Kitabı oku: «El canto de la essentia», sayfa 6

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—Es domingo —exclamó Leonardo, turbado de repente—, ya no sé ni en qué día vivo.

—Mucho mejor, Leonardo. Media ciudad se encuentra en Santa Croce y eso nos favorece.

Apresuraron el paso para llegar a la plaza antes del fin de la liturgia. La Piazza di Santa Croce, junto a la iglesia de idéntico nombre, estaba abarrotada de gentío. Los domingos se transformaba en una suerte de festín mercante, para disgusto del clero y de los defensores del retraimiento dominical. Pero es que, siendo Santa Croce el centro espiritual de las familias magnas de la ciudad, el pueblo llano y los mercaderes no desaprovechaban la aglomeración de ilustres y, ante todo, la abundancia de bolsas y faltriqueras llenas de dinero. Los domingos se imponían costumbres más desbastadas en la plaza, se prohibían los animales sueltos y se castigaba con multas a los propietarios cuando no limpiaban sus porquerías. El tipo de comercio se regulaba de manera más estricta los domingos y se favorecía a las artesanías y los tejidos. Muchos maestros artesanos enviaban a sus aprendices a completar los negocios de la semana con arreglos o mandados en la propia plaza. Así podía verse entre los comerciantes a armeros, tejedores, plateros, zapateros, zurradores, borceguineros, cinteros, tintoreros, herradores, cordoneros, boticarios, calceteros, esparteros, entre muchos otros que, o realizaban reparaciones y ventas al instante, o se aseguraban encargos para después. Los domingos en Santa Croce también eran las ocasiones de ver y dejarse ver; las doncellas, trabajasen o no, se exhibían con sus mejores paños y los solteros con sus fanfarronadas de hombría. Los músicos, virtuosos o desafinados, interpretaban cantatas y melodías de amor, y pescaban miradas de sonrojo de las muchachas que les prestaban oído.

Leonardo tenía por costumbre huir de aquella muchedumbre y los domingos prefería sus juergas en las tabernas. Era un reputado músico de laúd que frecuentaba a amistades tan bohemias como él. Pero la presencia de Fioralba le trastocaba ahora sus rutinas y sentía, con quemazón de amor, que la seguiría hasta al fin del mundo si ella se lo pidiera.

El joven maestro era popular, con suerte dispar en cuanto a simpatías y antipatías, pero conocido y respetado. Saludó a muchos durante el recorrido hasta una de las esquinas opuestas a la iglesia donde creía poder evitar tener que saludarse con los ilustres. Cosimo Cottano, una especie de boticario rechoncho, saludó al maestro con ardor porque eran amigos desde la niñez, y le hizo espacio en su tenderete para los canastos. Era un hombre de media calva, narigón, que vendía los domingos ungüentos multiusos sin la fantochada de llamarlos milagrosos, sino que disertaba sobre ellos con rigor perito y conocimientos de ciencias.

—¿Ahora te pruebas de panadero, da Vinci?

—De todo hay que hacer en la vida, amigo Cosimo. Y dicen que con pan bajo el brazo se llega mejor al cielo.

Fioralba apartó uno de los canastos.

—Leonardo, voy a repartir estos entre los mendigos. Tenemos mucho.

Da Vinci se sonrojó.

—Es tu pan, Fioralba. Tú has de decidir sobre cómo repartirlo.

La joven dudó, pero, ni corta ni perezosa, aferró un segundo canasto.

—Entonces me llevo estos dos, Leonardo —dijo, y se dirigió hacia la escalinata de la iglesia donde se concentraban en mayor número los indigentes.

Cosimo, el boticario, silbó entre dientes.

—Espero verla muy pronto pintada como una madonna en uno de tus retablos o lienzos, Leonardo. ¡Qué rostro tan angelical, maestro! Duele verla en compañía de un malandro como tú.

Leonardo, que la seguía con la mirada, esbozó una mueca de satisfacción.

—No tardaré en pintarla, Cosimo, ya lo tenía decidido.

Le ofreció un pan al amigo.

