Kitabı oku: «Obras escogidas», sayfa 2
El collar
PARA ALFREDO VELASCO
El viento de la tarde acombaba levemente las cortinas de la alcoba.
Matilde, frente al tocador, se arreglaba con refinamiento los bucles de oro.
A la caída del sol vendría el viejo ministro y le ofrecería el collar de rubíes que vio el día anterior en uno de los escaparates de la mejor joyería de la calle de San Francisco.
¡Qué bien se iban a ver en su cuello de nieve las ricas gotas de sangre cuajada!
¡Cómo resaltaría la blancura de su garganta cuando temblara sobre ella la fascinante pedrería!
Escogió un traje de terciopelo rosa muerto, adornado de armiño, que dejaba ver el principio seductor de sus senos de alabastro.
Satisfecha, volvió a mirarse en el espejo, haciendo un guiño con los ojos, y una sonrisa de orgullo aleteó en sus labios. Después, llena de gracia, sacó ligeramente la punta rosada de la lengua, oprimiéndola entre los dientes con diabólico deseo.
En el armonioso desorden del tocador, presurosa buscó el fino cepillo para quitarse el polvo de las rizadas pestañas.
El perfumador brilló en sus manos, y la rica estancia se pobló de aromas.
El ministro no aparecía.
Matilde, con gesto de enfado, vio el reloj de su pulsera, y daba vueltas al balcón, estrujando el pañuelito de batista.
¿Qué le habrá pasado?
¡Era tan cumplido a las citas!…
¡Tal vez estará en el Consejo!
¡Qué extraño! Por el teléfono no le había dicho una palabra, ni tampoco le había enviado una tarjeta.
Se volvió a asomar al balcón, y vio que, a lo lejos, venía el automóvil gris.
¡Por fin!: ¡era él!
Se paró el automóvil junto a la verja, y Matilde, de lo alto, arrojó un puñado de violetas, que bañaron el sombrero de seda del ministro.
Un beso desfalleciente —golondrina herida— se escondió en la boca entreabierta de Matilde.
—Te esperaba con ansiedad. ¿Por qué no venías? —asuntos del Ministerio— contestó el viejo secretario— tendiéndole un estuche de raso.
Un grito de asombro voló de los labios de Matilde.
—¡Ah!, ¡el collar!, ¡mi bien! ¡Está deslumbrador! Dame mil besos —Y se besaron en los ojos, en los oídos y en la boca…
—Hoy no salgo contigo —murmuró el ministro—; tengo urgencia… Irás a Chapultepec sola…
—¿Te vas?
—Nada más vine a satisfacer tu capricho de mujer. Me voy; te dejo el corazón mío.
—¿Volverás?
—Mañana.
La besó en la mano y se marchó.
Cuando se alejó el automóvil gris, Matilde, en el balcón, agitó el pañuelo de batista. Luego volvió a su alcoba y habló frente al espejo:
—¡Por fin se fue! A las diez de la noche vendrá el joven poeta con un ramo de rosas y un madrigal sonoro; cantará a mi belleza y a mi cabellera de luz; admirará la blancura y las líneas impecables de mi cuerpo. ¿Qué más? Cual una ninfa me verán sus ojos; en el fondo marchito del biombo luciré mi desnudez espléndida, y él, cual un sátiro joven, buscará la miel de mi boca y me dirá al oído: ¡Oh, mi gran amada!, ¡qué fascinantes se ven en tu cuello de nieve esas gotas de sangre cuajada!
Nocturno
Las tazas historiadas en que habían tomado el té, estaban en la mesita de laca.
Del cenicero salían lentas ondulaciones de humo, que despedía el puro que había dejado Ernesto.
La azulada luz de la lámpara prendía reflejos felinos en las floridas pupilas de María Eugenia y le acariciaba con suavidad los pálidos marfiles de las manos.
Su madre le dijo:
—No salgas; el viento puede hacerte daño; estás muy delicada. Yo acompañaré a Ernesto.
