Kitabı oku: «Condenados», sayfa 3
3. Agonía
En la habitación contigua, doña Margarita sufría convulsiones intermitentes que la hacían perder el sueño. Medio despierta y medio dormida recreaba fantasías para entretenerse y apartarse del dolor. Imaginó que Guillermo cruzaba el puente de piedra para visitarla; traía flores amarillas y una canasta llena de panes humeantes. Él pasaba de largo sin saludar, ella con desilusión lo veía alejarse, detenerse a mitad del camino y volver a estar a unos pasos para empezar de nuevo el mismo recorrido en un ciclo sin principio ni fin. Fuera del sueño, en el mundo real, doña Margarita tenía leves espasmos y sus costillas se agitaban como las velas de un navío en medio de una tempestad en altamar. El semblante de su primogénito se deformaba con cada convulsión como se distorsionan las imágenes en un televisor averiado; hizo un esfuerzo máximo por mantenerlo nítido hasta que una de las sacudidas fue más larga que las anteriores y la imagen mental desapareció. Se quedó sin respiración y un grito se atoró en medio de su garganta. Sintió que el mundo se le iba, que su corazón se detenía. Su torso se arqueó. Las venas de sus manos se hincharon mientras apretujaba la cobija hasta que las pupilas se dilataron. Luego la tensión cesó y Margarita se quedó inmóvil. Siete segundos después su cuerpo se estremeció y una dolorosa bocanada de aire le llenó los pulmones. Abrió los ojos cargados con telarañas rojas de pequeñas venas congestionadas de sangre. Inhaló y exhaló con desesperación el preciado oxígeno reciclado de la habitación. Era denso y olía rancio, apestaba a vejez. Creyó que el hedor vetusto era de la cobija —cof, cof—, tosió y tosió. La primera respiración fue dolorosa como el dolor de un bebe en el primer aliento de vida. En la penumbra, Margarita notó que temblaba, luego supo que no era toda ella, eran solo sus manos y empezó a llorar. Mery escuchó el llanto por un intercomunicador como si fuese el sollozo de una niña de cuatro años a la que le negaron un juguete. Al llegar a la habitación observó a doña Margarita acurrucada y tiritando.
—Mi señora, tranquila, no llore. Ya estoy aquí. —Le acarició el pelo y le retiró un mechón castaño que le cubría la frente—. ¿Quiere ver a alguien?
Margarita no moduló palabra, movió la cabeza para los lados, y con las caricias de Mery las lágrimas cesaron.
—Rosita, pásame por favor el pintalabios.
—Por supuesto, primero muerta que sencilla…—Mery se mordió los labios— ¡mierda!, cuándo aprenderé a ser prudente.
Fue al tocador y buscó el neceser de la anciana. Extrajo un labial carmesí y regresó con una sonrisa.
—Aquí lo tengo. Le lloverán pretendientes.
—¿Te enloqueciste, muchacha? No usaré labial a media noche.
Mery arqueó las cejas.
—Tiene razón, es una locura como también es locura jugar a estas horas. Así que vamos a dormir.
—Jazmín, no puedo, dame otra pastilla para conciliar el sueño.
Mery empezó a impacientarse.
—Mi señora, no me llamo Jazmín. Y ya no estoy para bromas. Iré por las benditas pastillas para que descanse.
—¡Ah, sí! Eres Rosa, de momento lo olvidé, perdona. Por favor antes de irte trae el labial.
—¡Mierda, ahora soy un juguete! —exclamó en tono contenido y contó hasta diez—. ¿Doña Margarita, para qué quiere el labial? Un ángel no se maquilla en la oscuridad.
—Necesito que escribas algo en mi antebrazo. Se verá horrible, pero la necesidad lo amerita.
Mery se acercó y tomó el antebrazo de la anciana, miró la piel que parecía el papiro quebradizo de una tumba egipcia y buscó el lugar con menos manchas. Le pareció un completo despilfarro desperdiciar en otro uso el pintalabios más costoso que hubiera podido tener en la mano.
—¿Qué escribo?
