Kitabı oku: «Determinismo y organización»

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A Jean Gayon:Amigo querido,colega respetado,maestro admirado.

CLAUDE BERNARD

[Saint Julien, 12 de julio de 1813 – París, 11 de Febrero de 1878]

Cronología sucinta*


[1834] Comienza sus estudios de Medicina en París
[1840] Se vincula con François Magendie, como alumno y asistente de su labo-ratorio, en el Collège de France.
[1843] Obtiene su doctorado en Medicina con una tesis sobre el papel del jugo gástrico en la nutrición.
[1847] Es nombrado suplente de Magendie en el Collège de France y comienza su carrera como investigador. A partir de ahí, a lo largo de más de dos déca-das, sus resultados experimentales en Fisiológica comienzan a acumularse, dándole renombre internacional.
[1853] Obtiene el doctorado en Ciencias Naturales. Coronación de Napoleón III.
[1854] Asume como profesor de la Sorbonne.
[1855] Es titularizado en el Collège de France.
[1859] Charles Darwin publica El origen de las especies.
[1865] Publica la Introducción al estudio de la Medicina Experimental.
[1868] Renuncia a la Sorbonne y comienza a dictar clases en el Museo Nacio-nal de Historia Natural. Ingresa a L’Académie française.
[1870] Caída de Napoleón III.
[1877] Dicta su última clase en el Collège de France.

Agradecimientos

Este libro es el resultado más importante de la labor realizada durante mi estancia en el Institut d’Histoire et de Philosophie des Sciences et des Techniques de la Sorbona, ocurrida entre septiembre de 2017 y febrero de 2018. Privilegio, ese, que no hubiese podido disfrutar sin por el apoyo de mi Universidade Federal de Santa Catarina.

Mi agradecimiento, entonces, para ambas instituciones. Pero también, y sobre todo, para la Universidad Nacional de Colombia y para la Universidad El Bosque. Porque sin su reconocimiento por mi trabajo, y sin su generosidad, yo no estaría escribiendo esta página. Y en lo que respecta a eso, no puedo dejar de mencionar al profesor Gustavo Silva, de la Universidad El Bosque, principal artífice y estratega de esta aventura editorial.

Tampoco quiero olvidarme de los plátanos de la Rue Faidherbe; que, con sus imprevistas nostalgias rosarinas, nos abrazaron, a Dixie y a mí, mientras escribíamos y mirábamos a París desde el nido de un gorrión.

Introducción

En el contexto de la Historia epistemológica de la ciencia, y como alguna vez Gaston Bachelard (1973[1951], p.134) supo subrayarlo, el pasado de cada disciplina científica debe ser evaluado y comprendido asumiendo las verdades que el estado actual del conocimiento deja “más claras y mejor coordinadas”. Si se procura identificar los vectores que pautaron el progreso conceptual de una ciencia, señalando también los obstáculos que esta tuvo que superar para llegar a su estado presente, entonces los presupuestos, resultados y valores cognitivos de ese estado actual del conocimiento deberán asumirse como los únicos criterios a ser considerados en esa operación de evaluación y comprensión epistemológica (cf. Fichant, 1971, p.92). Proceder de otra forma sería arrogarse un conocimiento superior al conocimiento de la propia ciencia y también implicaría aceptar que, en lugar de establecer y reformular —autónoma y permanentemente— sus propios principios y fundamentos, el conocimiento científico está sujeto a alguna autoridad epistemológica exterior a él. Una autoridad trascendente que permanecería ajena a las vicisitudes y convulsiones que jalonan la historia de cada disciplina científica, y a la cual podríamos remitirnos como corte de última instancia en toda cuestión epistemológica.