—Se te ve desmejorado, gandul. Come uno de estos que te faltan más carnes en los huesos.

El gordo lo mordió, agradecido, y ni bien inició a masticar el pan, sus ojos empezaron a fulgir con un brillo vaporoso. Pareció que quería comentar algo, pero, pensándoselo mejor, siguió mordiéndolo con una especie de cautela diferente. A Leonardo no se le escapó este hecho y le pudo la curiosidad.

—¿Qué? ¿Es que no está bueno?

Cosimo, si lo oyó, lo ignoró, y siguió comiendo con una circunspección ausente, con la mente velada.

Esto ya preocupó al maestro, tal que tomó uno de los panes, lo olfateó y revisó, antes de llevárselo a la boca. Le agradaron la textura y el sabor, la cebolla almibarada en el paladar, el gustillo a humo y madera que saboreó en la lengua. Pero, antes de masticar veintiocho veces, mucho antes, una emoción añadida se presentó. Sintió que se liberaron plácidos vahos en la boca que después se aceleraron por la tráquea y las tripas hasta extenderse por todo la cavidad del pecho y hacerle sentir una suerte de cosquilleo en el corazón. No había experimentado nunca tal sensación. Lo inundó un regocijo dulce, un deleite intenso. Sintió felicidad y, de inmediato, comprendió los destellos en la mirada de su amigo Cosimo. Quiso decir algo, pero optó por probar antes uno de los panecillos de uva y no ceder, de buenas a primeras, al alborozo experimentado sin de nuevo cerciorarse. Con este segundo panecillo el bienestar se le acrecentó, lo llevó a un estado tal de placer y júbilo, que sintió euforia, un encantamiento que le puso de un humor boyante.

—¿Qué pasa por tu cabeza, amigo Cosimo? —Quiso saber.

Este cargaba una sonrisa llana y bendita en el rostro.

—No lo sé expresar, Leonardo.

—Tienes razón. Es que no se puede.

No había confusión alguna en los hombres, solo la serenidad de cuerpo y espíritu que, ni atinaron a entender, ni quisieron explicarse por si con ello se les evaporaba el efecto.

—¿Sabes, Leonardo?, esta mañana discutí con Bernardino, mi hijo mayor, por un asunto de herejías y pecados. Nos hablamos con rudeza y mi Constanza, al oírnos, entristeció. Luego vine a la plaza. Ahora solo quiero ir raudo a casa para reconciliarme con ellos, abrazar al muchacho y llevarle alguna golosina a mi mujer.

—No deberías demorar entonces tus pasos, Cosimo. Haz de este domingo un festín familiar y goza con los tuyos.

Con naturalidad, Cosimo, el boticario, preguntó a Leonardo:

—¿Crees que puedas venderme de este pan para llevarles?

—Abre tu bolsa, amigo, te la llenaré con unos cuantos. Dile a tu mujer que Fioralba D’Anna y Leonardo da Vinci se lo obsequian, que te perdone tus impulsos y que te prepare una buena sopa de tocino porque eres un buen hombre.

A Cosimo se le iluminó la mirada, desmontó a toda velocidad el puesto, le dio un fuerte y sonoro abrazo a Leonardo, y se apresuró en dirección hacia el rio camino a casa. Leonardo lo siguió con la mirada hasta verlo desparecer entre la gente, tomó después las dos canastas y se dirigió hacia la iglesia.

Fioralba no solo repartía su pan a los necesitados, sino que a todos obsequiaba una reservada sonrisa y unas amables palabras de consuelo. El corrillo a su alrededor no disminuía, los mendigos se le ceñían y los guardias custodios hacían esfuerzos inútiles por alejar a los menesterosos. Alguno empezó a injuriar a la joven temiendo la pronta salida de los ilustres, pero vio a Leonardo apostarse junto a ella y se amilanó.

—Daremos todo a los pobres —sentenció el maestro.

Ella le agradeció con un delicado apretón en la mano sin interrumpir la tarea.