—Reprender a Guillermo. —Mery sonrió con ironía. Ahora quería gastarse todo el labial en el cuerpo de la anciana, lo escribiría en las paredes si era necesario. Y si se lo pidieran, ella haría esa tarea con el mayor de los gustos; solo que la anciana era la única persona con autoridad para hacerlo.
Margarita se volvió a quedar a solas, con miedo, y observó el retrato de un joven de facciones pulcras con pelo rubio, nariz recta y ojos azulados del que emanaba una energía hipnótica desconcertante; pensó que el prodigioso pintor había captado en esa mirada la naturaleza del primer amor, del primer beso y con ello de la eternidad. Margarita sonrió y deslizó su mano izquierda debajo de la almohada, el revés estaba fresco. Suspiró. Mientras veía el retrato del joven su mente saltó el umbral que la aislaba de ella misma y recuperó la razón, pero la usó mal, para señalarse y compadecerse.
—Les di problemas a mis hijos, no me los merezco. Pobre Ana, qué hará cuando yo falte, si tan solo ella pudiera tener un hijo. Sería diferente. —Se sentó en la cama, bajó la mirada y advirtió la frase pintada en el antebrazo, la leyó tres veces y arrugó la frente—. Lo debería castigar de por vida por ingenuo, si supiera la verdad, lo matarán sino hago algo. —Con su mano izquierda intentó borrar la inscripción, pero se detuvo después de borrar el nombre— ¿Y si mañana lo olvido?, mejor lo dejo así para recordar que debo hablar con él y contarle la verdad. —Levantó la mirada y de nuevo se topó con el joven rubio que le sonreía; ella también le sonrió y con picardía guiñó un ojo—. Amado esposo, estaré mejor si me llevas contigo. —Y de manera inexplicable sintió que Alfonso la acompañaba.
A las cuatro de la madrugada Margarita tenía afán de que llegara el día, porque olvidaba con rapidez. No tenía la certeza de que al levantarse sabría qué hacer, o peor, temía observar su cuerpo achacoso e inerte sobre la cama mientras se marchara su alma. Miró el reloj, el suave murmullo del tictac se mezcló con los crujidos de su respiración; notó que las manecillas permanecían inmóviles, frunció la frente y trató de enfocar la mirada para ver mejor. En efecto no se movían, el cacharro parecía muerto, pero se escuchaba y ella presentía que su momento había llegado. Asomaron varias lágrimas y se le encajó un vacío en medio del pecho. Levantó la mirada y esperó resignada que uno de los muros se abriera y por la grieta saliera un chorro de luz cegadora, de esas que aparecen en las películas de misterio cuando el túnel del más allá se conecta con el más acá. Rezó para que dentro de esa luz estuviera Alfonso. Pero nada pasó. Cinco minutos después se acostó en su lecho, un poco contenta, un poco defraudada. Las lagunas mentales regresaron y de nuevo volvió a ser una anciana enferma incapaz de reconocer su presente y recordar su pasado.
El día despertó horas después de que ella lo hiciera. Había dejado de llover. Un haz de luz se colaba debajo de la puerta y avivaba su entereza. Dentro de la habitación ocurría otro milagro: Margarita sobrevivía. Era una fría mañana soleada de invierno.
En pocos minutos llegó Mery con su complexión de atleta, saludó con expresión de absoluta sorpresa, pues el día no empezaba como ella esperaba.
—Qué maravilla… verla tan despierta.
“Qué ironía —pensó Mery—, yo que creí que hoy mi vida cambiaría”.
—¿Quién es usted?
Mery titubeo un segundo antes de responder. Por el semblante áspero de la anciana vislumbró que una conducta violenta se estaba fraguando.
—Soy Mery, soy Rosa, Azucena o Belladona ¿lo recuerda? —Margarita estaba muda y distante—. Soy su enfermera y amiga. Más amiga que enfermera.