Los ojos de María Eugenia se velaron de lágrimas. Sentía esa inquietud desesperante de las horas de insomnio; vibraba en su pecho un tedio profundo y un aborrecimiento a todas las cosas. ¿Enfermedad? Ninguna. Hacía más de tres meses que el doctor le había ordenado dejara el arsénico y el rábano yodado, y que las crueles agujas de las inyecciones no martirizaran ya su carne de lirio. No se explicaba ese sobresalto, esas rápidas palpitaciones del corazón, ese enfado que había tenido a la hora del té toda la mañana, y hacía cuatro días estaba así; desde que María Leonor había estado a verla. ¿Nerviosidad? No, eso no; a diario, por la mañana, la esponja húmeda besaba su cuerpo aromado, y también iba al jardín y se bañaba de sol.
Tenía deseos de llorar y de gritar, y la elegante comisura de sus labios se plegaba ligeramente con una sonrisa de amargura; nombraba a su madre y a Ernesto, y luego tenía la sensación de remordimiento, como si hiciera una cosa prohibida, y cerraba lentamente los ojos, como para poner en fuga un pensamiento doloroso.
Cuando iba al jardín, se quedaba embobada con el agua de la fuente, que rizaba el viento, y no oía el sonoro eufonismo de los hilos de cristal que reían en la marmórea taza; en el paseo matinal por los senderos perfumados no abría el libro de versos que llevaba bajo el brazo, y, sonámbula, pasaba las horas viendo un jirón de cielo a través del encaje suntuoso de los árboles.
María Leonor le había dicho, en uno de esos momentos de intimidad en que las muchachas se cuentan sus lindas travesuras de amor:
—Soy tu amiga y te quiero como a una dulce hermanita… Ven, que nadie escuche; te voy a contar un secreto…
María Eugenia cerró el piano, y luego que oyó a María Leonor, palideció como una muerta, y en sus ojos asomaron dos flores de tristeza. No quería creer nada, absolutamente nada, y sin embargo sentía una emoción lamentable; pensaba sin pensar, miraba sin ver, y, contra su voluntad, juntaba en su interior el nombre de su prometido con el de su madre.
Mucho tiempo hacía que las fatigadas pupilas de María Eugenia fingían divertirse con las espirales que tenuemente salían del cenicero; después quiso leer; fue en busca de un libro y, al llegar a la puerta de la salita rosa, lo que vio en el espejo fue angustioso, horrible: ¡era una pesadilla lo que copiaba aquella insolente pupila de cristal! Permaneció rígida; las flores rosadas de sus mejillas huyeron; los grandes ojos le brillaron cual carbunclos encendidos; no pudo hablar; sintió que le reventaban las arterias y que su corazón lloraba sangre, y abrió más y más los negros ojos, como para impregnarse de aquella visión de opio.
¡Su madre y Ernesto, en la salita rosa, cambiaban caricias, envueltos en una nube de fiebre!
María Eugenia no pudo más; sentía que todos los objetos giraban en torno suyo; un temblor nervioso agitó su cuerpo, y, sin saber qué hacer, ebria de amor y de rabia, de tristeza y de celos, corrió al piano y tocó un nocturno de Chopin…
Fue un nocturno arrebatado, trágico: las notas brotaban bajo sus frágiles manos temblorosas, como lamentos y como injurias.
Las últimas emanaciones azules del puro que ardía en el cenicero, huían por la ventana como almas perseguidas.
En rojo
Un rumor de admiración y de lástima brotó de los labios de los concurrentes y llenó la sala del palacio penal.
En el banquillo de los acusados apareció un joven lívido, cual estatua de marfil, que clavó su mirada de cielo en el rostro bíblico del presidente del jurado; hundió sus dedos afilados en su cabellera al desgaire, y sus harapos temblaron como el plumaje de un pájaro herido.
