Kitabı oku: «La estabilidad del contrato social en Chile», sayfa 5
Para identificar los contratos sociales más frágiles, procederemos de la siguiente manera: supongamos que podemos ordenar contratos sociales (H, hobbessiano; L, lockeano y RK, rousseaiano-kantiano) de acuerdo con la fragilidad de sus condiciones de estabilidad. Por ejemplo, acabamos de decir que H es un fuerte contrato social en comparación con L o RK, porque en H no hay condiciones precontractuales que limiten lo que se pueda discutir dentro del contrato. Esto significa que L y RK son más sensibles a cómo interpretar los acuerdos precontractuales. Como en H no es admisible ningún acuerdo precontractual, todo debe discutirse dentro del contrato social; ninguna discusión puede crear inestabilidad en un contrato así diseñado. Este criterio parece poco útil dado que, de hecho, vemos que hay contratos sociales que colapsan o arriesgan colapsar. Por lo tanto, podemos centrarnos en los requisitos impuestos por L o RK, para quienes algunas discusiones no son toleradas porque se resuelven fuera del contrato (propiedad en el caso L y libertad e igualdad en el caso RK). El siguiente cuadro basado en Schwember (2014) intenta identificar los aspectos clave de la discusión de este tema.
Cuadro II.1. Identificación de los puntos frágiles del contrato social
Fuente: elaboración propia, basada en Schwember (2014). Con fondo gris aparecen los criterios que aparecen como más estrictos en el sentido de que su violación arriesga que el contrato social sea inestable. Esto se interpreta como mayores requisitos de estabilidad.
El cuadro anterior sugiere que el marco conceptual del contrato social RK tiene estándares de estabilidad más altos que el contrato social lockeano y que este tiene requisitos de estabilidad más altos que el hobbesiano. Independiente de a cuál versión del contrato social uno adhiera, en la medida que se cumplan las condiciones de estabilidad del contrato RK, las otras se cumplen inmediatamente. Si se cumple el estándar más alto, es decir, el RK, se cumplen automáticamente los estándares menores, H o L.
Analicemos un poco más en detalle. RK y L son similares, excepto en la dimensión de motivación del agente. ¿En qué sentido RK es más estricto? Porque en el caso L, la prevalencia de un enfoque individualista relega a un segundo plano la prioridad que RK le da a la justicia. Es más simple tener un sistema que permita a los agentes maximizar sus propios intereses que establecer un sistema neutral con respecto a esos intereses. La violación de un principio de justicia en el enfoque RK es una causa de inestabilidad, mientras que no lo es en el esquema L.
En resumen, como el enfoque RK tiene condiciones de estabilidad más estrictas que L podemos centrar nuestra atención en el enfoque RK. Por lo tanto, si se cumplen las condiciones para la estabilidad del contrato social de RK, automáticamente nos ocuparemos de condiciones de estabilidad para el enfoque L también.
Comprender la estabilidad de los contratos sociales de Rousseau-Kant y Locke
Aunque no se interpretó de esa manera en el momento —Nash nació 166 años después de que Rousseau escribiera El contrato social y en particular la frase citada previamente—, se puede apreciar que el contrato social es un equilibrio en el que cada uno da y obtiene algo a cambio. Al hacerlo, contribuyen a financiar al Estado, lo que les permite obtener una mayor protección que en autarquía. Para la estabilidad de este equilibrio, es crucial que lo que cada miembro da y que obtiene (o más precisamente, cree que da y cree que obtiene) sean comparables.
Dado un equilibrio inicial, si algún actor comienza a dar menos y/o a recibir más, puede cambiar las condiciones del contrato social e inducir un nuevo equilibrio. Por ejemplo, alguien que evade impuestos y/o recibe subsidios gracias a acciones corruptas, cambiará las condiciones de estabilidad del contrato social. Si esas acciones no se combaten, otros actores pueden considerar natural hacer lo mismo. Pero si todos evaden o corrompen, el contrato social es inviable; cuando la evasión y/o la corrupción adquieren relevancia pública, el contrato social está en riesgo. Esta es la conclusión del enfoque RK.
