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Diario sentimental

AL AUTOR DE «LA CHIQUILLA»

Andrés, acodado en su escritorio, frente a un retrato de mujer, leía las páginas de su diario íntimo.

En el jarrón se deshojaban rosas blancas, y los pétalos caían, como perfumada ofrenda, sobre las cuartillas manchadas.

Marzo 9

El amor es una eucarística vela marina que se pierde en el horizonte verde.

Gaviota que se oculta en el encaje sutil de las nubes.

Gota de rocío que se evapora.

Fulgor de celaje que se muere.

Rayo de luz que nos besa en el alma.

Jugamos con ese beso… Después… ¡Oh desencanto! La hebra de oro se diluye en lo azul.

¡Magdalena, Magdalena, es imposible seguir viviendo unidos!

Marzo 13

Hoy se fue de mi lado el amor mío.

A mí me cansaron sus besos siempre iguales, y a ella le fastidiaron mis caricias locas.

Nuestro amor se moría. Había que separarnos para glosar nuestra existencia con el encanto del recuerdo…

¡Cosa extraña! Su beso último llevaba ondas musicales que me pasaron por todas las arterias, y con ritmo divino hizo vibrar mi alma y enloqueció mis sentidos.

Bella despedida: ni una lágrima, ni un suspiro…

Por la noche

Una nueva sensación: después de un año, voy a dormir solo. La caricia de las sábanas tal vez la sienta demasiado fría.

Tengo miedo que el discreto lecho guarde el suave olor de la amada y despierte mi deseo. ¡Puerilidad! ¡Si todo huele a ella todavía!

Y ¿qué hará Magdalena? ¿En este momento se acordará de mí? Besando otra boca, ¿pensará en mis labios? Que tiene que besar, no cabe duda; se fue en busca de sabias emociones. No puedo evitarlo, como ella no puede prohibirme que esconda mis manos en una cabellera blonda, y prenda mis labios en la húmeda boquita de Mimí Pinsón.

Muy buenas noches, Magdalena.

Marzo 14

Magdalena me envía un puñado de lirios de diáfana blancura, y en una postal me dice que a diario recibiré flores para mi mesa.

—No se firma —adorable exquisitez—, ni me cuenta dónde está. Estoy seguro de que aún vive sola; si no, ¿cómo ese ofrecimiento de tener en constante floración el jarrón que adorna mi escritorio?

En nuestro anhelo de separarnos, no nos pusimos de acuerdo para desligar también nuestros espíritus. Comprendo que esa fue una locura, porque ni ella ni yo vamos a ser dueños de un instante de tranquilidad, ni nos es posible poseer una libertad perfecta.

¡Si lograra olvidarla…!

Marzo 15

Anoche di un millar de besos al retrato de mi querida ausente. ¡Qué lástima que el retrato no sabe besar!

Después tuve una alucinación: oí su risa sonora, y sentí que su cabellera de ébano me bañaba cual una onda de seda. Ya no pude dormir; la fuga lenta de las horas prendió en mi alma flores de tristeza…

Muy temprano recibo un ramo de violetas, velado con gasa lila.

Marzo 20

Los días me parecen pétalos de una gran margarita que con languidez desesperante deshoja el príncipe Destino… ¡Ojalá caiga el último despojo de la blanca corola en un lago de olvido!

Hoy hace apenas ocho días que se fue Magdalena, y me han parecido una eternidad.

No me explico este sentimentalismo romántico: cuando la despedida, ni una lágrima, ni un suspiro… Nuestra separación no fue un desgarramiento y, sin embargo, me parece que todo lo que me rodea perdió su alma; hasta los rayos del sol los siento fríos, casi helados.

Y ella, ¿pensará en mí?

¿Se acordará que hace una semana, cuando concertamos nuestra despedida, ella bordaba y yo leía versos?

Marzo 29

El ramo es de botones de canarias.

Abril 1

Mes de los lirios, mes de las rosas blancas y de las rosas rojas, mes de los pájaros y de las policromías, mes de la luz y del amor pasional, contigo ha llegado a mi jardín una racha aromada, que ha hecho florecer mis pálidos rosales.