Entretanto, aunque ese compromiso y ese anclaje en el presente de la ciencia sean inherentes a la reflexión epistemológica, también es cierto que el modo en el que Bachelard presentó esa idea puede llevarnos al error de pensar que ese presente sea algo transparente e inconcuso. Lejos de eso, el presente de una ciencia no se define solo por sus consensos y por aquello que, en ese momento, sea considerado como una conquista definitiva de nuestro saber: el presente de una ciencia también se define por sus problemas y polémicas. Por eso nuestra comprensión y nuestra evaluación del pasado estarán inevitablemente marcadas por esos problemas y sesgadas por nuestros posicionamientos ante las polémicas que esos problemas susciten. Pero, además de eso, también es preciso asumir que ese presente tampoco es epistemológicamente transparente; por el contrario, está regido por una gramática cuya elucidación también es problemática y polémica. El esfuerzo por avanzar en esa elucidación que genera los problemas y las discusiones que definen la agenda es lo que, habitualmente, se denomina “filosofía de la ciencia”1.

En efecto, la filosofía de la ciencia tiene como objetivo elucidar las reglas metodológicas, las presuposiciones y los conceptos fundamentales, valores cognitivos y objetivos explanatorios que cada ciencia va instituyendo y siguiendo en su desarrollo (Caponi, 2007, p.76; 2013a, p.257), y podemos estar seguros de que esas elucidaciones son un auxilio insustituible para la reflexión histórico-epistemológica. En la medida en que ella consiga explicitar el encuadramiento metodológico y categorial que cada disciplina científica crea y recrea permanentemente para sí misma, la filosofía de la ciencia también permitirá una mejor comprensión de esa actualidad del conocimiento científico en la cual, necesariamente, habremos de afirmarnos para intentar alcanzar una comprensión epistemológica de la historia de las diferentes ciencias. Es decir: si se trata de interrogar el pasado del presente de una ciencia, entonces las elucidaciones y los instrumentos de análisis que la filosofía de la ciencia va generando en su empeño por entender la ciencia actual, ciertamente van a auxiliarnos en el estudio de los caminos que convergieron en ese presente en el cual estamos situados.

Por lo tanto, aunque sepamos que la propia filosofía de la ciencia también es un ámbito transido por problemas y polémicas, que más que a cerrarse tienden siempre a reformularse y diversificarse indefinidamente, tenemos que aceptar que es desde ahí, desde esas polémicas y esos problemas generados por el esfuerzo de comprender la gramática de la ciencia presente, que tenemos que comprender y juzgar el pasado de cada región del conocimiento científico. Esto vale, sobre todo, en el caso de cualquier tentativa por explicitar y entender los presupuestos teóricos y los principios metodológicos más fundamentales que rigieron —o pugnaron por regir— el destino de esos dominios disciplinares en cualquier momento histórico. Aunque sea palmariamente cierto que la filosofía de la ciencia actual no podría brindarnos todos los instrumentos necesarios para esa tarea, será desde la discusión epistemológica del presente que tendremos que comenzar nuestra revisión del pasado.

Es decir: en la medida en que la propia comprensión de la actualidad de la ciencia exige una reflexión epistemológica, esta última también habrá de pautar, aunque sea solo implícitamente, nuestra vuelta sobre el pasado. Esta vuelta, para decirlo de otro modo, no solo estará pautada por las polémicas científicas del presente, sino que también estará marcada por las polémicas epistemológicas que ese presente suscita. Y es claro que la corrección de las distorsiones que ese punto de partida nos imponga también forma parte del esfuerzo hermenéutico a ser realizado. De hecho, la eventual constatación de que algunos de esos instrumentos de análisis forjados en el análisis de la ciencia presente no son pertinentes o adecuados al estudio de algún aspecto de la ciencia pasada, puede ser uno de los resultados más relevantes de nuestros estudios histórico-epistemológicos. Pero para que eso sea posible es necesario conocer y tener en cuenta esos instrumentos de la filosofía de la ciencia actual; si no, nunca sabremos —con la debida precisión— cuáles son las verdaderas razones de su posible inadecuación para la comprensión del pasado.

