Kitabı oku: «Detective Malasuerte», sayfa 5
Más o menos un primer caso
El trabajo de cadenero en el Rainbow no era nada fácil. Por ejemplo, llegaba un niño güerito a quien le acababa de decir su mamá que se veía guapísimo, con su loción apestosa, su cutis de bebé y su camisa a medio abotonar enseñando un pecho lampiño, y luego se paraba cerca de mí, esperando que lo dejara entrar. Nomás por bonito. Pues no. Para guapos, yo. Todavía me encontraba dolido por el desprecio que sufrí el día que me contrataron. Me estaba desquitando. Me sentía como el rey de la noche, con toda esa gente suplicándome y humillándose, y yo bien pedante, esperando que alguien tumbara la cadena para darle uno bien dado.
¿Recuerdan al metrosexual con la esposa operada de las chichis? Su nombre era Braulio. Él sí consiguió el puesto de stripper y me hablaba de tú, el muy igualado. Me vino a ver a la entrada del Rainbow.
–Tomás —me dijo, con su voz de maricón—, don Antonio me mandó a hablar contigo.
Pinche fortachón que estaba hecho. Con aquellos músculos inútiles que tenía, parecía que podía destrozar el mundo de un chingazo. Me pedía favores a cada rato, como si estuviera a su disposición:
¿Me acompañas a la salida porque me quieren pegar? / ¿Vas por mi moto y me la pones en la entrada? / Protégeme de ése que dice que le bailé a su esposa. / Ése me vio feo.
Ahora me venía con otra solicitud:
–¿Te acuerdas de la fiesta en casa de don Antonio? Estábamos en la sala cuando partió el pastel. Tú estabas afuera, fumando. El caso es que don Antonio sopló las velas y de la emoción me dio un beso. Clarito sentí el flash de una cámara fotográfica y seguro le llevarán las fotografías a enseñar a mi señora.
–¿Tu hembra alfa sabe que te gusta el arroz con popote? Que le vas al América; que se te llena de agua la canoa; que te truena la reversa.
Braulio dejó escapar una risita de nervios.
–Ay, cómo eres. A mí me gustan las mujeres.
–¿Qué quieres que haga?
–No, yo no quiero. Son órdenes de don Antonio.
–Bueno, ¿qué quiere don Antonio que haga?
–Que vayas con este señor y lo amenaces si no te da las fotografías.
–¿Por qué no le quitaste la cámara?
–Acuérdate que andaba bien borracho y me valió. No le di importancia. Hasta hoy.
Subí a la oficina de don Antonio. Éste me esperaba en su escritorio.
–Es para que se calme —dijo—. Es que no deja de chingar. Está histérico. La vieja sospecha pero ella cree que la engaña con mujeres. El fotógrafo es amigo mío. Le he estado marcando y dejándole recados en el buzón pero no me contesta. Nomás quiero que vayas a su casa y le pidas las fotografías. Primero de buena manera y luego, si se te pone difícil, a chingazos. Si te lo da todo de buena manera le dices que luego me pongo bien con él, que venga para acá y le voy a dar lo que le corresponde. Tú no harás tratos, yo haré eso. Si no te da las fotografías, entonces te lo chingas hasta que las saque. ¿Entendido?
–Lo que me pide es un trabajo para un detective privado.
–Fuiste policía, ¿no? Todos los detectives privados empezaron siendo policías.
Me sentí halagado por el comentario de don Antonio.
–¿Tiene la dirección? —dije.
Don Antonio me extendió un papel con un domicilio escrito con letra afeminada.
–Es en el edificio Comala. El sujeto se llama Alfredo Medina.
Fue así como recibí mi primer caso.
Aliados, enemigos y más pruebas
Me levanté a las tres de la tarde, como siempre, con el pie izquierdo. Por más que quiera, nunca he podido evitarlo. Me acosté a las siete de la mañana de ese mismo día un poco pasado de copas. Luego de cerrar, los empleados del Rainbow jugamos unas partiditas de póquer en la bodega. Como todos estaban al tanto de mi mala suerte, no dejaban pasar la oportunidad de despelucarme cada quincena. Me salió una mala baza tras otra.
–Ese putito que te cogiste te está saliendo caro, Malasuerte —me dijo un mesero que creía eso de que son siete años de salación por sacar barro.
–No saco barro porque me embarro —cité a Shakespeare.
Decidí ir por la noche a la casa del jotógrafo, para darme tiempo de aliviar mi cruda. Tenía a mi boticario de cabecera. Fui y toqué a su puerta. El equipo de sonido reproducía el disco La gran fuga, de Willie Colón.
