Kitabı oku: «Historia del pensamiento político del siglo XIX»
Akal / Universitaria / 377 / Serie Historia contemporánea
Gareth Stedman Jones y Gregory Claeys (eds.)
Historia del pensamiento político del siglo XIX
Traducción: Sandra Chaparro Martínez
En esta obra de referencia fundamental hallará el lector un análisis exhaustivo del pensamiento político fraguado en Europa, América y Asia a lo largo del siglo que arranca con la Revolución francesa.
Elaborado por un brillante equipo de prestigiosos académicos, este extenso volumen aborda, en toda su complejidad, las principales facetas y aristas del pensamiento alumbrado durante el siglo XIX, desde la economía política y el liberalismo a la religión, del radicalismo democrático al nacionalismo, pasando por el socialismo y el feminismo. Incluye asimismo estudios concretos de las figuras más eminentes del periodo –tales como Hegel, J. S. Mill, Bentham o Marx– y escuetas entradas biográficas del resto de pensadores relevantes.
Lectura indispensable para estudiantes y profesores, esta magna obra explora las transformaciones sísmicas que –de la mano de las revoluciones políticas, la industrialización y la expansión imperial– experimentó el lenguaje y la imaginación política, sin descuidar por ello otras continuidades menos conocidas del pensamiento político y social.
Gareth Stedman Jones es actualmente profesor de Historia de las Ideas en Queen Mary, Universidad de Londres. Es asimismo director del Centro de Historia y Economía (Universidad de Cambridge) y Fellow del King’s College, Cambridge.
Gregory Claeys es profesor emérito de Historia del Pensamiento Político en Royal Holloway, Universidad de Londres.
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RAG
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Título original
Nineteenth-Century Political Trought
© Cambridge University Press, 2011
© Ediciones Akal, S. A., 2021
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
ISBN: 978-84-460-5060-5
AGRADECIMIENTOS
Este es el último volumen de la Cambridge History of Political Thought en salir a la luz, y su confección nos ha llevado mucho tiempo. Estamos especialmente agradecidos a Richard Fisher, de Cambridge University Press, que no dejó de darnos ánimos y sabios consejos, recomendando paciencia durante todo el proceso de preparación del presente volumen. Nos gustaría extender nuestro agradecimiento a los colaboradores, que siempre aceptaron de buen grado las sugerencias de edición planteadas.
Queremos dar las gracias asimismo a dos distinguidos académicos, que fallecieron antes de poder terminar sus contribuciones, por su ayuda y aliento en los albores del proceso de creación. Me refiero a los profesores John Burrow, de las universidades de Oxford y de Sussex, y Sir Bernard Williams, de las universidades de Berkeley y de Oxford. Nos dieron valiosísimos consejos sobre el formato general y el contenido del volumen. También lamentamos profundamente que otro de nuestros colaboradores, el profesor Wolfgang Mommsen, de la Universidad Heinrich Heine de Düsseldorf, falleciera antes de ver completado el presente volumen.
Susanne Lohmann, Inga Huld Markan, Jo Maybin y Amy Price nos dieron apoyo práctico. Estamos especialmente agradecidos a Mary-Rose Cheadle, quien supervisó los retoques finales y la edición de todo el manuscrito haciendo gala de una gran profesionalidad.
La mayor parte de las labores de edición se realizaron en el Centre for History and Economics de Cambridge, pero queremos mencionar la generosidad de un gran número de fundaciones, sobre todo de la Edmond de Rothschild Foundation y de su director, Firoz Ladak. También damos las gracias a la John D. and Catherine T. MacArthur Foundation y a la Andrew W. Mellon Foundation, que nos ayudaron en las primeras fases.
Por último, queremos agradecer, de Cambridge University Press, su ayuda a Jo North, por su concienzuda revisión del texto; a Auriol Griffith-Jones, que confeccionó el índice, y, sobre todo, a Dan Dunlavey, responsable del proceso de producción.
