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Condenados

Giovanni de J. Rodríguez P.



Rodríguez P., Giovanni de J.Condenados / Giovanni de J. Rodríguez P. – Envigado: Institución Universitaria de Envigado, 2021.596 páginas.ISBN Impreso: 978-958-53318-2-2ISBN Pdf: 978-958-53318-4-6ISBN E-pub: 978-958-53318-3-9Novela de ciencia ficción colombiana – 2. Literatura colombianaC863.44

Condenados

© Giovanni de J. Rodríguez P.

© Institución Universitaria de Envigado, (IUE)

Segunda edición: abril de 2021

Hechos todos los depósitos legales

Rectora

Blanca Libia Echeverri Londoño

Director de Publicaciones

Jorge Hernando Restrepo Quirós

Coordinadora de Publicaciones

Lina Marcela Patiño Olarte

Diseño y Diagramación

Leonardo Sánchez Perea

Corrección de estilo

Erika Tatiana Agudelo Olarte

Edición

Sello Editorial Institución Universitaria de Envigado

Fondo Editorial IUE

Institución Universitaria de Envigado

Teléfono: 339 10 10 ext 1524

Carrera 27 B # 39 A Sur 57 - Envigado Colombia

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Los autores son moral y legalmente responsables de la información expresada en este libro, así como del respeto a los derechos de autor. Por lo tanto, no comprometen en ningún sentido a la Institución Universitaria de Envigado.

Prohibida la reproducción total o parcial del libro, en cualquier medio o para cualquier propósito, sin la autorización escrita del autor(es) o del Fondo Editorial IUE.

A la memoria de Bernardo.

Lo llamaron negrita, fortaleza y campeón; yo le decía papá.

Fue un hombre ejemplar, que dejó de escribir cuando su mano empezó a temblar.

A Gloria. La negrita,

que es pura y blanca como un rayo de luz.

Agradecimientos

Este libro se enriqueció con investigaciones, lecturas, entrevistas y sueños. Lo terminé después de mil días, y gracias al apoyo de mi familia. Sus animosas palabras y el amor que me prodigan son la mejor compañía en el acto solitario de escribir.

A mi esposa que en este viaje llamado vida navega conmigo con amor incondicional.

A Sara, que tiene mirada de ángel y a través de sus ojos descubro el infinito. Convertida en mi faro y en mi motor me ayuda todos los días a morir y a resucitar.

También quiero agradecer a mis Beta readers entusiastas y diligentes. Entre ellos, especialmente a mi hermana Angélica Rodríguez y a mis dos queridas amigas Ángela Montoya y Nancy Arango.

A mi estimado amigo y científico de la Universidad de Antioquia, su genialidad es una inagotable fuente de información e inspiración, agradezco la notable asistencia que recibí en temas de astrofísica. Acatando su indicación dejaré su nombre en secreto.

De manera muy especial, doy mi agradecimiento y homenaje a José Librado Porras, hombre amable y maestro valioso que puso en mi pluma la infinitud de la prosa y la exactitud de las palabras.

Finalmente, y no menos importante, a ti, mi estimado lector. Me sentiré satisfecho si esta lectura logra evocarte un recuerdo, causarte una reflexión o arrancarte una emoción.

Índice de contenido

Portada

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Agradecimientos

Prólogo

Primera parte

1. La despedida

2. Fantasmas en la casa

3. Agonía

4. Amenaza de tormenta

5. La primera carta

6. Paranoia

7. Antípodas de realidad

8. El cambio de Ana

9. La primera cosecha de la Parca

10. El monstruo escondido

11. La visita de Aravena

12. Segunda carta

13. Espectros en las calles

14. La segunda cosecha de la Parca

15. El arribo de la caballería

16. Tercera carta

17. Margarita vuelve a ser Margarita

18. El hombre es lobo del hombre

19. Abatimiento de Abigail Lucero

20. La tercera cosecha de la Parca

21. El descubrimiento

22. Conjeturas ajenas

23. Sueño de realidades lejanas

24. La cuarta carta

25. Fuente de plata

26. Emilio Rojo, ¿es un hijo de Zeus?

27. La cuarta cosecha de la Parca

28. La fuente de las señales nociceptoras

29. El Dios de Margarita

30. Purga en la Cárcel Distrital

31. El hijo pródigo

32. Chay Nordal y Yunus Náifur

33. Regreso al pasado

34. La quinta carta

35. Cambio de gobierno

Segunda parte

36. La noticia que no se quiere recibir

37. El escape

38. La manipulación

39. Transhumanos

40. Hijos de Layo

41. El reencuentro

42. El método

43. Lealtad condicionada

44. La sexta carta

45. Apuestas clandestinas

46. La despedida de los hermanos Rojo

47. Prometeo encadenado

48. Las Lizarraga (primera parte)

49. ¿Ana está vinculada?