–Hola, vecino —saludó, sacudiendo el bote—. La música, ¿verdad? Le bajo, no se preocupe.
Le pregunté si no tenía algo para el dolor de cabeza. El boticario nazi fue a su cama, debajo de la cual sacó un maletín de piel color negro. El boticario nazi jarocho extrajo dos timbres postales con la cara de Cantinflas y me los entregó.
–No dije que quería enviar una carta sino que desaparezca mi dolor de cabeza.
–Chupe uno de esos timbres por un rato, no se lo trague, y Cantinflas se encargará del resto.
–¿Qué es?
–Se llama ácido lisérgico. Lo estoy moviendo en la farmacia —bajó mucho la voz, como si hubiese agentes de la DEA cerca—: por mi cuenta. La dosis que le acabo de dar es de cortesía.
–¿Es buen remedio contra la resaca?
El boticario nazi dijo que sus timbres eran un estupendo remedio contra la resaca.
–¿Chupo los dos timbres?
–Nomás uno. El otro es por si se le vuelve a ofrecer. Uno nunca sabe.
Le agradecí el detalle y regresé a mi cuarto. Me eché un timbre de Cantinflas a la boca. Lo chupé y lo chupé por varios minutos. La jaqueca no desaparecía. Me eché el otro timbre a la boca y salí a la calle con todo y mi dolor de cabeza invencible. Compré un ToniCol y unos cigarros en la tienda. Eran las siete de la tarde cuando iba camino a casa del jotógrafo. La luna se puso roja y el cielo morado. El taxista usaba gafas oscuras y tenía cara de cerdo, lo cual me espantó un poco. No es cosa de todos los días ver a un cerdo de corbata negra, camisa blanca y gafas oscuras conduciendo un taxi. Incluso hacía oing-oing, en lugar de hablar. Lo bueno es que entendió mis indicaciones. Además, la resaca desapareció. Le prometí a don Cochi cien pesos extra si me esperaba afuera.
–Oing-oing —dijo, lo cual interpreté como un nomás no te tardes mucho, Malasuerte.
El jotógrafo vivía en el segundo piso del edificio Comala. Sobre las baldosas de terracota había macetas de barro con helechos y galateas. Las macetas se encontraban resguardadas por un gnomo, una lamia, un tecolote, una arpía, un mono y una gárgola de piedra. La reja de la entrada contaba con un buzón color verde. Al lado se encontraba el timbre. El cielo seguía morado y la luna ensangrentada.
–¿Qué se le ofrece? —dijo una hechicera de ojos amarillos y piel de caimán, parada del otro lado de la reja negra de hierro forjado.
–Vengo con Alfredo Medina —dije, controlando mi pánico.
–¿Es del periódico?
–No. Alfredo tomó unas fotografías en la fiesta de mi patrón. Vengo a recogerlas.
Aún no terminaba de decir esto cuando supe que cometí una imprudencia. ¿Acaso Sam Spade vomitaba toda la información a las primeras de cambio? ¿Acaso Philip Marlowe no sabía el inmenso valor de mantener el pico cerrado de vez en cuando? ¿Acaso jamás aprendería? Esa necesidad de hablar por hablar es lo que nos tiene tan amolados a los mexicanos… pero ya me estoy saliendo del tema.
–Un amigo suyo le dejó una carta en el buzón —dijo la bruja con piel de víbora—. ¿Se la podría entregar? Ya no puedo subir escaleras. Lo dejo pasar porque se ve buena persona. Nunca dejo entrar a nadie.