El representante de la sociedad subió a la tribuna y pronunció un discurso presuntuoso, atestado de lugares comunes y de citas jurídicas, e hizo una glacial enumeración de las agravantes con que se había cometido el crimen.
—La víctima —gritaba el agente enfurecido, sacudiendo la fina cabritilla de los guantes—era una mujer joven y bella, en plena gestación de ideales. El asesino la asaltó cuando ella, indefensa, pasaba en su carroza, aristocratizando el bulevar, y hundió en el cuello de paloma la hoja perversa…
Y concluyó diciendo: «Las leyes de todos los países civilizados imponen la pena de muerte a los asesinos; y nunca, por cierto, es más justificable esta pena que hoy recae sobre un delito tan odioso y tan inhumano.»
El orador, satisfecho, descendió de la tribuna envuelto en un aleteo de zetas y de eses.
Sin levantar la vista del expediente, que hojeaba, y acariciándose con ademán familiar la rubia barba, dijo el presidente del jurado, dirigiéndose al acusado:
—Puesto que no ha querido usted nombrar defensores, se le concede la palabra.
El pálido muchacho de azules ojos comenzó a hablar. Su voz era débil; las palabras, serenas como la verdad, palpitaban en sus labios ajados, como si ha mucho tiempo las hubiera repetido en el rincón gris de su celda húmeda.
—Señor presidente: Desde antes de nacer he sido desgraciado; soy flor de pecado; un deseo brutal hecho carne; no corre sangre por mis arterias; es un líquido fangoso el que me da vitalidad. No tengo nombre; me llaman el hijo de Rosaura. Nací en el arroyo; mi primer llanto lo escucharon dos perros errantes y un borracho caritativo que dio agua a mi pobre madre. Parece que soy un advenedizo en la vida. Nunca he tenido el derecho de gozar la felicidad, como lo tienen los demás. Cuando cumplí seis años, mi madre murió paralítica en un hospital, y entonces pedí limosna de puerta en puerta. Fui creciendo, y una buena vieja me enseñó a leer y escribir. ¡Yo era bueno! Creí en la sociedad, y esa hipócrita sociedad me repudió, como si hubiera yo sido lobo sanguinario o perro rabioso. ¡Tal vez temía que con mi contacto se manchara su ridícula existencia!… Mis ilusiones volaban en países encantados y se perdían en brumas de crueldad; y en silencio, sin que mi boca vertiera una protesta, me bebía mis lágrimas. Nunca he conocido una mano piadosa que acaricie mi frente, ni una voz amable que arrulle mi tristeza. Me odian todos los hombres: parece que ostento sobre mi cabeza un emblema negro.
«Una noche en que arrastraba mi desesperanza por una avenida llena de luz, sorprendí, envuelto en raso y pieles, el fresco rostro de una mujer seductora que lucía grandes ojos negros, tan negros como mi desconsuelo. Un destello auroral encendió mi alma y me sentí un momento dichoso. Luego vino la tempestad. ¿A quién amaba? A una extraña que no me conocería nunca; a una mujer cuyos labios de rosa nunca deletrearían mi nombre… Pero ¿cuál nombre? ¡También ella me llamaría el hijo de Rosaura! Y entonces sufría más que nunca. Quise olvidarla, y la casualidad parecía que se burlaba de mi pena: dondequiera encontraba a aquella mujer que era para mí un misterio, un ensueño, una cruel obsesión.
«Un día vi que un joven que llevaba un solitario en la corbata le dio un ramo de camelias; y ella, del fondo de su carroza, tendió su mano pálida, y él besó aquel lirio palpitante… Sentí el espasmo, todo el peso enorme de mi fatalidad; odié a los hombres y a la vida. ¿Por qué yo no podía besar aquella mano de seda? ¿Por qué había de permitir que aquel hombre fuera dueño de mi amada? Y al pensar que él no había nacido en el arroyo y era feliz, y yo desgraciado; que él era rico y yo tenía talento… loco de rabia brinqué al carruaje y hundí el acero en aquella garganta de mujer, hecha de lino.»