50. Pacheco en custodia

51. La quinta cosecha de la Parca

52. Interrogan a Benoni

53. Las Lizarraga (segunda parte)

54. Peccatum

55. Calamidad en Krubera

56. Un día sin cartas

57. La séptima carta

58. La trampa de la economía

59. Optogenética

60. Incapacidad

61. El regalo perfumado

62. Morsunda

63. Un lucero que se apagó en la vida de Carlos

64. Benoni y los transhumanos

65. Las Lizarraga (tercera parte)

66. Un día diferente

67. El método del implante

68. La octava carta

69. El mejor regalo

70. Los Arda Fravas y los ataques psíquicos

71. Revelaciones cósmicas

72. El reporte del espionaje

73. La novena carta

74. El rapto

75. Las Mudas

76. El puente Einstein-Rosen

77. Regreso del Vaticano

78. Rendición de cuentas

79. El Encanto

80. La gestación de un dios

81. Dioses del pasado, demonios del presente

82. Desvelando realidades

83. El portal

84. Desvelando a los Arcontes

85. Luis llega con ayuda

86. En el monte Athos

87. Destrucción del portal

88. Salvación y ruina

89. Epílogo

Reseña del autor

Colofón

Contraportada

Prólogo

Después de escribir novelas históricas por más de un lustro, en 2016 me abordó una impertinente idea que atenazó mis pensamientos por varios meses. En ese periodo de incubación me aproximé a realidades desconocidas y conocí personajes singulares que no pararon de hablar a mi oído hasta quebrarme la voluntad y persuadirme para escribir Condenados.

Fue así como me sumergí, durante más de tres años, en un mundo distópico de contrastes y misterios en el que las realidades oníricas se funden en contextos verosímiles de la vida cotidiana, creando conspiraciones y laberintos sociales a través de sorprendentes imágenes. No obstante, no es una novela negra o de misterio. Es una historia de ciencia ficción cargada con profusos detalles. Elaborada como una muñeca rusa, crece en intensidades y reserva un desenlace insospechado capaz de vincular al lector, de tal manera que se sentirá uno de los personajes, se le avivarán emociones y reflexiones y atesorará momentos placenteros de esta lectura.

Como novela de ciencia ficción enriquecida con tantos matices tiene todos los aditamentos necesarios para el disfrute de los amantes de la ciencia, la psicología y la mitología. Es un híbrido de géneros y a la vez un osado experimento literario cuyo asiento es la cruda realidad de una Colombia diversa, rica e injusta que muchos aman y otros muchos ignoran.

Primera parte

El crepúsculo llegó vestido de Caronte para llevarse a la humanidad hacia el mundo de las sombras. Ana Pontefino lo intuía como la más cruel de las corazonadas, pero enmudeció por el temor que le producían sus pensamientos. Durante los últimos diez años vio a la humanidad hundirse en un lodazal de mezquindades y miserias… hasta hace unos días. Él regresó en medio de un estallido de luz y los otros aparecieron detrás del halo de fuego.

1. La despedida

Bogotá, martes 10 de octubre de 2045.

A las seis de la tarde el ocaso impregnó el cielo con un encantamiento iridiscente que cautivó la atención de los bogotanos. Un gigantesco arco luminoso apareció por el norte y se extendió por el firmamento hacia el sur, formando una especie de muralla verdosa que dividía el cielo en dos. No tardó mucho tiempo para que el arco se diluyera sobre la bóveda celeste y la tornasolara con halos escarlatas surtidos por resplandores dorados y púrpuras sobre un manto azul. El espectáculo, difícil de describir, dejó perplejos a millones de ciudadanos.