Le agradecí a la abominación su confianza. La hechicera me entregó la carta dirigida a Alfredo Medina y entró a su departamento que estaba en el primer piso. Un temblor sacudió a la ciudad mientras subía las escaleras. Un terremoto, mejor dicho. Los escalones se expandían y contraían como si estuviesen hechos de chicle. Intenté gritar con todas mis fuerzas pero descubrí que mi lengua no se encontraba conectada con mi cerebro. Subí arrastrándome. Al llegar al segundo piso el temblor terminó. Toqué a la puerta. Nadie respondió. Lo intenté otra vez y nada. Decidí esperar en el primer escalón del segundo piso. La planta baja me parecía un precipicio inconmensurable desde donde subía una niebla que lo envolvió todo. El gnomo, la ninfa, el tecolote, el mono y la gárgola abandonaron sus posiciones al lado de las macetas y se acercaron a mí. La trepadora creció de tamaño y me atacó con plantas carnívoras. Dentro del departamento de Alfredo Medina, un equipo de sonido reprodujo la versión de “Monkberry Moon Delight” interpretada por Screamin’ Jay Hawkins. Supuse que Alfredo Medina esperó a que me fuera para poner su música. En tal caso, al asomarse por la mirilla no hubiese visto a nadie, en tanto que me encontraba sentado en el rellano de la escalera. Insistí con más fuerza. Nadie me abrió. Para ese entonces la demoniaca planta trepadora y las criaturas infernales habían llegado hasta mí. El gnomo, la arpía, el mono, la lamia, el tecolote y la gárgola. Mantenía a raya a estas apariciones diabólicas a punta de patadas. El gnomo se hizo pedazos al estrellarse contra la puerta del departamento 203, sin embargo, para mi horror, sus muchas piececitas y astillas se unieron por voluntad propia y sin Kola-Loka de por medio. Fue tal mi desesperación que tumbé la puerta de madera, como si ésta fuese de cartón. Me abalancé hacia el interior del departamento 201, donde ya me esperaba un duende sonriente, de metro veinte, vestido de verde y con un cuchillo en su mano. La hoja de metal penetró mi vientre como si éste estuviese hecho de mantequilla. Rumpelstiltskin mantuvo su sonrisa y su cuchillo ensartado en mi panza, mientras me decía:
–Te esperaba, Malasuerte. Mucho gusto, soy tu némesis. El duende de la buena fortuna; el trébol de cuatro hojas; la pata de conejo; la herradura de esta ciudad. Sandkühlcaán me envió para deshacerme de ti.
“Monkberry Moon Delight” dio paso a “Willie the Pimp”, de Frank Zappa, a un volumen ensordecedor. Cada palabra del Capitán Beefheart taladraba mi cabeza. Se hizo una explosión y el Leprechaun desapareció como ninja, dejando su fierro en mi panza y una nube de hedor azufroso. Dentro del departamento había un Ojo de Sandkühlcaán pintado con sangre y un fiambre: el fotógrafo Alfredo Medina.
–Estás maldito de por vida, Malasuerte —dijo la hechicera—. ¡Tienes el color del diablo en tu pelo! Tu madre debió dejar que te estrellaran contra las piedras.
No quise escuchar más. Salí del edificio de departamentos con el cuchillo ensartado en mi panza y le pedí al cerdo que me llevase al Sanatorio San Francisco.
–Oing-oing —dijo el taxista.
Los judiciales encontraron las fotografías comprometedoras en casa de Alfredo Medina y la hechicera me identificó como empleado de don Antonio. Éste y Braulio fueron acusados de asesinato. Tanto el Sindicato como la policía me buscaban. Mi cara estaba en todos los periódicos y noticieros locales. El médico en jefe informó al propietario del Rainbow que me encontraba en su hospital. La bilis abrió mi herida. El abogado Zepeda me pidió que no hiciera más corajes.
–Cómo quiere que no me enoje —dije—, si por salvar a un par de maricones terminé con un puñete en la panza y señalado como sospechoso de asesinato. Qué necesidad tenía de meterme en este enredo.
–Don Antonio te va a compensar por todo. Por lo pronto, necesito que le hagas otro favor.
Dije que no y que sólo me interesaba mi compensación.
–Don Antonio te tiene ley. Si le haces este favor vas a tener capital para abrir tu despacho de investigación privada.
–¿Qué quiere que haga?
–Que encuentres al sujeto que te hirió.
–¿Rumpelstiltskin?
El abogado Zepeda puso cara de no entender de lo que le hablaba y dejó caer sobre mi cama un sobre color manila.
–Éstas son copias del paquete de fotografías encontrado en el hogar de Alfredo Medina. Ahí está la fotografía de don Antonio besándose con Braulio. Tomás, ¿estás seguro que tú no mataste a Alfredo Medina?
–Ya te dije que fue un gnomo. Parecido al duende del Lucky Charms.
El abogado Zepeda volvió a ignorar mi referencia al duende, abrió su maletín y sacó un fajo de billetes, el cual me entregó.
–Ahí hay diez mil pesos que te pueden servir para iniciar tu investigación. Necesito que me tengas al tanto.
