Kitabı oku: «La Revolución creadora: Antonio Caso y José Vasconcelos en la Revolución mexicana», sayfa 3

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1.2. Ideas centrales del positivismo mexicano

Lo que conocemos como “el positivismo mexicano” fue un conjunto de ideas y proyectos defendidos por varios autores a lo largo de casi medio siglo.14 Un estudio cuidadoso de la historia intelectual de ese periodo debería evitar, en la medida de lo posible, utilizar de manera fácil el término para hacer justicia a las diferencias, algunas sutiles, otras no tanto, que hubo en el discurso y en el pensamiento de autores como Gabino Barreda, Justo Sierra, Francisco Bulnes, Porfirio Parra, Ezequiel A. Chávez y Horacio Barreda, entre otros.

El padre del positivismo fue el filósofo francés Augusto Comte. Para el positivismo, el único conocimiento sólido y legítimo lo ofrece la ciencia. Por medio de ella, los humanos pueden dejar atrás el oscurantismo de la religión y la metafísica especulativa y avanzar hacia una etapa superior. Es la ciencia la que puede resolver los problemas de la humanidad, incluso los sociales y los morales. Por eso la sociología, la ciencia de la sociedad, es la que debe fundar las políticas públicas de una manera objetiva y responsable.

En la historia del positivismo mexicano pueden distinguirse dos líneas: una en la cual la principal influencia teórica es la de Comte; y otra, posterior, en la cual las influencias predominantes fueron Herbert Spencer y John Stuart Mill. El principal exponente de la primera línea es Gabino Barreda. De la segunda, Justo Sierra y Porfirio Parra. Los positivistas mexicanos efectuaron una importación selectiva de sus doctrinas. Barreda cambia el concepto de libertad por el de amor en la fórmula “Amor, orden y progreso”, rebaja el socialismo de Comte y omite su religión positiva. Sierra defiende, contra Spencer, el valor evolutivo del mestizaje y la participación del Estado en cuestiones educativas. Y Parra tampoco se limita a exponer la lógica de Mill y por eso llama a su tratado Nuevo sistema de lógica inductiva y deductiva. La escuela positivista mexicana tampoco fue un bloque sin fisuras. Hacia el final del porfiriato, como veremos, los comtistas mexicanos quedaron relegados por los seguidores de Spencer y Mill.

Se acostumbra fijar el nacimiento público del positivismo en México el 16 de septiembre de 1867. En esa fecha, Gabino Barreda leyó su “Oración Cívica” en la cual hizo una lectura de la historia de México inspirada en la filosofía de la historia de Comte.15 Barreda sostuvo que el triunfo de Juárez significaba un triunfo del espíritu positivo frente al oscurantismo de los conservadores. Nuestra Independencia, afirmaba Barreda, había estado impulsada por un deseo de emancipación mental. La Independencia, según esta interpretación, fue una insurrección no sólo contra el dominio político español, sino también contra la hegemonía de la Iglesia Católica en el campo de las conciencias. Desde esta perspectiva, el triunfo del partido liberal había sentado las bases de nuestra emancipación mental, es decir, de la culminación de la independencia. Barreda sostenía que frente al espíritu de la autoridad había que imponer el espíritu de la demostración. Frente a la actitud autoritaria y dogmática de la Iglesia y de los conservadores, la reconstrucción nacional y la concordia debían estar basadas en la actitud experimental de la ciencia. Frente a la interminable lucha de los dogmas, religiosos o metafísicos, Barreda proponía que la divisa que inspirara nuestra nueva vida pública fuese la siguiente: Libertad, Orden y Progreso; que la libertad fuese el medio, el orden la base y el progreso nuestro fin.16