—El clima del planeta está de cabezas y, para colmo, el sol está de fiesta... Pasaron casi dos siglos para que fuésemos testigos de un evento Carrington. No sé si sentirme afortunado o lamentar esta condenada suerte. Menos mal que el torrente de partículas es menor en el trópico, de lo contrario estaríamos con las manos cruzadas sin saber qué hacer. —Guillermo Pontefino le regaló una mirada de desaliento—. Gracias a Dios no tengo implantes porque los transhumanos están llevando la peor parte al inhabilitárseles sus facultades. Hoy murieron dos: un astronauta japonés en la estación espacial ardió en llamas mientras caminaba por la plataforma exterior, estaba a nueve minutos de la compuerta de acceso, nueve minutos para sobrevivir y le avisaron sin retardo cuando los sensores de la sonda Hayabusa-8 detectaron la eyección de masa coronal, pero la explosión solar llegó en ocho minutos. El otro, Enzo Fusco, empresario y coleccionista de libros antiguos, fue mi primo hasta las dos y media de la tarde. Estudiamos en el mismo colegio donde lo apodaron ‘Coco’, apócope de cocodrilo, por tener una boca grande. Falleció a causa de una sobrecarga eléctrica que ocasionó un cortocircuito en la red neuronal que conectaba su antena frontal con el cerebro. Estaba de turismo en la Catedral de Westminster. El pobre cayó frente a la tumba de Charles Dickens; los demás turistas entraron en pánico cuando vieron salir fumarolas negras por sus orejas—. Suspiró y un hálito impregnado de alcohol le perfumó la voz. —A mí, solo se me inflamaron los ganglios. Mire usted, ¿cuándo se había visto auroras en estas latitudes? Señor, casi nadie sabe que los átomos de hidrógeno excitados en niveles de energía bajos forman la cortina de luz rojiza, ¿lo ve? Ya se está desvaneciendo. —Guillermo levantó la cabeza hacia el firmamento como pidiendo ayuda del cielo, luego regresó una mirada de tedio al científico que no paraba de hablar. Gesto que Benoni no logró descifrar porque hablaba con un ojo mirando para fuera y otro para dentro—. La borrasca de la madrugada fue cosa seria, no había visto llover así en toda mi vida. En los noticieros dijeron que afectó principalmente siembras de jazmines. Pero sabe una cosa, señor presidente, el cambio climático es una invención para arrinconarnos y hacernos creer en la necesidad de una institución independiente de cualquier gobierno…

—Benoni, estás borracho… ya deja de hablar.

El científico, intimidado por la insidiosa respuesta, desaceleró el paso y dejó que el presidente se alejara. Por el lado pasaron los demás representantes del Estado con ojos de piedra y semblantes de acero, apenas advirtieron su presencia falseada de sobriedad. Benoni Bachis se preguntó qué tenía de malo beber un poco de vino, a lo sumo habían sido dos botellas de sangiovese procedentes de su natal Carmignano. Las miradas de reproche de los burócratas lo hicieron sentir como un antílope en medio de una manada de leones. Así que optó por apiñarse con sus correligionarios que observaban la aurora boreal con mirada arrobada, estupefactos y retraídos de la realidad. Caminaron indiferentes ante la presencia de ángeles de yeso postrados sobre las tumbas.

La procesión silenciosa caminó detrás del féretro haciendo caso omiso al abrazador frío que arañaba las lápidas de mármol del Cementerio Central. La distinguida romería de personalidades se combinaba con un batallón de periodistas que se mezclaban con decenas de militares encargados de la seguridad, y entre ellos, circulaban centenares de personas que alguna vez fueron bendecidas por la caridad de la fallecida. También hacían acto de presencia personalidades estatales del ámbito internacional y nacional entre los que se contaban los mandatarios de México, Brasil, Perú y Venezuela. Ministros, senadores, cancilleres y casi todo el gabinete presidencial, excepto Milton Calahor. La junta directiva del gremio nacional de pintores tampoco se perdió las exequias y junto a ellos marchaba un centenar de supersticiosos que creían en la expiación de los pecados por peregrinar junto a la que consideraban una verdadera santa. Todos andaban hacia la final morada de la última fallecida del día. Contrario a lo que las malas lenguas decían, ella no murió por las cartas.