Tres días después, el cielo, piadoso, bañaba de luz tres rosas de sangre que brotaban del pecho de aquel muchacho pálido de azules ojos: del hijo de Rosaura.
Beso cruel
A MARCELINO DÁVALOS
Pierrot preguntaba a la bruja con ansiedad suplicante:
—¿Qué ve usted?
—Una alcoba confortable, un lecho de encajes y una lámpara de luz verdosa.
—¿Qué más?
—A Colombina y el marqués.
—¡Por Dios! ¿Están muy lejos de aquí?
—Mucho…. Poco…. no puedo medir la distancia.
—Haga un esfuerzo.
—Es inútil… Me es imposible.
—¿Por qué?
—No sé.
—¿Y el marqués?
—El marqués lleva pechera esmaltada y en el ojal del frac una orquídea tallada en marfil.
—¿Y Colombina?
—Colombina viste de rosa: es un traje hecho de tules; y en este momento afloja sus trenzas de oro.
—¿No ve usted más?
—El marqués ha dejado los guantes perla, y besa la nuca lechosa de Colombina.
—¿Qué?
—Beben champaña y ríen como dos chiquillos.
—Pero… digo…
—El marqués acaricia con suavidad la piel diáfana de Colombina.
—Y ella ¿qué hace?
—Cambia su traje rosa por un transparente peinador.
—¿Y no está angustiada?
—Sonríe a cada beso que le da el marqués.
—¿La sigue besando? ¡Fíjese usted bien!
—Ahora se besan los dos.
—¿Es posible?
—Créalo usted.
—Y Colombina, mi rosada Colombina, ¿ama al marqués?
—No comprendo.
—Lea usted en ella.
—Me fatigo demasiado. No sé ver más de lo externo. Las emociones del alma y las tempestades del corazón nunca las he comprendido. Nunca… Nunca ….
—Entonces…
—Se besan, se besan mucho. Es lo único que veo. El mareo del champaña les enciende las mejillas y todo el cuerpo.
—Dígame…
—Colombina desfallece. Colombina llora y besa un medallón que lleva prendido al cuello. Es un retrato. Es usted…
—Concluya.
—Beben champaña, se acarician y se sientan en el lecho de encajes…
—¡Por Dios! ¿Qué más?
—Se me nubla la vista. El marqués apagó la lámpara verde. ¡No veo nada!
Pierrot pliega la boca para recibir el alma de un beso lejano; y en sus pestañas tiemblan dos lágrimas que manchan su rostro enharinado.
La nota blanca
A MARÍA LUISA ROS
Cristo, cual una nube, cual un lampo, caminaba por el sendero regado de luz crepuscular, con los ojos fijos en el infinito y las cándidas manos sobre el pecho.
Pedro y Santiago, y Juan, hermano de Santiago, le seguían.
Habían dejado la casa de Talitha, hija de Jairo.
En el camino les salió al encuentro una mujer que traía del brazo a un mancebo rubio.
La mujer, viendo de lejos a Jesús, corrió a él y le dijo:
—¡Señor, cura a mi hijo! Está enfermo de un extraño mal. Basta con que él toque la orla de tu manto o bese tu sandalia y será salvo.
Y Pedro murmuró:
—Es un poseído.
Y Santiago, hermano de Juan, dijo:
—Es un demente.
Sólo Juan, el discípulo amado, clavó sus pupilas llenas de preguntas en el rostro celestial del Maestro.
Cristo se aproximó al mancebo rubio; y su voz, que tenía las suavidades de una cadencia y el aroma de mil rosas, voló de sus labios.
—¿Qué camino sigues?
—El camino de la ilusión.
—¿A dónde vas?
—A coger una estrella para adornar el pecho de mi amada.