Para proteger el contrato social, las autoridades deberán reaccionar. ¿Aumentará la supervisión fiscal o el sistema político intentará compensar su debilidad en un área fortaleciéndose en otra? ¿La evasión fiscal crecerá como una enfermedad contagiosa y el desprestigio de las autoridades caerá? No podemos decirlo, pero algo sucederá. Volveremos a esto más adelante porque este es el corazón del problema que enfrenta Chile.13, 14
Rousseau, la voluntad general y la parte indivisible del todo
Aunque la lógica del argumento de Rousseau es impecable, mucha gente no se siente llamada por ella. Dedicaremos algunas páginas a explorar esto.
Una razón proviene de la frase que sigue a la anterior en El contrato social (Rousseau, 1762):
Entonces, si dejamos a un lado todo lo que no pertenece a la esencia del contrato social, veremos que podemos reducirlo a los siguientes términos: cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y a cambio cada miembro se convierte en una parte indivisible del todo.
El punto es cuál es la “voluntad general” y en qué sentido uno es una “parte indivisible” del todo. Algunos sostienen que la “voluntad general” no existe y que no es más que una excusa para justificar la opresión de la minoría por la mayoría. Otros protestan porque una “parte indivisible del todo” es inaceptable, ya que niega los derechos del individuo.
No creemos que sea absurdo especular que si Rousseau pudiera reescribir este párrafo, si hubiera podido prever cómo posteriormente algunas fuerzas políticas interpretaron la “voluntad general”, por ejemplo bajo el comunismo, probablemente dudaría en usar expresiones como “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder” bajo la dirección suprema de la voluntad general, que en ese caso particular corresponde al partido único.
Lo que nos hace pensar esto es el objetivo declarado por Rousseau al inicio de la obra, y que debe iluminar la interpretación de sus escritos. Rousseau, como Locke y Montesquieu, busca establecer la legitimidad del gobierno sobre la base de la conveniencia individual de cada ciudadano bajo una lógica de libre adhesión. A pesar de su aspiración a derechos universales, el enfoque de Rousseau a fin de cuentas se puede situar dentro del individualismo metodológico, debido a que su contrato social requiere que cada individuo considere que su adhesión le conviene.
Así, Rousseau plantea al comienzo del capítulo VI que su objetivo es:
encontrar una forma de asociación que pueda defender y proteger con toda la fuerza de la comunidad a la persona y la propiedad de cada asociado, y por medio de la cual cada uno, junto con todos, puede obedecer solo a sí mismo y permanecer libre como antes. Tal es el problema fundamental del que el contrato social proporciona la solución.
No debería ser necesario hacer más comentarios a esta prosa tan clara.
La lógica contractualista aspira a la existencia de un gobierno legítimo; uno que pueda requerir a cada ciudadano que aporte lo que en términos de justicia le corresponde aportar. Según algunas interpretaciones, tal gobierno puede alcanzar un tamaño considerable. Sin embargo, el tamaño del Estado y la opresión de los ciudadanos son dos problemas diferentes. Posiblemente hoy no existen países donde haya más libertad que donde tienen más gobierno; o sí, un ejemplo, Escandinavia. Y a su vez, posiblemente no hay países donde no se ejerza mayor opresión del ciudadano común que donde el gobierno sea muy débil o casi inexistente, como en muchos países africanos. En algunos de estos casos, las sociedades están sujetas a dos formas diferentes de opresión.
Una es la opresión del Estado; algo a lo que el contractualismo se opone fervientemente. Otra es la opresión de otros agentes privados. Por lo general, esto no es una consideración directa del contractualismo, pero ciertamente debería ser una de manera indirecta. De hecho, la opresión entre las partes privadas puede explicarse por la negligencia o las fallas de supervisión del Estado respecto del ejercicio de la fuerza entre privados.
Creemos no exagerar si postulamos que la paz y la libertad son siempre responsabilidad de los gobiernos e, independientemente de quién provoque la opresión, los ciudadanos esperan que sus autoridades creen las condiciones para que haya paz y libertad.