Sin decir nada más empezó el parsimonioso protocolo de todos los días. Su tarea principal era suministrarle las medicinas, asistirla en las emergencias y asearla. Retirarle la ropa era la labor más difícil, la anciana siempre hacía pataleta porque le daba vergüenza que la vieran desnuda. Librarla de la suciedad y de los malos olores era lo más fácil. Para la señora de la casa el agua tibia era el único placer del día. Por último, Mery tenía que vestirla, llevarla a desayunar y dejarla en el patio para que tomara unos minutos de sol, si es que el invierno lo permitía. Primero había que bañarla y la anciana tenía cara de husky siberiano. Forcejearon durante diez minutos hasta que la musculatura de los brazos de Mery y un par de técnicas judocas doblegaron la fuerza desmedida de la loca que Margarita llevaba por dentro. La tina se llenó y Mery con un dedo tanteó la temperatura del agua mientras vertió agua fría para atemperarla hasta que quedara como le gustaba a la anciana. La metió con cuidado.
Dentro de la bañera, Margarita parecía una corroída astilla de madera. Sentada sobre sus nalgas secas recogió sus piernas para tapar su pecho con las angulosas rodillas. Mery la miró con respeto entendiendo el pudor de la anciana y evitó posar los ojos directamente sobre ella. Los pensamientos vagabundearon mientras le frotó la espalda con una esponja nueva, en su cabeza aparecían dudas existenciales que lindaban con sus fantasías más mundanas; ¿A qué hora se habrá acostado Gabriel?
—¿Cuántos años llevas a mi lado?
—Dos años, mi señora.
—¿Y eso es mucho o es poco?
—Creo que es lo suficiente para encariñarme con las personas de esta casa.
—¿Me quieres?
—¿Qué clase de pregunta es esa? Usted es como una madre para todos.
—Una madre… ¿cómo podría serlo?, ni siquiera recuerdo qué desayuné ayer. Tampoco sé cómo te llamas.
—Se lo dije hace un rato, ¿no lo recuerda?
—No puse cuidado, perdona.
—Doña Margarita, puede llamarme como usted quiera. Por ahora, debe saber que hoy es lunes, diecinueve de septiembre, es invierno, está en su casa y tiene tres hijos.
—Tengo hijos… —Margarita puso cara de incredulidad, se miró las manos y movió los dedos, arriba y abajo como si fueran pequeñas marionetas, sonrió y luego entrelazó sus manos como piezas de un rompecabezas.
—Me gustan mis hijos, mira cómo se abrazan. —Levantó las manos hasta ponerlas encima de la cara de Mery. La enfermera las esquivó y pensó que las cosas se pondrían feas.
—Esos no son hijos, son dedos.
—Entonces, ¿cómo son?, ¿dónde los tengo? —Dirigió la mirada hacia los pies y movió las pequeñas falanges como peldaños de un piano oxidado.
Mery no sabía qué responder, sería fácil contar el significado de un hijo desde el corazón, si al menos hubiera tenido uno. No quiso buscar un atajo y mencionar a las cigüeñas, tampoco hacer comparaciones burdas con animales, pensó en sexo y recordó que no tenía pareja desde que trabajaba con los Pontefino. Iría al grano, le diría cómo un hombre y mujer regalan sus cuerpos y después le narraría los sufrimientos que una madre padece durante el parto para luego sobrellevar con alegría los sacrificios de la crianza; todas experiencias ajenas. Mery pestañeó un par de veces y pensó en ello, cuando fue hija, pues siendo adulta nunca sopesó el significado de tener una madre y en su caso nunca lo sabría porque se negó a serlo. Además, su madre murió cuando tenía veinte años, muy joven para entender el significado. Se comprenden los significados trascendentales de la vida solo cuando en carne propia se experimentan y Mery apenas contaba con fragmentos incompletos del pasado reflejados en otra mujer. Desde la otra orilla, para ella, un hijo era como un caballo con rienda queriendo ir donde no debe. Margarita la miraba esperando una respuesta.
—No lo sé. Me quedé solterona y de joven odiaba la idea de ser madre soltera.
—¿Y ahora?
—Ya es muy tarde. —Una nube de nostalgia apagó su mirada.