Los murmullos desde el interior de la iglesia eran la señal de que la celebración de la santa misa había concluido, e inició el desfile de florentinos insignes, con la familia Médici a la cabeza, aunque sin Lorenzo. En señal de respeto, Fioralba y Leonardo se alejaron unos metros llevándose consigo a los mendigos. Nadie reparó en ellos por un tiempo, los feligreses se perdieron por la plaza, hasta que tronó una voz conocida.

—¡Los milagros sí existen! —vociferó Sandro Botticelli, abriéndose paso entre los mendigos hasta llegar junto a la pareja. Desorbitó los ojos al ver los canastos y, sin pedirlo, apresó un panecillo de cebolla y lo olisqueó con bellaquería.

—¡Ocurrió! —exclamó, alzando su pan a manera de trofeo—. ¡El maestro da Vinci convertido en panadero! Ahora ya nada detendrá el éxito de nuestra taberna.

Diciendo esto, le guiñó un ojo a Fioralba y a Leonardo de estampó un chasqueante beso en la mejilla, a la vista de todos y que rieron su gracia. Luego rodeó con el brazo los hombros de Leonardo, fraternalmente, y le lanzó el pan a un muchacho que, por lo pequeño que era, los mayores no le daban paso.

—Prueba uno, Filipepi. Hazle el honor a Fioralba y degusta uno de sus panes.

Ella se ruborizó y desvió la mirada. Leonardo insistió.

—Te hemos llevado pan al taller, bribón, pero quiero que pruebes uno ahora.

Botticelli no rechazó el ofrecimiento, pescó otro de cebolla, de los pequeños redondos, y le dio un mordisco ceremonioso. Leonardo se quedó mirando al amigo como esperando descubrir el veredicto a través de los gestos de este. Y sin demora, la sentencia se dictó a través de la cara de consternación que se le dibujó a Botticelli, primero con seriedad, luego con una expresión de dulzura. Se tomó su tiempo para acabar con el panecillo, clavó la mirada sobre la amplitud de la plaza sin enfocar nada, solo vagando con ella sobre las cabezas de la muchedumbre y reservándose unos minutos de íntima reflexión.

De repente estalló en una carcajada, con sus brazos de oso abrazó a Leonardo y lo alzó sin dificultad.

—Llevo dos semanas bregando con una idea para mi lienzo y que no he sabido resolver. Y ahora me vino la luz, Leonardo. Sé por dónde seguir con lo de las «Gracias». Lo que no entiendo es por qué me vino la iluminación en este momento. Pero sentí algo liberarse dentro de mí.

Leonardo lo observó con ternura, quiso preguntarle si lo asociaba al pan, pero prefirió no hacerlo.

—¿Sientes felicidad?

—Siento más que eso, siento liberación.

Fioralba, encogida, se apartó de la mirada de ellos y simuló ignorarlos.

—Pues, corre a pintar, Filipepi. Aprovecha estos momentos y trabaja de buen ánimo. Te iré a ver luego para ver de tus avances.

Sandro Botticelli era lisonjero por naturaleza. También a Fioralba la obsequió con un beso, aunque más delicado.

—Parecéis traernos suerte, bella donna.

Dicho esto, voló, y ellos se quedaron para terminar con el reparto.

Se encontraban demasiado excitados como para volver de inmediato a la taberna. Se desviaron hacia el río y en un pequeño claro cerca del agua descansaron. Fioralba había hecho el camino retraída, alejada en mente, y Leonardo había preferido no avasallarla con el entusiasmo que le iba durando.

Tendida sobre la hierba, mirando el cielo, ella finalmente preguntó:

—Probaste el pan, ¿verdad?

—Sí.

Hubo otro instante de silencio después del cual ella solo dijo:

—¡Dichoso pan! El maestro Botticelli se fue contento.

De repente, Leonardo cayó en cuenta de lo difícil que le resultaba hacer la pregunta.

—Fue por el pan, ¿cierto? Me refiero a que le añadiste algún ingrediente que lo hace tan especial.

Ella cerró los ojos y Leonardo creyó ver que con algo de tristeza.

—Hicimos el pan juntos, Leonardo. Todo fue tal como lo viste. No hay más ingredientes.