Con un ramo de claveles recibí una carta de Magdalena; en ella me habla de nuestra locura, de la castidad de su vida, y al finalizar se disculpa: «No te envío besos por temor de que se retarde la misiva, y ellos, por llegar a ti, pueden romper el sobre y extraviarse en el camino».

No puedo menos, pliego mi mano, la llevo a la boca, y envío un beso quemante a la encantadora Magdalena.

Amor: ¿llegó a ti mi caricia alada?

Abril 28

Mi jarrón está triste. Es el primer día que no recibo flores.

Mayo 3

Para quitar la melancolía a mi jarrón, hoy compré rosas en el mercado.

Mayo I5

Ni rosas, ni carta. No he visto al amor mío desde el trece de marzo.

¿Qué será de ella? ¡Pobre Magdalena! Tal vez su egregio cuerpo sea acariciado por manos lascivas, y su cabecita, como lánguida flor rizada, se recline en el pecho velludo de un viejo sileno…

Mayo 27

Nada sé de Magdalena.

Junio 6

Adiós, Magdalena.

Todo pasa; sólo el perfume de las memoraciones queda para aliviar un poco el desencanto.

Lágrimas de otoño

A JORGE ENCINO

Las luminosidades coruscantes del Café Imperial reían en la tibia blancura de los atrevidos escotes y encendían las burbujas doradas de las copas.

Las ramilleteras insinuantes dejaban en el mármol de las mesas su mercancía perfumada, y manos galantes las deshojaban en las cabelleras enjoyadas.

Era una fiesta de notas, de pétalos y de aromas capitosos.

Julia y Luciana charlaban de la moda con Jorge, viejo poeta simbolista que citaba decires de Camilo Manclair. «La elegancia es un instinto, una armonía natural del espíritu y del cuerpo. El gusto y la gracia no tienen nada que ver con la fortuna…»

Marcela llevó a sus labios frescos el baccarat rebosante, y con irónica furia roció estrepitosamente de champaña el rostro ascético de Jorge.

Todos quedaron perplejos de la estúpida broma de Marcela; y León, el buen León, atontado, casi lloroso, enjugó unas gotas ambarinas que cayeron en el liberty rojo del traje de Luciana.

—Está bien, Marcela —dijo el viejo poeta— y ¿por qué ese encono para tu primer amante?

—¿Todavía preguntas? Desde que nos separamos, con tus teorías extrañas y con tus lirismos locos, me hieres horriblemente. ¡Qué rabia! ¡Tienes celos!

—No, celos no: tengo fastidio por tu ingratitud; acuérdate: yo fui bueno contigo; una noche de invierno en el vestíbulo de este café, te compré todas las rosas que adornaban tu cesto, te llevé a mi lado, te cubrí de pieles y te presenté a mis camaradas. Haz por acordarte: tú no eras más que una linda ramilletera…

—Y tú, Jorge, eras un viejo ya.

—Y este viejo te separó de la gleba y te hizo lucir en los salones. Tú comprendiste lo mucho que te admiraban; tú sentías que mi amor crecía, crecía y crecía más, quisiste dominarme y… te dejé. Mi sombra, mi prestigio, te arrastró a los estudios de los pintores; fuiste la modelo predilecta, triunfaste; pero yo te inicié la senda. Qué me importa que besen sobre mis besos; yo bien sé que mis caricias fueron las primeras que ajaron los pétalos de tu cara. Y eso me basta.

—¡Eso te basta! ¡Presuntuoso! Tus barbas blancas eran escarcha en mis mejillas tiernas y mi boca lacre rojo sobre el pergamino helado de tus labios. En mi corazón, o en mi pecho, donde tú quieras, no había un tantito así de amor para ti; todo el fuego que ardía en mi joven entraña era para Mario, para tu hijo Mario, que sin saber que yo era tu querida, en la penumbra del bosque, a hurtadillas, besaba mi nuca y jugaba con mis erectos pezones…

—¡Marcela!

—Sí, por eso te dejé. Sentía repugnancia cuando tu hijo ponía sus labios amorosos donde tú ponías la boca fría. Mario es el único que ha besado sobre tus besos muertos. No era posible ya nuestra unión bestial: yo no quería ser la querida del padre y la amante del hijo. No y no; y tú me insultas, y tú me hieres, porque te salvé del ridículo. ¡Eres injusto, eres ingrato y muy ingrato!

