Kitabı oku: «Vestido negro y collar de perlas», sayfa 2

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A la mañana siguiente de la visita de Coenraad, vino a nuestra habitación la misma camarera. Sonreía y levantaba la vista de vez en cuando mientras cambiaba las sábanas, esta vez arrugadas y manchadas. Rápidos estallidos de información. No le respondí porque estaba en la ventana, ciega, sorda a cuanto no fuera el eco de los recuerdos de la noche anterior. Me condujo hasta una silla y me sentó en ella con la mayor delicadeza. Cuando se marchó, caminó hacia atrás, acunando las sábanas en los brazos. En el baño había dos pastillas de jabón con sus envoltorios, dos manoplas de ducha y cuatro toallas grandes. Demasiado tarde: quería conservar todos los fluidos y todos los olores. No quería volver a lavarme nunca más.

La última postal de la noche era una del puerto de Aberdeen, en Hong Kong, que mostraba una masa de juncos y sampanes en sus aguas, así como dos restaurantes, pintados de color bermellón, en apariencia flotantes. Recordé que solo me había dado tiempo a dar un paseo de cinco minutos en una de esas embarcaciones, conducida por una mujer menuda, de edad indefinida, concentrada en el espacio acuático que iba surcando y cuyos hijos pequeños se apiñaban en una esquina, lo cual una y otra vez me hacía mirar atrás y sostener la mirada acusadora de aquellos tres pares de ojos. A pesar de la brevedad de aquella vivencia, tengo la impresión de saber mucho sobre las personas que se pasan toda la vida en una diminuta embarcación sin cubierta. De hecho, el mozo de la undécima planta de nuestro hotel había nacido y se había criado en un barco de juncos. Me contaba un sinfín de historias durante aquellas tardes ociosas en que tomábamos té mientras él estaba de servicio en su puesto, frente a los ascensores.

Fue en el Hilton de Hong Kong donde hice otro intento de conquistar un lugar más seguro en la vida de Coenraad. Una noche estábamos cogidos del brazo junto al ventanal, desde el que se dominaba el puerto, contemplando las luces rojas, verdes y blancas de los transbordadores, de los barcos de vapor y de la Séptima Flota estadounidense. Precisamente pensaba en los domingos en casa, cuando Zbigniew regresa de las caballerizas, cuelga su fusta junto a la repisa de la chimenea y se acomoda para enfrascarse en la lectura de los periódicos de la semana. El recuerdo de lo que sigue, cada domingo del año, año tras año, me provocó un escalofrío. En aquel preciso instante, estando junto a la ventana, le anuncié a mi amante que quería mudarme a Boston. ¿Tal vez, algún día… él y yo podríamos…? Se volvió y me miró con los ojos entornados, las palmas de las manos juntas en el pecho. Agachó la cabeza.

—Está escrito que un encuentro vale más que diez despedidas. Sin embargo, una despedida tiene mayor trascendencia que diez encuentros, pues si los amantes llevan una vida ordenada, los encuentros y las despedidas son como las idas y venidas al supermercado.

Por suerte no llevo mal que me respondan con evasivas. De lo contrario, nos enzarzaríamos en un toma y daca de acusaciones y negaciones, de negaciones y acusaciones, interminablemente. Aun así, me gustaría que tuviera en cuenta mi punto de vista. O un sí o un no rotundos. Estoy harta de tener que interpretar. Con todo, mi instinto me aconseja evitar los ultimátums. Ya he vivido derrotas de sobra como para buscarme más. Puede que le dijera:

—Ya lo sabes, vivo en una bonita casa en una zona preciosa de Toronto. Odio el desorden. Cada vez que salgo, limpio y ordeno los cajones. Dejo la colada hecha; las plantas regadas. Cada vez que me voy, dejo la casa impecable. Echo de menos ordenar las cosas.

Tal vez respondió:

—Mi trabajo es peligroso, pero queda una buena pensión después de veinte años con la Agencia. Creo que me dedicaré al golf cuando me jubile. Para entonces los niños ya no estarán; probablemente me sentiré solo, pero tendré nietos. Estoy deseando que llegue ese momento. Elfrida se casa en junio, ¿no te lo había dicho?, una semana después de su graduación.