Por otra parte es obvio que las indagaciones histórico-epistemológicas también habrán de brindarnos subsidios para comprender ese presente en el cual estamos situados. Si se trata de entender los presupuestos y los principios rectores de los modos vigentes de hacer ciencia, nada mejor que contrastarlos con esos otros modos de hacer ciencia que se vieron desplazados por aquellos que hoy imperan. Por eso es que es tan importante estudiar las coyunturas de la historia de una ciencia en las que ocurrieron esas grandes rectificaciones o rupturas, encrucijadas en las cuales los modos ahora permitidos de hacer ciencia se vieron efectivamente desafiados y después derrocados o revocados por las opciones epistemológicas que desembocaron en ese presente en el cual estamos parados. Así, entre pasado y presente se entabla una compleja dialéctica de mutua iluminación y problematización epistemológica que es tan inevitable como enriquecedora (Caponi, 2007, p.78). La filosofía de la ciencia y la historia de la ciencia se asisten mutuamente configurando un simbionte altamente integrado.

Parafraseando a Kant (A51/B75)2, Imre Lakatos (1971, p.91) dijo: “la filosofía de la ciencia sin la historia de la ciencia es vacía; la historia de la ciencia sin la filosofía de la ciencia es ciega”, y lo que estoy diciendo aquí se deja capturar por esa paráfrasis, aunque por “historia epistemológica” yo esté entendiendo algo un poco más rico y amplio que las reconstrucciones racionales lakatosianas. Estas últimas se limitaban al estudio de las decisiones y reglas metodológicas que guían las elecciones entre teorías; sin detenerse mucho en el análisis de los presupuestos sobre los que esas teorías se apoyaban, ni en los conceptos que las articulaban, atenerse a ese resabio de la distinción entre “contexto de descubrimiento” y “contexto de justificación” puede empobrecer la reflexión histórico-epistemológica. Esta no solo debe procurar elucidar las reglas que rigen las opciones teóricas que ocurran en un momento dado del desarrollo de una ciencia, sino que también debe tematizar los principios y nociones que les dieron forma a las teorías que allí se ofrecían, y que permitían que ellas ingresasen en el ámbito de lo discutible, tornándose opciones posibles. Por tanto, insisto, la indagación histórico-epistemológica debe partir de un presente cuya comprensión también nos exige una reflexión epistemológica que, a su vez, se verá enriquecida, rectificada y ampliada por lo que el pasado nos enseñe sobre el desarrollo del pensamiento científico.

Pero en ese contrapunto entre pasado y presente, la filosofía de la ciencia no solo opera como una pauta que orienta la comprensión del presente y desde ahí incide en la propia comprensión del pasado, sino que ella, para decirlo de otro modo, es una base y una guía para la indagación histórico-epistemológica, que también puede y debe ser tema de esa indagación. Aunque no siempre de modo explícito, y muchas veces de forma oblicua y poco sistemática, el desarrollo de toda investigación científica siempre suscita esfuerzos por definir y comprender las reglas, los presupuestos y los conceptos fundamentales que rigen dicha actividad (cf. Guillaumin, 2009, p.10-1). Es decir: la ciencia nunca deja de estar acompañada por un esfuerzo de autoconciencia epistemológica; y ese esfuerzo, que da lugar a la filosofía de la ciencia, suele poner en evidencia los valores y los objetivos epistémicos que pautan el desarrollo de una disciplina científica particular en un determinado momento histórico. Por eso el análisis de esas reflexiones epistemológicas, el estudio de la filosofía de la ciencia que se desarrolla en determinado momento de la historia de una disciplina científica, también tiene que formar parte de la indagación histórico-epistemológica (cf. Guillaumin, 2009, p.13-4).

