Kitabı oku: «Detective Malasuerte», sayfa 6

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¡Toma eso, Marlowe!

El amante del Duende se llamaba Ramón Higuera pero todos lo conocían como el Blanca Nieves, por canoso. No usaba Just For Men para no maltratarse el pelo, a pesar de que este se encontraba más muerto y seco que una momia enterrada en el desierto de Sonora. Su peinado era una mezcla de Don King con Albert Einstein y la novia de Frankenstein. Lo que el Blanca Nieves sí se teñía era el bigote y su uniceja. Esto lo hacía lucir aún más extraño.

El Blanca Nieves vivía en un castillo barroco de tres metros de ancho. Por sus pilares de mármol, sus molduras de yeso y su cúpula en el techo, la casa parecía más tumba de narcotraficante que casa. Afuera, en la banqueta, se encontraba un modesto anuncio de lámina soldado a un tubo de metal con un rin en el suelo como base. En el anuncio se leía Salón de Belleza Óscar. Saqué mi moneda y toqué con ella la reja de la entrada. No tardó en asomarse el Blanca Nieves embutido en una bata de dormir color rosa.

–¿El señor Ramón?

–Ramón Higuera —se presentó—, a sus órdenes.

–Soy el detective Tomás Peralta. Quiero hacerle unas preguntas acerca de Benito Esparza. ¿Lo conoce?

El Blanca Nieves dijo que no lo conocía.

–No me deja más remedio que hablar con la policía acerca del asesinato de Alfredo Medina —dije.

Ramón Higuera perdió color. Una mueca macabra se posó en su cara.

–¿Mataron a mi Burbujitas?

–Benito Esparza asesinó al señor Medina el pasado lunes tres de julio en su departamento.

El Blanca Nieves rompió en llanto:

–¡Voy a matar a ese desgraciado infeliz!

–¿Dónde está?

Ramón dijo que ignoraba el paradero del Duende y que tenía semanas que no lo veía. Enseguida me invitó a pasar.

–¿Quieres algo de tomar? Tengo Caribe Cooler.

–¿Qué es eso? —dije.

–Sidra de diferentes sabores. Tengo de durazno, manzana, kiwi y mandarina.

–¿No tienes cerveza?

–Light —respondió.

–No, gracias.

En el salón de belleza había espejos, estaciones de peluquería, posters con peinados ochenteros y el retrato enmarcado de un jovencito moreno, delgado y con ojos dormilones. El lugar olía a pie de atleta y pintura para el pelo. Ramón me ofreció una de sus tres estaciones para sentarme. Lo hice. Le dije que quería información acerca de la familia Bustamante.

–Si sus padres se enteran que Héctor es maricón, no le darán dinero. Esa familia es rica, sólo que, como son de Monterrey, son tacaños, marros, duros como la quijada de arriba, y casi no gastan.

–¿Qué sabes de su hermana?

–Sé que le dan ataques de sinceridad en los que acusa a su hermano de maricón, a su mamá de hipócrita mojigata y a su padre de abusar de ella. Por eso no la quieren. Compraron una casa para ella sola en la colonia Colina Frondosa y ahí la tienen encerrada.

Colina Frondosa es una colonia ubicada en la periferia de la ciudad. Al este de las fábricas. Tierra de nadie, básicamente. Los ojos redondos, grandes y tristes de Julieta llegaron a mí en forma de reminiscencia. No podía creer que tuviesen encerrada a esa pobre jovencita en medio de la nada. Le pregunté a Ramón el domicilio exacto de la casa de Julieta.

–Lo único que sé es que está en Colina Frondosa. La familia cuida mucho a la chica. Le tienen que enviar fotografías a la abuela que vive en Monterrey porque ésta la tiene contemplada en su herencia. Es su nieta favorita. Esta abuela es la que le dio el dinero al papá de Héctor para que pusiera su carnicería en el mercado Hidalgo.

–¿Por qué atacó el papá de Héctor al Duende? —dije.