De repente, una puerta se cierra de un portazo y tengo once años. Es febrero y me encuentro bajo una lluvia fría. La casera está en la puerta. Ya no vives aquí; ve a buscar a tu madre, dice. Y cierra de un portazo.

En el ardor del momento, Coenraad y yo nos habíamos desnudado tan rápido que nuestra ropa andaba desperdigada por toda la habitación. Empecé a ordenarla. Coloqué los zapatos debajo de la cama, colgué su traje inglés, unos pantalones de franela gris con americana azul. Puse su bombín encima del tocador. Doblé, colgué y alisé todo hasta restablecer el orden. Solo entonces pude volver a los placeres de aquella habitación de hotel.

No obstante, a pesar de los apasionados abrazos de Coenraad, a pesar de los besos y los cariños, a pesar de todo, lo único en lo que se concentraba mi mente era el mobiliario de la habitación. Me quedé mirando el contrachapado de nogal de las cómodas, el punto de luz en la pantalla del televisor, la esfera sueca en el techo y las cinco lámparas cromadas de diferentes tamaños colocadas estratégicamente en la habitación. Al compás del cuerpo de Coenraad moviéndose encima de mí, aparecían y desaparecían de la pared de enfrente tres acuarelas pintadas en papel de arroz: una con unas flores de loto bajo la lluvia, otra con dos pajaritos en una rama nevada y una tercera con una arboleda de bambú. La decoración era un tema intrigante en el que se fundían Oriente y Occidente, o, como Auden definía la poesía, una yuxtaposición de elementos irreconciliables. Estaba a punto de explayarme sobre el fenómeno de la paradoja cuando recordé que mis indagaciones filosóficas hacen que Coenraad pierda la erección. Guardé silencio. Pronto pude girarme sobre el costado izquierdo. A través de la ventana se veían las estrellas, silenciosas.

Debí de quedarme dormida con la postal en la mano, pues me desperté en mitad de la noche al sentir una de sus esquinas contra mi cara. Por la mañana supe que mis sueños habían sido gratos, aunque no los recordaba. Me desperté con pensamientos vagos y felices. Que yo existía. Que Coenraad existía. Que todo era necesario. Tal certeza se evaporó cuando me disponía a marcharme de la habitación. Antes de aventurarme a salir, volqué el contenido de mi bolso encima del tocador. Uno a uno fui cogiendo los objetos y los coloqué en los bolsillos de seguridad con cremallera: mi pasaporte —falso—, que dice que me llamo Lola Montez y que nací en Nueva York, en los Estados Unidos de América, el 11 de mayo de 1925, y que muestra una foto mía tomada hace tres años, con la que sigo teniendo un parecido razonable; mi tarjeta de crédito internacional, válida para otros ocho meses; mis cheques de viaje en distintas cantidades de dólares estadounidenses. En el bolsillo central, de fácil acceso, iba un peine, un espejo de mano y un lápiz de labios, un cepillo de dientes, un paquete de pañuelos de papel, unos chicles y un par de medias de repuesto, así como el folleto que me habían dado en el hotel, «Claves para visitar Toronto», que examinaría durante el desayuno. Coloqué el boletín botánico en el compartimento exterior, donde también había una pluma y una libreta, en cuya primera página estaba el comienzo de una carta: «Mis queridos hijos…».

Continuaría escribiéndola cuando hubiera decidido qué decir. Había que decir algo. Tenían derecho a un mensaje de su madre. Si la redactaba con precisión, podría evitarles un remordimiento que siempre sentirían aunque la culpa fuera mía. Oculto en el fondo de ese bolsillo exterior había otro, más pequeño y con cremallera, en el que guardaba sus fotos, tomadas cuando eran pequeños y cuando yo estaba llena de determinación.