INTRODUCCIÓN
En este volumen, consagrado al pensamiento político del siglo XIX, hemos querido ofrecer al lector consideraciones sistemáticas, académicas y puestas al día sobre la evolución de temas centrales del pensamiento social y político del siglo inmediatamente posterior a la Revolución francesa. Con ello no pretendemos ratificar el canon, sino rastrear el surgimiento de problemas concretos y esbozar la evolución de las distintas formas de pensamiento político y de su lenguaje. Al igual que en los volúmenes anteriores, analizaremos la procedencia y el carácter de las ideas políticas hegemónicas, reconstruyendo los contextos históricos concretos en los que surgieron y examinando aquellas circunstancias en las que se dejó sentir su influencia. Sin embargo, aunque este enfoque presenta diversas ventajas, no lo consideramos apropiado siempre y en todo lugar. En algunos casos –como los de Hegel, Marx, Bentham y Mill– hemos dedicado capítulos a cada autor, pues consideramos importante que los lectores puedan evaluar su obra en su conjunto, al tratarse de pensadores cuya influencia y reputación irradia hasta nuestros días.
Un volumen dedicado al pensamiento del siglo XIX presenta diversos problemas de alcance y escala que no se planteaban al tratar periodos históricos anteriores. Si definimos lo político de forma restrictiva, dejamos fuera a la mayoría de los pensadores políticos importantes del siglo XIX. Ya en el siglo XVIII se estaban desdibujando los contornos formales del pensamiento político, pero el proceso se acentuó significativamente en el periodo siguiente a la Revolución francesa, en el que se desecharon muchas categorías políticas heredadas. El derecho natural, que había constituido el marco de referencia de gran número de teorías políticas, de Grocio hasta Rousseau y Kant, se descartó prácticamente en su totalidad. El marco jurídico en el que se había inscrito el debate sobre la soberanía, el contrato social y la representación no era capaz de absorber nuevas concepciones derivadas de la economía política, la medicina, las ciencias sociales, la historia y la estética. La nueva forma de pensar la política evolucionó, en gran medida, en el seno de estas áreas auxiliares. Algunos de los pensadores más importantes del siglo XIX –Marx y Tocqueville, por ejemplo– nunca escribieron un tratado formal sobre política. En vista de este giro intelectual, cualquier intento de reducir el presente volumen al estudio de una teoría política del siglo XIX definida en sentido estricto hubiera dado lugar a una imagen gravemente distorsionada del carácter y alcance del pensamiento político de la época. De ahí que hayamos prestado bastante atención a la economía política, a los cambios en la concepción del derecho y de la historia, a las ciencias sociales y naturales, así como a la estética.
Nuestro segundo problema ha sido la escala. Hasta finales del siglo XVIII, una historia del pensamiento político podía centrarse en los escritos de pequeños grupos de eruditos de Europa Occidental, siempre y cuando se echara una ojeada a las colonias norteamericanas. Pero en el siglo XIX el número de autores y lectores se incrementó enormemente. Las Revoluciones americana y francesa estimularon el debate político entre grupos y regiones, llevándolo allí donde antes apenas existía. La difusión de la democracia radical, del nacionalismo, del socialismo y del feminismo fue, en gran medida, el resultado de este giro sísmico en las expectativas políticas. Además, la expansión europea, el aumento del comercio mundial y la fundación de estados-nación difundieron las nuevas ideas políticas por el mundo entero. Había seguidores de Comte y de Mill hasta en China, y estos reducidos grupos desarrollaron tradiciones europeizadas del debate político e intelectual, que influyeron de diversas formas en las culturas políticas indígenas. En Europa misma, el aumento de la población, de la urbanización y de la alfabetización atrajeron al «pueblo» al ámbito de los debates políticos informados. La proliferación de periódicos, revistas y tratados demuestran el incremento de la demanda. En conjunto, el volumen de escritos políticos del siglo XIX probablemente supere al de todos los siglos precedentes juntos.
Una de las formas más comunes de describir el pensamiento político del siglo XIX y de cartografiar su evolución es narrando el triunfo y fracaso de la noción de «progreso». La idea de progreso estaba bien asentada ya cuando la Revolución francesa, pero recibió un gran espaldarazo gracias a los descubrimientos científicos, los inventos tecnológicos y la rápida elevación del nivel de vida de las clases medias y –desde mediados de siglo– a menudo también de las clases trabajadoras. En su momento álgido, a mediados de siglo, esta idea es omnipresente y se trasluce en el concepto mismo de «civilización», en la gruesa línea divisoria entre las sociedades «atrasadas» y las «avanzadas» (a veces incluso entre la raza blanca y el resto de las razas), y en una pretendida superioridad de la moral y las costumbres derivada de la ciencia, el cristianismo y el comercio. En cambio, el periodo que va de la década de 1880 a la Primera Guerra Mundial se suele retratar como la época de la crisis de la razón, en la que diversas formas de nacionalismo, neorromanticismo, irracionalismo, misticismo, pesimismo político y culto a la violencia desataron la imaginación de las nuevas intelligentsias, desarraigadas e inquietas, que debían hacer frente a los cambios sociales, científicos y políticos de la época.