El reto del positivismo mexicano fue combinar de manera armónica dos ideales aparentemente conflictivos: la libertad y el orden. Había que imaginar una libertad ordenada o, si se prefiere, un orden libre. La libertad era aquello por lo que habían luchado y muerto miles de mexicanos desde 1810 hasta 1867. Sin embargo, la lucha había generado decenios de dolorosa anarquía. Era indispensable, pensaba Barreda, tomar medidas firmes para acabar con esa anarquía en todos los campos: desde el político hasta el intelectual. Por eso era imprescindible instaurar un nuevo orden político basado en la ciencia social. La paz y el orden conservados por un tiempo razonable, sostenía Barreda, se encargarían de lo demás, es decir, de la libertad y del progreso. Detrás de esta afirmación aparece el supuesto de que la etapa ideológica de la construcción de México había concluido y que lo que seguía era la etapa del orden fundado en la ciencia, que permitiría el progreso material y moral.17 Barreda sostiene que la época de las revoluciones ya acabó en México. Es más, afirma que cualquier intento de reformar de manera revolucionaria la Constitución de 1857 sería criminal. La tarea de México, pensaba Barreda, era trabajar de manera ordenada y pacífica para lograr el progreso que sentara las condiciones de una verdadera libertad.

En el siglo XIX, el liberalismo había generado una profunda discordia dentro de la sociedad mexicana. Era tiempo de sustituirlo por otra ideología que ofreciera un orden tan sólido como el que la Corona y la Iglesia habían instaurado en México durante la Colonia, pero que no fuese un salto para atrás en la historia, como pedían los conservadores, sino uno hacia delante, uno que pusiera a México en la ruta del progreso, y eso exigía, también, dejar atrás al liberalismo más puro. No en balde el énfasis que ponía Barreda en la defensa del orden político parecía a los liberales de cepa una traición a los ideales de la Reforma. En su ensayo “De la educación moral”, sostiene que es un error suponer que la libertad consista en poder hacer lo que uno quiera de una manera arbitraria. La verdadera libertad, afirma Barreda, se da siempre en un marco de leyes. Decimos que un objeto está en caída libre cuando no tiene obstáculos que le impidan cumplir con la ley de la gravedad. Lo mismo sucede con los seres humanos. La ley de la gravedad moral consiste en desear lo que se cree bueno y rechazar lo que se cree malo. El arte de la moral no consiste en intentar cambiar las leyes que rigen nuestra conducta, sino en conocerlas para nuestro provecho. El progreso moral será resultado del conocimiento científico de las leyes morales, que proceden de la naturaleza humana y no del dictado de una divinidad. Siguiendo a Condorcet, precursor del positivismo, Barreda considera que las semejanzas entre los valores morales defendidos por las religiones apunta al hecho de que el fundamento de la moral está en el hombre mismo. Barreda piensa que la fuente de la moral se encuentra en ciertas facultades psicológicas que nos impulsan a hacer el bien y a reparar el mal. Ya que son ciertas facultades u órganos los que producen la función moral, la educación moral debe consistir en ejercitar y desarrollar esas facultades u órganos. Dicho en otras palabras, la educación moral es, para Barreda, una gimnástica moral que fortalece y afina los órganos morales y los hace predominar sobre aquellos instintos que nos mueven a la acción inmoral. Esta educación moral, que para Barreda es la base de la sociedad y, por lo tanto, una ineludible responsabilidad del Estado, debe estar fundada en la ciencia. En el antiguo régimen, la base de la moral había sido la religión. Pero mientras existiera distintas religiones, no habría paz, porque las religiones son dogmáticas: cada una se cree poseedora de la verdad moral. La paz entre los hombres, y el progreso moral, sólo se alcanzaría cuando se arrebatara la moral a la religión y se la entregase al cuidado de la ciencia, que es la única que podría hacer que las personas se pongan de acuerdo sobre los asuntos morales con base en el descubrimiento de hechos sobre el ser humano.18

Consideremos ahora algunas ideas centrales de la línea spenceriana del positivismo mexicano. En esta sección me ocuparé sólo de algunas de las ideas de esta línea que influyeron en la lectura positivista de la historia de México.19

Comte había muerto en 1857 y si bien su discípulo Littré difundía sus doctrinas, el más destacado de los positivistas era Hippolyte Taine. En su obra Les philosophes classiques du XIXe siècle en France, Taine había dado un golpe a los seguidores del eclecticismo de Victor Cousin, pero en 1870 publicó De l’intelligence, libro de psicología donde introduce el pensamiento de Alexander Bain, Spencer y Mill al entorno cultural francés.20 Quizá sea por este libro que los discípulos de Barreda, ya formados dentro del positivismo comtiano, adoptaron la filosofía de Spencer y, en especial, su evolucionismo social.