En ese lugar secreto también había un recorte de periódico, con la impresión descolorida a lo largo de sus pliegues, que había arrancado de la edición parisina de la primavera anterior de The New York Herald Tribune. Mostraba a Coenraad siendo condecorado por el presidente De Gaulle. Este le sacaba una cabeza a mi amante, pero, al mirar con aquella firmeza más allá del hombro derecho de De Gaulle, que estaba agachado, Coenraad daba la impresión de tener la misma altura que el hombre que le estaba imponiendo la medalla. Supuse que los dos jóvenes y la joven que aparecían, más altos que los demás, excepto el presidente, eran los hijos de Coenraad, y que la mujer de aire aristocrático que estaba a su lado era su mujer. Ella, la mujer de Coenraad, de facciones delicadas, melena frondosa y tobillos delgados. Si Coenraad supiera que tengo esta foto, me exigiría que la destruyera, ya que no debe haber ninguna prueba que lo relacione conmigo.

Antes de salir, miré la habitación para recordar aquello a lo que tenía que regresar. La pequeña habitación estaba bien distribuida y contenía, con holgura, una cama doble, dos sillas, dos mesillas de noche, un gran tocador y tres lámparas. El televisor ocupaba un rincón entero y estaba colocado justo enfrente de la puerta, de modo que era lo primero que se veía al entrar. Se podía ver cómodamente mientras se estaba tumbado en la cama. Me planteé vivir en una habitación de hotel como esta, en la que pudiera entrar y salir pasando desapercibida, pero habría que cambiar las cortinas desvaídas de color mostaza y verde oliva, así como la colcha y la alfombra de pelo largo a juego. Por otra parte, en el momento en que uno piensa en mejoras, siempre afloran otros motivos de descontento, y entonces uno ya no quiere vivir allí. La alargada y anticuada ventana, sujeta, por lo que se veía, por una malla de diminutos hexágonos de alambre, daba a dos rascacielos, a la Canadian National Tower y a un trozo de lago.

A esa hora de la mañana, en todos los hoteles el ascensor automático se detiene en cada planta para recoger a hombres con trajes grises, camisas blancas y corbatas azules o granates, que huelen a lociones y pomadas, que agarran con fuerza sus maletines, que se agolpan unos contra otros y contra mí.

—La cantante esa tan sexy actúa de nuevo esta noche, ¿quieres ir?

—No. Creo que sobreactúa.

—Todo el mundo sobreactúa.

—Sí, bueno, pero ya la he visto una vez y con eso tengo más que suficiente.

Entonces, un momento antes de aterrizar en el vestíbulo, sus rostros, que desde el principio habían mostrado cierta irascibilidad, se demudan: unos segundos antes de que el ascensor se detenga, sus cabezas se inclinan hacia delante, sus pies se mueven. Ahí, en ese instante, en el King Edward, a las ocho de la mañana, me quedé sola en el ascensor durante todo el trayecto desde la decimocuarta planta hasta la principal. El vestíbulo estaba vacío salvo por un hombre que, luciendo un traje marrón y sentado en una gran butaca de cuero, miraba su puro y se lo llevaba a la boca lenta y periódicamente. Coenraad nunca fuma, ni siquiera por motivos profesionales.

Fue un alivio salir a la calle, a esa hora abarrotada de gente que iba a trabajar o que regresaba a casa después de un turno de noche. Fue un alivio, casi, verme asediada por los humos de los monstruosos camiones. Me detuve en el quiosco de la acera frente al O’Keefe Centre, leí los anuncios de obras de teatro y conciertos, y miré las fotografías de unos actores y unos músicos que desconocía. Solo voy al cine, ya que puedo meterme y pasar desapercibida en la oscuridad en cualquier momento. Fuera de la Union Station me vinieron a la memoria las imágenes de aquellos tiempos de guerra en que, a mis dieciséis años y apremiada por mi curiosidad de voyeuse, iba los sábados, los domingos y los festivos a ver las despedidas y los rencuentros llorosos. Recordaba especialmente a los niños. Con los ojos fulgurando de miedo, revoloteaban cerca del padre o la madre. Fingían estar orgullosos del equipaje y decían que lo vigilarían, guiados por la intuición de que donde hay posesiones, hay un hogar; de que no los abandonarían mientras permanecieran cerca de las maletas. Se me saltaron las lágrimas al contemplar mi actual soledad, similar a la de mi juventud; al igual que entonces, eran lágrimas de añoranza por un amante ausente.