No cabe duda de que es un enfoque que capta algunos de los desarrollos más significativos y evidentes del periodo. Pero, como demuestra el presente volumen, esta forma de abordar el tema también tiene sus limitaciones: ofrece una imagen excesivamente selectiva. En la primera mitad del siglo resta importancia a los traumas producidos por el declive o la pérdida de las jerarquías religiosas y políticas del Ancien Régime, por no hablar de las angustias y temores despertados por Malthus acerca de la sobrepoblación. En cambio, la evolución intelectual, política y cultural tras 1870 acaba describiéndose como una especie de trágica premonición de la inevitabilidad de la Gran Guerra, sin mencionar las expresiones igualmente destacadas de optimismo en relación con la educación, el arbitraje internacional, el desarrollo económico pacífico, la seguridad social y la participación cívica y democrática que ofrecían las nuevas condiciones de vida urbana. De ahí que hayamos procurado no dar una imagen de la evolución del pensamiento político del siglo en su conjunto y hayamos preferido respetar los diversos desarrollos narrados en los ensayos individuales.
Puesto que este libro tiene una extensión limitada, no hay una forma óptima ni omnicomprensiva de dar cabida a temas tan diversos. Hemos dejado más espacio del que se dedica habitualmente en las descripciones más tradicionales de la teoría política del siglo XIX a los textos del nacionalismo, socialismo, republicanismo y feminismo, e intentado tener en cuenta el impacto del pensamiento político occidental fuera de Europa, sin olvidar el análisis de las variaciones europeas del concepto de imperio. En general, hemos optado por una clasificación más temática para no enumerar, país a país, las formas de pensamiento político. Pero, una vez más, la regla no se ha aplicado estrictamente. En algunos casos nos ha parecido que la forma más esclarecedora de considerar un cuerpo concreto de literatura política era inscribirlo en un marco nacional. Así, la evolución del pensamiento político ruso y estadounidense reciben un tratamiento aparte (capítulos XII y XXIII), mientras que en otros capítulos se debaten problemas concretos del liberalismo y de la socialdemocracia alemanas (capítulos XIII y XXII).
Nos hemos enfrentado asimismo al problema (que en este caso no es privativo del siglo XIX) de dónde empezar y dónde terminar. Este volumen comienza a mediados de la década de 1790, de la mano de pensadores para quienes la Revolución francesa fue, en general, el primer evento y el más formativo de sus carreras intelectuales. Concluye a finales del largo siglo XIX, en un momento en el que la expansión europea, la industrialización, la biología evolutiva y la construcción de novedosas formas políticas y constitucionales en Europa y Norteamérica habían sentado las bases de nuevos modos de entender lo político. Los ensayos alcanzan el punto crítico del modernismo, pero no lo cruzan.