Y la mujer, con los ojos llenos de lágrimas, dijo a Jesús:
—Señor: está loco; quiere aprisionar astros, coger celajes; desea tejer una tela para una bella samaritana con rayos de luna y pétalos de rosa, y dice que dentro de su alma cantan mil pájaros divinos.
Y habló el mancebo rubio, y tendió su manto de seda en el camino.
—¡Oh, bendito sea el que viene en nombre del Señor! Pasa: tú eres más hermoso que las flores de Samaria, más diáfano que el agua: tú eres más bello que la belleza misma. Espera, buen nazareno, sobre mi manto: voy a coger aquel topacio luminoso para prenderlo en tu pecho, en tu pecho, que es más blanco que el vellón más blanco de las ovejas de mi rebaño.
Cristo se acercó, y puso un beso de paz en el oro que circuía la frente de aquel mancebo, y abriendo su boca divina, dijo a sus discípulos:
—En verdad, en verdad os digo: bienaventurados los tristes, bienaventurados los soñadores, porque ellos poseerán los alcázares dorados de mi Padre.
Y luego se alejó, cual una nube, cual un lampo, por el sendero regado de luna, con los ojos fijos en el infinito y las cándidas manos sobre el pecho.
La Petite Otero
A VIRGINIA FÁBREGAS
Conocí a la «Petite Otero» en un café cantante. Cuando la vi por primera vez, no le concedí ninguna importancia. ¡Estaba tan pequeña! Después la vi, una noche de primavera, en un teatro de variedades. Trabajaba en compañía de un italiano y de una bailarina rusa. ¡Era un trío famoso! En esa época la «Petite» tendría diecisiete años: era frágil y delicada como un lirio, ligera y flexible como una ninfa; tenía la real blancura del alabastro; sus ojos eran negros como el misterio y fascinantes como el abismo; sus labios remedaban una pequeña herida abierta, y sus pies eran diminutos, elegantes y nerviosos…; en fin, era gallarda como una ondina desprendida de un lienzo de Botticelli.
En esa noche fatal, la bella Graciela se robó mi corazón.
¡Si vieras cómo lamento haber conocido a esa mujer!
Desde entonces no falté una sola noche al salón de variedades. Me complacía con verla; me extasiaba con sus rítmicos bailes clásicos; me deleitaba con el fuego de sus ojos, y soñaba con el milagro de su cuerpo. Hace dos años me resolví a esperarla a la puerta de su teatro; la invité a cenar; aceptó mi invitación; tomamos un auto y charlamos con tal intimidad y ternura, como si fuéramos los mejores amigos. Pasamos la noche —noche inolvidable— bajo el mismo techo, libando en nuestras copas de champaña las delicias del amor…; y en la madrugada, cuando se desmayaban las estrellas, con un beso profundo sellamos nuestra despedida; y al verla que se alejaba untándose en la acera, envuelta en rico abrigo, sentí un extraño remordimiento. Volví a mi cuarto: sobre mi escritorio estaban las copas vacías y un ramo de claveles muertos; sobre un libro de versos, sus finos guantes perfumados, y en las ropas de mi lecho, una nota azul: su liga de seda…
La dulce amiga bailaba divinamente, y pronto sus triunfos corrieron de boca en boca; los cronistas no hablaban de otra cosa, llenos de admiración; celebraban con frases sonoras los movimientos magníficos, delicados y espiritualmente bellos de la «Petite»; los viejos empresarios se la disputaban; sus retratos adornaban las elegantes revistas de moda; diariamente recibía mil tarjetas ilustradas solicitando su autógrafo; las grandes casas amplificadoras exhibían los retratos en los mejores escaparates de las avenidas…, y yo, a cada día, a cada instante, me enamoraba más y más de tan hermosa y atractiva mujer.