Margarita no supo qué sentir frente a eso. Lo bueno de no tener recuerdos o de que estos aparecieran cuando se les daba la gana era que tampoco sabía cómo sentirse o comportarse frente a las situaciones de la vida. Era como una niña descubriendo el mundo y sus reglas, ¿qué es bueno?, ¿qué es malo? El sabor de los alimentos y el de las emociones. Los colores, la compañía y la soledad. Todo era nuevo, inodoro, incoloro e insípido mientras que los sentidos se adaptan y descubren las diferencias entre los contrastes. El gran problema era que por su enfermedad desaprendía con la misma velocidad que aprendía sin tener tiempo para disfrutar las situaciones cotidianas. Margarita tenía claro que algunas palabras sonaban bonitas y, por tanto, creía que debían estar relacionadas a situaciones buenas; otras sonaban feo, entonces debían pertenecer al mundo oscuro de la maldad. Esa era su columna ética y moral, a falta de memoria su sentido común se sustentaba en la sonoridad de las palabras y el brillo de los ojos de las personas que las pronunciaban. Mamá es una buena palabra; deducía que debían ser buenas las personas a quienes llamaran de dicha manera.
—Serías una buena mamá.
—¡La mejor!, al menos no repetiría los errores que cometieron mis padres. Me impusieron el estudio como si con ello salvara mi vida, qué equivocados estaban, sería más feliz y tendría dinero si me hubiera dedicado a la compraventa y no a estudiar enfermería. Mamá, que descanse en paz, siempre imponía sus deseos. Por encima de todos, incluido papá que falto de carácter dejaba que ella eligiese hasta el color de sus medias. Papá murió cuando yo tenía doce años a causa de un pago que le exigía un proveedor al que se negó por considerar que era una estafa. Mamá incineró los restos, papá quería que lo enterraran bajo tierra. Mis dos únicas tías también fueron enfermeras; yo quería ser abogada, pero entre las tres no me dieron elección y terminé convertida en su títere siguiendo al pie de la letra sus caprichos, me convertí en una réplica defectuosa de ellas. En lo único que me diferenciaba era en el deporte, ellas, tan señoriteras preferían jugar tenis para enseñar las piernas y pescar algún amante. A mí me gustaban las peleas y en el judo encontré mi vocación. Lástima que no se sintonizaron con mis proyectos, sería otra persona. Yo dejaría a mi hijo ser tan libre como un tigre de montaña.
—¿Sabes si yo cometí errores con mis hijos?
—No tengo idea, mi señora. Un extraño no puede juzgar lo que ocurre dentro de una casa. Sus hijos eran adultos cuando regresé a esta familia, muy diferentes a los que conocí en la adolescencia. Además, creo que los papás tienen los primeros siete años para educar o malcriar a sus hijos. Los suyos ya están criados y no hay nada que se pueda hacer por ellos.
—¿Cómo son?
—Son maravi… —titubeó, iba a decir una mentira. En verdad solo uno de ellos le parecía encantador, los otros eran odiosos. Caviló un instante y resolvió decir la verdad, al fin y al cabo, la anciana lo olvidaría—. Sus hijos son el Infierno, el Paraíso y la Tierra. Los tres se excluyen de manera mutua y ninguno cree en el otro. Aunque a mí me parezcan odiosos, a la vista de todos son maravillosos. Muchas personas dicen que usted es afortunada y desearían tener hijos como los que tuvo.
Margarita no supo qué pensar. Cuál de los tres era bueno o malo. Rosa narró matices desconcertantes y mencionó palabras que no tenía en su vocabulario. Pensó que tal vez, Infierno, Paraíso y Tierra eran tres bellos colores que reflejaban cualidades buenas de sus hijos, quizás fuerza, pureza y fragilidad…
“Fragilidad, ¿será que tengo un hijo enfermo?”.
La anciana no quiso hacerse un lío y centró su atención en la palabra con más musicalidad.
—¡Maravillosos! Tengo hijos maravillosos. —Aplaudió como si acabara de recibir un regalo—. ¿Cómo no están aquí?
—Son adultos, están muy ocupados, siempre tienen cosas qué hacer —mintió. Gabriel, que hacía las veces de terapeuta, siempre permanecía cerca. Eso a Mery la reconfortaba, su cercanía suavizaba su responsabilidad.