La caricatura del Leviatán
El problema, de acuerdo con Binmore, radica en que tanto la izquierda como la derecha caricaturizan el Estado, el Leviatán.
La izquierda piensa en un Leviatán “ingenuo”, inclinado hacia el bien común. El Estado es enorme, parece sólido e inmutable, pero es víctima de fracasos, captura y corrupción. Es sincero asumir una inclinación innata del Leviatán hacia el bien común. Sin embargo, la búsqueda del bien común debe ser el estándar por el cual juzgamos las acciones del Estado. La búsqueda del bien común no debe ser un supuesto de trabajo con el que analizar el Estado, sino un estándar con el que medimos lo que hacen los funcionarios y las políticas estatales. Es con respecto a ese estándar que podemos identificar las fallas del Estado e inducir reglas, condiciones e incentivos para que el resultado se acerque al bien común.
Con respecto a la derecha, Binmore dice, reflexionando sobre la idea de Margaret Thatcher de que no existe la “sociedad”, que el rechazo del ingenuo Leviatán se transforma en la derecha en un rechazo a cualquier forma de Leviatán. Tal posición no puede defenderse, excepto por razones estrictamente ideológicas.
Dejemos de lado los bocetos y busquemos soluciones realistas en el mundo del segundo mejor.
Desde la lógica contractualista, una política pública es deseable si aumenta la libertad de las personas y fortalece la cohesión de la ciudadanía. Tal cohesión no significa igualdad y menos dictadura. Esto último es lo que, según Binmore, Thatcher temía: que cualquier Leviatán que no sea el mínimo se vuelva tiránico.
En la lógica de la teoría de juegos que desarrolla Binmore, la interpretación de la cohesión es sutil: se trata de generar, en un contexto de incertidumbre e información imperfecta, condiciones de igualdad suficiente para que prevalezca un mínimo de lealtad entre los participantes que el contrato social permite.
¿Podríamos cambiar, en la oración anterior, la palabra igualdad por bienestar o ingresos? Supongo que la respuesta es no. La razón principal es que la igualdad a la que nos referimos no se trata de ingresos, sino de igualdad en términos de derechos y deberes.
Igualdad de derechos y deberes versus desigualdad de resultados
Los derechos en los que estamos pensando tratan de que los ciudadanos obtengan beneficios directos derivados de ser parte del contrato. Esos beneficios deben nutrirse permanentemente. Es un error pensar que este cálculo que se le pide al individuo es un evento único; más bien, es un ejercicio permanente.
La “mayor fuerza para proteger lo que tienes”, que plantea Rousseau, es un beneficio que, una vez establecido, las sucesivas generaciones lo consideran natural. La igualdad de los ciudadanos ante la ley no se valora, excepto cuando un país entra en dictadura. Este claro beneficio contractualista, ya no recibe el mismo reconocimiento hoy que cuando se alcanzó durante los siglos XVIII y XIX. La estabilidad del contrato social requiere que los ciudadanos reciban beneficios directos que valoren. Ellos sirven para reforzar su necesaria lealtad hacia aquellos a los que entregamos parte de nuestra libertad.
Paralelamente, es crucial solicitar a los ciudadanos que cumplan con sus obligaciones. La visión conservadora es que esto es de naturaleza moral: dado que una persona obtiene beneficios que se derivan de ser parte de una asociación, se le debe exigir a esa persona para que cumpla con su contribución. El conservador busca evitar el free riding, es decir, el abuso por parte de algunos, del esfuerzo al que muchos contribuyen.
Desde el punto de vista contractual, el requisito de hacer cumplir deberes es de una dimensión superior. Este es necesario por una razón abstracta y lejana a las preocupaciones de los ciudadanos: la existencia misma del contrato social, su estabilidad. El free riding es indeseable porque fomenta un tipo de comportamiento incompatible con la existencia del contrato social. De aquí surge un imperativo de exigencia de deberes de la mayor relevancia.