En ese cabal instante creí descubrir cuál era el mensaje de Coenraad: la calle era Elm2 y el número de páginas del boletín botánico, cuatro, lo cual apuntaba a que el número de la calle era posiblemente el cuatro o el cuarenta o el cuatrocientos. De inmediato, la ansiedad dio paso a las acometidas del hambre. Al otro lado de la calle estaba el hotel Royal York, que tenía un aspecto tan formidable como en aquellos tiempos en que los grandes edificios me sobrecogían. Por culpa del intenso tráfico, me costó cruzar el amplio bulevar; en un momento dado, mientras los coches y los taxis circulaban a ambos lados, me hallé en una isla imaginaria donde reinaba la seguridad.

Enseguida vi que aquellos recuerdos traían consigo la memoria de miedos olvidados. Tuve la impresión de que me pedirían que abandonara aquel enorme y silencioso vestíbulo, con sus numerosas lámparas y su madera oscura, su moqueta de color rojo intenso sepultada bajo unos mullidos sofás y unas sillas. Entonces me llamó la atención un tablero situado en un extremo del largo mostrador de recepción. Había en este una secuencia numérica, probablemente los números de las habitaciones, y, sobre algunos de ellos, una pequeña luz que parpadeaba a toda velocidad. Los mismos números sobre las ranuras de las teclas también se iluminaban. Así pues, de un vistazo, cualquiera podía saber de inmediato si tenía un mensaje o una carta. Por primera vez preferí lo mecánico a lo personal: la humillación de tener que acercarme servilmente a un empleado indiferente para comprobar, durante muchos días y varias veces a diario, si tenía noticias de Coenraad, esa forma de degradación quedaría obviada.

Aquí, como en todas partes, si no daba muestras palmarias de lo que se consideraba riqueza, posición o, cuando menos, respetabilidad, me sometía al escrutinio, directo e indirecto, de todo el mundo. No era el momento de imponerse. ¿Dónde está la cafetería?, pregunté. Y aquí, como en todas partes, la respuesta me produjo un evidente alivio: Debe bajar las escaleras, siga las señales. Las rotondas del sótano estaban iluminadas con luces fluorescentes en el techo y una práctica alfombra de círculos naranjas y rojos dentro de unos cuadrados de un estridente azul. Aquello confirmó mi teoría de que todas las alfombras de los hoteles del mundo entero eran naranjas o rojas, o una combinación de ambos colores, y que todas tenían motivos geométricos. El papel pintado de la cafetería era una réplica del suelo. En la entrada había un letrero apoyado en un soporte de suelo: «Por favor, aguarde su turno para sentarse».

Seguí a la encargada, que lucía, al igual que yo, un vestido negro y un collar perlas. Llevaba un taco de menús sujetos contra el pecho. La seguí mientras se abría paso entre unas mesitas cuadradas hacia la pared de enfrente y giraba a la izquierda. Vi que me llevaba a la mesa del fondo, junto al office, donde las camareras trajinaban haciendo ruido con las cucharas y llenando de agua los vasos. Llevo mucho tiempo abrigando la sospecha de que, cuando llego sola a un restaurante, me van a sentar justo al lado de las puertas batientes de la cocina o detrás de los cubos de la vajilla sucia. En cambio, cuando Coenraad y yo entramos en un comedor, hay un chasquido de dedos y una carrera para sentarnos a la mejor mesa. La encargada se detuvo ante una mesa cargada de platos sucios; había una colilla en el kétchup. Decidí dejar de pisarle los talones y retrocedí. Debió de intuir lo que para mí era una especie de rebelión, porque de repente se dio la vuelta y me condujo a un asiento junto a una ventana en el otro extremo. Dejó uno de los menús sobre la mesa antes de volver a su puesto detrás del letrero.