—Pero…

No lo dejó hablar.

—Pero ¿por qué tú mismo sentiste algo, una pizca de euforia?

—Fioralba, ¡no fue una pizca! Todo mi cuerpo y mi mente se envolvieron de bienestar. De pronto, todo lo que me pesa normalmente, las cargas que llevo…, la taberna, las artes, mis obsesiones…, todo adquirió una liviandad liberadora. Solo sentí deseos de acudir a tu lado y ayudarte a repartir el pan entre los pobres. No me obsesiona la taberna. Y mi amigo, Cosimo, también lo probó. Se le despertó de repente un arrepentimiento y quiso ir junto a su familia en vez de quedarse y aprovechar el domingo para vender sus bálsamos. ¡A Botticelli le llegó la inspiración!

—Sí, es extraño —fue todo lo que ella atinó a decir.

—Fioralba, ¿qué es? ¿Qué despierta estas emociones?

Ella se incorporó, hincó los codos en la hierba y lo miró.

—Es el pan, Leonardo.

—Lo sé. ¿Pero qué tiene?

—No lo sé.

Él arqueó las cejas, consternado.

—¡Pero es tu receta, debes saberlo!

—No es nada que yo le añada, Leonardo. Es solo el pan que hago.

—¿Que haces? Significa que…

—Significa que el pan que yo hago produce esos efectos.

Da Vinci bufó, visiblemente nervioso, pero contuvo su nervio al hablarle. Su propia pregunta lo alarmó.

—¿Eres tú y ningún ingrediente? ¿La alteración en el ánimo viene de ti?

—Eso parece ser, Leonardo. Por favor, no me juzgues.

Leonardo se incorporó y echó a andar, respirando con dificultad como era su costumbre cuando su razón batallaba con algún misterio y se sentía incapaz de comprenderlo. Daba giros como una peonza sin darse cuenta de que la asustaba a ella. Cuando volvió a mirarla y detectó su alarma, se sintió un desgraciado y se inclinó sobre ella.

—Perdona, Fioralba. No sé controlarme. Para nada te juzgo, no se me ocurriría. Me comporto como un asno cuando algo se escapa a mi entendimiento. Razón tiene Filipepi, a veces soy un patán.

—Tienes motivos para estar ofuscado.

—Sé lo que sentí y vi lo que les ocurrió a Filipepi y Cosimo. Estoy asombrado, Fioralba. Impresionado y ávido por entender. Pero, el hecho de que el misterio venga de ti lo hace todo más especial.

—¿Qué quieres decir?

A punto estuvo Leonardo de confesarle algo más que su asombro, pero la vergüenza lo frenó.

—¿Siempre pasa con tu pan?

—Desde que yo me acuerdo. Rachel, mi maestra, decía que tengo el donum.

—¿El don? ¿Hablaba de un don?

—Decía que, por alguna razón que se me escapa, poseo la essentia, la esencia que le da otro espíritu al pan.

—¿Y te explicó más cosas? Los judíos poseen una sabiduría ancestral, saben cosas que nadie más parece saber.

—Únicamente decía que de vez en cuando aparece esta essentia en contadas personas y que no hay que cuestionarse los designios de Dios. Él reparte y nosotros lo asumimos.

Como sabemos, Leonardo, siempre reacio a conjeturas espirituales y esclavo de la razón, ya fuera por los remanentes del pan o su febril enamoramiento, no quiso divagar en especulaciones ni lógicas mundanas.

Se arrodilló frente a ella y la tomó de las manos.

—¿Todo nuestro pan salió así?

—No, Leonardo. Solo el que trabajo yo desprende ese ánima que luego las personas sienten. Te ayudé un poco guiando tus manos, pero el otro pan lo trabajaste tú. Es igual en sabor y en textura. Pero no causa esos efectos.

—¡Pero, entonces, debes de ser la persona más feliz del mundo!

—No te entiendo.

—Que con comer de tu propio pan debes estar en este estado plácido y de felicidad siempre.

Fioralba sonrió.