La noche de su beneficio, después que bailó de una manera admirable la «Danza de las horas», ebrio de amor corrí a su camerino a felicitarla. Ella me echó los brazos al cuello, con lánguida voluptuosidad me besó, y sin darme cuenta la mordí en la boca. Me acuerdo bien que tenía los labios tan aterciopelados y tan rojos como una fresca flor de granado; y al sentir en mi pecho la amable presión de sus senos juveniles, exhalé un suspiro; y no obstante que estaba rodeada de multitud de admiradores beodos y lascivos que ostentaban relucientes pecheras, y que de una manera impúdica la estrujaban, y llenos de faunesca sensualidad le robaban besos, yo le ofrecí mi nombre; pero le puse una condición: que abandonara el teatro.
Entonces ella, haciendo un gesto de asombro y de reproche, me dijo en alta voz:
—No, imposible; tengo sed de triunfos, quiero asombrar al mundo, que me consagren los poetas y que la fragilidad y elegancia de mi cuerpo palpite en los lienzos de los grandes pintores parisinos.
—No seas mala, le contesté: yo te inmortalizaré con la música de mis versos; tú serás la heroína de mis novelas; tú, mi bien, serás el alma de mis libros…
—Quiero viajar; mis sueños, mis anhelos, son dejar una estela de admiración.
—Te llevaré a recorrer el mundo; viviremos en París, en la avenida del Bosque, en una pintoresca montaña de Suiza, en Roma, en Rusia, en Niza, a la orilla del mar…
—No pienses encadenarme. Amo las tablas, amo la farándula; tú no puedes darme las sublimes sensaciones que me da el teatro; mira: soy mariposa cuando, vestida de gasas, me baño de luz multicolor: soy reina cuando mis pies desnudos se mueven con locura y mi cuerpo de serpiente ondula: soy canéfora cuando en el vértigo de mi danza deshojo lirios y margaritas en el ara de mis dioses: me creo inviolable cuando me cubro con el sagrado velo del templo, y me siento mendiga cuando, vestida de harapos, bailo al son de los tamboriles y de las quejas de las flautas… Adoro mi arte, adoro al público que me aplaude con delirio.
No supe qué contestar. Di media vuelta para abandonar el perfumado camerino y tropecé con una hermosa columna que contenía un jarrón de violetas y claveles, que se hizo mil fragmentos; y a mis oídos llegaron rumores de risas irónicas de los varones que quedaron con la frívola mujer.
Mi amigo, al referirme esta historia triste, estaba agitado, nervioso. Arrojó la colilla del habano. Para serenarle un poco, le dije:
—Debes estar altamente agradecido con la bella «Petite» porque fue sincera contigo; si hubiera aceptado formar un hogar, tal vez hubiera sucedido lo que con la Nena Teruel, de los Quintero.
—¡No por cierto! Nena sacrificó su arte, sus ideales y sus sueños por el gran amor que sentía hacia José Manuel.
—Se sacrificó un momento…
—Se sacrificó toda la vida; nunca le fue infiel. No culpes a Nena, mira: si José Manuel le hubiera dedicado todas sus caricias, todos sus besos, todo su amor…
—José Manuel estaba locamente enamorado de la cómica.
—Sí; pero amaba más, mucho más, el estudio y la ciencia que su encantadora mujercita; ella sentía la nostalgia de sus caricias…
—No, ella sentía la nostalgia del teatro, la nostalgia de su arte, la nostalgia del público que la ovacionaba… Yo me hubiera consagrado por completo a ella, y con mis ternuras, con mis cariños y con mis besos hubiera hecho que olvidara la farándula y no sólo eso, sino también que olvidara su nombre de teatro; sólo la llamaría Graciela, Graciela mía. La gallarda «Petite» no lo quiso, prefirió la banalidad de su público, la falsedad de sus locos admiradores, y sacrificó mi amor sin ninguna recompensa.
—¿Luego su celebridad?
—¡Su celebridad!… Estoy seguro, mi querido amigo, de que raro es aquel que se acuerda de la seductora «Petite» y más raro aún el que sabe que murió en una fétida pocilga, hecha un andrajo humano, y que sus miembros lamentables reposan en una fosa común…
—¿Ha muerto Graciela?