Los jóvenes positivistas de la generación del periódico La libertad dan a la vieja idea de que el mexicano es inmaduro (es decir, infantil, inacabado, insuficiente) una interpretación evolucionista. Para ellos, las sociedades humanas están regidas por las leyes de la evolución. De acuerdo con la sociología de Spencer, los individuos y las sociedades están sujetos a un proceso de equilibrios de energía que toma la forma de una lucha por la existencia. Los más débiles se extinguen por un proceso eugenésico natural. Negar ese proceso en nombre de la caridad equivale a ir a contracorriente de las leyes naturales más básicas.21

Del evolucionismo social se transita con facilidad al evolucionismo político, que es la tesis de que los cambios de la sociedad deben ser paulatinos y de acuerdo con su evolución natural. Por ejemplo, en su Sociología, Spencer afirma que una sociedad tiene que imponerse militarmente a sus enemigos para dirigir sus esfuerzos a su desarrollo industrial. Sólo cuando se alcanza este estadio pacífico de la humanidad, se dan las condiciones para que la coacción del Estado sobre el individuo disminuya y entonces haya espacio para la iniciativa y el desarrollo de las personas. Para que pueda florecer el liberalismo que defiende Spencer es preciso que se den esas condiciones materiales. Desde esta perspectiva, el proyecto liberal mexicano no podría implantarse antes de que el país hubiera alcanzado las condiciones de pacificación interna y de seguridad externa que le permitieran desarrollar su economía.22 Ésta había sido, según los científicos, la insigne labor del gobierno de Porfirio Díaz. Los científicos consideraban que México aún no estaba maduro para tener una democracia plena. Además de las condiciones materiales ya señaladas, ellos pensaban que México carecía de una base de ciudadanos capaces de hacer funcionar un sistema democrático. Ellos sostenían que México apenas tenía una clase media urbana, muy pocos propietarios rurales y, sobre todo, carecía de homogeneidad racial y cultural. Justo Sierra pensaba que así como la naturaleza no da saltos, tampoco los dan las sociedades. Lo que requería el país no era otra revolución —como tantas que padecimos en el siglo XIX— sino una evolución sólida y responsable. La evolución política de México, sostenía Sierra, no podía anticiparse a su evolución social y material. Para los científicos de finales del siglo XIX y de principios del XX, México todavía no estaba maduro para la constitución liberal de 1857. La dictadura era un mal necesario, así lo expresó Bulnes en su famoso discurso a favor de la reelección de Díaz en 1904.23 El argumento más sólido a favor de esta posición está en la última sección la Evolución política del pueblo mexicano, de Justo Sierra. En este escrito, Sierra sostiene que la libertad es algo que se obtiene sólo cuando se cumplen ciertas condiciones económicas y sociales. No es la libertad lo que hace que los pueblos progresen, sino el progreso lo que hace los pueblos sean libres. Juzgada con frialdad, la dictadura de Díaz era lo mejor que podía haberle pasado a México después de decenios de anarquía. El siguiente paso era construir las instituciones políticas que garantizaran la continuación de la obra de Díaz. La meta de ese proceso evolutivo tenía que ser la libertad, pero para llegar a ella, había que continuar por el camino de progreso trazado por el dictador. Aunque Díaz no necesitaba de una justificación ideológica para preservar su poder —sus medios para este fin eran bastante más efectivos y menos sutiles—, es un hecho que el evolucionismo social fue usado durante varios lustros como una ideología legitimadora del poder de Díaz, que estaba basado, a fin de cuentas, en el uso de la fuerza y de la astucia.24

Según la doctrina del evolucionismo social, las razas y las naciones son organismos en permanente competencia: las más fuertes prevalecerán y las más débiles perecerán.25 Esta doctrina, preconizada por Spencer, fue, para no pocos políticos e intelectuales de Europa y de América del Norte y del Sur, una suerte de justificación científica, casi definitiva, de los prejuicios racistas que ya existían y de la explotación colonial, externa e interna, sobre las comunidades originarias de América, los esclavos traídos de África y los descendientes de ambos. Un ejemplo de esta posición se puede encontrar en la obra del positivista argentino, José Ingenieros, quien en su obra Sociología Argentina, de 1913, afirmaba lo siguiente: “La superioridad de la raza blanca es un hecho aceptado hasta por los que niegan la existencia de la lucha de razas. La selección natural, inviolable a la larga para el hombre, como para las demás especies de animales, tiende a extinguir las razas de color, toda vez que se encuentran frente a frente con la blanca.”26 A partir de esta premisa, supuestamente fundada en datos científicos, Ingenieros hacía la predicción de que los países latinoamericanos con mayor porcentaje de raza blanca, como Argentina, estaban destinados, de manera inevitable, a predominar sobre aquellos otros en los cuales había mayor porcentaje de habitantes de color, como Brasil.