Sin embargo, en una empresa de este tipo, no se pueden trazar principios y finales limpios. Hay pocas líneas rectas que lleven de la década de 1790 a la década de 1890. Lo más que podemos ofrecer es un zigzag, tanto generacional como cronológico, basado en la identificación de los puntos de inflexión del pensamiento político. En el caso de la Revolución francesa, ya se habló en el volumen precedente de la reacción de los pensadores políticos de renombre. De manera que este libro comienza con Malthus y no con Paine, con Coleridge y no con Burke, con Constant y Chateaubriand en vez de con Condorcet y Sieyès, con Fichte y Hegel en vez de con Kant y Herder. El fin del periodo es aun más indeterminado. No contábamos con ningún acontecimiento significativo comparable a 1789. Pero sí hubo giros en torno a las décadas de 1870 y 1880: la Guerra Franco-Prusiana, el fin del libre comercio, la lucha, cada vez más encarnizada, por las colonias, la gran depresión, el surgimiento del socialismo y de nuevas formas no tradicionales de conservadurismo, etcétera. A finales de siglo, los defensores de la democracia gustaban mucho más que a principios, pero había muchas formas enfrentadas de teoría democrática. En 1800 la industrialización apenas había comenzado, pero en 1900 la dimensión y la pobreza del nuevo proletariado industrial era un problema central en todas las teorías sobre el orden político y social, y habían surgido teorías radicales de cambio muy diferentes a las defendidas por los grandes actores de la Revolución francesa. En 1800, los grandes estados y órdenes de la sociedad europea habían temblado ante las acciones y principios de los reformadores franceses. Un siglo después, las clases medias dedicadas al comercio gozaban de un gran poder social y político, mientras que las monarquías y aristocracias procuraban defender un principio de legitimidad cada vez menos plausible. En tiempos de Waterloo se habían sentado los fundamentos de las nuevas ciencias económicas y sociales, que, a finales de siglo, ya habían desplazado al pensamiento político anterior.
Como la elección de los pensadores individuales y la descripción de lo que les separa no es una ciencia exacta, hemos dejado este tema a la discreción de los colaboradores. Incluimos a Marshall y Sidgwick, pero no a Hobhouse o Wallas, hablamos de Jaurès, pero no de Durkheim, Maurras o Bergson. Nos centramos en Menger, pero no en Pareto, Bernstein o Kautsky, y sólo tocamos algunos aspectos de Nietzsche (se habla más de él en el volumen dedicado al siglo XX).
El intento de trazar el mapa de los contornos del pensamiento político del siglo XIX en su conjunto, sobre todo a esta escala, es algo nuevo en muchos aspectos. La mayoría de las ediciones académicas de las obras de los grandes pensadores siguen estando incompletas. En algunos casos ni siquiera existen; en otros, hasta muy recientemente, se han visto influidas por las controversias políticas. En comparación con el Renacimiento o el siglo XVIII, los debates interpretativos sobre el conjunto del periodo son raros y, a menudo, ni siquiera son válidos. Hasta hace bien poco los grandes intérpretes de Hegel, Mill, Tocqueville, Comte, Proudhon y Marx mostraban mayor interés por el siglo XX que por el XIX. Las interpretaciones de las ideas de estos pensadores eran, en gran medida, una extensión del debate político del momento por otros medios. Sólo en los últimos treinta años, la autoproclamada modernidad del siglo XIX ha dejado de deslumbrar a los historiadores, que han empezado a buscar aquellas continuidades en el pensamiento político y social que lo vinculan a corrientes previas de pensamiento religioso, social y político. De manera que somos pioneros, porque sólo ahora podemos intentar dar una nueva imagen del conjunto del mapa académico y redefinir el espectro del pensamiento político decimonónico en términos muchos más amplios que los contemplados en el propio siglo XIX.
PRIMERA PARTE
EL PENSAMIENTO POLÍTICO TRAS LA REVOLUCIÓN FRANCESA
I
EL PENSAMIENTO CONTRARREVOLUCIONARIO
Bee Wilson
«La vuelta al orden», escribió Joseph de Maistre en 1797, cuando abogaba por la Restauración en su obra Consideraciones sobre Francia, «no será dolorosa, porque será natural y la favorecerá una fuerza secreta cuya acción es totalmente creativa […] la restauración de la monarquía, lo que llaman contrarrevolución, no será una contrarrevolución, sino lo contrario de la revolución» (Maistre, 1994, p. 105). A Maistre le gustaban las paradojas, pero esta no lo era. Tras las «perpetuas y desesperadas oscilaciones» de la política francesa después de 1789, Maistre argumentaba a favor de una estabilidad necesaria, exenta de conmociones, pacífica y no violenta, basada en la calma y no en la anarquía. Afirmaba, que, para lograrlo, había que distanciarse totalmente de los métodos políticos e intelectuales de quienes habían favorecido la Revolución. En vez de acabar con el cristianismo se necesitaba fe, obediencia en vez de insurrección, soberanía en lugar de insubordinación y una monarquía, no una república. En otras palabras, para acabar con la Revolución había que recurrir a lo contrario de la Revolución. Esto significaba «nada de choques, de violencia o de castigos, salvo los que apruebe la auténtica nación» (Maistre, 1994, p. 105). A Maistre se le ha tachado de escritor «fanático», «monstruoso» e «inquietante» (Faguet, 1891, p. 1; Cioran, 1987; Berlin, 1990, p. 57). Stendhal se refería a él como «el amigo del verdugo», debido a su famosa aseveración, publicada en Las veladas de San Petersburgo, de que el ejecutor de la justicia era el «lazo» secreto que mantenía unida a la sociedad humana (citado en Berlin, 1990, p. 57). Varios críticos del siglo XIX lo acusaron de terrorismo, y, en el siglo XX, se le quiso relacionar con el fascismo. Sin embargo, más que tildar de violento a su pensamiento político, habría que decir que estamos ante un teórico que se negó a imaginar un orden político que no tuviera que vérselas con la violencia y el terror ni hubiera de contenerlos[1]. «[N]os ha perjudicado una filosofía moderna que nos dice que todo es bueno, cuando el mal lo permea todo», escribió en sus Consideraciones (citado en Spektorowski, 2002, p. 287).
