Kitabı oku: «Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín», sayfa 2
Carlo sonreÃa, divertido al provocar a Edoardo.
âSolo que, ahora que el Jolly Blue Giant ha destrozado el helicóptero, tendrá que colgarse un gagarin [03] a la espalday pulverizar su esencia azul por todas las colinas. Además, ¿no es su trabajo?
HabÃa un tono de reproche en las bromas de Carlo. Estaba contrariado por el accidente. SabÃa que ahora empezarÃa una discusión sobre las responsabilidades de cada uno, y que los inspectores de la Dirección General de la Aviación Civil empezarÃan a mirar con lupa todas sus operaciones de mantenimiento. Eso le preocupaba.
Edoardo se dio cuenta, pero no se enfadó. Lo entendÃa, y comprendÃa sus temores.
âNo tienes que preocuparte âle dijo, acercándose al grupo, pero manteniéndose alejado del pantano azulâ. Puedo afirmar, delante de todos, que todo ha sido mi culpa. Bajé demasiado y toqué aquel árbol, en el lÃmite del jardÃn con la viña que estaba fumigando.
Señaló un bonito cerezo con la mano, que desde hacÃa unos cuantos decenios prosperaba indiferente a las exigencias del vuelo de helicópteros.
âHe modificado la posición para subir, pero no pensé que, al hacerlo, la cola habrÃa descendido. De esa manera he acabado tocando una rama. Me he dado cuenta de que se habÃa dañado el rotor de cola. Solo he podido evitar que el helicóptero cayera encima de la casa.
âGracias. SabÃa que eras una persona seria, además de un amigo âdijo Carlo, con expresión de alivio.
âHoy he aprendido cómo salvarte cuando golpeas un árbol. Menos mal que lo he aprendido en tierra y no a bordo âintervino Diego.
Todos rieron, descargando la tensión.
âNo te preocupes por tus lecciones de vuelo. Sigue trabajando bien y te garantizo que las darás todas como estaba programado âlo tranquilizó Edoardo.
âVale, vale. Ni me lo habÃa planteado.
âTe he traÃdo uno de mis monos âdijo Carloâ. Como los llevo un poco grandes deberÃa valerte. Sale de la lavanderÃa. Si te está cómodo, te he traÃdo también una camiseta, dos calzoncillos y un par de calcetines. Todo limpio y perfumado.
âGracias, Carlo. Intentaré entrar en tu ropa. Más tarde te lo devolveré todo lavado y planchado.
âNi se te ocurra. Después de llevarlos tú lo único que se podrá hacer es quemarlo todo.
Un Alfa Romeo Alfetta de los carabineros se paró silenciosamente detrás del Fiat Ritmo.
â¡Demonios! âexclamó Carloâ. ¡Se me ha olvidado llamar a los carabineros!
âLos he llamado yo âdijo Maurizioâ. Como el cuartel competente es el de Casteggio y los conozco bien, he preferido llamar yo para explicar bien el lugar del accidente e informar de que no habÃa ningún herido.
âGracias âdijo Edoardoâ. Siempre te anticipas a los problemas.
Mientras tanto, los dos carabineros habÃan bajado del coche y se habÃan acercado a ellos.
âBuenas tardes, mariscal, buenas tardes, cadete âdijo Maurizio.
El mariscal, una persona de media edad, bastante alto y con un fÃsico vigoroso que le conferÃa una fuerte presencia, respondió al saludo llevando su mano a la visera. También el cadete saludó con estilo militar.
âPresento yo que os conozco a todos âvolvió a decir Maurizioâ. El mariscal Adinolfi, comandante del cuartel de Casteggio, y el cadete Scafato. âDespués, señalando a sus compañerosâ: Ãl es Edoardo Respighi, el piloto. Como se ve por su mono de vuelo a medida.
El chiste provocó la risa de todos. Edoardo, que llevaba todavÃa el albornoz dos tallas más pequeño, recogió la ropa y se alejó unos metros, poniéndose de espaldas, para ponerse la ropa interior y el mono que le habÃa traÃdo Carlo.