No debe sorprendernos que a los positivistas mexicanos les preocupara sobremanera que México no fuese una nación viable y que, tarde o temprano, nuestra raza estuviese condenada a desaparecer de la faz de la tierra. En El porvenir de las naciones hispanoamericanas, Francisco Bulnes se preguntaba si México y los demás países latinoamericanos eran naciones competitivas.27 Según Bulnes hay tres razas humanas: la del trigo, la del maíz y la del arroz. La raza superior es la del trigo y esto se debe a la ventaja nutricional del trigo frente a las demás gramíneas. Los mexicanos, consumidores de maíz, no estaban en las mejores condiciones para competir a nivel global. Bulnes también explica la inferioridad de la raza mexicana con base en otros agentes, como el clima tropical, pero se trata siempre de elementos objetivos, mensurables, físicos. La salvación de México depende, según Bulnes, de la acción inmediata de los mejores elementos de la sociedad para resolver nuestros graves problemas. Bulnes sostiene que a menos de que creciera la inmigración europea y de que se tomaran medidas radicales para hacer más productiva y eficiente nuestra economía, nuestro porvenir era sombrío.

Los argumentos de Bulnes eran semejantes a los de otros positivistas de aquella época, pero una diferencia entre el evolucionismo social mexicano y el defendido en otros países es su valoración positiva del mestizaje. Para algunos positivistas latinoamericanos, la mezcla de blancos con indios o negros era un desperdicio de recursos raciales y, a la larga, una fuente de problemas. Pero para la mayoría de los evolucionistas sociales mexicanos el mestizaje es una manera de “mejorar la raza”. La combinación de los aspectos positivos de la raza indígena —porque no se negaban que los hubiera: la resistencia física, la adaptación al clima, la sensibilidad artística, etcétera— con los de las raza blanca daría como resultado un mexicano más apto para sobrevivir en la competencia global. Por ejemplo, Justo Sierra sostenía en 1876 que la salud del país se mejoraría con la “transfusión en nuestras venas de la sangre viril de otras razas”.28 Los positivistas mexicanos que sostenían que añadir más sangre blanca a la mezcla local impulsaría el progreso de México sabían que había opiniones contrarias de mucho peso en su mismo bando, una de ellas era la del propio Spencer, que había dicho que el mestizaje mexicano era desafortunado y era el responsable de que México fuera una nación sin futuro. Spencer afirmaba que cuando el mestizaje era resultado de la unión de razas semejantes los resultados eran favorables desde un punto de vista evolutivo, por ejemplo, la mezcla entre arios y escandinavos en las islas británicas; pero cuando las razas mezcladas son muy distintas, como los españoles y los indios, los problemas sociales que surgen de la convivencia entre ambas razas se transmiten a la constitución interna de los propios individuos y esto perjudica su éxito evolutivo.29

1.3. ¿Fue el positivismo una filosofía oficial?

Hubo una versión de la historia de las ideas en México que sostenía que el positivismo fue la filosofía oficial, predominante, desde 1867 hasta 1910. Pero hoy se acepta que ni todos los positivistas simpatizaron con el régimen de Díaz, ni todos los que apoyaron a ese régimen fueron positivistas. En todo caso, para entender la relación entre el positivismo y el porfirismo hay que recordar la diferencia entre el positivismo comtiano, defendido por Barreda, y el spenceriano, defendido por Sierra.