—Te refieres a eso. Pero no, no funciona así conmigo. Yo nunca lo he sentido, solo me lo cuentan. El don no es para mí. Es mío, pero no lo disfruto. Rachel dijo algo más…

—¿Qué dijo?

—Lo llamó el don del panem pacem

Leonardo se emocionó.

—¡El panem pacem! ¡El Pan de Paz! Es lo que se siente —exhaló abrumado—. ¡Se siente paz!

Se mantuvieron quietos, estremecidos por el roce de las manos, por la firmeza con la que se entrelazaban sus dedos que encajaban como un engranaje perfecto. Leonardo se perdió en las córneas de ella, avanzó a través de ellas hasta el alma de la mujer que, mientras le sostenía la mirada, temblaba con ligeras convulsiones. Fue el momento de sublevarse los deseos, de romper con las cadenas de la timidez, y Leonardo, en un susurro, hizo su confesión.

—Deseo besarte, Fioralba.

Ella le apretó las manos para transmitirle valor.

—¿Y por qué no lo haces, Leonardo?

—Quizás no es decoroso.

—No lo sería si los labios del otro quisieran permanecer sellados. Pero, cuando anhelan ese beso con el mismo fervor no puede ser indecoroso. Quizás sea así el amor.

Entonces, Leonardo se le acercó muy despacio mirando los labios de ella que abrieron una pequeña rendija húmeda y jadeante. Palpitaban como nubes asustadas, pero codiciaban recibir los alientos y las fiebres de la boca de él.

CAPÍTULO V POTUS ARABICUS

Se nos había echado la noche encima.

La bóveda traslúcida del Palacio Arzobispal, en el centro de Quito, se había oscurecido y una sugestiva luz artificial iluminaba ahora las galerías. Yo estaba seducido por aquella historia que, con la chispa de un cuentacuentos, don Piero había narrado tan real y viva para mí. No había podido interrumpirle ni una vez; me había embaucado de tal manera con su labia, que me había inmerso profundamente en su cuento con mi mente novelera. Si algo me había llamado la atención, no había habido tregua para preguntarle, porque el relato lo había referido con tal arte, que mis dudas se habían ido transformando en insignificantes.

—Es una gran historia, don Piero. Adoro los tiempos del Renacimiento y todo lo que aportó al arte universal.

—Fueron años fructuosos —confirmó el otro—. Extraordinarios en cuanto a talento y visión de muchos grandes artistas.

—Me di cuenta de que la historia le es muy cercana, don Piero. Muy familiar. Imagino que también hay una razón para habérmela compartido.

Piero di Caterina, atusándose el bigote me sonrió, sin duda escrutándome, lo cual me trasladó de nuevo a las sospechas que me habían venido durante la narración pero que ahora apenas me atrevía a insinuar. Comprendí por su gesto, que no aflojaría hasta que yo me atreviese con alguna conjetura, por lo que envalentonado y con rigor terminé preguntando con voz rasposa:

—¿Pretende hacerme creer que la historia tiene algo que ver con usted? ¿Acaso hay antepasados suyos en el relato?

—¿Qué le hace pensar eso?

Carraspeé para que me saliera mi voz natural y no la de atontado.

—Bueno…, están las coincidencias. Los nombres… ¡Su nombre!

Don Piero sorbió su café, el potus arabicus, que lo tenía entusiasmado y del que ya llevaba tomadas cuatro tazas.

—Usted se llama Piero di Caterina, y… —tragué saliva—, los padres de Leonardo da Vinci se llamaban Piero y Caterina.

El italiano rio.

—Qué honrosa coincidencia, ¿no le parece? No está mal encaminado. ¡Piero di Fruosino y Caterina fueron antepasados míos!

—¡No! —Me salió así, un «no» rutilante y sobrecogido, una negación patitiesa que menos mal no ofendió a don Piero.

—¿Por qué no?

Mi carraspeo se me estaba volviendo crónico.

—No digo que no, usted perdone… Es que… ¡ser pariente lejano del gran da Vinci!... Uff!... Le creo, le creo, pero debe admitir que es normal que me asombre haber trabado amistad con un descendiente de… ¡Es espectacular!