âMe cambio enseguida, antes de que os divirtáis todos más de la cuenta âdijo.
âEse tan serio es Carlo Rossi âcontinuó Maurizioâ. El mecánico del helicóptero, y él es Diego Monferrino, un piloto joven que nos está ayudando. Todos saludaron con las tÃpicas expresiones.
â¿Me confirma que solo habÃa una persona a bordo y que nadie ha resultado herido? âpreguntó el mariscal a Edoardo, que ya se habÃa vestido. Lo único, seguÃa llevando las sandalias.
âNadie, mariscal. Solo estaba yo y estoy perfectamente.
â¿Puede darme todos los datos del helicóptero: propietario, empresa e información del personal? Me refiero a ahora, al momento del accidente.
âYo se lo doy, mariscal âintervino Carloâ. Tengo todo en el coche. Estamos esperando a los ingenieros de Aviación Civil, que deberÃan llegar desde Milano Linate junto al titular de la empresa. Si lo desea, mañana le puedo entregar las copias de los documentos del helicóptero.
âGracias. Mientras tanto ayude al cadete a copiar los datos principales y después le agradeceré enormemente que me facilite las fotocopias.
El mariscal se dirigió a Edoardo de nuevo:
âUn pequeño resumen de lo que ha pasado, sin pretender imitar a los responsables de Aviación Civil, sà que tendrá que hacérmelo. Por ahora me basta que me lo cuente brevemente, pero mañana, dos lÃneas escuetas, con su firma, las necesito junto con las fotocopias de los documentos.
âMuy bien. Aunque es muy fácil explicar lo que ha pasado.
Edoardo explicó la dinámica del accidente y concluyó con:
âY ese es el resultado. âSeñaló, desconsolado, los restos del helicóptero en mitad del jardÃn.
âViendo cómo ha quedado, se puede decir que usted ha tenido mucha suerte âcomentó el mariscal.
âHoy no era mi dÃa ârespondió Edoardo, soltando una enorme nube de humo del puro, a la que prosiguió un ataque de tos.
âYa te habÃa dicho que era demasiado fuerte para ti. Eres demasiado joven âbromeó Maurizio, que le mostró cómo se daban caladas al cigarro, dejando salir el humo por la nariz sin hacerlo llegar a los pulmonesâ. Solo superficialmente; no hay que respirarlo.
âUn poco de saliva se me ha ido por el otro lado âse justificó Edoardo.
Carlotta apareció detrás de la puerta de la cocina, y se dirigió hacia ellos. Se habÃa puesto otra ropa. Ahora llevaba un vestido con un lazo delante: simple, pero de calidad. Le quedaba bien, y hacÃa resaltar su cuerpo bien proporcionado. TenÃa el pelo castaño oscuro, de longitud media, todavÃa húmedo después de la ducha, que se iba secando en suaves rizos desordenados a los lados de su rostro. Los ojos, de un bonito color chocolate, tenÃan un diseño alargado, y las cejas, bien delineadas, resaltaban su dulzura. Una nariz griega acompañaba la mirada de quien la observaba desde los ojos hasta los labios, ligeramente carnosos, que servÃan de marco a unos dientes pequeños y regulares. En los pequeños lóbulos de las orejas llevaba dos simples anillos dorados, que acompañaba con un collar del mismo estilo. Calzaba unas sandalias con una pequeña cuña que la obligaban a asumir unos andares vagamente perturbadores. Mientras bajaba los escalones de la veranda, sus caderas se movieron capturando la atención de los presentes, sin excepciones. Los hombres se preguntaron cómo habÃan hecho para no verla antes. Pensaron que se debÃa al hecho de que su atención se habÃa centrado exclusivamente en el accidente que acababa de ocurrir. En realidad, Carlotta se habÃa transformado, y habÃa sustituido a la mujer de pelo sin vitalidad, vestido estival anónimo y zapatos bajos y anchos por la versión seductora que tenÃan delante de ellos ahora.
âLa señora Bianchi es la dueña de la casa. Nos está ayudando, y soportando, con una paciencia enorme âdijo Maurizio.