—Los adultos no me gustan, ¿sabes si hoy vendrán a visitarme? Quiero conocerlos. —Mery se mordió los labios y sin darse cuenta restregó con más fuerza la delicada piel de la anciana—. ¡Ayyy! Duele.
Margarita se inclinó y llevó la mano derecha hacia la espalda.
—Perdón, quería quitarle una mancha. Hoy es un buen día para visitas, estoy segura de que vendrán. Cuénteme, ¿ayer… el gigante salió del cuadro?
Margarita no respondió. En vez de eso retomó la postura y al hacerlo vio una inscripción pintada en su antebrazo.
—¿Qué es esto?
—Un recordatorio, supongo. Hoy reprenderá a su hijo Guillermo. Ya casi terminamos, déjeme ayudarla. Le pondré el vestido de flores amarillas que tanto le gusta y luego iremos a desayunar.
—No quiero ponerme vestido.
—Claro que sí. Le queda muy bonito. Usted ama las flores, le gusta el pan y tomar el sol en el patio.
—Rosa, no soy una niña, ¿por qué me recuerdas lo que me gusta?
—Veo que recuperó la memoria, qué bien. Se lo digo porque es bueno para su salud, su terapeuta insistió en…
Esa palabra sacudió la conciencia de Margarita, fue como si despertara de un sueño y recobrara parte de su realidad, recordó una tarea pendiente, recordó un documento que estaba en el cofre de los recuerdos y abrió los ojos como platos.
—Dile a mi terapeuta que lo haré.
—¿Qué va a hacer?
—Solo díselo.
—Está oficiando misa, lo llamaré más tarde.
Doña Margarita desayunó con lentitud un panecillo de avena remojado en té de manzanilla y una delgada lámina de queso mozzarella; luego fue al patio para tomar el sol, admiró las flores bermellones que colgaban en gajos desparramados desde el techo; el vivaz colorido de la planta le recordó que no se puso labial; arrugó la frente, abominaba verse con los labios pálidos y quebrados. Aun así, no regresó a la habitación, prefirió quedarse allí bajo la tibieza de la luz del día. Bastaron un par de minutos para que el calor le causara escozor en los antebrazos y recordó que a esas alturas de la vida todo era peligroso. Según su terapeuta era mejor cultivar el alma y ejercitar la mente, la irritación en su piel despertó una desazón olvidada, un malestar en su alma, el mismo que en la noche anterior la había obsesionado; entonces, tomó la decisión que había esquivado hacía mucho tiempo, por fin se desahogaría. Hacía meses un pensamiento la maltrataba, una inquina en lo más hondo de su ser pugnaba por liberarse. Regresó a su habitación y fue hasta el tocador, abrió el pequeño cofre de madera y extrajo una carta que guardó en su pequeño bolso, suspiró, ansió escaparse de la responsabilidad, pero ¿cómo?, estaba confinada en medio de dos murallas: su vejez y sus enfermedades.
4. Amenaza de tormenta
Guillermo se acomodó el nudo de la corbata y peinó sus cejas con los dedos. Esa mañana su reflejo no le inspiró confianza, torció la boca y examinó con minuciosidad la superficie del espejo en busca de algún desperfecto que afeara su semblante, pero no tuvo éxito.
—Señor, no cambiará por más que se mire.
—Algo está mal.
—Lo normal es que hoy todo esté mal, señor. Es un buen día para que un líder personifique el espíritu conquistador de Napoleón. —Leopoldo Azcón respondió mientras se aseaba las manos en el lavamanos.
—¿A qué te refieres?
—Este martes es el día más fatídico del último quinquenio. El año pasado un avión cayó en el Atlántico y murieron más de doscientas personas; el antepasado, en la misma fecha, ocurrió el sismo de Indonesia; el anterior dos trenes chocaron en Croacia —bostezó—; este día consagrado al dios de la guerra no es un buen día para tener paz.
—¿Qué ocurrió en el primer año de tu seguidilla de tragedias?
—¡El primer año!
—Solo mencionaste tres en un periodo de cinco años y dijiste que cada año ocurrió una desdicha.