–Benito cobra por cada cogida (los martes está al dos por uno) y Héctor tenía varias acumuladas. El otro día fue al mercado Hidalgo y le cobró a Héctor frente a su padre. A Héctor no le quedó más remedio que darle su Harley al Duende, como pago. Cuando el señor vio a Benito en la motocicleta de su hijo perdió los estribos y lo atropelló.

Le dije a Ramón que iría tras Rumpelstiltskin, y el Blanca Nieves se espantó tanto que brincó. Enseguida cogió mis manos y abrió mucho los ojos.

–¡No lo hagas! —me rogó—. Benito siempre ha sido violento, pero ahora es más peligroso que nunca.

–¿Por qué?

–Practica una religión muy rara.

Me puse en pie y cogí al Blanca Nieves de las solapas de su bata.

–¿Cuál religión? ¿Cómo se llama?

–El Ritual a Babalú…

–¿El Culto a Bugalú?

Ramón dijo que sí con la cabeza. Lo liberé y me dejé caer en la silla.

–La situación es más grave de lo que pensé —concluí.

–¿Por qué?

–Sandkühlcaán se alimenta de la lujuria del pecador y del sufrimiento del inocente. Es como obtiene su poder.

–¿Qué vas a hacer?

–Iré a la escuela de Héctor. Necesito la dirección donde tienen a esa jovencita.

Ramón entró en la trastienda de su salón de belleza, para cambiarse, porque quería acompañarme en mi investigación. El Blanca Nieves salió de la trastienda disfrazado de hombre (traje gris y corbata azul). Subimos al Monte Carlo.

–¿Conoces a don Antonio, propietario del Rainbow? —dije—. Él es mi cliente. Lo culparon por el asesinato de Alfredo Medina y ahora debo conseguir las pruebas necesarias para su liberación.

Afortunadamente, la línea de coches esperando cruzar al otro lado medía tan sólo dos kilómetros de largo. Esto es una gran fortuna si se considera que la línea de San Isidro es la garita internacional más transitada del mundo. Mientras avanzábamos a razón de tres metros por hora, bebimos un Clamato con camarón y pulpo. Los vendedores ambulantes caminaban entre los coches cargando crucifijos gigantes, alcancías de la Virgen de Guadalupe y zarapes con el logotipo de los Dodgers. El migra que pidió nuestras visas en la garita era idéntico a Manny Pacquiao. Quiso saber a qué parte de la Unión Americana nos dirigíamos. No le podía decir al filipino que estaba en medio de una investigación criminal porque eso significaría que estaría trabajando en los Estados Unidos y para eso necesitaba un permiso especial.

–A Seaworld – respondí.

–¿Qué harán ahí?

–Veremos a la ballena Keiko y el espectáculo de los lobos marinos.

–No parecen dos entusiastas de la vida marina. Parece más bien que van a trabajar.

–Jamás les quitaríamos sus preciados empleos a los buenos ciudadanos norteamericanos, oficial —dije.

El filipino vio con desconfianza mi sonrisa y la cara de Ramón y pidió que nos dirigiéramos al cobertizo ubicado a pocos metros de la garita, donde los migras llevaban a cabo su mentada second inspection. Otro tagalo revisó el Monte Carlo buscando droga. Esperamos por más de una hora hasta que nos dejaron ir. Durante el trayecto intenté pedir direcciones para llegar a la Universidad de San Diego, pero todos los gringos hablaban por celular mientras conducían y ni siquiera voltearon a verme. Como pude me las ingenié para llegar a la Escuela de Negocios. Todo el campus tenía fachada de misión española con edificios muy bonitos que parecían catedrales. La gran mayoría del alumnado estaba conformado por rubias piernudas y nalgonas. Los varones vestían playera y short. En la cafetería de la facultad sólo vendían comida sana.

–No te preocupes —le dije a Ramón—, yo disparo los tacos cuando regresemos a Tijuana.

