Kitabı oku: «La Revolución creadora: Antonio Caso y José Vasconcelos en la Revolución mexicana», sayfa 2

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7. Resumen del libro

A continuación ofrezco un resumen de cada uno de los cuatro capítulos de este libro.

En el primer capítulo describo lo que llamo el clima de ideas en el que surgió la Revolución mexicana. Comienzo con un rápido recuento de las tesis liberales, socialistas, anarquistas y socialcristianas presentes en el discurso político de principios del siglo XX. Posteriormente, examino con atención las bases del pensamiento social de Justo Sierra, Francisco I. Madero, Antonio Caso y José Vasconcelos. Aunque el anti-positivismo de los ateneístas no era del todo compartido por Sierra, él fue el primero que entendió las hondas repercusiones sociales y políticas que podía acarrear la crisis del positivismo en el crepúsculo del porfiriato. Por otra parte, muy lejos de la ciudad de México, en San Pedro de las Colonias, Coahuila, un joven terrateniente aficionado al espiritismo coincidía con los ateneístas en su rechazo al materialismo cientificista. Para Madero, la política tenía que estar fundada en una moral contraria al egoísmo, y esta fue una idea elaborada por Caso y Vasconcelos. Madero es el padre de la democracia mexicana, en la teoría y en la práctica, y en diversos momentos del libro examino sus ideas y sus acciones. Más adelante en el capítulo presto atención a los sucesos de 1910, año en el que se conmemoró el Centenario de la Independencia y colapsó nuestra Belle Époque. Dentro de este escenario, las conferencias del Ateneo de la Juventud con motivo de la Independencia marcaron un antes y un después de la historia intelectual de México. El objetivo final del capítulo es explicar de qué manera el pensamiento del Ateneo se ligó con la Revolución mexicana.

En el segundo capítulo, que abarca el periodo de 1911 a 1920, estudio la compleja relación que hubo entre la filosofía y la Revolución. Examino el distanciamiento que hubo entre los miembros del Ateneo de la Juventud y el gobierno de Madero, la colaboración de la mayoría de ellos con la dictadura de Huerta y, por último, la difícil convivencia que tuvieron con el régimen de Carranza. Fue en esos años aciagos que Caso y Vasconcelos formularon las bases de sus respectivas filosofías. Más allá de sus discrepancias, ambos autores coincidieron en adoptar una filosofía anti-materialista e intuicionista —inspirada en la obra de Henri Bergson— combinada con una ética cristiana —de orientación tolstoiana— y con la defensa de una democracia liberal y social —que seguía los principios del maderismo—. Los sucesos revolucionarios dejaron una huella honda en el pensamiento de Caso y Vasconcelos. Pero a la vez, el humanismo espiritualista de ambos autores repercutió en todos los jóvenes intelectuales de la Revolución y, en alguna medida, nada despreciable, en los sectores más ilustrados de la opinión pública. Por ello, las filosofías de Caso y de Vasconcelos no pueden excluirse de la lista de las corrientes ideológicas de la Revolución mexicana. En este capítulo también se incluye una sección dedicada a las polémicas ideológicas que se dieron dentro de la Convención de Aguascalientes de 1914, y otra en la que se estudia la compleja dimensión ideológica de la Constitución de 1917, distinguiendo las diversas corrientes ideológicas que se reunieron en ese texto. En la descripción que ofrezco del panorama intelectual de ese periodo de la Revolución también tomo en cuenta el pensamiento de otros ideólogos del momento, como Andrés Molina Enríquez, Manuel Gamio, Luis Cabrera, Antonio Díaz Soto y Gama y Martín Luis Guzmán.