—La peor de las tragedias, casi quedo pobre al perder un negocio.
Guillermo movió la cabeza para ambos lados.
—Tienes razón, la peor tragedia es la que le pasa a uno. Leopoldo, sabes que no soy supersticioso. Este espejo está averiado. Mírame, yo no soy así, ¿cuándo mis cejas fueron tan pobladas y mi boca tan pequeña? Parece que no tengo carácter.
El secretario miró circunspecto y luego observó la imagen reflejada del presidente en el espejo. Guillermo advirtió la mirada puntillosa del secretario y se dijo a sí mismo que Leopoldo tenía los ojos tan tristes como si la muerte de un ser querido se le hubiera quedado por siempre en la mirada.
—Su aspecto está igual que todos los días, señor.
—Hombre, no te esfuerces por subirme el ánimo. Me siento como una puta barata, todo me sale mal, empezando por el reloj que me regaló Marion de cumpleaños, se me cayó.
—¿Qué pasó?
—Esta mañana, al despertar empujé sin querer el reloj cuando intentaba silenciar el despertador. Se le quebró la mica. —Levantó las cejas—. ¿Puedes creerlo? un cristal de mil dólares debería resistir caídas tan insignificantes, ¿no lo crees? Más vale que Marion no se entere.
Ambos salieron del cuarto de baño y caminaron por el pasillo hacia el despacho presidencial.
—Es un mal día, señor, ¿no vio mi mensaje?
—Estás loco si crees que usaré calzoncillos rojos para la buena suerte. Te lo he dicho cientos de veces, no creo en maldiciones o agüeros; lo que dicen de los gatos, las escaleras y los espejos son todas estupideces. Nada trae más surte y fortuna que el trabajo honrado y bien hecho. Así que no se hable más, quédate con tus creencias y por favor que sea la última vez que me hablas de esos temas.
—¿Cómo explica que un reloj tan fino se haya estropeado con tanta facilidad? ¿Que el invierno haya llegado dos meses antes?
El teléfono de Guillermo se sacudió dentro del bolsillo. Miró la pantalla e hizo una mueca antes de contestar.
—Hola, Mery; no eres oportuna.
—La llamada de una simple mortal nunca es oportuna, señor presidente. Y en ese caso usted no debería contestar.
Hubo silencio. Guillermo nunca se acostumbró a la crudeza y alevosía con la que ella lo trataba. Mery conservaba el trabajo solo porque Margarita no permitía que la cambiaran.
—¿Qué ocurre, Mery?
—¿Ya habló con su hermano?
—No, ¿qué sucede? Y por favor habla sin rodeos; sabes que me mantengo ocupado.
—Su mamá tuvo una recaída.
—¿Por qué no me avisaron?
—Su hermano…
—¡MI HERMANO!, ¿qué importa mi hermano? Su deber es mantenerme informado.
—Estoy en medio de los dos y no sé qué hacer, ¿a quién debo hacerle caso?
—Hablaré con él; ¿cómo está mamá?
—Regular, ayer al mediodía se desmayó. El doctor Aravena dijo que doña Margarita sufrió una isquemia cerebral con consecuencias leves, y la presión arterial la tiene por las nubes. Durante la noche se despertó varias veces, una de ellas la encontré llorando. No soporta ver el retrato de su padre y repite con frecuencia que las ménades rojas secuestraron a sus hijas para que un toro las embistiera. Pobre, me da pena el grado al que ha llegado su locura.
—Dios santo… ¿qué diablos con las ménades?
—No lo sé, señor. Seguro alguno de los monstruos que la molestan por las noches.
—Pásamela, quiero saludarla.
—Está tomando sol en el patio; ya sabe cómo se pone si la interrumpimos.
—Hablaré con Aravena.
—Doña Margarita tuvo una noche muy larga. Sería de mucha ayuda que hoy viniera a visitarla.
—Imposible. Hoy tengo asuntos que atender, de pronto mañana. Y sin importar qué diga mi hermano, mantenme informado.
Mery apretó la quijada.
—Guillermo, es tu madre. Nada en el mundo te la traerá de vuelta cuando falte.