Un ejemplo clásico de lo que estoy diciendo lo podemos encontrar en Los fundamentos metafísicos de la ciencia moderna de Edwin Burtt (1960). Pero refiriéndonos a un tema más próximo del que aquí nos ocupa, también podemos mencionar los muchos —y muy relevantes— estudios que se han hecho respecto del modo en que la filosofía de la ciencia inglesa de mediados del siglo XIX estuvo presente en la formulación y aceptación de la teoría darwiniana sobre el origen de las especies3. El estudio de las tesis epistemológicas de John Herschell (1846), de William Whewell (1837, 1847[1840], 1858) y, en menor grado, de John Stuart Mill (1851), sobre la naturaleza de la explicación causal y sobre la validación de teorías, se ha mostrado fundamental para entender tanto la articulación de la teoría darwiniana como su impacto en la comunidad científica de la época. Y nadie podrá poner en duda la relevancia que esos estudios tuvieron para la historiografía de la revolución darwiniana.

Se podrá discutir, por supuesto, cuál es la naturaleza de esa relación entre la ciencia y la reflexión epistemológica que sobre ella se realiza en una determinada coyuntura. Se puede pensar que esa reflexión ejerce un control efectivo sobre el desarrollo de la ciencia (cf. Guillaumin, 2009, p.10-1), pero también se puede pensar —y yo me inclino por esta segunda alternativa— que dicha reflexión solo expresa —explicitando de forma más o menos directa y adecuada— un plexo de reglas que ya están siendo acatadas; y que si ella ejerce, en algún momento, cierta coerción sobre el desarrollo de las investigaciones y sobre la validación de sus resultados, es solo por el hecho de esa misma explicitación: hasta cierto punto, normas reconocidas pueden ser mejor atendidas que normas tácitas, aunque, llegado un punto, esa explicitación también propicie su desacatamiento. Pero, sea cual sea la posición que adoptemos a ese respecto, lo cierto es que esas reflexiones nos dejan ver las coordenadas epistemológicas y metodológicas más fundamentales de ciertos desarrollos científicos; y lo hacen con una claridad que no siempre encuentra parangón en la presentación y en la justificación de los desarrollos teóricos y los resultados empíricos que se obtienen en el marco de esas coordenadas.

En ocasiones, la reflexión epistemológica que los desarrollos de una ciencia van suscitando conforme estos últimos van ocurriendo, puede mostrarnos una trama de presupuestos teóricos fundamentales que puede ser difícil de entrever si nos limitamos a analizar las formulaciones y los desarrollos estrictamente científicos. Por eso, incluso, el interés que siempre han suscitado las reflexiones epistemológicas y metodológicas de Claude Bernard: ellas nos muestran, con claridad aun inigualada, cuál era el suelo de supuestos —pero también de disidencias fundamentales— sobre el que se delineó el programa de la fisiología experimental. Y será por eso que aquí volveré sobre esas reflexiones. Pero, si me permito insistir por un camino de lecturas por el que tantos ya se han aventurado, es porque estoy convencido de que los desarrollos de la filosofía de la ciencia nunca dejan de ampliar y renovar los instrumentos con los cuales analizar el presente de la ciencia, para desde ahí intentar revisar y profundizar nuestra comprensión epistemológica de su pasado.


Esto vale para todos los niveles en los que cabe desarrollar una reflexión histórico-epistemológica, aplicándose también a todos los ámbitos del conocimiento científico y a todas las subáreas de los estudios epistemológicos: desde la filosofía y la historia de la física, hasta la filosofía y la historia de ciencias especiales como la sociología, la economía o la geología. Además vale muy especialmente para el caso de la biología, porque las discusiones que ocurrieron en las últimas dos décadas en los diversos campos de la filosofía de la biología posibilitaron el desarrollo y el refinamiento de toda una serie de instrumentos de análisis que, ciertamente, pueden ser muy útiles en la historia epistemológica de las ciencias de la vida. Así, valiéndose de esos instrumentos, esa rama de la historia de la ciencia puede llegar a una comprensión del pasado de la biología y de su devenir que, sin ninguna duda, también habrá de redundar en un mejor entendimiento del presente que sirve como anclaje inicial de dicha comprensión.