El tercer capítulo examina el periodo que va del triunfo de la rebelión de Agua Prieta, en 1920, al final del gobierno de Álvaro Obregón, en 1924. Durante este periodo, se estrecha la relación entre la Revolución y la filosofía al punto de que las influencias mutuas de una en la otra forman parte del tejido más grueso de la historia de aquellos años. Entre 1920 y 1924, Vasconcelos ocupó el centro gravitacional de la vida cultural mexicana al fungir como la máxima autoridad educativa nacional. El fenómeno social del vasconcelismo de aquellos años no se puede entender sin conocer las ideas filosóficas sobre el ser humano que impulsaron ese movimiento. Pero una tesis central de este capítulo es que el vasconcelismo de 1920-1924 debe entenderse no sólo como un movimiento cultural sino también como una corriente política de la Revolución. Como se verá, el vasconcelismo combinó aspectos del maderismo y del obregonismo en una apuesta por darle a la Revolución una nueva orientación. Vasconcelos y el vasconcelismo de 1920-1924 no sólo deben formar parte de una historia de la cultura mexicana, sino de su historia política. Así como no se puede entender la Revolución sin la figura de Zapata, repartidor de tierras, tampoco se puede entender sin la figura de Vasconcelos, repartidor de letras. En este capítulo también se sostiene que en ese mismo periodo, Antonio Caso y José Vasconcelos alcanzaron su madurez intelectual y publicaron sus obras más sólidas y memorables. Examino sus escritos del periodo, incluyendo sus artículos periodísticos, que, como se verá, cumplieron un papel importante en su presencia pública. Sostengo que Vasconcelos es el mayor pensador de la Revolución mexicana por haberle brindado una filosofía que sirviera como base de su política educativa —una revolución sin un proyecto educativo está trunca— y de su nacionalismo anti-imperialista —corriente que, en la obra de Vasconcelos, también adopta una dimensión universalista—. De no menor importancia es la contribución de Caso a la ideología de la Revolución en ese periodo. Su enfática defensa de la dimensión moral de la política inspiró a una generación de jóvenes que luego darían una dirección a la posrevolución. Además, su insistente reflexión filosófica sobre México no sólo coincidió con las inquietudes nacionalistas de la cultura de su tiempo, sino que fue el antecedente de la filosofía de lo mexicano que se desarrollaría años después.

El cuarto capítulo cubre del comienzo del gobierno de Plutarco Elías Calles a la elección presidencial de 1929. Durante este periodo Vasconcelos escribió algunas de sus obras más conocidas. Sostendré que en estos libros se puede encontrar una base filosófica original del nacionalismo revolucionario. Sin embargo, el gobierno de Calles marca el comienzo del crepúsculo del prestigio intelectual de Vasconcelos y Caso. El clima de ideas en el que ellos se habían formado antes de 1910 entró en declive en el segundo decenio del siglo XX. Por una parte, el régimen callista adoptó la filosofía educativa de John Dewey. Por otra parte, los filósofos y escritores de la generación de los contemporáneos, como Samuel Ramos y Jorge Cuesta, ya no encontraron en el humanismo de Caso y Vasconcelos un discurso a la altura de los tiempos. Y los artistas e intelectuales marxistas consideraron que la ideología liberal de Caso y Vasconcelos era burguesa y, por ello, contraria a los nuevos derroteros de la Revolución. Sumado a lo anterior, la política nacional adquirió una nueva dinámica. El asesinato de Obregón abrió un espacio político que aprovecha Vasconcelos para buscar la presidencia. La derrota electoral de Vasconcelos en 1929, tal como la interpreto aquí, marcó el fin de una vertiente central de la Revolución: el maderismo democrático. A partir de entonces, el grupo en el poder construyó un aparato político que le permitió fortalecer al Estado y cumplir algunas de las demandas sociales de la lucha armada, pero, a la vez, pasar por encima del anhelo original de la revolución de 1910: la democracia efectiva.

8. Agradecimientos y dedicatoria

No me queda más que expresar mi agradecimientos a las personas e instituciones que me ayudaron en la elaboración de este libro a lo largo de varios años.

Esta investigación se realizó en el Seminario de Investigación sobre Historia y Memoria Nacionales de la UNAM, dirigido por la Dra. Virginia Guedea. Agradezco en primer lugar a los cuatro fundadores del Seminario: María de Lourdes Alvarado, Alicia Azuela, Fernando Curiel y la propia Virginia Guedea. El trabajo multidisciplinario realizado con ellos me dio la pauta para escribir este libro. También deseo agradecer a los demás integrantes del Seminario y, de manera especial, a Vicente Méndez y Tania Ortiz.