—Hermano, han muerto más de cuarenta mil personas. Ya no hay espacio en los cementerios. —Gabriel Pontefino susurró con precaución para que nadie más lo escuchara.

—Cuarenta y cuatro mil trescientas y una, para ser exactos. Ya se promulgó por ley que todo fallecido será cremado. —Guillermo contestó sin mover un solo músculo de la cara mientras una ráfaga de viento silbó al entrar por el resquicio de la mampostería averiada—. Huele demasiado a flores, ¿no te parece? Tanto perfume me está mareando.

—No es perfume, es una peste. Huele así por todos lados. Lo noté al salir de la Catedral Primada, casi vomito cuando cruzamos la Avenida Caracas.

Juan Pacheco los escuchó, sabía que la intensa fragancia de flores marchitas provenía del sureste, a escasos veintiún kilómetros donde miles de hectáreas de cultivos se arruinaron por la granizada de la madrugada. No dijo nada y prefirió desviar la mirada hasta posarse de pleno sobre la insigne flacura de Marion Dubois. El cuello largo de cisne que una vez le hizo ganar admiradores ahora revelaba hilos de tendones y meandros de arterias azulosas que trataban de esconderse entre largos mechones dorados. Marion languidecía como el día y Juan sintió más pena por ella que por la difunta.

Gabriel levantó la mirada hacia el atardecer: la aurora se desvaneció, el horizonte le había dado el primer mordisco al sol, nubes oscuras se arremolinaron en el norte. “Esta noche de nuevo lloverá” pensó en voz alta. Hizo una pausa para tragar saliva y recordar la cristalina mirada de su amada madre. Su presencia tibia estaba tan cercana y tan distante que la abstracción de la pérdida le nublaba los recuerdos y solo le permitía ver la imagen más triste que una persona puede inmortalizar en la memoria: el cuerpo sin vida de su madre enfriándose encima de la cama. Gabriel suspiró, sacudió la cabeza y con el movimiento se le desprendió la última lágrima que derramaría en vida.

—¿Será que tienen razón? —preguntó mientras ponía cara de pánico al recordar el rostro de Ate, el asesino potencial más grande de toda la historia.

—Gabriel, todos creen saber lo que ocurre y te aseguro que están equivocados. Nadie se lo imagina…

—Por todos los santos, ¿qué es?

—No te lo puedo contar.

Gabriel endureció la mirada y se sintió indignado.

—Ate está más cerca… la gente dice que ese diablo tiene la culpa de todo.

—Hermano, solo Dios lo sabe. Ate puede matar a millones y los sobrevivientes estarían condenados a una nueva era glaciar. El doctor Nahuel dice que no debemos preocuparnos, que está controlado; incluso si se acerca demasiado podemos desviarlo.

—Entonces, ¿no tiene nada que ver con las cartas?

—Te aseguro que no. El peligro hollywoodense que vemos es infundado, es creado por nuestros propios miedos.

Gabriel apretó los labios y se persignó. Pacheco se burló en silencio; con Gabriel nunca congenió y desde que lo conoció observó incoherencias en su realidad clerical. Al cura siempre le acompañaba una sombra de insatisfacción en la mirada que a Juan le daba desconfianza.

—Mamá en su locura dijo tantas incoherencias relacionadas con este escenario de muerte que estoy seguro de que sabía quién es el autor y se llevó el secreto a la tumba.

—Gabriel, no lo sé. Por su enfermedad no podría juzgar si las cosas que dijo eran realidad o fantasía. Hablé con ella horas antes de morir y solo dijo disparates. Al menos murió en casa tranquila y sin los dolores que provoca la agonía.

—Yo creo que sí sabía algo, mamá tuvo mucho poder y hablaba de cosas extrañas, pudo decirte quién era el autor de tantas muertes y desgracias.

—Gabriel estás paranoico. Más sabrá nuestra hermana… cuando cayó la primera carta dijo que la amenaza era real. Mejor deja la memoria de mamá en paz, ella fue una persona enigmática y no heredamos su carácter ni sus secretos. No me desgastaré emprendiendo odiseas inútiles en busca de quimeras. Ahora tengo una responsabilidad mayor y los ojos del mundo recaen sobre mis hombros. Sabes, te adelantaré algo, el trabajo con el equipo de científicos está dando frutos.