Debido al hecho de que la mayor parte de la filosofía de la biología contemporánea fue una filosofía de la biología evolucionaria, la comprensión epistemológica del devenir histórico de ese campo de las ciencias de la vida progresó sustancialmente, como ciertamente no lo hubiese hecho de haber carecido de los subsidios e instrumentos conceptuales que le brindó la filosofía de la ciencia. El propio estudio de la relación entre la revolución darwiniana y la filosofía de la ciencia victoriana ya se ha visto beneficiado por esos servicios que la filosofía de la ciencia tout court puede prestarle a la historia epistemológica. Pero existen otros campos de las ciencias de la vida que también fueron objeto de las reflexiones de la actual filosofía de la biología, aunque ciertamente nunca llegaron a ser tan frecuentados y estudiados como lo ha sido la propia biología evolucionaria. Tal es el caso de ese dominio de la investigación biológica que Marcel Weber (2004, p.3) llamó “biología experimental”, que no es otro que aquel que Mayr (1961, p.1502) englobó bajo el rótulo de “biología funcional” (cf. Caponi: 2001). Y ahí también puede ocurrir ese deseable enriquecimiento de la historia de la ciencia por la filosofía de la ciencia.

En efecto, el estudio de la historia de esos otros dominios disciplinares también se puede ver beneficiado y enriquecido por esos desarrollos de la filosofía de la biología a los que estoy aludiendo. De las reflexiones epistemológicas sobre esos otros campos de las ciencias biológicas surgen recursos de análisis que también se pueden usar en estudios históricos sobre diferentes aspectos y momentos del desarrollo de disciplinas como la embriología, la inmunología y la genética, y en esa lista debe incluirse, por supuesto, la propia fisiología, máxime si pensamos en lo que será el tema de este libro: los presupuestos epistemológicos que pautaron el delineamiento del programa que Claude Bernard impuso en el ámbito de la fisiología experimental. Abordar estas reflexiones teniendo en cuenta los desarrollos de la filosofía de la biología actual puede resultar algo altamente instructivo, y cuando digo esto pienso en las derivaciones más recientes de algunas polémicas clásicas de ese campo de la filosofía de la ciencia. Pienso, particularmente, en las últimas discusiones sobre la estructura y el fundamento de las explicaciones causales propias de las ciencias biológicas, y también en las discusiones relativas al posible carácter teleológico de algunas de dichas explicaciones.

De ahí emergen claves y planteamientos que pueden permitir una comprensión más nítida y una evaluación mejor ponderada de algunas opciones teóricas y algunos compromisos epistemológicos que fueron cruciales en el desarrollo de la fisiología experimental. Pero esas opciones ya habían sido objeto de las lúcidas reflexiones epistemológicas que el propio Bernard se permitió para establecer la legitimidad de sus emprendimientos teóricos, y es por eso que vale releerlas a la luz de la última reflexión de la filosofía de la biología. Esta puede darnos claves para terminar de entender lo que Claude Bernard realmente quería mostrar en tales consideraciones. Pero además de eso, la filosofía de la biología actual también puede darnos los recursos conceptuales y terminológicos que Bernard no tuvo a su disposición en el momento de ensayar sus propias indagaciones epistemológicas. La ciencia pasada —conforme ya vimos que Bachelard decía— debe ser evaluada y comprendida partiendo de las verdades que el estado actual del conocimiento deja “más claras y mejor coordinadas”, lo que no excluye a la propia filosofía de la ciencia que hemos desarrollado para situarnos mejor en ese presente desde el que, inevitablemente, iniciamos nuestra démarche histórico-epistemológica.

Claude Bernard siempre fue, en efecto, sorprendentemente perspicaz y sumamente cuidadoso en lo que atañe a los compromisos y presupuestos fundamentales de su programa de investigación. Él fue su propio Whewell y su propio Herschel. Pero aunque él le haya dedicado muchas páginas al tratamiento de esas cuestiones de fundamentos, su modo de explicar y justificar la naturaleza de los posicionamientos ahí defendidos no siempre fue lo suficientemente claro. Eso fue así por la simple y sencilla razón de que en el siglo XIX no estaban disponibles los recursos de análisis epistemológico y la terminología de la que hoy disponemos. Esos recursos y esa terminología suponen la plena articulación y consolidación de un modo de hacer las ciencias del viviente que Bernard recién estaba ayudando a configurarse, y cuyos contornos aún no estaban plenamente definidos. Pero, además de eso, también es preciso decir que algunas reflexiones epistemológicas de Claude Bernard acabaron pareciendo más opacas de lo que en realidad eran, y eso fue así porque —en la mayoría de los casos— las claves de lectura con las que estas fueron abordadas no resultaron del todo adecuadas.