—Trataré…
—¿Tratará? Que estupidez tan grande. Siempre se excusa con que tiene mucho qué hacer. Ojalá pudiera meterse en la cabeza de la vieja para sufrir lo que ella sufre y así pueda entender cuánto lo necesita.
—Mery, no me malinterpretes. No entiendes mi trabajo y no estás en la posición…
—Tiene razón, no lo entiendo. Como tampoco entendí la desidia y falta de apoyo cuando éramos jóvenes.
—Así que eso es. Ya veo por qué me tratas así. Mery, el pasado es pasado. Éramos niños.
—Éramos adolescentes.
—Tuviste la culpa por meterte con Gabriel.
—Me acerqué a él para llegar a ti.
—Y sí que te acercaste… dos horas dentro del armario con mi hermano.
—La culpa fue tuya por darme vodka. Los dos se parecían y los confundí.
—No voy a discutirlo. Eso fue hace más de veinte años. Ya debo colgar, por favor cuida de mamá.
Mery colgó la llamada y refunfuñó mientras caminaba hacia el patio.
—¿Qué ocurre? —preguntó el secretario levantando una ceja.
—Nada. Es un asunto de mujeres en los que un hombre no tiene cabida ni medida.
—Ellas son como una olla a presión aguantando el vapor…
—Leopoldo, mejor no digas nada y que no te escuche Rubí, podría quebrarte la cabeza de un golpe. Vamos a mi despacho y tomemos un café, quiero que revisemos el presupuesto de gastos y luego el asunto de las protestas de los universitarios.
—Señor, hay otros temas más apremiantes. Ayer me informaron que el Congreso no aprobará la compra de drones armados para operaciones autónomas. No quieren máquinas asesinas volando sobre las cabezas de los ciudadanos, rotulan que sería más fácil el terrorismo y que un simple error de programación tendría consecuencias fatales. Tampoco quieren aprobar la ley para migrar nuestro sistema de seguridad, el riesgo más relevante del uso de la inteligencia artificial se apoya en los pronósticos de la tormenta solar. La agencia espacial China declaró alerta roja y señalan que es probable que en los próximos días una explosión solar llegue al planeta afectando todos los equipos electrónicos. Las naciones cercanas al hemisferio norte quedarán vulnerables y se estima que tardarán diez años en recomponer sus estructuras tecnológicas de defensa y veinte años en reconstruir la infraestructura de telecomunicaciones y el tendido eléctrico para el suministro de energía domiciliaria. Por otro lado, los parlamentarios están temerosos de perder los controles burocráticos del sistema y entiendo, por comentarios de pasillo, que la situación es más alarmante por los detrimentos económicos que acarrea no tener alcance de los oferentes y proveedores de suministros en los proyectos.
—Mierda, ¿qué demonios les pasa? Vivimos en la quinta revolución industrial, llegó la singularidad tecnológica, hace un mes fuimos testigos del primer vuelo comercial sin piloto controlado por inteligencia artificial entre Londres y Nueva York. En Singapur, Japón y Estonia existen Smartcities. Contamos con computadores cuánticos y hay laboratorios que secuencian el genoma por tres mil dólares y ni hablar de los transhumanos… hombre, la tecnología nos consume y no nosotros a ella, ¿cuándo nuestros honorables parlamentarios dejarán de vivir en la Edad Media? El ejército está obsoleto; en países desarrollados los drones y las computadoras reemplazan a los soldados. Debemos dar el salto y abrazar los adelantos tecnológicos que otras naciones adoptaron en pro del desarrollo.
—Hay demasiado en juego. Nuestro país es costumbrista, arraigado a las maneras de antaño.
—Pamplinas. Hay mucho dinero e intereses de por medio. El mejor negocio del país es la política y es por ello por lo que no avanzamos, hace veinte años debimos cambiar y no lo hicimos…
—La mayoría se opone a desarrollar al país, argumentan que seremos vulnerables a riesgos para los cuales no estamos preparados. Y francamente, sin el apoyo de los partidos la ley se hundirá como se hundió hace ocho años.