Las palabras, tal cual las escribo con sus pausas e interjecciones, no parecen describir con veracidad mi atolondramiento y que fue importante. Hubiese sido más sencillo creerme una versión más simple, achacar el momento a los desvaríos de un anciano demente o, por lo menos, cuentista. Pero ya llevaba tiempo suficiente con don Piero como para creerme tal cosa. El hombre no solo se comportaba con cordura, sino que había en él una cualidad pura, una esencia de lo más natural que irradiaba una sinceridad apabullante.

—Debe ser honroso —dije—, saberse familiar de los da Vinci.

—Tiene su dificultad —declaró él—. Es tanta la familiaridad que marca mi existencia con una grave responsabilidad.

Naturalmente no lo entendí.

—Oh, vamos, don Piero. Son antepasados de hace mucho más de quinientos años. No veo que este parentesco le deba pesar más allá del honor y la satisfacción. Exactamente, ¿cuál es su linaje? ¿Desciende directamente de la estirpe da Vinci?

—Directamente, amico mio, en primer grado de consanguinidad.

—¿Cómo puede estar tan seguro? ¿Tiene registros de su árbol genealógico con todos los detalles?

—¡Todo! No es complicado. ¡Piero Fruosino y Caterina fueron mis padres!

—Entiendo —dije solvente, como una evidencia más de mi idiotez que me empujaba a hablar antes que a pensar. Pero la afirmación no tardó en llegar también a mi intelecto, —Piero Fruosino y Caterina son mis padres—, hicieron sinapsis y cortocircuitos algunas de mis neuronas con clics absurdos, me atoré en una tos asmática haciendo tambalear la mesa con los cafés, y en este estado quedé por más de un minuto y que don Piero esperó sin inmutarse.

—¿Perdón?

—¿Perdón qué, caro amico?

—Acaba de decir que el tal Piero y la tal Caterina son sus padres. ¿No es llevar un poco lejos su parentesco? ¿Sufre acaso de delirios?

—De muchos. Constantemente. Pero no veo qué relación puedan tener estos con mi historia familiar.

—Vamos, amigo Piero. Lo que dijo es igual que afirmar que usted es hermano de Leonardo da Vinci, el genio universal que falleció hace casi quinientos años.

—Ah… —El italiano bamboleó la cabeza, confirmando que había entendido mi punto—. Ya veo… Pues no, no lo soy.

—¿Ve?, ya me parecía a mí.

—No soy hermano de Leonardo. ¡Yo soy Leonardo!

Si me hubiese abofeteado, hubiese resultado un agravio menos escabroso que el de esta afirmación que me hizo saltar de mi asiento, sin idea de qué hacer después, pero la silla me quemaba tanto como el sofoco que me entró. Lo del miedo vino tres segundos después.

—Don Piero, don Piero... Estaba yo convencido de haber hallado en usted a una amistad provechosa e interesante y, créame, a mis años más bien las voy filtrando, dejando a muy pocos en el círculo de mis amistades. Y ahora hace usted todo lo posible por espantarme, afirmando locuras que no creí posibles de su parte.

—Pruébeme.

—¿Que haga qué?

—Probarme. Preguntarme. Usted parece instruido, dice que es apasionado de mi época histórica. Sin duda sabrá algo sobre mí. ¡Pregúnteme!

Estallé, pero a la inversa, es decir, en vez de con un exabrupto sonoro estallé en un susurro minúsculo, y el italiano tuvo que leerme los labios para oír lo que decía.

—No voy a hacer tal cosa. Usted sufre algún trastorno y no seré yo quien lo alcahuetee en este disparate.

—¿Le parecía un trastornado antes de confesarle quién soy?

—Ahora que lo menciona, ¡sí!, varias veces… Hablaba solo en la librería haciendo rimas pendejas. Nos hizo creer que no conocía la Coca-Cola, que no conoce ninguna modernidad siendo ingeniero, si es que lo es… ¡Y de estas, unas cuantas!

Don Piero se contrajo un instante en una posición cavilosa y que yo, naturalmente, interpreté del todo mal. Porque al rato el hombre siguió con su alegato.