Frecuentemente, cuando recorremos la literatura secundaria sobre la obra de Claude Bernard, percibimos que dicha literatura suele estar animada por una filosofía de la biología aún inmadura, e incluso precaria, y eso acaba comprometiendo la precisión y el alcance de los análisis allí desarrollados, cosa que se agrava precisamente en el examen de las reflexiones epistemológicas que el propio Claude Bernard se permitía cuando quería dejar más claros los contornos y los presupuestos del programa de investigación que él estaba delineando. Muchos trabajos, no solo merecedores de elogio sino también de mucha consideración en cualquier tentativa de profundizar en el análisis histórico-epistemológico de la obra de Bernard, podrían haber llegado más lejos de lo que de hecho consiguieron llegar, si sus autores hubiesen podido, sabido o querido, recurrir a algunos desarrollos de la última filosofía de la biología. Esta nos da una comprensión del presente de las ciencias de la vida que facilita entender las tensiones y los clivajes de aquel momento fundacional en el que Bernard desarrollaba sus propias reflexiones epistemológicas.

Quiero decir: gran parte de los análisis de dichas reflexiones que hasta aquí se hicieron habrían ganado mucho si hubiesen podido —y en ocasiones aceptado— tener como referencia algunas polémicas y algunos desarrollos recientes de la filosofía de la biología4. Por eso, en las próximas páginas tendré en cuenta esas polémicas y esos desarrollos para, con base en ellos, articular y proponer una reconstrucción unitaria del modo en el que Claude Bernard entendía no solo las explicaciones causales y funcionales propias de la fisiología, sino también la relación íntima que existía entre esas explicaciones y lo que él llamaba “determinismo físico-químico”. Pero dicha reconstrucción sobre el modo en el cual entendía la explicación del cómo de los procesos biológicos también dejará en evidencia algunas limitaciones en la comprensión que Bernard tenía de la biología en general, sobre todo en lo atinente al porqué del diseño biológico, entendiendo por esto último el hecho de que las estructuras biológicas sean adecuadas a los desempeños funcionales exigidos para posibilitar la viabilidad de los seres vivos. Defenderé, así, cuatro tesis que quiero formular desde el inicio, aunque sea de una forma un poco cruda y sumaria.

La primera de esas tesis se limita a afirmar que Claude Bernard sustentaba una concepción experimentalista de la explicación causal; la segunda es que su crítica al vitalismo y su defensa del determinismo eran perfectamente compatibles con el desarrollo de una fisiología que aludiese a propiedades específicamente biológicas. La tercera tesis, mientras tanto, es que el entendimiento que Bernard tenía de las imputaciones funcionales responde perfectamente a la concepción de la función como papel causal. Y la cuarta tesis será, sin duda, la más polémica: sostendré que el recurso que Bernard hace a supuestas leyes morfológicas que guiarían el desarrollo orgánico solo responde a su incapacidad de vislumbrar la posibilidad de una explicación naturalista, científica, del diseño biológico, una explicación que Darwin estaba proponiendo en el mismo momento en el que Claude Bernard parecía presuponer su total imposibilidad. Por otra parte, entre mi discusión de la segunda y la tercera tesis me detendré en un análisis de la noción de medio interno. Ese análisis no solo nos permitirá comprender mejor la concepción bernardiana de la explicación funcional, sino que también nos ayudará a identificar lo que podría caracterizarse como el ideal de orden natural de la fisiología experimental. A continuación balizo el camino que seguiré en mi argumentación.