Un cartel en el pasillo del edificio administrativo felicitaba a la generación egresada. Ahí se encontraba el nombre de Héctor Bustamante. Unos metros más adelante había una serie de fotografías de una obra teatral. Representaban el musical Vaselina. Ahí estaba Héctor Bustamante interpretando a Danny Zucco. En estas fotografías aparecía radiante, con sus ojos llenos de vida y su cazadora de piel.

–Se nos va Héctor, no puede ser —se lamentó un mexicano que vestía la casaca de los Padres de San Diego.

Le pregunté si lo conocía.

–Soy éste —respondió, señalando con su dedo a otro menso bailoteando, a unos cuantos centímetros de Héctor—. No sé qué va a ser de esta escuela sin él.

–¿Por qué? ¿Qué hacía?

–¿En qué planeta vives? Héctor ha sido el mexicano más buena onda que ha habido en esta universidad. Nos disparaba el desayuno a todos, no le importaba el dinero. Estaba bien loco, nada le daba vergüenza.

Quise saber si conocía a su hermana.

–No tiene —respondió.

¡Toma eso, Marlowe! Descubrí el móvil del crimen: la fotografía de Alfredo Medina jamás debió existir. Héctor le pagó al Duende para que fuera por ellas al departamento de Alfredo Medina y ahí fue donde lo encontré. ¿Pero con qué le pagó si todavía le debía varias cogidas? El develamiento del misterio cayó como una bomba que expandía los límites de mi ego. Fue así de fácil y lo logré por mi cuenta.

Un hombre se libera de sus cadenas cuando encuentra su verdadera vocación y yo encontré la mía: nací para convertirme en detective privado. Me sentí alegre y más ligero que nunca. Ahora sólo sería cuestión de relacionar a Héctor con Rumpelstiltskin. Mientras conducía de regreso por el Freeway 5 sonó mi Motorola. Era el abogado Zepeda. Contesté. Dijo que localizó el hospital donde estuvo Benito Esparza pero ya no estaba cuando él llegó. Salió antes que lo dieran de alta.

–¡Le dije que dejara de hacer lo que estaba haciendo! —le reproché.

Colgué. Como dicen, si quieres que las cosas salgan bien, tienes que hacerlas tú mismo.

–Tendremos que ir a casa de Héctor a sacarle la dirección de Julieta —dije.

–No te la van a dar. No se la dan a nadie. Tienen miedo de que los denuncien ante el dif.

De los Estados Unidos a México no se hace nada de línea. Nuestras autoridades te permiten el paso sin documentos a nuestro amado país. Para cuando regresamos a Tijuana, el calor disminuyó.

Me estacioné frente a la casa de la familia Bustamante. Puse el freno de mano porque la residencia se encontraba en una loma. Lo hago para no dañar la transmisión al pasar de parking a primera. Volví a tocar la reja con mi moneda. Nadie contestó.

Marqué al Motorola del abogado Zepeda y lo puse al tanto de todo, haciendo hincapié en el beneficio que significaría para el caso de nuestro cliente el conseguir el paradero de Julieta Bustamante. El abogado Zepeda pareció comprender mis instrucciones y nos despedimos. Tres cuartos de hora más tarde un taxi se estacionó frente a nosotros. ¡Vi en persona a Héctor! Éste iba acompañado de su madre, a quien ayudó a descender de la unidad. La señora tenía sus ojos hinchados de tanto llorar. Al menos ya no transpiraba tanto. Su mirada de madre abnegada se borró de su cara tan pronto me vio:

–¿Otra vez usted? ¿Qué se le ofrece?

–La dirección de su hija.

Mientras decía esto último pude notar la palidez en la cara de Héctor, quien para ese entonces había notado la presencia de su amigo Ramón pero no lo saludó. Hizo como que no lo conocía. La señora Bustamante quiso saber quién era la persona que me acompañaba.

–Amigo de su hijo —respondí, con una sonrisa cargada de malicia.