Jorge lloraba silenciosamente.

León, el buen León, con la boca abierta, fue a coger el «aigrette» que se desprendió del espléndido peinado de Marcela.

Julia deshojaba rosas y Luciana bebía champaña.

El alba cantó su estrofa de oro, y, como vírgenes violadas, temblando murieron las luminosidades coruscantes de las regias arañas.

Venganza galante

PARA ALFONSO CRAVIOTO

«Querido mío:

Esta es la última que te escribo; porque estoy perfectamente convencida de que no me quieres. Tú no te pareces a todos los amantes: eres impenetrable y frío. Di lo que quieras; has querido jugar con el corazón mío y lo has conseguido.

Mira: no sé dónde leí que en el fondo del amor hay algo fatal e inevitable. Hasta ahora lo creo —demasiado tarde—, hasta ahora que sufro horriblemente con tus desdenes crueles. ¡Me tienes desencantada!

Yo siempre he considerado que el amor es esencialmente exclusivista —así como lo escribo—, y por eso, de celos me estoy volviendo loca. ¡Todo lo sé!: Sería puerilidad tuya negarme que te paseas con una flaca corista del Principal.

¿Y qué crees que he pensado?

Amándote como te amo, y viendo que tú te gozas en mi sufrimiento, no es posible soportar la vida. Bien sé que es una locura la que voy a hacer. ¡Bueno!

Pues la hago.

Oye: que si no vienes esta noche a las diez, a las diez y media, me arrojo por el balcón.

Intranquila te espera tu

Flavia.»

Claudio, desde el fondo de su estudio, veía que los últimos rayos del sol doraban el vetusto campanario gris; y sus ojos seguían el vuelo caprichoso de las palomas, que como pétalos de lirio, que cual copos de espuma, se mecían en la claridad de fuego.

No, no iría con Flavia, iría al teatro, a un café, o al centro a jugar ajedrez. Ahí, con las manos metidas en el gabán y oyendo música de Schumann, esperaría la fúnebre noticia.

—Esa mujer es una neurasténica y es capaz de suicidarse —decía Claudio interiormente— y se suicida por mí. ¡Qué bien! No sabe la pobre enamorada que va a hacerme dueño de una trágica alegría, de una sensación desconocida… Una mujer a quien mi amor abre las puertas del misterio; una vida que yo puedo salvar con un beso, con una caricia, con mi sola presencia… ¡Que se mate! Sí, sí… ; y dejando sobre la mesa un libro de Nietzsche que dormía en su mano, cerró los ojos y vio a Flavia con el cráneo despedazado en el asfalto, enseñando una pierna mórbida cubierta de seda, y rodeada de curiosos que se deleitaban con la escultórica forma.

—No se preocupe usted, Claudio, es la primera partida. ¡Al rey!

—Me rindo. Son las diez y veinte.

—¡Y qué! Vamos a la segunda. Ahora usted con las negras, amigo Claudio. Mi eterna salida: cuarta peón del rey, tercera del alfil.

Claudio contestó con la misma jugada.

—Un momento, su «dama» en casa blanca. Está usted nervioso.

Y siguió la partida.

Pedro, el criado, entregó una carta a Claudio, y éste la abrió con avidez febril.

—Con permiso —y comenzó a leer.

«Claudio:

El pensar que iba a morir por ti, que eres tan ingrato, me ocasionó un ataque de nervios; mi camarera llamó al doctor Preciado, mi antiguo amante, y estoy entre sus brazos.

¡Qué engaño el mío! Yo siempre había considerado que el amor era esencialmente exclusivista. Mentira, Claudio, mentira.

Ahora, adiós.

Flavia.»

Claudio, desesperado, movió la mesa y se desplomaron las piezas del ajedrez en loca confusión.

—¡Cómo! ¡Van seis jugadas!

—Adiós…

Y sin atender a los amigos, Claudio corrió a la casa de su querida.

Flavia, envuelta en telas impalpables que transparentaban la tibia turgencia de sus carnes, con un seno de fuera como la Magdalena de Battoni, estaba echada en su lecho blanco y perfumado.

—¡Flavia, Flavia! —gritó Claudio entrando a la alcoba iluminada.