He conversado provechosamente sobre los temas de este libro con muchos colegas, pero no podría dejar de mencionar a Mauricio Beuchot, Adolfo Castañón, Javier Garciadiego, Carlos Illades, Jaime Labastida, Xóchitl López, Álvaro Matute, Tzivi Medin, Victórico Muñoz, Gregory Pappas, Carlos Pereda, Mario Teodoro Ramírez, Fanny del Río, Carmen Rovira, José Alfredo Torres, Aurelia Valero, Gabriel Vargas Lozano y Héctor Zagal.

Dedico este libro a Laura Pérez Ríos, mi madre, y Moisés Hurtado González, mi padre. Ellos me inculcaron los principios más robustos y los ideales más altos del México posrevolucionario. Este libro es un modesto homenaje a ese acto de amor y de esperanza.

1 Sobre el origen y los objetivos de una historia intelectual de la filosofía mexicana, vid. Guillermo Hurtado, “El giro hacia la historia intelectual en la historia de la filosofía en México”, en Victórico Muñoz Rosales (ed.) Filosofía Mexicana (retos y perspectivas), Editorial Torres y Asociados, México, 2009 (pp. 11-20).

2 Vid. Alfonso Reyes, “Pasado inmediato”, en Caso, Antonio, et al., Conferencias del Ateneo de la Juventud, prólogo, notas y recopilación de apéndices por Juan Hernández Luna, seguido de anejo documental de Fernando Curiel, México, UNAM, 2000, pp. 181-207; Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, Cuadernos Americanos, 1950; Leopoldo Zea, Consciencia y posibilidad del mexicano, México, Porrúa y Obregón, 1952.

3 Sobre la conformación de la “idea oficial” de la Revolución, véase: Thomas Benjamin, La Revolución mexicana. Memoria, mito e historia, México, Taurus, 2003; Eugenia Meyer, “Cabrera y Carranza: hacia la creación de una ideología oficial”, en Roderic A. Camp et al. Los intelectuales y el poder en México, México, El Colegio de México/Universidad de California, 1991, pp. 237-258; Guillermo Palacios, “Calles y la idea oficial de la Revolución mexicana”, Historia mexicana, 22, (3(87)), enero-marzo 1973, pp. 26-278; Guillermo Hurtado, “Historia y ontología en México: 50 años de Revolución”, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, México, UNAM, n. 39, enero-junio 2010, pp. 117-134, y Alan Knight, “El mito de la Revolución mexicana”, en Repensar la Revolución mexicana, Vol. II, México, El Colegio de México, 2013, pp. 207-273.

4 Si bien antes de 1960 hubo varias interpretaciones de la Revolución mexicana desde una perspectiva marxista, por ejemplo, la de José Mancisidor en su Historia de la Revolución mexicana, México, Ediciones El gusano de luz, 1958, fue hasta después de 1968 cuando aparecen las principales obras dentro de esta corriente. La revolución interrumpida, de Adolfo Gilly (México, Editorial El Caballito, 1971), es acaso el texto académico más leído de esta interpretación de la Revolución. Sin embargo, es posible que el pasquín ilustrado de Eduardo del Río (Rius), La revolucioncita mexicana, (México, Grijalbo, 1978) sea la obra de mayor impacto popular en la que se defiende esa interpretación de la Revolución.

5 Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, México, Imprenta de A. Carranza, 1909.

6 Arnaldo Córdova, “La filosofía de la Revolución mexicana”, Cuadernos Políticos, México, núm. 5, julio-septiembre de 1975.

7 Cfr. Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución mexicana, México, Editorial Era, 1973. Hay que señalar que Córdova nunca modificó su lectura de la historia de las ideas revolucionarias. Todavía en 2010 afirmaba que todos los revolucionarios habían sido positivistas. Y en ese mismo texto decía con su peculiar desparpajo: “El Ateneo de la Juventud fue un grupito intelectual totalmente excluido de la lucha política, y cuando se metían en ella la regaban.” Cfr. Arnaldo Córdova, “Demandas y logros de la Revolución mexicana”, en Patricia Galeana (coord.), Impacto de la Revolución mexicana, Siglo XXI/UNAM/Senado de la República, México, 2010, p. 300.