La idea de Comte —y antes de Henri de Saint-Simon— de que el progreso de la humanidad descansaba en el desarrollo científico y tecnológico, y que, para lograr dicho fin, era indispensable el orden político, fue uno de los principios del porfiriato. Sin embargo, el positivismo comtiano nunca fue una doctrina hegemónica.30 En la vida cultural mexicana, el positivismo siempre convivió con otras ideologías: el liberalismo, el krausismo, el espiritismo, el socialismo, el anarquismo y, por supuesto, el catolicismo de la mayoría de la población. Incluso en el campo de la educación pública, donde logró tener la mayor influencia, siempre tuvo oponentes: recordemos el debate sobre el libro de texto oficial de la asignatura de lógica que tuvo lugar en 1880, y la polémica que le siguió entre José María Vigil y Porfirio Parra en torno a la orientación positivista en la educación oficial.31 Las críticas al positivismo comtiano venían desde dos frentes: el de los liberales y el de los católicos. A los primeros, les resultaba inaceptable que el Estado impusiera una orientación a la educación, ya que consideraban que ello iba en contra del Artículo 3º de la Constitución de 1857, que declaraba que la enseñanza debía ser libre; a los segundos, les parecía que el positivismo era ateísta y que eso ofendía a la mayoría de la población. Mas no sólo en el campo de las ideas, sino también en el de las sensibilidades el positivismo encontró resistencias. Es probable que el positivismo no haya sido adoptado del todo por la mayoría de los hombres cultos, ni siquiera por aquellos que estaban a cargo de las instituciones educativas oficiales.32 Un ejemplo de ello fue Ezequiel A. Chávez, quien después de haber sido uno de los principales divulgadores del positivismo, acabó sus días defendiendo la existencia de Dios y el alma.

Sin embargo, la huella del positivismo comtiano no se borró tan fácilmente y pervivió en otras corrientes intelectuales que le precedieron. Por ejemplo, con el triunfo de la revolución maderista, la Revista Positiva, editada por Agustín Aragón y Horacio Barreda, criticó al antiguo régimen por no haber llevado a la práctica el ideario social del positivismo comtiano y por haber traicionado el ideario positivista de Gabino Barreda al fundar en 1910 la Universidad Nacional de México. Y es que, como se verá más adelante, en el campo de la educación oficial —manejado por Justo Sierra desde 1903— el positivismo comtiano había dejado de ser la filosofía oficial. Sin embargo, aquí también hay que atender a los matices, puesto que el desplazamiento del positivismo comtiano en la educación oficial no fue total, ya que en 1910 se seguía preservando parte del proyecto educativo y cívico de Barreda, sobre todo en la educación básica. No obstante, para los positivistas comtianos del primer decenio del siglo XX, como Agustín Aragón y Horacio Barreda, Justo Sierra era un traidor al positivismo de Barreda, a pesar de los discursos y homenajes que él hacía en su memoria.33 Otro positivista del siglo XX que negó enfáticamente que el positivismo hubiera sido la ideología de porfirismo fue José Torres Orozco.34

Consideremos ahora la relación entre el positivismo spenceriano y el régimen porfirista. Alfonso Reyes cuenta que la pax porfiriana era descrita como una especie de orden social regido por leyes naturales.35 Por ello, de acuerdo con los defensores de esta cosmovisión, el espectro de una revolución les parecía políticamente condenable y racionalmente incomprensible. Es un dato incontrovertible que el positivismo spenceriano, y para ser más exactos, su evolucionismo social, fue la filosofía que dio forma a la concepción sobre el ser humano, la sociedad y la historia que fue utilizada por el grupo de los científicos para justificar al régimen.36 Este grupo era así llamado porque sostenía que la política mexicana debía dirigirse de acuerdo con métodos científicos. Esa es una idea que puede encontrarse en Comte, Spencer y, sobre todo, en Mill, quien en la última parte de su Lógica sostenía que la política debe estar orientada por las conclusiones de las ciencias sociales que, si bien no pueden predecir la conducta humana, sí pueden guiar con seguridad nuestra acción.37 Hay que subrayar, sin embargo, que Porfirio Díaz no fue uno más de los científicos, por más que simpatizara con algunas de las ideas suscritas por ellos. Díaz siempre puso límites a los científicos y no se tocó el corazón para purgarlos de su gobierno en marzo de 1911. No obstante, es un hecho que los científicos acumularon demasiado poder político y económico durante largo tiempo y que ello los hizo odiosos. No intentaré responder aquí la pregunta de quiénes fueron los científicos. Se decía que José Yves Limantour era el líder político del grupo, y Justo Sierra su líder intelectual.38 Y, sin embargo, como veremos, fue el propio Justo Sierra el que comenzó a desmantelar el edificio positivista fundado por Barreda, con la anuencia de Díaz, y es Sierra también quien dejó la mesa puesta a los miembros del Ateneo de la Juventud para que ellos le dieran el tiro de gracia no sólo al positivismo comtiano, sino incluso al spenceriano. Podemos decir, a la distancia, que los enemigos del positivismo spenceriano también eran en alguna medida —por pequeña que fuera— enemigos del gobierno de Díaz y, en especial, del grupo de los llamados científicos, puesto que el discurso legitimador del gobierno de Díaz, propagado por ellos, tomaba como premisa central una visión evolucionista de México. El caso de Sierra es interesante. Él había sido uno de los principales autores de ese discurso legitimador, pero desde el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, había sembrado el terreno para la crítica filosófica de dicho discurso. Con todo, hay que reconocer que no fueron los escritos de Sierra o de los ateneístas o las reformas educativas impulsadas desde el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes los que derrumbaron al régimen de Porfirio Díaz y causaron la desgracia política de los científicos, incluyendo, por supuesto, la del propio Sierra. Fueron los sucesos de la Revolución mexicana los que precipitaron el rechazo popular de la visión evolucionista de la historia de México y la consecuente bancarrota política del grupo de los científicos.

