra. Y es que, aunque parezca increíble, en la ciudad Dios se debilita, se asusta, se arrincona en la oscuridad de los actos.

Elise se incorpora, se alisa el vestido de flores gigantes y mete su nariz en los bordes de la pañoleta que, además de cubrirle la cabeza avellana, casi púrpura, le da una vuelta al cuello; supera las náuseas; se acaricia instintivamente el bulto que le sembraron adentro, ella en la profunda inconsciencia, como una anunciación bastarda.

El indio le mira el vientre por un instante y luego parece olvidarlo, distraído por el breve desfile de colegialas que a esa hora salen o se escapan descosidas y exultantes de las aulas. También Elise se olvida por un rato del bulto vivo que le come la juventud desde dentro, allí donde nadie nunca había estado antes, no hasta esa noche, después del turbión. Mira a las chicas con sus uniformes blancos y azules y siente sus risas como agujas de oro bordando texturas invisibles en el aire, flotando sobre la música de sus celulares, una música que es una vibración furiosa y feliz. Mira sus zapatos deportivos, sus pantorrillas bronceadas, las melenas cortas, las mejillas altas, sin pecas, solo rubor y una intensidad desconocida. Y en esa contemplación se sabe absurda y sola.

Walter Lowen, en cambio, no se distrae. Es un hombre todavía joven, acostumbrado a transacciones rápidas y a llevar cuentas muy claras. Igual, Elise intuye una inquietud, un nerviosismo distinto en los gestos rudos de su padre. No encuentra entre las palabras que va aprendiendo en español ninguna que le permita comprender la conversación entre los dos hombres. No puede saber que, en cierto modo, ahora hablan de política.

—¿No tienes miedo de que venga la prensa? Los periodistas son bien metiches —dice el indio. Con la boca apretada mastica bollitos de coca que saca de una bolsa de plástico. También a eso huele aquel hombre. Desde que lleva el bulto adentro, moviéndose con un regocijo que le va partiendo las caderas adolescentes, para Elise todo es olor. Pero el olor del indio, de su boca oscura exprimiendo el jugo vegetal, le gusta. Huele a bosque. A un bosque sucio y hondo.

—Por eso hemos desertado también —explica Walter Lowen—. Es una vergüenza —dice, moviendo la cabeza para espantar a los cuervos invisibles de los recuerdos.

—En tu religión está prohibido matar, ¿no? —dice el indio casi sonriendo, los dientes fuertes manchados de aquel bosque agrio.

—Esa potestad es de Dios nomás, eso te enseñan, así aprendemos toditos —dice Walter Lowen.

Al indio le causa gracia el acento fuertemente oriental del menonita, las palabras mutiladas por la respiración llena de oxígeno. ¿Cómo sería Walter Lowen de haber llevado a su familia a un pueblo montañoso? A El Alto, por ejemplo. Allí nada habría quedado impune. Los hombres se habrían alzado llenos de coraje y hambre de lobos, y las mujeres, esas peor, esas sí. Gasolina, kerosene, alcohol, palos, dinamita, piedras, lo que sea habrían agarrado para hacer justicia. Y el culpable, ¡ay del culpable!, convertido en inmensa antorcha de redención, habría clamado piedad hasta que se le reventara la garganta mientras las gentes le espetarían su delito. Pero estos menonitas cambas confían demasiado. A lo mucho, como este señor, el Walter Lowen, desertan, según dice, como si fuera soldado de la Guerra del Chaco. Pero la Pachamama no entierra así nomás el pasado. Ni aunque sean alemanes cambas, o de dónde serán pues, pero ni así se hace tres cruces al daño.

—Yo primero pensé que habías desertado por el gobierno. Ahora ya no es posible tener tanta tierra para uno solito ni aunque seas un grupo grande como los menonitas —dice el indio—. En el Paraguay también les han expropiado. Antes, claro, ustedes los gringos de las sectas llegaban invitados por los gobiernos. El MNR ha sido el más abierto. El Víctor Paz Estenssoro, con su Revolución de la Reforma Agraria del 52, ha repartido tierras como si fuera chicha o singani. Toma, para ti, a los japoneses; toma, para ti, a los menonitas. Obreros en las minas, campesinos a sembrar, diciendo. Claro que eran tierras cerradas, ¿no? Bien duro les ha tocado a ustedes trabajar la tierra, doblegar la selva, abrir caminos, alzar sus casitas, ¿no? Pero si te das cuenta, señor Lowen, no hay mal que por bien no venga; así es nomás, ¿no? Lo que le ha pasado a tu hija te ha obligado a salir como alma que lleva el diablo —Ríe el indio de su ironía, contento de esa sagacidad cultural que le nace de algún lugar más profundo que su propio temperamento.

—Ha sido una tragedia…

—Disculpame, señor Lowen, pero es verdad. Has dejado tu Manitoba justo antes de que llegue el gobierno a parcelar esas tierras. Bien lindas deben ser esas tierras. Bien a tiempo has desertado, señor Lowen. Bienvenido a esta parte, señor Lowen —Ríe el indio, a tiempo de meterse otro bollo de ese oro verde maravilloso que a Elise le produce tanto deseo. No ser vaca y comer loca de alegría el pasto tierno de las praderas.