—¿No ves? Ni tú lo sabías —me dijo Óscar, con aire de triunfo—: murió de la manera más triste. Ya verás —continuó hablándome, con los ojos inyectados, el rostro lívido y las manos temblorosas—. Cuando estuvo en París, un banquero judío, que se llamaba Samuel, se enamoró locamente de ella, al extremo de olvidar sus negocios. El indiscreto y entrometido público de la gran urbe contaba que la hermosa «Petite» explotaba cínicamente al sufrido y cándido millonario, quien dedicaba mensualmente gruesas sumas de francos para los antojos de la soberbia y espiritual bailarina. Graciela, en una función de gala, lució un maravilloso aderezo de perlas y brillantes, que, según rezan las crónicas, había sido valuado por los joyeros de la Rué de la Paix en una cantidad fabulosa.
Por una de tantas veleidades de la suerte, o por su descuido, el banquero Samuel se presentó en liquidación, y no alcanzaron los bienes que poseía para el pago de sus deudas. Uno de sus acreedores lo acusó de estafa: fue un proceso escandaloso; toda la prensa se ocupó de él; los jueces lo condenaron a diez años de prisión en unión de Graciela, por considerarla su cómplice. Al otro día del encarcelamiento, los grandes diarios publicaron los retratos del judío y de la bailarina, y el cable transmitió la noticia al mundo entero.
No se hablaba de otra cosa en París. En teatros y paseos sonaban con admiración los nombres de la «Petite Otero» y del millonario israelita.
La «Petite» logró comprobar su inocencia después de algunos meses, y sus abogados consiguieron la libertad de la célebre acusada; pero ¡oh desgracia!, las autoridades declararon que no era de devolverse nada de lo decomisado a la querida del banquero.
La bailarina salió del cautiverio con una afección del pecho. Tres meses más tarde, una eminencia médica de la Ciudad Luz diagnosticaba que era una tuberculosis aguda la enfermedad de Graciela.
¡No sé qué haría la pobre tísica para venir a morir a su patria!
Mira: hace cuatro días, en la puerta del hotel, recibí una tarjeta de ella. Me decía que si recordaba a la infortunada artista, le mandara una limosna; que hacía más de veintiséis horas no probaba alimento.
La mujer que me entregó la implorante misiva llevaba bajo el brazo un pequeño bulto; le pregunté lo que contenía, y me dijo en voz muy baja:
—Señor: es un viejo traje de teatro de la enferma; que me dio para que lo empeñara. Desde ayer ando recorriendo los bazares, y en ninguno me han querido prestar un centavo. Socorra usted, por amor de Dios, a esa pobre mujer, que se muere de hambre…
Acompañé a la enviada. Anduvimos muchas calles durante más de dos horas, y por fin nos metimos en una mísera vecindad. Mujeres asquerosas y despreciables pululaban en ella; hombres desgarrados, ebrios de pulque y hediondos, jugaban baraja, y, descarados, gritaban insolencias, y un perro ululante, esquelético, lanzaba ladridos lamentables… Entramos a un cuarto obscuro, húmedo y oliente a éter. En un rincón, entre arrugados trapos rojos, yacía el cuerpo de una mujer blanca… Era la Pequeña Otero, mi Graciela, mi adorada Graciela, que aspirando el voluptuoso perfume de un puñado de claveles blancos, se durmió para siempre…
En los ojos obscuros de Óscar brillaron dos gruesas lágrimas.
De los violines de la orquesta brotaron las notas de una marcha fúnebre; también se oían risas y chocar de copas.
—¿Qué más tomas?, me preguntó mi amigo clavando sus ojos letárgicos en mis pupilas somnolientas.
—Yo, nada. Óscar.
—Yo quiero ahogar mi pesar en vino verde…
—¡Mozo! ¡más vino verde!