Cristina Bicchieri (2005), en The Grammar of Society, sostiene que las instituciones —en un sentido amplio— se basan en expectativas autocumplidas. Es decir, si las personas creen que un grupo suficientemente grande de personas actúa de acuerdo con una determinada norma, entonces ellas mismas se sentirán inclinadas a comportarse de acuerdo con ella. Así, por ejemplo, se dice que la disposición a pagar impuestos depende de cuán
frecuente sea el pago de impuestos en una sociedad.
Un estudio realizado por investigadores del Instituto Universitario Europeo muestra que la evasión fiscal promedio es similar entre los ciudadanos suecos e italianos. Sin embargo, es más probable que los suecos sean completamente deshonestos y produzcan grandes fraudes. Por su parte, los italianos muestran con mayor frecuencia un comportamiento moderadamente deshonesto. En Suecia, como la evasión fiscal está fuertemente penalizada, en las instituciones formales e informales, una vez que alguien decide cometer fraude, es más probable que sea grande. En Italia, como la sociedad es más permisiva, el delincuente no está excluido de la vida social si es moderadamente deshonesto. Las instituciones importan.
La necesidad de exigir deberes no proviene de la moralidad individual, sino del impacto sistémico de no cumplirlos: para que las instituciones funcionen, es necesario que los miembros tengan razones para creer que su contribución es proporcional a las contribuciones de otros; es por eso que aquellos que no colaboran deben ser penalizados. Para que el contrato social funcione lo más cerca posible del ideal de la asociación voluntaria, es necesario evitar crear condiciones para que las personas piensen que su contribución es injusta. Si usted ve que alguien no cumple con sus obligaciones y evade impuestos, o no separa la basura en los lugares adecuados, probablemente usted no permanecerá inmutable. Es razonable plantear que usted estará inducido a pensar que la acción del vecino implica que probablemente la contribución que usted hace —el monto que paga en impuestos o su esfuerzo de reciclaje— es excesiva. Así, va a tener alguna razón para pensar en eludir impuestos o poner menos esfuerzo en el reciclaje. Para reforzar la eficiencia del contrato social y, por lo tanto, la naturaleza voluntaria de la asociación, es necesario exigir a quienes se beneficien de él que cumplan con su parte del acuerdo.
No se trata solo de que los ciudadanos aporten su parte a la asociación, sino de que la distribución de los cargos y beneficios sea percibida como justa. Para que haya justicia, se requiere que, en diferentes dimensiones, ciudadanos iguales sean tratados por igual. En el lenguaje de la teoría de las finanzas públicas, debe haber equidad horizontal. Esta igualdad no es absoluta.
Una asociación libre tolera desigualdad en los resultados o desigualdad vertical. El punto es que estas desigualdades no provengan de un desequilibrio entre derechos y deberes en el contrato social —como desigualdades protegidas por instituciones anquilosadas o privilegios anacrónicos—, sino como consecuencia de elementos adscritos a cada individuo. Algunos de esos elementos son parte de la “lotería natural” y algunos pensadores pueden incluso sugerir que las loterías naturales son injustas. Este es un punto político relevante, pero supongo que aquellos no son de primera importancia. De hecho, vemos personas superdotadas que no tienen problemas para mostrar su riqueza y no vemos personas quejándose de ello. La gente se queja de los salarios de los banqueros, pero porque sospechan que no hay habilidades particulares que los expliquen.
De esta manera, en los países más desarrollados observamos que hay desigualdades tolerables. La explicación más razonable es que son compatibles con la noción de asociación libre aquellas desigualdades resultantes de diferentes preferencias para el trabajo, debido a las habilidades inherentes de la persona o los diferentes grados de exposición al riesgo. En un contrato social estable, es necesario crear condiciones para que los participantes consideren que las desigualdades se atribuyen más a diferentes formas de mérito (esfuerzo, habilidades, disposición), y no a diferentes formas de privilegio (exclusión, segregación, violencia).