Delante de mí apareció un vaso de agua; a mi derecha se levantó la taza y se llenó de café caliente, incluso mientras leía la carta. Advertí que había alguien con un delantal blanco sobre un vestido azul, de pie junto a mi silla, probablemente la camarera, lapicero y libreta en ristre, pero vacilé a la hora de pedir. La verdad es que sentía que no debía estar allí. Hay algo impúdico en desayunar en público. Es como salir de la cama en una habitación llena de extraños. Sin perder de vista la cartulina impresa, pedí el desayuno número cuatro, que consistía en zumo, gachas de avena, huevos con beicon, tostadas, mermelada y café. Mi madre solía decir que un buen desayuno te ayuda a sobrellevar el día, sea lo que sea aquello con lo que tengas que lidiar. Todas las mañanas, con los ojos puestos en el reloj, se impacientaba por mi falta de atención; unas veces me instaba a comer más, y otras, a dejar de comer, pues por mi culpa llegaría tarde al trabajo. Cuando alcé la vista para pedir el desayuno, pensé que la camarera debía de haberse levantado muy temprano, antes del amanecer, con el fin de estar lista, toda repeinada y almidonada, y con los zapatos blancos limpios, para servirme a esa hora. Tal vez tuviera que llevar a un niño a la guardería de camino al trabajo. Veo a la madre y a la hija todavía somnolientas, ella tirando de la niña, a quien le cuesta un horror seguir el ritmo de su madre. Se montan en autobuses y en el metro, la niña subiendo y bajando arrastrada por la madre. Habrá un viaje de vuelta, en sentido inverso. En invierno volverá a oscurecer mientras regresan a casa: la madre cansada y caminando a paso no tan ligero, la niña hablando con su lengua de trapo, la madre sin escucharla, de suerte que lo que en ese momento es significativo para la niña de cuatro años desaparecerá de su memoria para siempre o quizás lo recordará en unos sueños que se le antojarán carentes de significado.

Cuando la mesa estuvo despejada, excepto la taza de café, que pedí que me rellenaran, extendí el mapa. El listado de calles aparecía en el reverso. Sentí que la confianza en mí misma se quebraba. ¿Cuál de las calles llamadas Elm debía localizar? No solo había dos calles Elm, sino un sinfín de lugares más: una cañada y una arboleda, una cima y un edificio, una plaza, un banco, una avenida, un valle, una mansión, un callejón y una carretera. Conté veintiséis en total. Saqué el boletín botánico con la esperanza de acertar con unas palabras o con una oración que revelaran una ubicación más precisa. El único lugar que se nombraba era Quebec. «La nueva variedad, conocida como “olmo de Quebec” por sus orígenes en L’Assomption, al norte de Montreal, resiste la plaga que acabará con el olmo americano». Pensé que Coenraad podría haberse equivocado al dirigirme a Toronto cuando, en realidad, quería decir Montreal. Sin embargo, dudar de su conocimiento de la geografía canadiense sería dudar de su persona: él es su obra, y su obra es, en cierto sentido, global. Cualquier ilusión que pudiera haber abrigado sobre mi capacidad superior para leer, interpretar y deducir se disipó ante la desesperanza expresada en aquella publicación científica. Entonces me vino al pensamiento la idea de que el amor no tiene nada que ver con la ciencia, y que aquel primer pálpito que había tenido era acertado. El mapa mostraba una calle Elm en el centro, al norte de Queen, entre Yonge y Bay, a poca distancia.

Mientras me bebía de un trago el último café y arrugaba el mapa, me preguntaba cómo podría esperar a Coenraad en Toronto. Para mí esta ciudad está minada con los artefactos explosivos de la memoria. En otros lugares espero a mi amante con cierta ecuanimidad porque sé lo que he de desear. Puedo esperar en cualquier sitio. He aprendido a sentarme, a quedarme quieta, a permanecer en silencio. Como, duermo y callejeo. Mientras espero, hago tiempo dando largos paseos. Dondequiera que esté salgo pensando que el aire me hará bien, algo que, desde luego, no sucede ni en Londres, ni en Ciudad de México ni en Los Ángeles, pero es una costumbre que tengo muy arraigada y camino creyendo que la excursión será saludable. No suelo utilizar mapas: no me preocupa perderme. Me desvío a cada paso de manera imprudente: aquí tuerzo a la derecha, allí tuerzo a la izquierda. Caminar en círculos se ha convertido en una destreza. Así evito la monotonía de limitarme a subir y bajar los bordillos.