âConozco a la señora; ya nos habÃamos visto en algunas ocasiones ârespondió el mariscalâ. ¿Cómo está? Veo que han intentado demoler su casa.
âLo más importante es que nadie ha resultado herido; lo demás se puede reparar ârespondió Carlotta. Después, mirando a todos, dijoâ: Les he preparado algo para comer. He oÃdo que tienen que esperar a unas personas, y he pensado que serÃa mejor hacerlo sentados en una mesa. No es nada especial, solo una merienda y algo de beber.
âYa la hemos molestado demasiado... âMaurizio intentó rechazar la invitación, con poca convicción.
âNo es ninguna molestia; es un placer. Todo está bien, podemos olvidar lo que ha pasado tomando algo. Son las tres y me da que se han saltado la comida. Me hará feliz, naturalmente, que el mariscal y el cadete se apunten.
âGracias, señora âdijeron al unÃsono los dos carabineros mencionados. El mariscal añadióâ: Aunque estamos de servicio, se agradece poder comer algo. El cuerpo de Carabineros nos perdonará este pequeño pecado.
Tras estas muestras de cortesÃa se dirigieron todos hacia la casa de buen grado.
âAquà fuera. Está todo preparado al exterior. âCarlotta señaló el lado de la construcción donde estaba, a esa hora completamente a la sombra, la veranda amplia, ligeramente elevada con respecto al césped. En su centro habÃa una mesa que ofrecÃa una gran variedad de comida y de bebidas: salami de Vanzi, coppa de Piacenza, panceta del Oltrepò, queso de producción local, pan y focaccias. No faltaban, dispuestas a lo largo de la mesa, botellas de agua, de cerveza y de vino.
âSiéntense y sÃrvanse âdijo Carlotta, que entró de nuevo en la cocina. Un poco después, volvió con una tarta de mermelada de melocotón que exhalaba un fuerte aroma, y que colocó sobre la mesa.
âEstá recién hecha. He apagado el horno cuando se ha caÃdo el helicóptero. La mermelada de melocotón es casera; la hice el año pasado.
âEntonces está destinada a acabar como el helicóptero: destruida âdijo Maurizio, mientras cogÃa el cuchillo con la intención de cortar una porción.
En ese momento llegaron, en dos coches distintos, el dueño del helicóptero y dos ingenieros de la Aviación Civil, encargados de llevar a cabo una breve investigación del accidente.
âComandante, carajo, ¿qué ha hecho? âdijo, en tono serio, pero no duro, el dueño del helicóptero.
Edoardo, que se sentÃa humillado por los daños causados, se disculpó, avergonzado. Contó el toque con el árbol y la consecuente pérdida de control. Quizá el tamaño de las plantas le habÃa dado unas referencias engañosas.
Los ingenieros le hicieron más preguntas, acumulando todos los elementos necesarios para su informe.
âPueden sentarse a la mesa âintervino Carlotta, señalando todo lo que habÃa encimaâ. También los señores que acaban de llegar.
Edoardo la presentó al dueño del helicóptero y a los ingenieros.
âEs muy amable, señora âle dijo Santino Panizza, al tiempo que le daba la manoâ. Me tiene que decir lo que le va a costar reparar los daños. El seguro se lo pagará.
â¿Solo por un agujero en el jardÃn y un poco de tierra contaminada? Es muy poca cosa. Buscaré a una empresa especializada para que retire la tierra. Ahora, siéntense.
Santino apoyó la mano sobre el hombro del piloto y le dijo:
âVaya mañana a Casale para usar el helicóptero de reserva. Cuidado, que es el último, ¿eh? Si lo perdemos, cerramos y volvemos a los tractores.
âUsaré el Fiat Uno de la empresa y volveré con el helicóptero. En cuanto podamos, iremos a recoger el coche.
âDe acuerdo, hagamos asà ârespondió Panizza, que ya empezaba a mostrar interés por lo que estaba sobre la mesa.