8 Vid., por ejemplo, Alan Knight, “La Revolución mexicana ¿burguesa, nacionalista o simplemente una gran rebelión?”, en Repensar la Revolución mexicana, Volumen II, México, El Colegio de México, 2013.

9 No hay un libro de historia de la Revolución mexicana que pudiera calificarse como el texto oficial. Algunos opinan que la obra de Frank Tannenbaum, Peace by Revolution: An Interpretation of Mexico, New York, Columbia University Press, 1933, es la primera que ofrece una visión del movimiento que coincidiría con el discurso oficial. Sin embargo, la obra de Tannenbaum fue traducida al español hasta 1938 y, además, publicada en Chile. Dentro de la celebración del quincuagésimo aniversario de la Revolución, Manuel González Ramírez publicó La Revolución social de México, Tres volúmenes, Fondo de Cultura Económica, 1960. Considero que si hubo una historia sobre la Revolución que, en su momento, dejara totalmente satisfechas a las autoridades fue la de González Ramírez, aunque por su extensión seguramente no fue muy leída, a diferencia de la Breve historia de la Revolución mexicana, de Jesús Silva Herzog (México, Fondo de Cultura Económica, 1960) más compacta y amena, aunque escrita desde una posición que no coincidía del todo con el discurso del régimen de López Mateos.

10 Vid. Guillermo Hurtado, México sin sentido, México, Siglo XXI-UNAM, 2011.

Capítulo Uno
Hacia 1910
1.1. Introducción

Se dice que la Revolución mexicana, a diferencia de la rusa o la china, no estuvo orientada por una ideología definida —como el marxismo— y que sus líderes no desarrollaron versiones particulares de ella —como el leninismo o el maoísmo—. Para algunos, esa aparente falta de directriz ideológica hace que la Revolución mexicana no haya sido una revolución genuina, sino más bien una revuelta o un conjunto de ellas.1 No me convence la tesis de que una revolución sin una ideología oficial no sea una revolución stricto sensu. Pero aunque la Revolución mexicana no siguiera los dictados de una ideología, ello no implica que careciera de ideas sobre el ser humano, la sociedad, el Estado, la educación, etcétera. Por lo tanto, quizá no sea la noción de ideología la que sea de más utilidad para entender la dimensión de ideas de la Revolución mexicana.

No confundamos las ideas con los motivos que llevaron a los mexicanos a la lucha armada. Estos motivos fueron de muchos tipos: dependen de la zona geográfica, la actividad económica, las creencias religiosas, la pertenencia a asociaciones políticas, la relación con los cacicazgos regionales y las lealtades locales y familiares.2 Aunque los motivos hayan sido múltiples, es un hecho que, por lo menos, algunos de los combatientes tenían ideas y, sobre todo, ideales en torno a la Revolución. Ideas sobre la construcción de un orden más libre, más justo y más compasivo; con menos pobreza, humillaciones y servidumbre. Hay numerosos testimonios sobre la manera en la que estas ideas inspiraron a los mexicanos antes o después de tomar las armas: se hallan en los corridos, en los libros de memorias, en la literatura del periodo, etcétera.

Thomas Kuhn describió a las revoluciones científicas como cambios de paradigma.3 Extendamos esta noción para incluir ideologías entendidas como concepciones filosóficas, políticas, sociológicas, económicas y axiológicas. ¿Fue la Revolución mexicana un cambio de paradigma en este sentido? Esta manera de concebir el proceso ideológico de la Revolución se ha complicado mucho en años recientes. Hoy en día ningún especialista serio respondería de manera tajante que la ideología del viejo régimen fue el positivismo. Esta sería una respuesta simplista que tendría que matizarse para que pudiera adquirir verosimilitud. Por otra parte, cuando el especialista buscara la ideología que sustituyó al positivismo porfiriano, no hallaría un término simple para denotar a la supuesta ideología revolucionaria. Más que una ideología revolucionaria lo que hubo fue una mezcla de diversos elementos del liberalismo, socialismo, nacionalismo, positivismo y humanismo. Es por ello que la historiografía revisionista ha afirmado que no se puede encontrar algo parecido a un cambio de paradigma sino más bien cambios de poca envergadura que no justificarían hablar de una revolución en el campo de las ideas. Mi posición es diferente. Considero que para entender la peculiaridad de la historia intelectual de la Revolución es indispensable utilizar otras nociones teóricas. En vez de hablar aquí de una ideología entendida como un paradigma, hablaré de un clima de ideas presente en los albores de la Revolución.