Según Abelardo Villegas, hubo dos sociologías positivistas en México, una que llamó de derecha o porfirista —como la de Francisco Cosmes o Francisco Bulnes— y otra de izquierda o revolucionaria —como la de Andrés Molina Enríquez—.39 En la misma línea, Arnaldo Córdova sostuvo que el positivismo formó parte del bagaje ideológico de la Revolución mexicana.40 Sin embargo, me parece que esta tesis debe matizarse. Los revolucionarios no estaban preocupados por repudiar las ideas positivistas de que la educación pública tenía que infundir una visión científica de la realidad natural y social o de que el desarrollo nacional tenía que estar basado en la tecnología. Estos principios no eran tema de discusión, se les veía como ideas comunes de la época. Por otra parte, es verdad que la Revolución tampoco abandonó del todo el evolucionismo social. No pocos revolucionarios preservaron esta manera de comprender la realidad nacional. Y cuando la Revolución se afianzó en el poder, el dogma de que la evolución política de México tenía que esperar a su evolución económica volvió a escucharse, incluso hasta finales del siglo XX. Sin embargo, nada de esto contradice el hecho de que la Revolución tuvo una marcada tendencia anti-positivista porque anti-positivistas fueron los liberales, los anarquistas, los católicos y los maderistas.

El más destacado de los positivistas revolucionarios fue Andrés Molina Enríquez, autor de Los grandes problemas nacionales, publicado en 1909. En esa obra, Molina examina los problemas económicos, sociales y políticos de México desde una posición positivista, tanto por su método, basado en datos geográficos, biológicos, demográficos, como por su defensa de la idea de la sociedad como un organismo en proceso de evolución. Molina adopta una perspectiva etnológica, según la cual, la historia de México debía entenderse por su dinámica racial. Para este fin, clasifica a la población del país en indios, mestizos, criollos y extranjeros y, a su vez, a todos estos en subgrupos. Molina examina el problema agrario y lo califica, con tino, como el más urgente de su tiempo. A diferencia de los científicos, que creían que la sociedad mexicana marchaba en la ruta correcta, Molina consideraba que debían hacerse cambios estructurales para impulsar el desarrollo nacional y preservar la paz. Molina pensaba, en particular, que había que repartir los latifundios de los criollos para que los mestizos pudieran convertirse en pequeños propietarios y, de esa manera, aumentara la producción agrícola y se fortaleciera la nación. Las ideas de Molina sobre el problema agrario fueron incorporadas, a través de Luis Cabrera, en la Ley Agraria de 1915. Y luego, sus ideas fueron tomadas en cuenta para la redacción del artículo 27º constitucional. Pero sería un craso error confundir el rechazo del latifundismo, uno de los principios básicos de la Revolución, con el positivismo. Una cosa no implica la otra, a pesar de que Molina hubiese llegado al primero por medio de razonamientos inspirados en el segundo.