«Nació para odiar a la Revolución», ha escrito Harold Laski, aludiendo al espíritu reaccionario que moldeó la personalidad de Maistre desde la cuna (Laski, 1917, p. 213). Lo cierto es que Maistre, al igual que Antoine de Rivarol, Friedrich Gentz, Edmund Burke, Louis de Bonald y Mallet du Pan, junto a la mayoría de pensadores que hoy calificaríamos de «contrarrevolucionarios», empezaron sus carreras intelectuales desde posturas reformistas y sólo adoptaron una visión más contrarrevolucionaria tras el inicio de la Revolución. Como bien señala Massimo Boffa: «Lo que definía a la contrarrevolución no era la hostilidad a reformar la monarquía en 1789» (Boffa, 1989, p. 641). O, en palabras de Owen Bradley: «La contrarrevolución fue una parte de la revolución misma» (Bradley, 1999, p. 10). Cuando hablamos de contrarrevolución en este capítulo, no nos referimos a lo que Colin Lucas ha denominado la «antirrevolución», es decir, la oposición práctica y popular a la Revolución (Lucas, 1988), sino a la reacción que suscitó en el ámbito de las ideas entre 1789 y 1830. Como ha demostrado Jacques Godechot, es significativa la escasa relación existente entre la práctica antirrevolucionaria y la teoría contrarrevolucionaria (Godechot, 1972, p. 384). Los antirrevolucionarios émigrés exigían la restauración del Ancien Régime, mientras que el pensamiento contrarrevolucionario era algo más complejo. Los contrarrevolucionarios sabían que no se podía volver a meter al genio en la botella (Maistre afirmaba que dar marcha atrás en la Revolución era como intentar embotellar toda el agua del lago Ginebra). La revolución, en este caso, fue más bien lo que impulsó la gestación de nuevas ideas sobre cómo alcanzar la estabilidad política. Lo que más criticaban los teóricos contrarrevolucionarios de la Revolución era su novedad, que les había obligado a asumir, en contra de su voluntad, nuevas posturas. Burke arremetió contra las nuevas abstracciones de los arquitectos de la revolución. Friedrich Gentz simpatizó, en principio, con los revolucionarios, pero acabó distanciándose de ellos por su extrema violencia. Si la Revolución americana quería seguir la marcha de la Historia, la francesa suponía un corte brusco con ella (Gentz, 1977, p. 49). Para Maistre, lo que exigía nuevas respuestas era un hecho inquietante, sin precedentes, una horrible secuencia de innovaciones. «La Revolución francesa tiene un elemento satánico que la diferencia de todo lo que hemos visto y probablemente veremos» (Maistre, 1994, p. 41). En opinión de Maistre, la Revolución era una «calamidad», un terrible «milagro», que caía fuera del «ámbito ordinario del delito» (Maistre, 1994, p. 41).