Los ojos de la señora se llenaron de cólera, dando paso a una mirada fulminante. La señora pescó la indirecta. ¿Cuál indirecta? Que a su hijo se le llenaba de agua la canoa; corría para tercera base; le gustaba el arroz con popote; mordía la almohada; le iba al Club América; le tronaba la reversa.

–No tienen idea de lo que pasa en esta casa. Sólo se guían por chismes y calumnias. No conocen a mi hija. No saben de lo que es capaz. ¡Lárguense! No voy a soportar calumnias ni chantajes —exclamó, antes de tomar a su hijo por el cuello de su camisa y arrastrarlo dentro de la casa, como si hubiese visto venir un tornado aproximarse.

El Blanca Nieves y un servidor nos quedamos solos frente a la casa de los Bustamante.

–Cómo me gustaría que esa vieja sangrona viera las fotografías que tengo de su hijo haciéndola de Shakira —dijo Ramón, con resentimiento.

Mi olfato de detective me puso en Modo Sam Spade.

–¿Que tienes qué?

–Fotografías de Héctor haciendo su show. Héctor es imitador. En las fiestas que hacíamos en mi casa imitaba a Shakira, a Thalía, a Paulina Rubio y a Madonna. Yo le prestaba los vestidos.

Resulta que, entre semana, Héctor era un estudiante popular en un colegio privado de San Diego, pero sábados y domingos travestía, entre asesinos y drogadictos, en los fondos más bajos de Tijuana.

–Vamos por esas fotografías.

Al sacar mi flamante Motorola noté que se encontraba apagado. Era posible que el abogado Zepeda hubiese llamado. Éste contestó cuando le marqué.

–Tomás, te he estado llamando.

–Abogado, el caso está resuelto. Tengo las pruebas, los testigos y el móvil del crimen. Necesito que pague la fianza del señor Bustamante. Estoy con usted en dos horas.

El tráfico de unas horas antes se diluyó y ahora transitábamos con holgura, a pesar de lo cual casi chocamos, y esto por mi culpa, ya que me distraje al pasar por una frutería cuyo nombre, Sandy, se encontraba rotulado en la fachada. El nombre de mi linda pollita me transportó a otro mundo, provocando que casi me estrellara con el coche circulando en el carril de enseguida. El leer el nombre de mi linda pollita al pie de una fotografía o incluso al escucharlo a lo lejos, revuelto entre conversaciones ajenas, hacía que mi corazón dejara de bombear sangre por un instante.

–Apúrate —le dije a Ramón, al llegar a su casa.

Al cabo de un rato el Blanca Nieves regresó con un sobre color manila. Dentro había un fajo de fotografías, las cuales me dispuse a examinar una por una. Ahí estaba Héctor disfrazado de Shakira, Thalía, Paulina Rubio y Madonna. En todas Héctor aparecía bailando, cantando y con un micrófono en su mano. Luego de estacionar el Monte Carlo vi al señor Bustamante salir de la comandancia. Me preguntó qué se me ofrecía. Lo cogí de las solapas de su abrigo.

–La dirección de su hija —dije.

–¿Quién crees que eres para venir a preguntarme acerca de mi familia?

Blandí el paquete de fotografías entregado por Ramón:

–¿Sabe usted qué es esto que tengo aquí?

–Lo único que me interesa saber es cuánto les debo por sacarme de la cárcel.

–Esto que tengo aquí son pruebas del talento de su hijo. Lo tengo convertido en Shakira, Thalía, Paulina Rubio y Madonna. ¿Cuál quiere ver primero?

Wilfrido Bustamante no mostró interés por las fotografías.

–Quizá les interese este material a los amigos de Héctor. Seguro que no le conocen esta clase de talentos.

La cara de Wilfrido se encendió y, esperando tomarme por sorpresa, se me fue encima con un sabanazo tan anunciado y lento que me fue imposible dejarlo entrar. Pude haber encendido un cigarro antes de evadir el golpe. Wilfrido Bustamante trastabilló en dirección a una patrulla estacionada cerca. Parecía tener dos encarnaciones enteras sin hacer ejercicio.