La construcción de la voluntad general
Con respecto a la “voluntad general”, diremos que es la voluntad que surge del proceso democrático que la sociedad se da libremente y que se caracteriza porque contempla mecanismos de protección a las minorías. No desconocemos que en este proceso existe el riesgo de que la minoría sea oprimida por la mayoría. Obviamente, la materialización de tal riesgo iría en contra del principio de asociación voluntaria que buscamos. Una minoría que sienta que sus derechos no son respetados, dirá que no tiene sentido adherir al contrato y, en lo posible, se alejará. Ejemplo de esto es el caso de Escocia dentro del Reino Unido, de Cataluña en España, de Quebec dentro de Canadá y eventualmente del pueblo mapuche en Chile. En algunos casos, si dicho alejamiento no se puede manifestar democráticamente, la experiencia de Irlanda respecto de Gran Bretaña o del País Vasco respecto de España, indica que el alejamiento ocurre en las formas de protesta, boicot o incluso terrorismo.
El problema es que también es posible lo contrario: la minoría puede oprimir a la mayoría.
Eso sería una violación flagrante del principio de la libre asociación. La opresión de la minoría está asociada con gobiernos autoritarios de diferentes tipos. En el caso de Chile, esto se ejemplifica brutalmente en la dictadura, cuando su ideólogo principal, Jaime Guzmán, declaró que la gran virtud de la institucionalidad que estaban planteando era que “cuando los otros gobiernen”, es decir, cuando él sea minoría y la oposición a Pinochet sea mayoría, la Constitución no les permitirá hacer algo muy distinto de lo que lo que él mismo haría. A pesar del prestigio que Jaime Guzmán tenía en ese momento entre los constitucionalistas, esta frase es un error analítico serio. Sin embargo, de cara al futuro, la opresión de la mayoría por parte de la minoría parece de menor prioridad analítica. Aceptando que se nos pueda acusar de ser ingenuos, no profundizaremos en ello.15
Lo que interesa es el riesgo más frecuente: que la mayoría sea opresiva, en el sentido de que, utilizando mecanismos democráticos, esa mayoría no respete los derechos básicos de la minoría. El desafío es identificar las normas y criterios que, protegiendo los intereses de la minoría, permiten a los intereses mayoritarios una acción de gobierno.
El espíritu del contractualismo requiere asegurar que, bajo condiciones de libre asociación, la construcción de la voluntad general respete los derechos de las minorías, pero que la orientación de las políticas refleje los intereses y preferencias de la mayoría. Esto requiere un diseño cuidadoso de procedimientos, tanto en sustancia como en forma. De esta manera, Larraín (2020 a) plantea que esto significa identificar los contornos de un marco institucional y reglas de funcionamiento interno que mejoren el proceso democrático.
El uso de la coerción estatal
Cada individuo debe estar razonablemente dispuesto a dar de sí mismo a toda la comunidad y debe percibir que “adquiere (respecto del resto de la comunidad) por lo menos el mismo derecho que cede”. Para esto, no solo las reglas de la política deben ser preestablecidas y razonables, sino que se debe garantizar a los ciudadanos un razonable y transparente uso de los poderes coercitivos del Estado, lo que supone un sistema judicial independiente y eficaz. Esto quiere decir que un buen sistema institucional no puede “cargar los dados” en algún sentido; una institucionalidad que persistentemente favorece a algunos grupos es perniciosa. La estrategia de los republicanos en Estados Unidos que pretende “conquistar” la Corte Suprema para influir en la interpretación de las leyes pone en riesgo un elemento crucial, como es la neutralidad ex ante del órgano interpretativo de la Constitución.
La corrupción y el mal uso del aparato represivo del Estado son formas, desgraciadamente más comunes hoy de lo que quisiéramos, que desequilibran esta relación entre lo que cada uno contribuye y recibe del contrato social. La corrupción sesga el uso de algún organismo del Estado en favor de intereses económicos. El frecuente y desproporcionado uso de la fuerza represiva contra grupos identificables, como el caso de la muerte de Camilo Catrillanca, ciudadano chileno de origen mapuche, o el asesinato de George Floyd, ciudadano afroamericano en Estados Unidos, son ejemplos de ello.