Se sentaron, y empezaron con la tarta, que atraÃa a todos con su perfume de hojaldre. Lo acabaron muy rápido. Después continuaron con los embutidos y el queso, al revés de lo normal, ya que se suele empezar por lo salado y acabar con lo dulce. Una media hora después el mariscal dijo que su presencia no era necesaria y que se marchaba. Recordó a Carlo y a Edoardo que hicieran fotocopias de los documentos y un breve informe.
âNo se preocupe, mariscal. Mañana tendrá todo âconfirmó Carlo.
âGracias, señora Bianchi. Todo estaba muy rico. El mariscal se despidió de Carlotta dándole la mano y esbozando un saludo militar, en un perfecto estilo de galanterÃa militar. Se llevó la mano a la visera dirigiéndose a los demás:
âBuena continuación. âSe marchó junto con el cadete, el cual también saludó de manera militar.
Los ingenieros de la Aviación Civil continuaron su trabajo sin dificultades particulares: no habÃa ningún secreto que descubrir, todo estaba clarÃsimo, y la versión que habÃa proporcionado el piloto bastó para no requerir una investigación adicional. Por la noche, cuando se marcharon todos, quedaron sobre la mesa de la veranda muchas botellas vacÃas y algunos restos de comida. La cantidad de dulces, embutidos y queso consumidos, acompañada adecuadamente por vino local y cerveza, habÃa contribuido a la conclusión rápida y benévola de la investigación.
Durante toda la tarde Carlotta se habÃa dirigido a Edoardo de manera formal, sin dejar ver ninguna confianza. Habló con todos, él incluido, tratándoles de usted. Y todos tuvieron la misma cortesÃa cuando se dirigieron a ella, a pesar de que, al pasar la tarde y llegar la noche las relaciones se habÃan ido relajando poco a poco. Ella se habÃa dado cuenta de que él la miraba a veces, pero habÃa hecho como si nada. Por una coincidencia particular, de la que no habÃa hablado con ninguno de los presentes, ese mismo dÃa, 21 de junio de 1988, habÃa cumplido cuarenta años.
Ahora, en el silencio de la noche, mientras limpiaba la veranda, se paró para observar la chatarra que antes habÃa sido un helicóptero ágil y elegante.
No me esperaba que me llegarÃa del cielo un regalo tan bueno, y de una manera tan ruidosa.
A Carlotta le pareció ver mariposas luminosas volando alegres alrededor de los hierros.
No son mariposas, son luciérnagas. Luciérnagas macho. Son ellas las que vuelan, las hembras esperan en el suelo.
Respiró otra vez, casi un suspiro, apoyada sobre la escoba, y después siguió limpiando todo con energÃa renovada.
II
22 de junio de 1988, miércoles â Recogida del helicóptero accidentado
Al dÃa siguiente, Carlo y Diego llegaron al lugar del accidente temprano. La vista del helicóptero destrozado produjo una impresión extraña a Carlo. TodavÃa no habÃa digerido bien lo sucedido, quizá porque era el primer accidente en el que, de algún modo, estaba implicado directamente.
Diego también estaba perturbado.
«No era necesario», se dijo.
âVale, digámoslo. Hasta ayer Edoardo era considerado el mejor. ¿Y ahora? Basta tan poco...
âTranquilo âle respondió Carloâ. Todos los pilotos, incluso los mejores, tienen algún cadáver en su currÃculum. âLe puso una mano sobre el hombro y siguió hablando con tono graveâ: Para tranquilizarte, puedo asegurarte que te pasará a ti también.
âVale, vale. No he dicho nada.
Mientras tanto, Carlo habÃa llamado al timbre; no querÃa entrar sin permiso, ya habÃan molestado lo suficiente el dÃa anterior, y querÃa dejar una buena impresión a la dueña de la casa. La puerta de la villa se abrió casi inmediatamente.
âBuenos dÃas. Veo que son madrugadores âlos saludó Carlotta, con una sonrisa que mejoró la visión del mundo de los dos.
âBuenos dÃas ârespondieron al mismo tiempo. Después Carlo continuóâ: Dentro de poco va a llegar un camión; ¿puede entrar por la verja grande? Tenemos que cargar el helicóptero. O, mejor dicho, lo que antes era un helicóptero.