—¡Vete! —dijo ella señalando la puerta con su brazo sonrosado y dejando ver su axila velluda y enloquecedora.

—¡Flavia… !

—Estoy sola y te desprecio. Ésa es mi venganza. En el fondo del amor hay algo fatal e inevitable…

¡¡¡Vete, Claudio, vete!!!

Desencantado

A FEDERICO GAMBOA

—Tu retrato no está bien aquí, Simoneta: colocaremos mejor el retrato de Pasteur o el de Claudio Bernard; aquí huele a formol y a fénico… no está bien; mejor en mi biblioteca, ahí donde duermen los autores queridos, junto al quinqué perla y entre estatuillas de porcelana.

Simoneta hizo un ligero mohín de tristeza y él continuó:

—Estarás rodeada de mis cosas íntimas y de bellos bibelots, y las rosas del jarrón se inclinarán a besarte. Tú serás la primera que verá las páginas de mi nuevo libro Sensaciones de estética y oirás mis extraños monólogos sobre la teoría de los microbios y la prolongación de la vida: ahí huele a flores y huele a ti…; aquí, miembros que se desgarran en la mesa fría, heridas ulceradas y fístulas que lloran pus…

—Pero si es que ya no vas a la biblioteca, ni siquiera me buscas en mi alcoba como en otros tiempos; esos malditos aparatos, y esos malditos microbios, y esa maldita ciencia, me han robado tu cariño. ¡No tienes tiempo ni para besarme! Siempre que vengo a tu laboratorio te encuentro ensimismado, abstraído con las quimeras de esos súbditos del zar y de esos franceses brujos que quieren prolongar la vida.

—Tú te fastidias injustamente; he llegado al triunfo, al triunfo que hemos de disfrutar tú y yo. He logrado unir las investigaciones del doctor Metchnikoff con las del doctor Doyen, y estoy seguro de poder combatir la vejez patológica y por consecuencia, es un hecho prolongar el término medio de la vida humana, y esto se consigue deteniendo desde su primer ataque a las enfermedades microbianas y… Ese Metchnikoff es un mago, llegó a pulverizar cerebros y corazones e hígados humanos, para inyectarlos en los caballos y de ahí sacar sueros que ejercieran su acción sobre los mismos órganos… A él estaba reservado determinar la teoría de la fagocitosis y al doctor Doyen inventar la fórmula de una solución coloidal que llamó «mycolysine»…

—No, no me expliques más; no entiendo nada de eso: yo sólo sé de amor y de besos.

—¡Simoneta!

—La señora fue al convento de Santa María de Gracia, doctor —contestó la camarera poniéndose encendida como una amapola.

—¿Y a qué?

—A diario va: está bordando un mantel de raso para el altar de Nuestra Señora.

—¿Quién la acompaña?

—El coche la espera en la puerta principal.

El doctor se entristeció acordándose de «La Devota» de Catulo Mendès: «¡hay más de una puerta en el templo de San Roque!», y filosofando fue a su laboratorio y en llamas verdes quemó su estudio inhumano sobre la prolongación de la vida.

La muerte de Mimí

PARA JOSEFINA, CONCHA Y GRACIELA GONZÁLEZ CASILLAS

Mimí está enferma. Mimí se va a morir.

Y Carmela, la diáfana niña de ojos garzos y de rizos de oro viejo, acariciaba a la linda muñeca con ternura infinita, la acomodaba con terneza maternal en la camita blanca, llena de encajes y de blondas, y besaba suavemente los pequeños labios de la enfermita consentida.

—Qué fría está tu boquita, vida mía, qué fría… No te mueras, Mimí, no te mueras, y el domingo te compro muchos vestidos de seda y unos zapatitos de charol, y un mueblecito de nombre y una vajilla de cristal y todo lo que quieras, Mimí; pero ¡no te mueras!

Mimí no contestaba; se había descompuesto la maravilla de los fuelles, y oprimiéndole el estómago, ya no decía ni papá ni mamá. Sólo un flébil y desgarrador lamento brotaba de su cuerpo sonrosado.

Carmela lloraba —era tan inocente que creía en la muerte de las muñecas— y sus lágrimas angelicales temblaban en sus mejillas cándidas y aterciopeladas; y luego, rodando, iban a morir en las pestañas sedosas de la agonizante rorra.