Todas esas acciones destruyen la lógica de asociación voluntaria que pretende el contrato social. Si el derecho que se otorga sobre uno mismo no se retribuye en alguna proporción razonable, ¿en virtud de qué ciudadanos razonables optarán por ser leales con las instituciones que los gobiernan? ¿Por qué pagar impuestos si el Estado es ineficiente y corrupto? ¿Por qué adherir a leyes hechas para favorecer sistemáticamente a las mismas personas? ¿Por qué respetar las instrucciones de los poderes públicos si la violencia estatal recae con demasiada frecuencia en las mismas personas?
La deslegitimación de las instituciones democráticas está relacionada con esta dinámica.
Importancia y debilidades del contractualismo
John Rawls, en A Theory of Justice (1971), propone que el contractualismo de Locke, Rousseau o Kant nunca ha tenido la intención de señalar que en los hechos se alcance algún contrato, sino que se busca algo más sutil e inteligente: un principio de justicia subyacente para que la sociedad pueda funcionar lo más cerca posible de un esquema voluntario.
Tal principio permitiría que las personas libres e iguales acuerden obligarse mutuamente. En términos económicos, esta obligación mutua debe entenderse en dos sentidos. Primero, como una obligación de contribuir a la provisión de bienes públicos necesarios para que la sociedad funcione correctamente. En segundo lugar, como tolerancia a las diferentes formas de intervención estatal, esencialmente coercitivas, pero necesarias para promover el interés público, como la regulación.
De existir, este principio permitiría argumentar que las obligaciones mutuas son autoimpuestas por miembros autónomos de esta sociedad. El requisito básico que debe caracterizar al grupo de obligaciones mutuas es que su carga sea equitativa. Es en este sentido que, en la perspectiva rawlsiana, cuando se habla de justicia, se piensa en “justicia como equidad”. Si la carga de las diversas obligaciones mutuas se distribuye equitativamente, el contrato social es viable. Desde esta perspectiva, la justicia es la característica principal de las instituciones en una sociedad libre y democrática. Esta noción de justicia no se refiere a los resultados, sino a la carga de las obligaciones recíprocas.
En la teoría contractualista, el principio de justicia se estableció como uno de igualdad en una “posición original”, que se consideraba como el estado de la naturaleza. Por supuesto, esto no se refiere a un momento histórico preciso, ni a la situación existente en alguna cultura primitiva. La posición original era, por lo tanto, un concepto difuso.
La contribución de Rawls a esta reflexión es que la posición original debe entenderse como esa situación hipotética que permite desarrollar un principio de justicia sin prejuicios. El problema es que nuestra idea de justicia probablemente esté influenciada por la posición que ocupamos en la sociedad. Los ricos considerarán que lo que tienen les pertenece en justicia porque, ellos o sus antepasados, han hecho esfuerzos para acumularlo. Los pobres afirmarán que la sociedad no les ha dado las oportunidades correspondientes y que su precaria situación obedece a las condiciones que se les han impuesto desde hace mucho tiempo. Los ricos pedirán al Estado medidas que, desde la perspectiva de los pobres, pueden ser amenazantes, como la flexibilidad laboral. Los pobres votarán por medidas redistributivas que los ricos considerarán inaceptables y contrarios a los incentivos económicos. Así, la idea de justicia que cada uno tiene se correlaciona con su posición en la sociedad.
Rawls necesita excluir estas posiciones subjetivas del principio de justicia. Una característica que debe tener la posición original es que en ella nadie sabría (ex ante) el lugar que tendría en la sociedad, su clase social, su estatus, fortuna, inteligencia o fuerza. Tal principio de justicia, argumenta Rawls, solo puede surgir detrás de un “velo de ignorancia”, un esfuerzo deliberado para no considerar toda esa información. Solo de esta manera el principio de justicia resultante puede favorecer a alguien en particular.
¿Qué cobertura y qué calidad deben tener los servicios de salud pública? ¿Cuál debería ser el procedimiento para fijar el monto de una expropiación? ¿Cuál debería ser el beneficio de pensión básica? ¿Cuál debería ser el motivo de las fuerzas de seguridad? ¿Debería haber un ingreso básico universal? ¿Cómo facilitar que las empresas innoven y adopten nuevas tecnologías para ser competitivas? ¿Deberíamos buscar una forma de proteger a los desempleados como resultado del cambio tecnológico?