âHagan lo que más les convenga. Si necesitan usar el baño, o llamar por teléfono, o cualquier otra cosa, pÃdanmelo. Estoy en casa. âDespués añadió, sin darle ninguna importanciaâ: No he visto al piloto, ¿ha tenido secuelas del accidente?
âNo, está bien. Gracias a Dios ârespondió Carloâ. Ha ido a Casale Monferrato, a la sede de la sociedad Eli-Linee, para coger otro helicóptero. El dueño, usted lo conoció ayer, tiene uno de reserva, precisamente para estas ocasiones.
â¿Santino Panizza, ese señor tan simpático, alto y con gafas? No me pareció especialmente contrariado por el accidente.
âSÃ, es él. En su trabajo, incluso como emprendedor, tiene que aceptar que pueden pasar estas cosas.
Carlotta se tranquilizó al saber que el motivo por el que el piloto no habÃa ido a su casa eran meras cuestiones organizativas. Le habÃa asaltado el pensamiento de que, para él, no hubiera pasado nada importante y que no tuviera interés en volver a verla. Y ahora estaba agradecida al mecánico por haberle dado esa información.
El dÃa de su cuadragésimo cumpleaños no esperaba a nadie. Y nadie habÃa ido a buscarla. Que su marido no diera señales de vida en los eventos no era ninguna novedad, pero ningún otro pariente, ni amigo, o conocido, se habÃa acordado de esa fecha. El destino habÃa hecho que cayera un helicóptero en su jardÃn, y con el helicóptero, también Edoardo. HabÃa sido una sacudida en su vida, y ella no tenÃa ninguna intención de desperdiciar este regalo que le habÃa llegado del cielo.
â¿Cuándo volverán a volar?
âMañana. Casi habÃamos acabado, y mañana ya terminaremos este turno de fumigación. Con un poco de suerte conseguiremos mantener la agenda. El lunes que viene empezamos con la siguiente ronda. En este periodo tenemos que hacer una cada semana, y después, si no llueve, disminuiremos la frecuencia.
âEntonces acabarán el veintitrés de junio: perfecto âdijo Carlotta.
âSÃ, el veintitrés. Mañana ârespondió Carlo, que no entendÃa por qué era perfecto, pero no pidió explicaciones. En ese momento solo querÃa acabar con la limpieza del jardÃn.
âLes dejo algo de beber aquÃ, en la mesa de la veranda. Si necesitan algo, estoy en casa.
âGracias. Tomaremos, sobre todo, agua. Hace calor y solo son las nueve. âCarlo hizo el gesto de darse viento en la cara con las manos.
âSeñora Bianchi... âHablaba un hombre de unos cincuenta años, con pelo escaso y gris, y un ligero sobrepeso. Llevaba un delantal amplio de espesa tela verde que le cubrÃa el torso. A su lado habÃa una mujer más o menos de la misma edad, vestida con un estilo anodino, con el pelo teñido de un amarillo ajado y que denotaba un uso evidente de bigudÃes.
Ella también la saludó:
âBuenos dÃas, señora. âTenÃa un marcado acento de esa región.
âBuenos dÃas. ¿Habéis visto lo que ha pasado? Menos mal que Bruno no estaba en el jardÃn, como suele ser el caso.
âUno de los pocos dÃas que no estábamos en casa; si no, habrÃamos llegado inmediatamente âdijo la mujerâ. Ayer era el dÃa de visitar a mi suegra. Pasamos todo el dÃa en Casteggio y volvimos después de cenar. Lo siento...
âPero ¿qué dice, Mariagrazia? âla interrumpió Carlottaâ. ¿Qué es lo que siente? Menos mal que no ha resultado nadie herido, y, de todos modos, no habrÃais podido hacer nada.
â¿Hoy podemos ayudar? âpreguntó el hombre.
â¿Quiere echar una mano a los del helicóptero?
âSerá un placer.
âCarlo, perdone âllamó Carlotta.
âDÃgame.