¿Qué es un clima de ideas? Como otros conceptos teóricos el de clima de ideas tiene una raíz analógica. Un clima de ideas, como el clima en sentido meteorológico, está conformado por diversos elementos que interactúan para formar un sistema en constante cambio. Lo que sostendré sobre la base de esta analogía es que hay periodos históricos en los que aparecen, predominan y luego se alejan, oleadas de intuiciones, preocupaciones, interrogantes que conforman esos climas que envuelven, como nubes o tormentas, los campos intelectuales. Pierre Bourdieu acuñó el concepto de campo intelectual para referirse a los espacios sociales de producción de bienes simbólicos. Los integrantes de esos campos son intelectuales, artistas, académicos, editores y burócratas culturales o universitarios que tejen diversas redes de relaciones, coincidencias y discrepancias. Como es de esperarse, dentro de estos campos hay competencia y conflictos, pero también hay colaboración y acuerdos.4 Es así que hacia 1910 se percibía ya un dramático cambio en el clima de ideas que envolvió a los campos intelectuales del país, incluyendo en ellos a figuras tan disímiles como Justo Sierra, Francisco I. Madero y los jóvenes del Ateneo de la Juventud.

La Revolución mexicana amalgamó elementos de diversas ideologías en una combinación peculiar.5 En algunos momentos ciertas tesis tuvieron más preponderancia que otras y si bien hubo enfrentamientos entre las diferentes visiones adoptadas por los revolucionarios, se generaron distintos acomodos entre ellas.6 Este carácter dialéctico, múltiple, híbrido de la Revolución permitió que ella no desarrollara doctrinas dogmáticas y que, por lo mismo, no produjera dogmas ideológicos ni verdugos fanáticos, como sucedió en otras revoluciones del siglo XX. Para algunos críticos de la Revolución, esta falta de orientación ideológica fue una de sus debilidades. Algunos de ellos hubieran preferido que la Revolución mexicana hubiera adoptado una ideología bien definida que le diera una orientación lineal al movimiento, sin sus vaivenes y contradicciones. Pero la Revolución mexicana no careció de orientación: sí la tuvo y también poseyó un carácter especial que le permitió extenderse durante decenios. Y ahora, desde el balcón del siglo XXI, también podemos valorar que no haya cometido genocidios inspirados en el tipo de ideologías que algunos hubieran querido para ella. De todas las revoluciones del siglo XX, la mexicana fue acaso la menos violenta, la menos autoritaria, la menos dogmática. Sin duda esta característica de la Revolución mexicana tiene que ver con el hecho de que no tuvo una filosofía oficial, e incluso de que no impidió que otros grupos formularan posiciones independientes e incluso antagónicas a ella. La Revolución mexicana siempre dejó abierto un campo a la libertad de conciencia. Es más, podría decirse que esa libertad fue uno de sus objetivos.