Para responder estas preguntas en un contexto rawlsiano, debiéramos ignorar nuestra posición como empleado o empleador, propietario del capital o proveedor de servicios laborales, del sector agrícola o minero, ambiental o industrial. Solo si cada miembro de la sociedad lo piensa separándose de sus intereses particulares, es posible que surja el interés público. Siguiendo este principio de justicia, se puede argumentar que las obligaciones recíprocas que surgen de él podrían ser el resultado de un acuerdo equitativo (justo) y libre entre los individuos.
La crítica comunitarista
El punto de partida de esta escuela es una doble reacción a la teoría rawlsiana. Por un lado, Rawls tiene una aspiración universalista, en el sentido de que aspira a alcanzar un principio único de justicia. Para el comunitarismo cualquier juicio dependerá de cómo las personas vean el mundo y no tiene mucho sentido buscar un principio al abstraerse de las creencias, prácticas e instituciones reales en las que viven los individuos. Por otro lado, Sandel y otros dentro del movimiento comunitario critican a Rawls por su visión excesivamente individualista del ser humano, dado que el contrato social al que aspira es uno en el que cada individuo se adhiere sobre la base de su conveniencia personal.
Sandel dice en Justicia: ¿qué es lo correcto? (2010) que “es cierto que la mayoría de nuestros argumentos tratan de promover la prosperidad y respetar la libertad individual”, pero no podemos ignorar que de hecho nos importa “qué virtudes son dignas de honor y recompensa, y qué forma de vida debería promover una buena sociedad”. Sandel argumenta que no existe oposición entre la búsqueda de la prosperidad y el respeto de las libertades individuales, y este aspecto del paradigma de la justicia que se refiere a cómo se debe vivir una buena vida.
Después de ilustrar su punto con muchos ejemplos, como suele escribir Sandel, el autor concluye que el consentimiento no es un argumento suficiente para respetar un contrato en todos los casos imaginables. Según Sandel, hay dos límites morales para el contrato. Primero, ese consentimiento no garantiza la equidad del contrato. De hecho, hay muchos casos imaginables (y reales) en los que existe el consentimiento de las partes, pero en los que la posición negociadora es totalmente asimétrica. Un ejemplo obvio ocurre con un monopolista y un consumidor que aceptan un contrato de venta, pero en condiciones desproporcionadamente favorables para el primero. Segundo, el consentimiento puede no ser suficiente para crear una obligación. En una relación comercial, las partes están obligadas a hacer algo bajo el contrato. Esa obligación es exigible en los tribunales. En el caso social, sin embargo, la “obligación” surge de un contrato ficticio. Lo que buscamos es crear condiciones para una adhesión probabilística a los términos del contrato, no obligaciones mutuas reales. No es una obligación exigible, porque al ser un acuerdo político, más bien se trata de generar condiciones para que sea más probable que se cumpla. Esto no sucede en casos extremos. Según Sandel, el contractualismo tendría una dosis de ingenuidad que puede conducir a una mala interpretación.
La dinámica del contrato social para borrar la violencia encarnada
Dentro de la tradición contractualista, Binmore (1996) ofrece un enfoque alternativo basado en la idea de que el “velo de la ignorancia” es un requisito demasiado estricto para ser aplicable. Utilizando la teoría de juegos, Binmore afirma que un contrato social puede entenderse como un equilibrio en el que ningún jugador tiene incentivos para apelar a la posición original con el fin de justificar una reforma. Esto supone que la posición original no puede ser, como argumenta Rawls, un concepto absoluto, un “limbo atemporal” o un “momento fundacional mítico”. El argumento rawlsiano supone un ejercicio sobrehumano: por un lado, hacer una abstracción de cómo se constituye la sociedad en los hechos y, por otro, una abstracción del proceso histórico mediante el cual la sociedad alcanzó su estado actual.