—Veo que no cree en las resurrecciones o reencarnaciones.

Entrar en terrenos espirituales nunca ha sido bueno para mí. Soy del tipo de creyente incrédulo, sospechosamente escéptico, aunque no agnóstico que, a su vez, no es lo mismo que ateo pero se le parece bastante. Creo que sigo la filosofía del porsiacaso, que es tan conveniente para no posicionarme y mantenerme una puerta abierta a una posible aventura post mortem si es que la hubiera. Las palabras «resurrección» y «reencarnación» son palabras mayores y que albergan connotaciones tan prodigiosas como irracionales. Hubo años en los que ocupaba mis pensamientos en creencias místicas, pero desistí, no por descreído, sino por aceptar las limitaciones de mi fe en tales asuntos y acomodarme mejor en la zona de confort del nolosé, táctica prima hermana del porsiacaso.

—No lo sé —dije en consecuencia.

—No se lamente por eso —dijo él, condescendiente.

—Un momento —disparé—. Que no lo sepa no quiere decir que me lamente. Lo último que supe sobre reencarnaciones, por ejemplo, fue a través de una novela que leí alguna vez, y donde a una pobre desgraciada le tocó reencarnar hasta siete veces, primero como un insecto, luego como un roedor, una vaca, y así en adelante… No me planteo los asuntos de reencarnación o resurrección porque conllevan un aspecto de fe para creer, o una suficiencia científica para renegar de ella, y yo carezco de ambas.

—Su humildad le honra.

—No es humildad. ¡Es ignorancia!

—Entonces, todo bien. No es que no crea, sino que no sabe qué creer.

—Por eso dije: no lo sé.

—¿Y no se abriría al menos a la posibilidad de escucharme? Puedo explicarle algo, aunque tampoco mucho. Pero quizás baste para que confíe en mí.

—¿Creerle que es usted Leonardo da Vinci reencarnado?

Don Piero frunció el ceño.

—Me importa más bien poco que usted crea eso o no. Esa parte no es importante en absoluto. Con tener su atención y amistad me basta.

—Siendo así, tiene usted toda mi atención, don Piero —me burlé, pero él no rebajó su actitud afable.

—Con o sin su reconocimiento, me temo que soy Leonardo da Vinci. No me pida que le dé explicaciones sobre el proceso en sí, porque mis recuerdos no lo retienen. No sé cómo ocurrió, quién lo dictaminó o por qué sucedió, aunque de esto último tengo mi sospecha. Hasta hace diez días yo estaba muerto, como sabe, largamente muerto, casi por quinientos años.

Lo interrumpí.

—¿Y qué ha estado haciendo durante estos quinientos años? ¿Vagando por ahí como un espíritu en alguna dimensión desconocida? ¿Gozando ya de la vida eterna? ¿O con alitas tocando su laúd sobre colchoncitos de nubes?

—¡Cazzo! ¿Cómo quiere que lo sepa si estuve muerto? Digo, muerto en esta dimensión. Y al estar ahora nuevamente vivo, no tengo nociones en mi memoria de lo que estuve haciendo, dónde y cómo.

—Muy elocuente…

—Déjeme seguir… Tengo únicamente conciencia de lo que he vivido en la dimensión terrenal, es decir, de mi vida hace quinientos años y de los diez días que ahora me encuentro aquí. Lo que hubo entremedias se me escapa y no creo que sea relevante.

—Muy oportuno —volví a pincharlo, pero él me ignoró.

—Hace unos días, creo que van diez, aparecí sentado en el recibidor del hotel del que usted me recogió esta mañana.

—Apareció así de repente, ¿cierto?

—Cierto. Aparecí, sé quién soy, sé dónde estoy, pero no tengo posibilidad de describirle cómo llegué. Manejo cierta información que no origina en nada de lo que hubiese estudiado o aprendido en mi vida anterior, solo está aquí, en mi mente, y me ha ayudado a desenvolverme estos días en esta nueva época.

—¿Información?