Venecia me proporcionó un sinfín de desvíos, muchos de los cuales conducían a pequeños puentes curvos en los que me detenía exactamente a mitad de camino y contemplaba la vista desde ambos lados. En las ciudades europeas, siempre que salgo de la vía principal me topo con estrechas callejuelas empedradas. En Norteamérica es más difícil desviarse mientras se camina, ya que las calles están dispuestas en simples manzanas que a menudo solo conducen a una gasolinera o a un centro comercial. Los domingos, sin embargo, no suelo dar ningún paseo: los domingos me invade la desesperación. Me quedo en el hotel, en mi habitación o en el vestíbulo hasta que abren los museos. El domingo es un día familiar. Es el día en que marido, mujer e hijos salen a pasear, la hija menor al lado de su padre. En París, según he observado, el marido y la mujer dan un paseo cuando son mayores, el brazo de él enlazado con el de ella, y descansan en un café, donde piden deliciosos pasteles.

En otras ciudades camino durante horas por palacios y galerías de arte, bibliotecas y museos. En los edificios públicos me siento como en casa. Sus puertas, por ley, deben estar abiertas en días y horas determinados. Sus puertas, viejas o nuevas, tienen bisagras bien engrasadas y solo esperan un leve empujón o un ligero tirón para abrirse. Una vez dentro, estoy libre de toda responsabilidad: lo único que se me pide es que no fume ni escupa en el suelo.

Me rindo a la seducción del aire viciado y a las sutiles creencias de los difuntos. Se me invita a amar la Biblia de Gutenberg, el Guernica o un santo japonés de madera de alrededor de 1132. Me convierto en árbitro del gusto, en mecenas. Y soy libre de irme cuando mis ojos ya no pueden enfocar y mi mente ya no tiene preferencias.

Coenraad es incapaz de comprender el arte de la espera. A menudo, cuando estamos sentados en la cama, con nuestros hombros y piernas tocándose, me pregunta:

—¿Cuándo has llegado?

—Hace tres días.

—¿Y qué has estado haciendo?

—Esperar.

—Sí, pero ¿qué has hecho?

—Ya te he dicho que he estado esperando.

—Algo habrás hecho: comer, dormir, ducharte, ¿qué más?

—Caminé hasta el Louvre. Tomé el tren a Versalles.

No es consciente del ajetreo que supone esperarlo.

Para esperar es necesario estar pletórico de energía. Aunque estoy tranquila, me siento como si corriera todo el tiempo hacia un punto lejano, jadeando para respirar. Todo mi ser se esfuerza por llegar a ese momento en que él aparecerá. El tiempo se suspende; continúa su curso sin mí. Entonces, al verlo, en una fracción de segundo, la espera llega a su fin: los relojes comienzan su salvaje repicar, sus manecillas corren hacia la hora en que él volverá a salir por la puerta. Entonces, en el instante en que se marcha y cierra la puerta, en el instante en que vuelvo a estar sola, al ver la almohada vacía a mi lado, aflora ese exquisito anhelo de volver a estar con él. El anhelo comienza y termina mis días. En cuanto a Coenraad, comentó en una ocasión que, cada vez que estaba en peligro, se decía a sí mismo: Si salgo vivo de esta, nunca la abandonaré. Pero, por supuesto, lo hizo. Una y otra vez. Aun así, me he acostumbrado a esperar. No es tan malo: de ese modo siempre abrigo alguna ilusión.