âÃl es Bruno Vanzi y ella es su mujer Mariagrazia. Me ayudan con la manutención de la casa y el jardÃn. Ãl es Carlo, el mecánico del helicóptero. âSe dieron la mano, y la mujer continuóâ: Carlo, Bruno se ofrece para echarles una mano. Sabe qué herramientas hay en el taller.
âSu ayuda nos vendrá bien, seguro. Venga, señor Vanzi, vamos a amarrar la chatarra.
âLlámeme Bruno, mejor.
âYo soy Carlo.
Llegó el ruido de un motor diésel potente desde la carretera, acompañado por unas sonoras imprecaciones. Después vio el camión, y el conductor con la cabeza fuera de la ventanilla para controlar por dónde pasaban las ruedas.
âEstáis locos. Si hubiera sabido cómo es la carretera, no habrÃa aceptado este trabajo. He llegado de milagro y solo porque no habÃa manera de dar media vuelta. Esta carretera es para las mulas, no para los camiones.
âBueno, ahora, ya que estás, carguemos el helicóptero. Abro la verja y entra en el jardÃn âdijo Carlo, sin hacer caso de las quejas del chófer. Lo conocÃa desde hacÃa tiempo y sabÃa que, después de las protestas, se pondrÃa a trabajar.
âAhora que estoy, ahora que estoy... tendrÃa que dejaros metidos en vuestros lÃos. Pero ahora ya... Solo lo hago por el señor Santino, que es una buena persona.
âExacto. Ahora, vamos a ello âconvino Carlo.
Sobre la una, utilizando la pequeña grúa que habÃa en el camión entre la cabina y el remolque, tanto la carcasa del helicóptero como todos los trozos desperdigados estaban cargados y asegurados. Para evitar que los trozos pequeños se perdieran durante el transporte, los habÃan cubierto con una lona sujeta con cuerdas a los ganchos fijados a tal efecto en los bordes del remolque.
â¿Es mejor que siga en la misma dirección por la carretera o que dé la vuelta? âpreguntó el chófer.
âSiga en la misma dirección. Solo habrá dos curvas difÃciles, y después la carretera se ensancha ârespondió Vanziâ. Vaya tranquilo, vivo allà abajo y conozco bien el trayecto.
âDe acuerdo. Entonces vuelo a Casale con el helicóptero en el remolque. Es más seguro sobre el camión.
âQué gracioso. Sobre todo, intenta no volcar. Un accidente es más que suficiente.
âHasta luego.
Carlotta, que habÃa visto las maniobras del camión para salir del jardÃn, se acercó a la veranda. Carlo y Diego fueron a despedirse.
âMuchÃsimas gracias por su amabilidad y su paciencia, señora. Hemos quitado todo, pero si encontrase algo, háganoslo saber y vendremos a recogerlo âdijo Carlo, que habÃa supervisado la operación.
âNo se preocupen. No es nada, comparado con los problemas que han tenido ustedes...
âNo le damos la mano porque las tenemos sucias de grasa âdijo Carloâ. A propósito: según los cálculos de probabilidades puede estar tranquila. EstadÃsticamente, es muy difÃcil que vuelva a caer un helicóptero en el mismo sitio. âExtendió el brazo y señaló la colina enfrenteâ. Es más fácil que ocurra por allÃ.
Miraron donde señalaba Carlo y solo después comprendieron que era una broma, y soltaron una carcajada.
Esa tarde, Carlotta no se dedicó a su clásica actividad en la cocina. Dejó que se marcharan los señores Vanzi, cogió dos libros de recetas de la pequeña estanterÃa y, equipada con un lápiz y un papel, se sentó en el sofá del salón. Al final del dÃa habÃa preparado un menú completo y la lista de la compra correspondiente. Volvió a la estanterÃa y cogió dos libros que trataban de mitos paganos y ritos chamanÃsticos: uno era sobre los Druidas de los Celtas, y el otro, sobre la SanterÃa en HaitÃ. No comió nada, pero se preparó una tisana en una taza grande. Volvió al sofá y se sumergió en la lectura hasta bien entrada la noche.