—Son solo niños jugando a la ciencia, ¿cómo podrán salvar el mundo?

—No los discrimines por su juventud, esos muchachos que no pasan de los veinticinco años son unas lumbreras.

—Guillermo, no somos Sísifo para engañar a la muerte. La Parca se carga el alma de los difuntos y una parte de la vida de los que quedamos en este mundo. Sin mamá nada volverá a ser igual.

—Gabriel, puedes estar seguro de que meteré a La Parca en la cárcel.

La mirada del presidente se cruzó con la de Juan Pacheco. Este, con un ademán, le indicó que se fijara en Marion Dubois: los melancólicos ojos azules de la primera dama estaban hechos una fuente de lágrimas.

—Hoy no cayeron cartas, ¿no te parece extraño? —Gabriel habló sin notar que Guillermo tenía la atención puesta en otra parte. Aun así, Guillermo respondió con tono afanoso:

—Es una tregua por la muerte de mamá. Quien esté detrás de todo esto debe estar con nosotros en el cementerio. Ahora, si me lo permites debo cuidar de mi esposa.

2. Fantasmas en la casa

Bogotá, martes 5 de septiembre de 2045.

—Rosa, ven rápido: hay un hombre en mi cuarto.

En segundos, una mujer vestida de blanco y de complexión recia entró a trompicones en la habitación. Con cara de espanto observó a la octogenaria Margarita arrinconada en el borde de la cama con las piernas cruzadas y la cabeza apuntalada en medio de las rodillas. La anciana tenía un semblante de cabra mojada; arrugaba la nariz y la cumbamba mientras babeaba. Las aguas le chorreaban como hilos vidriosos y elásticos hasta las pantorrillas, no paraba de temblar y con cada temblor surgía un crujido arenoso desde las articulaciones capaz de estremecer a un espanto. Era más de lo mismo, y la enfermera lamentó haber interrumpido su sesión amatoria con John Keats, el poeta con cara de ángel que calentaba su cama. Miró a Margarita como se mira un espantapájaros, por un instante quiso darse la vuelta y regresar al paraíso de sábanas suaves que le esperaban a su cuerpo para colmarlo de caricias húmedas mientras perdía la conciencia presa de sus fantasías.

—¿Por qué tanto alboroto, señora? Despertará a todos en casa.

Doña Margarita escuchó el reclamo como la voz que reverbera adentro de un tubo y debió aguantar la respiración para que los rechinamientos de su desvencijado cuerpo no eclipsaran la comunicación del momento. Inclinó la cabeza y con la timidez de una niña de siete años señaló hacia un costado. La enfermera giró el cuello y lo vio: estaba apostado en la pared con una mirada contemplativa y azulada como un cielo, a la que ella respondió con una sonrisa blanca. Suspiró al verlo y lo miró como se hace con el bien amado. Él, con el rostro de adonis perfecto y el poder de aplacar los nervios de cualquier mujer, no logró quitarle a la enfermera la desazón por el interruptus causado a su ególatra soledad mientras viajaba por los jardines del onanismo que marchitó el grito insolente de un falso auxilio.

—Llévatelo.

—¡Qué me lo lleve! Doña Margarita, por favor, si es un ángel. Cualquier mujer desearía tener un hombre así en el cuarto.

—Me mira todo el tiempo y no me deja dormir.

—¡Santo cielo! No se ponga melindrosa a estas horas de la noche, lo que usted necesita es dormir.

La enfermera lo observó de reojo; él se mantuvo inmóvil en su posición habitual que le hacía verse tácito y ausente, sus rosados labios parecían hablar más de la cuenta así no modularan palabra, imprimiendo en el ambiente un no sé qué indescifrable… y ese encanto misterioso de ingenuidad juvenil y arrogancia varonil seducía, sin proponérselo, el corazón de las damas que lo miraban.

—Mírelo, en ese talante se proyecta la imagen de un dios griego...

Iba a seguir hablando de don Alfonso cuando advirtió un silbido casi imperceptible que provenía debajo de la cama (podría ser un gato con asfixia o un duende quejándose de gota) y su corazón acelerado confundió el miedo de la anciana con el propio.