—Todos son unos Judas, lo que tienen es miedo de perder coimas y de entregar el control de las rutas burocráticas de enriquecimiento a canales tecnológicos libres de plusvalía y corrupción.
Leopoldo se encogió de hombros y, tras un silencio breve, agregó:
—Antes recibían una parte de las ganancias en la contratación. Y aunque no estaba escrito sobre el papel, el formalismo de contratación les dejaba un pequeño porcentaje del precio del negocio con el que podían financiar sus campañas.
—Eso se acabó.
—No fue una buena medida, señor. No se puede hacer política sin ser político. Hay acciones blandas que hacen parte del modelo de gobierno y lo ayudan a mantener su engranaje aceitado. Impedir los incentivos es como quitarle las ruedas a una bicicleta.
—Esos incentivos son veneno y no cederé en ese punto porque precisamente por ello gané las elecciones.
—Ellos tampoco cederán y le quitarán el apoyo, lo anularán, ¿se da cuenta?
—Solo debo convencer a uno, él hará el resto.
—Milton Calahor no lo ayudará.
—Encontraré la manera.
Una hora más tarde, Guillermo convocó a Pacheco en el despacho presidencial. El asesor llegó raudo con una jovial sonrisa.
—¿Qué sabes del reporte de los chinos sobre la tormenta?
—La alerta ha sido escuchada por las naciones que tienen mayor riesgo y han tomado precauciones, que a mi modo de ver servirán de poco si se presenta.
—Entonces, ¿la amenaza es real?
—Sí señor. La Agencia China es la mayor autoridad en la materia. Desde que la sonda espacial Parker quedó inutilizada, la Hayabusa-8 se transformó en nuestra principal y única sonda de monitoreo solar. En este momento todo el mundo está expectante de las noticias que nos divulguen los científicos chinos. Los que se lo han tomado muy en serio son un millar de transhumanos que acampan en la cueva Krubera, al noroeste de Georgia.
—¿Y nosotros?
—Ni nosotros ni el mundo está preparado para un evento de tal magnitud. En Noruega, por ejemplo, publicaron una campaña de autocuidado ciudadano recomendando no usar elevadores, desconectar aparatos eléctricos, tener una reserva de alimentos no perecederos, asegurar el abastecimiento de leña en casas con chimenea y vestir con prendas térmicas. También disminuyeron la capacidad del sistema de transporte en tren y aéreo. Además, aunque la probabilidad de que tengamos un evento Carrington es muy alta, los expertos se mantienen neutrales porque no tienen aún una explicación sobre lo que detectaron los sensores de la sonda espacial. Se supone que actualmente pasamos por un mínimo de Maunder, es decir una época de escasa actividad solar en la que se aprecian muy pocas manchas solares. Esto genera cambios climáticos en el planeta, haciendo que el invierno sea más frío y prolongado, y eso explica el invierno que padecemos. Los expertos opinan que el nivel máximo de enfriamiento del planeta será en los próximos cinco años y podría convertir el Támesis y el Volga en grandiosas pistas de patinaje sobre hielo. Ahora bien, ¿cómo se explica la ocurrencia de una explosión coronal en un periodo de mínima actividad solar? —Guillermo absorto enfocó toda su atención en la respuesta contenida por Pacheco—. De ninguna manera, no se tiene respuesta. Se predijo que sobrevendrá un evento Carrington entre los años 2085 y 2090, pero los datos de los últimos días arrojados por la Hayabusa-8 revelan una actividad solar fuera de lo normal. Aún no se ven manchas solares, pero el campo magnético del Sol está vibrando de manera inusual. De producirse un evento Carrington habría una catástrofe mundial sin precedentes. Perderíamos casi todos los satélites, no tendríamos Internet, televisión satelital ni sistemas de GPS, los radares no funcionarían y los equipos eléctricos podrían dañarse. Las Smartcities retrocederían al siglo pasado y la mayoría de las redes eléctricas se estropearían dejando sin energía a ciudades enteras. Todo esto no debe preocuparlo porque nuestro país tiene una situación geográfica privilegiada y se estima que los daños serán menores.