Es obvio, aunque no por ello menos cierto, que, en sentido estricto, no hubo pensamiento contrarrevolucionario antes de 1789, ya que fue una creación de la propia revolución, pero sí podemos hallar numerosos precursores intelectuales de los contrarrevolucionarios. La legitimación divina de Bossuet, por ejemplo, fue una de sus fuentes, aunque menos importante que el conservadurismo ambivalente de Montesquieu, los escritos sobre el despotismo ilustrado de Diderot y Voltaire y aspectos, tanto positivos como negativos, de Rousseau. Isaiah Berlin puso de moda hablar de los contrarrevolucionarios como «pensadores de la “Contrailustración”», pero, en muchos aspectos, los contrarrevolucionarios continuaron en la estela argumentativa de la Ilustración en vez de negarla[2]. Cabe leer gran parte del pensamiento contrarrevolucionario como un debate interno entre especialistas en Rousseau. Los contrarrevolucionarios defendían al Rousseau «honesto» y «sincero», que encarnaba la virtud unitiva de la religión cívica y la política del orden, por contraposición al Rousseau de la soberanía popular y el contrato social; les gustaba el Rousseau que criticaba las novedades, no el Rousseau que las escribía[3].
Es habitual comenzar los debates sobre el pensamiento contrarrevolucionario con Burke; en el caso de Inglaterra y Alemania puede estar justificado. Sin embargo, cuando nos referimos al ámbito francófono (incluidas Ginebra y Saboya además de Francia), no lo está tanto. Es cierto que Reflexiones sobre la Revolución en Francia de Burke se tradujo rápidamente al francés, y que a finales de 1791ya se habían vendido la friolera de 10.000 ejemplares, en cinco ediciones (Draus, 1989, p. 70). También lo es que muchos de los temas que planteaba Burke fueron retomados por los monárquicos moderados de la Asamblea Nacional y por los emigrados que habían abandonado Francia (Lucas, 1989, pp. 101 ss.). Pero, aunque gozara de audiencia, Reflexiones tuvo una influencia política muy limitada en Francia. En parte se debió a que las ideas de Burke ya se habían oído allí antes de que se supiera nada de Reflexiones. Ya en 1789, el abate Barruel había criticado a los philosophes, al igual que Burke, por el papel que habían desempeñado en la revolución al poner los «derechos» individuales por encima de los valores colectivos (Godechot, 1972, p. 42); Calonne –quien escribió una obra sobre finanzas alabada por Burke (Burke, 1988, pp. 116, 209)– había defendido el prejuicio frente al razonamiento abstracto basado en a prioris; Antoine de Rivarol había criticado la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y defendido el trono y la obediencia a este en diversos artículos, publicados en Le Mercure y en el Journal politique-national, que delataban la influencia de Burke (Godechot, 1972, pp. 33-34). Sin embargo, quien ejerció una influencia mayor y más esencial fue el periodista suizo Mallet du Pan, quien desde el verano de 1789 estuvo en contacto con un pequeño grupo de la Asamblea Constituyente conocido como los monarchiens y había realizado profundas críticas a la Revolución desde el punto de vista moderado. Todo lo que, de política, escribió Mallet rezumaba horror a la anarquía. Burke, de quien Mallet du Pan tenía una opinión ambivalente, criticaba la Declaración de los Derechos del Hombre por su abstracción metafísica. Las objeciones de Mallet eran más pragmáticas. Si la Declaración no se aplicaba, no valía para nada, y, si se aplicaba, resultaba extremadamente peligrosa. Mallet du Pan es un buen punto de partida para expresar algunas consideraciones sobre los escritos contrarrevolucionarios, porque es lo más parecido al contradictorio personaje del contrarrevolucionario prerrevolucionario.