—Tal como se lo digo. Sé en qué país estoy, sé en qué año vivimos, entiendo que el mundo ha evolucionado, pero por alguna razón, no me asusta, aunque no comprendo la mayoría de los avances…

—Suena a que le inyectaron una dosis de conocimientos y datos para que sobreviva al impacto. ¡Quizás usaron jeringuillas para eso!

—¿Quiénes?

Pestañeé desconcertado sin hacerme gracia mi propia broma.

—No lo sé, usted sabrá. Los que le hayan hecho reencarnar.

—Ah, pues podría ser. ¿No le digo que estaba muerto? ¿Cómo puedo saberlo?

—Olvídelo..., continúe, don Piero.

—Sé que en esta segunda vida me llamo Piero di Caterina, puedo mostrarle unos documentos que tengo. Sé que tengo una identidad nueva, pero la vida que recuerdo anterior a estos diez días es la de antes, cuando me llamaba Leonardo da Vinci, la que terminó cuando morí en el año 1519.

—¿Está seguro de que fue en 1519?

—No sea bobo, amico. ¿No ve que yo estuve ahí? —me retó sin intención real de humillarme, aunque así me iba sintiendo, humillado.

—¿Así de sencillo? —me defendí—. Aparece quinientos años después en una región que hace quinientos años usted ni podía saber que existía, con un bagaje de información que le hace desenvolverse en el siglo XXI, y hasta una documentación que le permite viajar…, digamos, como un turista…

Don Piero protestó:

—Perdóneme, signore, pero en mi época ya sabíamos de la existencia de las Indias Occidentales.

—Pero no en 1478 cuando, según usted, todavía jugaba a jueguecitos de enamorados con su dichosa Fioralba.

—Eso es cierto, el Nuevo Mundo se encontró después. No se imagina las veces que he sentido deseos de venir a conocer este continente.

—Oh, debe haberlo deseado con muchísimo fervor, tanto, que ahora alguien ha querido hacerle un favor y concederle la oportunidad, quinientos años más tarde, y lo ha enviado de turista nada menos que a Ecuador.

—¿Lo dice en tono de sarcasmo? No debería, por lo que he visto es un gran país.

—No es sarcasmo, mi estimado, es incredulidad.

—Pero ¿no le había dicho ya que no tiene ninguna importancia que me crea esta parte o no? ¿Para qué se martiriza?

«Manda huevos», pensé, casi rendido y del todo estupefacto, tanto, que mis siguientes palabras no fueron si no un suspiro de exclamación.

—¡Leonardo da Vinci reencarnado!

—¡Resucitado en mi caso! Debemos hablar de resurrección, no de reencarnación, que es la otra cosa de la cual también deseo hablarle.

Que don Piero, donde quiera que hoy esté, vivo, muerto, resucitado o reencarnado, me perdone si aquí transcribo nuestra historia con brutalidad literaria. Él sabe que goza de todo mi afecto y gratitud, pero en aquel momento que describo, aun en estado rebelde, sus afirmaciones me parecían atroces afrentas a mi inteligencia.

—¡Resucitado, ya! ¡Como Cristo! Pero en vez de ir al cielo a usted lo mandaron a Ecuador.

Era asombroso cómo mi amigo nunca se amilanó ante mis ironías desvergonzadas. ¿Por qué iba a hacerlo, si a él le amparaba la razón y a mí solamente mi ciega idiotez? Esto, naturalmente, lo fui entendiendo poco a poco.

—La diferencia es obvia, amico mio. Yo desperté del sueño de la muerte con el mismo cuerpo, consciente de mi vida anterior y en la edad que tenía cuando morí. Es un punto y seguido con un intervalo de cinco centurias, en el caso de Cristo fueron tres días. La reencarnación es diferente.

Me vino a la memoria su aspecto cuando nos conocimos en la librería. Con violenta claridad me percaté de repente del extraordinario parecido que don Piero tenía con las imágenes de los retratos que de Leonardo da Vinci han trascendido hasta nuestros días. Como digo, tenía, porque tras el acicalamiento al que se había sometido en la peluquería parecía otro.

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