Es obvio que si la Revolución no careció de ideas, tampoco careció de intelectuales: los tuvo y de varias clases. Pero ¿qué es un intelectual? Un intelectual es alguien con una formación literaria, artística o profesional que participa en el espacio público con un discurso comprometido. Esta figura del intelectual es reciente. No parece adecuado calificar de intelectual a alguien que haya vivido antes de la Ilustración; por ejemplo, describir a Cicerón o a Erasmo como intelectuales resultaría un anacronismo. Algunos dirían, incluso, que hasta antes del caso Dreyfus, no había intelectuales en el sentido actual de la palabra.7 Hasta mediados del siglo XIX, los intelectuales mexicanos fueron sacerdotes, abogados, maestros o literatos; pero hacia el final del siglo XIX surgió una nueva clase de intelectuales procedente de otras profesiones como la medicina, la ingeniería o la administración. Algunos de ellos fueron lo que Antonio Gramsci llamó intelectuales orgánicos, es decir, divulgadores y defensores de la ideología de un grupo en el poder o que busca el poder. Los llamados “científicos” durante el porfiriato son un ejemplo clásico de esta clase de intelectuales en la historia de México.8 Sin embargo, la Revolución mexicana también tuvo sus intelectuales orgánicos. Quizá el más conocido de ellos sea Luis Cabrera, estrecho colaborador del Presidente Carranza y, luego, un crítico feroz de los demás gobiernos posrevolucionarios. Más adelante, durante el resto del siglo XX, el régimen se rodeó de intelectuales que cumplían con diversas tareas dentro del gobierno, el cuerpo diplomático, el Congreso, los tribunales, las universidades y los medios de comunicación. Pero el concepto gramsciano de intelectual orgánico no basta para describir el escenario mexicano. Tenemos que tomar en cuenta, además, a los intelectuales críticos y a los intelectuales opositores. Un intelectual crítico es aquel que hace un juicio de la nación, el gobierno, la iglesia, la universidad, la cofradía a la que pertenece, pero hace su crítica desde dentro, es decir, como un miembro más de ese grupo. Un intelectual opositor, en cambio, marca su raya y, por lo mismo, se ubica fuera de la organización o del grupo al que critica. Además, no sólo critica, sino que se opone y, a veces, se lanza al combate.9 Un ejemplo de intelectual opositor al porfiriato fue Ricardo Flores Magón, que incluso tuvo que salir del país y padecer la cárcel en tierra extraña. La lista de intelectuales antiporfiristas no es nada corta; incluye, además de los compañeros de Flores Magón en el Partido Liberal Potosino, a otras personalidades como: Diódoro Batalla, Antonio Díaz Soto y Gama, Luis Cabrera. Intelectuales opositores a la Revolución también los hubo y de mucho calibre, entre ellos: Francisco Bulnes, Federico Gamboa, Carlos Pereyra, Jorge Vera Estañol y Nemesio García Naranjo.

Los intelectuales del periodo revolucionario fueron liberales, agraristas, sindicalistas, socialistas, anarquistas, comunistas, nacionalistas, indigenistas, jacobinos, católicos, evolucionistas y positivistas. Sin embargo, estas etiquetas no son excluyentes, ya que muchas veces los intelectuales combinaron en sus escritos elementos de diversas ideologías. No todos escribían en periódicos de la capital, ni eran profesores de la Universidad Nacional. Muchos de ellos eran profesionistas modestos que vivían en pequeñas ciudades, incluso en regiones remotas. La mayoría era sencillos maestros de escuela que tenían prestigio e influencia en sus comunidades.10 Después de la refundación de la Secretaría de Educación Pública, otra generación de maestros participaría de manera decisiva en la construcción del México revolucionario.11

En este capítulo delimitaré el campo intelectual del que nos ocuparemos en esta investigación. Este campo está integrado por un grupo de exalumnos de la Escuela Nacional Preparatoria, todos ellos cercanos a la figura de Justo Sierra, quienes a partir de 1910 se integraron a la Universidad Nacional y, en particular, a la Facultad de Altos Estudios. Se trata de un grupo de la élite intelectual mexicana, y para ser más exactos, de la élite capitalina. Dentro del grupo hay relaciones generacionales y de discipulado que permiten trazar una genealogía intelectual de varias generaciones. Algunos de los miembros de este campo intelectual fueron gestando, desde el inicio de la Revolución, una narrativa que los ligaba a ella.12 Esa narrativa ha sido criticada como una ficción concebida con intereses políticos. Mi propósito aquí es mostrar que dicha narrativa estándar no puede calificarse simplemente como una ficción en el sentido convencional de ser una falsedad. La crítica que se le hace parte de una concepción más bien ingenua de la naturaleza del discurso histórico.13 Por lo mismo, la objeción de que tiene un interés político tampoco se puede aceptar sin reservas. Esa crítica es, a su vez, una narrativa alternativa que sirve a otros intereses políticos y personales.