Lo primero que procuraré mostrar es que la idea de ley a la que alude Claude Bernard en sus escritos no remite necesariamente a enunciados nómicos como los supuestos en el modelo nomológico-deductivo de explicación. Dicha idea remite, más bien, a los invariantes estables bajo intervenciones que James Woodward puso en el centro de su concepción experimental de la explicación causal, y es a ese mismo entendimiento experimentalista del término “ley” que tenemos que remitirnos para entender las referencias que Bernard hacía a “leyes fisiológicas”. Él, sostendré, hablaba de “leyes fisiológicas” porque entendía que el desarrollo de la fisiología experimental ponía en evidencia invariantes que debían ser considerados como específicamente fisiológicos. Y la razón para considerarlos así era que ellos aludían a cambios ocurridos en variables cuyos estados eran descritos en términos de propiedades cuyo correlato o sustrato físico-químico aún no había sido establecido: propiedades que, en todos los casos, eran consideradas como modalidades de esa propiedad fisiológica general que es la irritabilidad.

Por eso, aun reconociendo que el mundo natural está sujeto a un estricto determinismo físico como aquel que Bernard siempre postuló, esos invariantes puramente fisiológicos debían considerarse como conocimiento causal efectivo y legítimo. Eso era así porque dichos invariantes establecían relaciones entre variables que eran satisfactoriamente estables en intervenciones experimentales. Aunque Bernard considerase que la trama causal del mundo era de naturaleza físico-química, él también sabía que, en muchos casos, el diagrama de esas relaciones causales podía y debía escribirse en un lenguaje que aludiese a propiedades biológicas, o vitales, aún no reducidas a propiedades físicas o químicas. No hacerlo así habría puesto a la fisiología delante de desafíos cognitivos casi imposibles de enfrentar, y nos hubiera obligado a conformarnos con un conocimiento fisiológico carente de cohesión teórica.

Para Bernard, el determinismo físico, que implicaba la exclusión de toda forma de vitalismo, era condición de posibilidad de cualquier conocimiento experimental que pudiese venir a surgir. Eso era así porque, conforme espero poder mostrar, dicho determinismo postula la estricta correlación, o invariancia, entre la intervención experimental y la respuesta del sistema intervenido. Para Bernard, el éxito en el establecimiento de invariantes estables en intervenciones experimentales que aludían a variables cuyos estados eran descritos en términos de propiedades específicamente fisiológicas era prueba suficiente de que la fisiología producía un conocimiento causal efectivo, y cuando él desarrollaba esas reflexiones dicho éxito ya había sido alcanzado en diferentes desarrollos experimentales. Ese éxito nos indicaba que la fisiología proveía de un conocimiento causal compatible con una ontología fisicalista, y que solo era posible dentro de ella.

El hecho de que esas intervenciones fuesen realizadas por medios técnicos que operaban sobre la materialidad físico-química de los fenómenos estudiados, y el hecho de que los resultados de esas intervenciones fuesen registrados y medidos por instrumentos que también eran usados en el registro y en la observación de fenómenos físico-químicos, corroboraba ese compromiso y esa compatibilidad que existía entre la fisiología experimental y la ontología fisicalista a la que Bernard aludía cuando hablaba de determinismo. Un input físico o químico sobre el viviente siempre redundaba en un output estrictamente proporcional a ese input, y la fisiología debía descubrir esa proporcionalidad, expresándola en esos invariantes a los que Bernard llamaba “leyes fisiológicas”. La insistencia de Bernard en la capacidad de control de los fenómenos biológicos a que nos daba acceso la fisiología experimental expresaba ese compromiso ontológico suyo con el fisicalismo. Bernard profesaba, para decirlo de algún modo, un fisicalismo experimental. Un fisicalismo basado en la presuposición de que si algo está al alcance del control experimental entonces no es algo que escape al orden físico, aunque nuestra conceptualización de ese control pueda no estar formulada en el lenguaje de la física o de la química.