La diáfana niña de ojos garzos ya no jugaba con la pelota, ni se le veía en el parque brincar la cuerda con gentil donaire; abrazando a su adorada Mimí, distraía su tristeza infantil con los gritos y juegos de sus compañeras.

—Carmela, vamos a jugar.

—Carmela, préstame tu muñeca.

—¡Carmela!…

Y Carmela no oía el ruego alegre de las niñas.

Todas querían abrazar a Mimí y con avidez pueril venían a besarla.

—¡Pobrecita Mimí!

Mimí está enferma. Mimí se va a morir…

Y con su abrigo de armiño, y con sus mariposeantes manecitas, quería dar calor a aquel cuerpecito terso, la diáfana niña de ojos garzos y de rizos de oro viejo.

Fue una mañana llena de trinos, reverberante de sol y perfumada de azahar, cuando Mimí ya no abrió los ojos: se había roto el resorte que hacía funcionar los párpados de rosa.

Carmela bañó de besos a su rorra, regó de rosas blancas la camita llena de blondas y de encajes, y lloró mucho. Sus lágrimas empaparon el traje de muselina de la muñeca y empabilaron los rizos luminosos de la querida muerta. Lloró tanto, tanto, que cansada se quedó dormida junto al cuerpecito sonrosado.

La diáfana niña de ojos garzos y de cabellera color de oro viejo, no sabía que con su amada Mimí se había muerto su primera ilusión.



Las mujeres de la tropa

PARA ENRIQUE GONZÁLEZ MARTÍNEZ

Ustedes las han visto pasar, bajo la lluvia de oro del crepúsculo, tras de la columna gris del batallón que se aleja.

Pasan gritando, desenvueltas y asquerosas, con un gesto de cruel desencanto; parece que en sus almas no bulle una esperanza, que en sus pupilas cansadas no arde el fuego de la ilusión.

¡Pobres mujeres!

Son las madres, las esposas y las queridas de los juanes… El amor virgen y el dolor brutal vibra en sus cuerpos; y el amor y el dolor las arrastra al sacrificio: son flores de miseria y de sensualidad… y de caridad también. Ellas forman la familia momentánea de los hombres de la tropa; no tienen hogar, ni partido y tal vez ni religión, no les importa el pasado, ni les preocupa el mañana.

Yo me he deleitado viéndolas reír y gozar cuando calientan el rancho para su hombre.

Si las vieran ustedes, en la noche, en pleno campo, en rededor de la hoguera que chisporrotea; parece que de sus ojos se esfuma el intenso fastidio de la vida y que arden cuando copian los leños encendidos; las llamas locas lamen sus fuertes rostros de bronce y les chamuscan los pelos de la frente… se oye una risotada, una blasfemia, luego un beso; después, el idilio salvaje.

Más tarde, hinchadas de rabia, llenas de celos, se acuchillan con otra hembra que pretende robar el corazón de su Juan.

Corren a encontrarse vertiendo sus labios una tempestad de insultos, se desgreñan, se hieren y se matan…

Y así pasan la vida, vida insufrible, de amor, de caridad y de dolor…

Miradlas cómo siguen el cortejo guerrero, envueltas en una nube de tierra; todas feas, disgraciosas, mugrientas y disolutas; montadas en flacos rocines, cargadas de mil y mil baratijas que pesan más que una maldición, luciendo la media azul eléctrico que se enrolla en el calzado pardo; llevando en los brazos un muchacho que llora y en el hombro una cotorra que grita.

Llega la hora suprema, cuando millares de bocas de acero vomitan fuego sobre sus hombres; entonces las mujeres del batallón, sin miedo a la muerte, se precipitan sobre los heridos; sus manos ásperas se convierten en vendas milagrosas que restañan heridas y consuelan a aquellos infelices que se mueren… Son la esperanza de los que agonizan, son ángeles que cuidan de los que sufren, son la caridad materializada…

Yo admiro a esas flores de miseria en la sensualidad enervante de su desenvoltura, en la maravilla de su caridad heroica.

Ustedes las han visto pasar, envueltas en una nube de polvo, cuando de un crepúsculo de cristal caen diáfanas amapolas escarlata…

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190 s. 35 illüstrasyon
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9786074506204
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