A pesar de lo deprimente que se presentaba aquella mañana, bajo un cielo del color de la ceniza, la gente que se apresuraba a trabajar mostraba un brío y una vitalidad que me resultaban estimulantes. Los hombres estaban recién afeitados, el lápiz de labios de las mujeres estaba impecable, todos llevaban camisas y blusas limpias. Un impulso los llevaba hacia uno u otro edificio, en el que desaparecían con un entusiasmo que yo sabía que no podrían conservar más allá de la primera pausa para el café. La tenacidad persiste en sus empleadores de mediana edad, que por la mañana llegan una hora antes y se marchan una hora después de que ellos se hayan ido. Estas reflexiones me vinieron al pensamiento cuando empecé a pasar por delante de unos edificios que me eran familiares. Caminaba hacia el norte por Bay Street, en el lado este, manteniéndome a mi derecha. Al otro lado de la calle se habían producido muchos cambios. Se estaba levantando otro rascacielos. De la esquina de King Street había desaparecido la oficina del Canadian Pacific Railway and Steamship, donde, justo antes de la guerra, fui con mi madre a comprar un billete para navegar en un transatlántico de la compañía Cunard hasta Marsella. Viajé sola para ver a un padre al que no recordaba. En cambio, la Bolsa seguía en el mismo lugar. Volví a sonreír al ver su friso de robustos obreros perforando, cavando, martilleando. Ahora había un restaurante de pollo frito al lado.

Unos pasos más me condujeron al 335 de Bay Street, a la Herbert House, donde años atrás yo también entraba a esa hora de la mañana. Aquí, en el noveno piso, me pasaba escribiendo direcciones a máquina el día entero entre semana y hasta la una los sábados. La vista de la entrada art déco me hizo recordar el estado de ánimo de aquel entonces, una vaga infelicidad, no muy distinta de la melancolía que ahora me atenaza cuando estoy sola por las noches. Me detuve a mirar la ventana del sótano de la cafetería donde conocí a Max, pero ahora era una peluquería. Desde mi escritorio en la Herbert House alcanzaba a ver el cartel de enfrente, Savarin, con las letras dispuestas verticalmente a lo largo del letrero. Pasé muchas horas contemplando las grandes y redondeadas ventanas del Savarin después de que Max me llevara a cenar y a bailar allí una noche. Bajo una cúpula pintada de azul marino nos abrazamos toda la noche haciendo como si bailáramos. Bajo aquel mismo techo pintado, con sus rosetas de yeso, sus hojas de parra y sus guirnaldas, en una de esas mismas ventanas curvas, al cabo de un mes, la madre de Max me invitó allí un mediodía. El camarero me llevó a través de la pista de baile, durante el día abarrotada de mesas y sillas. Bordeando una balaustrada de hierro forjado y subiendo dos escalones, me condujo hasta una pequeña mesa donde nos esperaba la madre de Max. Nos saludó con una sonrisa y dio las gracias al camarero, cuyo nombre de pila conocía. Estaba sentada de espaldas a la ventana; su exuberante melena castaña, recogida alrededor de la cabeza, parecía un halo. La luz del mediodía me daba de lleno. Mirando en dirección a Herbert House, conté los pisos hasta el noveno (¿el vestíbulo contaba como el primero?) e intenté adivinar cuál sería la ventana de mi despacho, ¿la cuarta o la quinta desde el final? Recuerdo que traté de cortar por la mitad con un cuchillo un panecillo blanco y tierno. Permíteme, dijo la madre de Max, y partió el bollito delicadamente con los dedos y me lo devolvió. La mantequilla estaba dura y yo intentaba untarla a pegotes en aquella blanda masa. El asiento de la silla era profundo y, para alcanzar la comida, tuve que sentarme en el borde. Me comí los dos panecillos de una vez, sin mantequilla, hasta la última miga, para mostrar mi gratitud por su amabilidad.