–¿Quiere las fotografías de su hijo en el internet? Si no, sólo dígame dónde está Julieta.

Sobrevino una pausa, la cual dio tiempo a Wilfrido para meditar. Ramón y el abogado Zepeda se encontraban absortos y sin perder detalle de la conversación, como un par de ancianas frente a su telenovela favorita.

–Necesito hablar con mi hijo a solas. Quiero que él me diga de frente si es verdad que es. Ya es mucha la gente que me lo ha estado diciendo. Debo escuchar lo que él me tiene que decir al respecto. En caso de que sí sea del otro bando entonces no me importa lo que le pueda usted hacer con sus fotografías. No tengo hijo. Me hago otro con mi señora, al cabo que para eso estamos —dijo el semental—. Es más, le doy el dinero que le corresponde para que se largue de la casa. Pero eso lo quiero resolver yo, nomás deme tiempo.

–No tengo tiempo.

–¿Tú qué tanto interés en mi hija? ¿Crees que es una santa?

–Creo que usted y su esposa son un par de cerdos.

–¡Con mi mujer no te metas!

Lo levanté en vilo sujetándolo del cuello de su camisa. Los que me conocen saben que soy capaz de hacer ese tipo de cosas. Le pedí la dirección.

–¿Piensas ir con la policía si te la doy?

Le aseguré a Wilfrido Bustamante que no iría a la policía.

–¿Para qué quieres saber entonces?

–Dame la dirección y no me debes nada, ni por las fotografías ni por tu fianza.

–Es en la colonia Colina Frondosa. Calle Geranios número 8506.

–Usted nos va a acompañar.

El abogado Zepeda, Wilfrido Bustamante y el Blanca Nieves subieron al Monte Carlo. El abogado Zepeda viajó en el asiento del copiloto. Volteé a ver a mis pasajeros por el espejo retrovisor:

–El señor sentado a su lado es amigo de su hijo —dije—. Estoy seguro de que no lo conocía.

Wilfrido se separó lo más que pudo de Ramón pero como no había mucho espacio en el asiento trasero ambos hombres siguieron apareciendo en mi retrovisor.

Descenso al Inframundo

Conduje por un bulevar desolado que conectaba a Tijuana con los parques industriales ubicados al este de la ciudad. Salí por un sendero de tierra y enfilé el coche hacia el sureste. Colina Frondosa debió llamarse Valle de Sombras, ya que se encontraba en una cuenca donde no había un árbol o flor en pie. Sólo cadáveres, mala hierba y obra negra. Por la niebla y por la grisura de ésta, lucía como un paisaje salido de alguna pintura de Remedios Varo. El lugar me daba mala espina. Me hizo recordar las palabras de mi madre, “no vayas al Valle de las Sombras”. Una macabra premonición se apoderó de mí. Imágenes de muerte y descomposición pasaron por mi mente, llenándome de terror. Continuamos nuestra marcha por terreno hostil hasta una construcción fincada en una hondonada. Descendimos del coche. Mi corazón dio un vuelco cuando noté el Ojo de Sandkühlcaán pintado con sangre fresca en la puerta de la entrada, el mismo ojo pintado en la sala de Alfredo Medina. Wilfrido Bustamante quiso saber qué significaba el dibujo.

–El símbolo de una secta pagana —musité.

¿En qué te estás metiendo, Malasuerte?, me dije. Sal de ahí, agregué en mi mente. Pero no me hice caso. Mi olfato de sabueso tomó nota del rastro de motocicleta sobre la tierra. Le pedí a Wilfrido que sacara su llave.

–Le traigo comida todos los días —aclaró.

Reinaba un silencio digno de la superficie lunar. El sonido de la llave del señor Bustamante abriendo el candado destacó como un juego de ollas cayendo sobre un piso de mármol.

–Hija —llamó Wilfrido—, soy tu papá.