—Ves por qué no puedo dormir, me atormentan todo el tiempo.

—A estas horas el cerebro no escucha, no ve y no piensa. —Se excusó para no mirar debajo de la cama. Solo de niña le tuvo miedo al payaso que roba los sueños, profesaba que esa entelequia de cara pintada y dientes afilados había muerto con su pasado, hasta que habitó en la casa de la anciana—. Mejor hablemos de John Keats… ¡Oh, soledad! Si contigo debo vivir, que no sea en el desordenado sufrir de turbias y sombrías moradas… —Lo recitó con tono de alegría sin reparar que dichas palabras eran una radiografía de su propia vida.

La conversación disolvió el miedo, los versos del poeta sosegaron los ánimos y acallaron los ruidos extraños. La anciana dejó de temblar. Sin embargo, señalaba la pared con perturbadora insistencia. Margarita no soportó la indiferencia y protestó por no recibir atención.

—Él nunca dice nada. Presiento que en cualquier momento saltará otra vez de la pared.

La enfermera miró a la anciana con dulzura e hizo suyo el tormento ajeno. Pobre le decía y pobre a sí misma por estar en la otra orilla sufriendo lo innombrable tras cientos de horas de vigilia. Mery, la enfermera, aseguraba que las personas se conectan a través de las experiencias y estrechan lazos afectivos indisolubles por el resto de su existencia, una especie de ósmosis vivencial en la que se implantan en cuerpo ajeno felicidades y tormentos. En ese sentido, Mery cada día se sentía más anciana y enferma. Hacía seis meses la demencia senil de doña Margarita se había agudizado de tal forma que se abreviaron las jornadas en horas y las horas en minutos afectando los ciclos de vigilia y sueño. La anciana empezó a tener visiones surrealistas comparables con paisajes y personajes trazados en pinturas de Dalí. Uno de esos imaginarios la atormentaba al menos una vez por semana. Lo describió como un ser deforme, un humanoide de tres metros de altura y cráneo dolicocéfalo con frente hundida de la que le nace una serpiente con patas de león que trepa por la frente hasta rodear la cabeza y descansar encima de un hombro. Ese ser monstruoso siempre surgía de la pintura de don Alfonso emitiendo un sonido latoso semejante al llanto de una hiena. Luego sobrevenía un largo silencio que se rompía por los alaridos de Margarita en los que repetía que le regresaran sus hijas. La enfermera monitoreó por dos meses las alucinaciones y tomó notas referentes a la hora exacta de ocurrencia y encontró que todos los episodios estaban emparentados con el fenómeno sundowning, también llamado síndrome del ocaso debido a que se manifiesta al ponerse el sol y se expresa con una exacerbación de los síntomas conductuales del paciente. Mery, con su personalidad mordaz, mostró una desproporcionada actitud hilarante y comparó el estado enfermizo de la anciana con el de un vampiro que descubre su verdadera naturaleza cuando llega la noche: “¡En verdad está bien loca!”, decía para sus adentros al mismo tiempo que en su mente recreaba la descripción del listado bestial de alucinaciones que sufría la anciana: grifos, hidras y arpías la visitaban. Espectros vaporosos negros como el carbón y seres de cuatro cabezas. El retrato del ser más querido, inmortalizado por su propia mano hace más de veinte años en un óleo de colores vívidos y delicadas texturas se trasmutaba en un gigante que tenía por sombrero una serpiente con ojos de humano. Aunque la enfermera había perdido la dulzura del trato hacia sus pacientes, aún le quedaban vestigios de lo más importante: el respeto. Y esto la llevó a buscar un método alternativo, no químico, para alivianar los incidentes nocturnos. Siempre dejaba la radio con música de Mozart. Los resultados demostraron una leve mejoría. Sin embargo, existían otros factores desconocidos en la medicina que menoscababan todos los esfuerzos que realizaba. Tales eran las extrañas e inexplicables circunstancias que sucedían noche tras noche en la casa de los Pontefino, a tal punto que Mery y los demás residentes empezaron a escuchar voces susurrando secretos provenientes del viento, huellas de pies húmedos en el corredor dejadas por pisadas irreconocibles, manos que desollaban el aire del patio haciendo que bufara como un animal herido y, por encima de todo, lo más perturbador fue percibir la presencia inexistente de un extraño, de manera que los residentes de la casa creían ciertas las alucinaciones de la anciana. A medida que pasaba el tiempo, el desacoplamiento de la realidad en la mente de doña Margarita se intensificó y surgieron otra clase de eventos inexplicables: miradas persiguieron por los pasillos a los visitantes, ronquidos emergieron de las paredes y olores nauseabundos circularon por los rincones del ático. Aunque era de poca ayuda, la música no dejó de sonar y le sirvió a la enfermera para sentirse acompañada. “Si a doña Margarita no le sirve, al menos a mí sí”. Mery intuía que la locura era pegajosa, por aquello de que los vínculos entre las personas se hacen tan íntimos que terminan compartiendo experiencias. Ella, una mujer que de niña ganó todas las competencias atléticas del colegio y que en la universidad conquistó el oro usando el Ura nage, había dejado boquiabiertos a todos por la magistral exhibición de técnica y fuerza, y por del charco de sangre que manó de la clavícula izquierda de la oponente que se retorció de dolor en el suelo. En el presente, Mery sentía que era un saco de boxeo de setenta kilos agrietado por cuarenta años de vida a la intemperie. Se había vuelto llorona y miedosa, lasciva y ponzoñosa. Con frecuencia se aislaba del mundo en la habitación, y, debajo de las cobijas, se ahogaba en llanto por la mayor desgracia de su vida: ser soltera. Margarita resopló y por la garganta floreció un quejido como el de un madero que se quiebra. Mery, que miraba absorta hacia sus adentros, salió de sus abismos y se quedó mirando a la anciana como si observase una indescifrable obra de arte.