MALLET DU PAN Y LAS RAÍCES INTELECTUALES DE LA CONTRARREVOLUCIÓN
Jacques Mallet du Pan, como Rousseau, veía la política mundial a través del prisma peculiar de Ginebra. Había nacido en 1749 en Céligny –a unos veinte kilómetros de Ginebra– en el seno del patriciado, la aristocracia comercial que dirigía, de hecho, el gobierno de la república ginebrina. Sus ideas, sin embargo, no eran las de un patricio; Mallet du Pan se había educado en el Collège de Ginebra y había entablado amistad con Voltaire durante el exilio en Suiza de este. En su primera obra, publicada en 1771, Compte Rendu, Mallet du Pan escribía en defensa de la causa de los natifs, los descendientes de los llamados habitants de Ginebra, familias inmigradas que carecían de derechos políticos. En la extraña jerarquía de la sociedad ginebrina, el poder legislativo residía en el Conseil Général, compuesto por los varones adultos que ostentaban la ciudadanía. Luego estaban la mayoría de los habitantes de Ginebra, los étrangers, habitants y sus hijos, los natifs, que carecían de existencia política porque el hecho de haber nacido en Ginebra no les otorgaba la ciudadanía. En el seno del Consejo General, funcionaban el Pequeño Consejo, o Consejo de los Veinticinco, y el Gran Consejo, que contaba con doscientos miembros. En la década de 1760, los representantes de la clase media movieron sus influencias para intentar que el cuerpo general de ciudadanos ostentara más poder en el seno del Consejo General. En 1768, el Edicto de Conciliación dictaminó que dicho Consejo participara en la elección del Consejo de los Doscientos. Pero no se hizo nada por dotar a los natifs de existencia civil. Además, en un edicto de febrero de 1770 se estipulaba que cualquier natif que exigiera derechos más allá de los privilegios otorgados en 1768 podía ser castigado como enemigo del Estado. Este era el contexto en el que Mallet du Pan publicó que excluir a los natifs de la ciudadanía era un acto de usurpación. Ginebra, decía, no era una república, sino un despotismo, pues lo que debía determinar la ciudadanía era el nacimiento. Mallet du Pan cambiaría de opinión en sus escritos posteriores sobre la política ginebrina. Pero, lo más interesante de su Compte Rendu de 1771 es que, aunque argüía a favor de expandir el círculo de ciudadanos, denunciaba el uso que hacían los natifs de la doctrina democrática de la soberanía popular. La soberanía popular, decía, era una mera ficción que sólo resultaba de utilidad a los demagogos.
En la década de 1770, Mallet du Pan se reafirmó en su rechazo a la «soberanía popular». En 1775 empezó a interesarse por la obra de Simon-Nicolas-Henri Linguet, el famoso abogado y pesimista que había afirmado (en su Théorie des Loix Civiles de 1767) que la libertad era un fraude; que el «contrato social original» y la «ley natural» eran mentira; que el derecho positivo cumplía la función de proteger la propiedad de los ricos de los ataques de los pobres y que la libertad política no era más que la promoción de intereses particulares; que los cuerpos intermedios, que tanto gustaban a Montesquieu, explotaban al cuerpo social en vez de protegerlo, y que los philosophes eran hipócritas que mitigaban el sentimiento de culpa que les provocaban sus privilegios con buenas palabras (Linguet, 1767). Ya en la primavera de 1777, Mallet du Pan y Linguet colaboraban en una revista. Cuando arrestaron a Linguet y lo enviaron a la Bastilla en 1780, Mallet empezó a editar su propia revista en Ginebra, los Annales… pour server de suite aux Annales M. Linguet, que mantuvo hasta 1783, cuando el editor Panckoucke le puso al frente del consejo editorial del Mercure de France. El periodismo de Mallet estaba impregnado del antifilosofismo de Linguet. En 1778, Mallet insultó a Voltaire a título personal, llamándole «bufón escéptico» y comparándole con Rousseau el sincero; en público, defendía el teísmo de Rousseau frente al desdén volteriano. En los Annales criticó lo que calificaba de goût de système de Condorcet; la pasión por el argumento abstracto, escribió Mallet, es una especie de necesidad de falsa certeza producida por la «confusión de ideas, una anarquía en la opinión, un escepticismo universal» (citado en Acomb, 1973, pp. 68-69). En aquellos años sus escritos eran virulentamente antiaristocráticos y propuso una monarquía francesa, simplificada y reformada, no con arreglo a la fisiocracia (consideraba a los fisiócratas philosophes al servicio de los propietarios), sino más bien en la línea planteada por DʼArgenson en 1764 en sus Considérations sur le gouvernement de France. Mallet lamentaba: «Europa entera sufre a causa de una aristocracia […] compuesta de corporaciones, estamentos, nobles y tribunales que ostentan privilegios y velan celosamente por el mantenimiento de las exenciones». Soñaba con «un régimen […] que, rompiendo todas las barreras existentes entre el pueblo y su monarca, hiciera coincidir los intereses y las voluntades de todos» (citado en Acomb, 1973, p. 76).