La madre de Max me habló de la guerra, de los problemas sociales, de la amistad y de la juventud. De joven mi voz se proyectaba aún menos que ahora y mis meditados comentarios se perdían en el bullicio. Aunque no había mostrado mucho apetito durante el almuerzo —unas gambas al curry—, se bebió tres tazas de café solo. Al terminarme el plato, vi que se trataba de una delicada vajilla blanca con una cenefa de flores de color rosa. Cuando estudié sus facciones, descubrí que sus ojos profundos y melancólicos eran exactamente iguales a los de su hijo. Mi primogénito, dijo refiriéndose a Max con una sonrisa clavadita a la de él, dos sonrisas iguales incluso en sus enormes dientes delanteros y el resto mucho más pequeños y de diferente color. En aquel instante sublime, en el que reconocí que aquella era la —querida— progenitora de mi —querido— Max, en aquel preciso momento en el que habría caído a sus pies y la habría llamado «madre», comenzó a hablar de Maximilian, y sus palabras tuvieron el singular efecto en mí de que aquella pesada puerta se volvía a cerrar de un portazo en mis narices. No puedo citar literalmente sus palabras porque pierdo el hilo de los acontecimientos cada vez que oigo un portazo, pero creo que, en esencia, fue algo así: Maximilian tiene un gran porvenir y no pienso permitir que nada ni nadie se interponga en su camino, mucho menos personas como tú; es un idiota redomado por haberse enredado contigo, cree que está enamorado, está en edad de estarlo, personalmente no tengo nada en contra de ti, ni siquiera te conozco, es más: no tengo intención de hacerlo, no le convienes, tu entorno no es el apropiado, tu madre trabaja en una fábrica, vive con hombres que no son tu padre; cógete un pañuelo, de tela o de papel, o lo que encuentres en ese bolso barato que llevas: ya se te pasará; por si acaso estás pensando en algún ardid para verlo pese a todo, te lo digo ya: estoy dispuesta a hacer cualquier cosa para evitarlo, aunque tenga que mandarlo con su tío a Nueva York.

Nunca volví a ver a Max. Ni siquiera se me permitió verlo después de que su tío lo enviara de vuelta en una silla de ruedas: al tirarse al agua, se había estrellado con una roca sumergida y se había roto la espalda.

En ese momento, Bay Street era un hervidero de oficinistas que salían a última hora. Me sentí bien dejándome arrastrar por la multitud. Hice muecas para imitar los rostros que me rodeaban, cuyas expresiones no puedo sino describir como una mezcla de angustia e indiferencia. Cruzamos en bloque los semáforos de Adelaide Street y de nuevo Richmond Street. Los coches eran incapaces de hacer ningún giro contra nuestra sólida masa. Una ráfaga de viento en la esquina de Queen Street me obligó a resguardarme en un hueco de piedra gris. En ese lugar exacto hubo en el pasado una casa de empeños cuya puerta nunca se abría y a través de cuya ventana ennegrecida no se veía nada. Todo el mundo sabía que los dos viejos hermanos solterones, a los que nadie había visto nunca, rechazaron ofertas millonarias por su miserable tienda de la esquina. (Cuando nos obligaron a abandonar una casa declarada no apta para vivir tras haber perdido la batalla contra las cucarachas y las ratas, mi madre gritó: No quiero dejar mi palacete). En aquel resguardo que ofrecía la Simpson Tower se me unió la figura tambaleante de un hombre que, con una incipiente barba cana y los ojos entornados, murmuraba algo para sí mismo. Era un fantasma del mendigo de la Gran Depresión que iba a Child’s a por un plato de sopa caliente con la moneda que alguien le había dado. De buenas a primeras reparé en que, obsesionada como estaba por encontrar unos vestigios ya desaparecidos, había olvidado por qué vagaba por aquellas viejas calles. Había olvidado aguzar el ojo —el tercer ojo— para Coenraad. Miré al hombre que tenía a mi lado. Estaba dormitando apoyado en la piedra erosionada. Para darle una mejor oportunidad de desenmascararse, me alejé lentamente de la torre hacia la multitud congregada en la acera, sin dejar de observarlo. Los disfraces de Coenraad son tan variados e inventivos como los de los artistas en un baile de la facultad de Bellas Artes. Junto con los demás, esperé a que una policía soplara por el silbato y detuviera el tráfico para cruzar. Cuando llegué al otro lado, miré hacia atrás. El hombre había desaparecido. A lo mejor era un borracho que se había metido en Simpson’s para entrar en calor.

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