No hubo respuesta. La casa alojaba una oscuridad a la cual intenté poner remedio con mi encendedor. Sólo el señor Bustamante y un servidor nos adentramos en la casa. Escuchamos un gemido y un palo hacer un ligero redoble contra el piso. Una mano procedente del inframundo sujetó la mía.

–¡Mamá! —dije, con la virilidad de Juan Gabriel.

El engendro se encontraba fuera del radio de luminosidad emitido por la llama de mi Zippo.

–¡Suéltame! —le rogué.

En lugar de liberarme, la mano del monstruo me sujetó más fuerte. Alumbré hacia abajo y vi una masa sanguinolenta donde debió estar una cara.

–¡Julieta! —berreó Wilfrido.

Lo que hacía elegante el rostro de Julieta era su cara alargada y prominencias tales como su nariz recta y sus pómulos bien definidos. Estas prominencias fueron achatadas por los puños del Duende y la cara, antaño alargada, lucía ahora redonda. Sus ojos grandes quedaron reducidos a dos puntos blancos, cargados de terror, detrás de una carne cruda y escarlata. La jovencita echaba de menos todos sus dientes frontales. Su cara evocaba la de todos mis muertos. Mi valentía me traicionó y me vi forzado a cerrar los ojos para dejar de ser testigo de aquella visión blasfema. Quería correr pero mis piernas se encontraban paralizadas por el miedo. Creí que moriría de terror. Los vientos de Santa Ana silbaban a través de las ventanas, como brujas en aquelarre. Escuché un cuerpo desplomarse. El palo de madera volvió a sonar con un ligero redoble. Julieta se desplazaba a rastras, agonizante, negándose a admitir la infame despedida que este mundo le hacía, al morir alojando un palo de escoba dentro de una de sus cavidades. Aquél era sin duda el sello definitorio del vulgar sadismo de su victimario. Sobra decir que en una zona tan alejada de la civilización como Colina Frondosa, la ambulancia llegó demasiado tarde, tanto para Julieta como para su padre, fallecido de un paro cardiaco a su lado, lo cual me pareció un raro despliegue de justicia divina. Sucedió precisamente lo que temí todo ese tiempo. Las huellas de la Harley en la tierra aledaña a la casa de Julieta prácticamente me lo habían anunciado.

–Rumpelstiltskin hizo otra vez de las suyas —opiné.

–¿Cómo sabes que fue él? —dijo el abogado Zepeda.

Señalé la tierra.

–Por las huellas de la Harley. Además: el candado de la entrada no fue forzado. Héctor le pagó al Duende por el asesinato de Alfredo Medina con la llave y la dirección de la casa de su hermana, para que hiciera con ella lo que él quisiera.

El sonido de las sirenas anunció la cercanía de los judiciales. Las torretas pintaron de azul y rojo el horizonte. Las patrullas levantaron una gran tolvanera. Los agentes pronto llegarían a bombardearnos con sus preguntas.

–¿Cómo esperas que demuestre que Héctor ordenó la muerte de Alfredo Medina?

–Por medio de las fotografías de Héctor disfrazado de Shakira, Madonna y Thalía. Héctor le prometió al Leprechaun que le terminaría de pagar por las cogidas a cambio de que éste fuera en busca de las fotografías al departamento de Alfredo Medina, cuando, en realidad, quien las tenía es este señor de aquí —indiqué, señalando a Ramón—. Encima de eso están las fotografías de Julieta, quien nadie conocía. Alfredo Medina era un chantajista. Jugaba con fuego… hasta que se quemó.

–¿Qué piensas hacer ahora, Malasuerte? —dijo el abogado Zepeda.

–Necesito ir a Sonoloa —respondí—. Tengo asuntos pendientes qué resolver allá.

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Litres'teki yayın tarihi:
04 mayıs 2025
Hacim:
524 s. 7 illüstrasyon
ISBN:
9786075279480
Yayıncı:
Telif hakkı:
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