—Tengo miedo, la serpiente habla en lenguas extrañas. Saca al demonio, Rosita, por favor sácalo de aquí.

—Está bien, lo haré con una condición; si se toma la medicina sacaré del cuarto a don Alfonso.

Doña Margarita asintió con la cabeza y recibió una diminuta pastillita rosada. Luego la anciana escurrió su cuerpo debajo de la cobija de lana, cerró los ojos y recibió un beso en la frente.

—Descansa, ya descansa —dijo—. De una vez por todas—. Pensó, y su pensamiento estuvo limpio de maldad. La mano de la anciana cogió el antebrazo de la enfermera y lo sujetó con firmeza.

—Llámalos, llámalos…

—Doña Margarita, tranquilícese, los llamaré mañana. Esos tres diablillos vendrán pronto a visitarla, ahora no se preocupe y duerma que los ángeles de la guarda la cuidarán.

—A ellos no. —Los ojos vidriosos de la anciana centellearon como calderos con fuego—. Llama a DF-2 son los únicos que pueden salvarme. Que vengan rápido y me cubran con sus alas de oro y plata.

Mery alzó una ceja y esbozó una leve sonrisa.

—Sí, mi señora, llamaré al Distrito Federal Dos, mañana lo haré, a estas horas todos duermen y nosotros también debemos hacerlo.

—Rosa, son los protectores y mañana tengo que salir con ellos. Mi terapeuta dijo que debía… —Margarita respondió entre dientes y se quedó dormida antes de terminar la frase.

La medicina actuó rápido y ahora ningún fenómeno natural o paranormal la despertaría. La anciana fue observada por cuatro ojos, dos azules pintados por el pincel del amor inmaculado que se recuerda con entrañable anhelo; y dos ojos saltones, oscuros e indescifrables igual que el lenguaje más antiguo del mundo, olvidado por los mortales. La mirada oscura era tan negra como los deseos inhibidos que albergaba el alma de la enfermera, como las acciones reprochables que tuvo en el pasado, sobre todo, igual a los dementores que viajaban por su mente a la espera del alimento que reciben cuando ella está a solas.

El consumido pecho de la anciana se movía lento. Mery miró de reojo el retrato de don Alfonso y frunció el ceño. Él respondió a su mirada con una carcajada contenida. Para él no existían los secretos en la casa de los Pontefino, sabía bien lo que la enfermera pretendía, sus planes para satisfacer las sombras que anegaban la luz de su existencia. Incluso sabiéndolo, no podía hacer nada, era un testigo mudo de los acontecimientos que ocurrían en el amado espacio que una vez fue su hogar.

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