El abogado Zepeda cerró su maletín y salió de la habitación. Tomé el paquete de copias y las inspeccioné. La primera era la fotografía de Braulio besándose con don Antonio. De ahí encontré más fotografías del cumpleaños de don Antonio. Después seguía un bautizo, una fiesta de quince años y un festival en una escuela para personas especiales. En este último conjunto de fotografías los alumnos posaban junto a sus familias mostrando lo que parecían ser los frutos de todo un año en el taller de manualidades: canastas de mimbre; manteles bordados; acuarelas; figuras de escayola; ollas de barro. Primera casualidad digna de notar: ¡la profesora era mi vecina! Siete fotografías fueron dedicadas a una joven de semblante triste que aparecía acompañada por lo que parecían ser sus padres y un hermano con dientes de castor y cuerpo de oso panda. Su mesa exhibía una carpeta de estambre. La madre era obesa, con cara de polvorón, de tan maquillada, y un semblante de madre abnegada que se iba a ir al cielo. Estuve un rato observando este grupo de fotografías. Intentando capturar cada detalle, como buen detective que soy. Retrocedí varias fotografías hasta llegar a la que fue tomada cerca del escudo escolar. Las siglas del instituto eran C.E.C.A.T.E.: Centro Especial de Capacitación Técnica. Al parecer, tendría que pedirle perdón a Gladys Muñoz.
En la tienda de discos La Ciruela Eléctrica pregunté por un cantante de voz chillona que se hacía acompañar por una guitarrita aún más chillona y que cantaba acerca de la posibilidad de un mundo mejor, más justo, sin explotares ni explotados. Compré todos los discos disponibles, los metí en una caja de cartón, envolví ésta en papel para regalo color rosa y agregué al paquete un bouquet floral y una tarjeta con un osito pidiendo disculpas. Le llevé todo esto a la profesora, quien al principio me miró con desconfianza pero cuando vio lo que había dentro de la caja me abrazó y me llenó de besos.
–Estaba muy estresado —dije—. Por eso le grité.
–No te preocupes —me tranquilizó Gladys Muñoz—. Pero pásate —agregó, haciéndose a un lado para permitirme el paso.
Me invitó a sentarme en una silla de plástico. Mi compromiso con el caso que tenía entre manos y con mi oficio de detective era tal que soporté media hora de esa maldita música del demonio, el empalagoso hedor de una varita de incienso y una taza de té para adelgazar que sabía a orines —la maestra no bebía café porque era hipertensa ni cerveza porque era malo para su yoga—. El trovador ahora berreaba acerca de un unicornio azul que se le perdió y no encontraba. Su voz chillona taladraba mis oídos. Los arreglos musicales eran cursis pero la letra lo era aún más. Lo bueno que no llevaba mi cuete conmigo o me hubiera volado la tapa de los sesos de un plomazo para terminar mi sufrimiento. Gladys comía un plato rebosado de pura alfalfa porque estaba a dieta. Eran como dos kilos de pura alfalfa. Gladys decía que estaba muy buena y me ofreció un poco. Iba a decirle ni que fuera conejo para comer ramitas, pero dije que no cortésmente. Había un tapete de yoga en el piso.
–¿Qué te parece la música?
–Al sujeto se le perdió su unicornio azul. Sólo quiere encontrarlo. No veo nada de malo en ello.
–Sus canciones son muy profundas. Tienen significado, no como esa música hueca y ruidosa que oyen los de Sonoloa.
–Soy de Sonoloa —dije.
Gladys dejó escapar una risita de nervios.
–No lo decía por ti. ¿Qué tal está el té? —me cambió de tema—. Es de una planta llamada yiaogulan. Un amigo gay de mi clase de yoga fue a Vietnam de mochilazo, para meditar, y me trajo estos sobrecitos. Es muy bueno para el colesterol y la presión arterial.
–Está delicioso —expresé, con mi gran bocaza.
–Déjame te sirvo un poco más.
Quise levantarme para impedir que Gladys Muñoz me sirviese más de su bebida repugnante pero fue demasiado tarde. La profesora de manualidades en la escuela para alumnos con habilidades especiales era rápida. Quizá porque hacía yoga y eso la hacía muy elástica. Me rellenó la taza. Me la debía beber para obtener lo que buscaba. Había frente a mí una imagen en 3D del dios Brahma, cuyas cuatro cabezas me veían directamente a los ojos, mareándome aún más que el té con sabor a orines. Sobre el televisor un Buda de porcelana me sonreía de manera burlesca. No había ningún crucifijo en toda la estancia. Maldita hereje, pensé. Un pequeño librero se encontraba colmado de títulos de Paulo Coelho, Osho, Deepak Chopra y Brian Weiss. Quería largarme de ese lugar cuanto antes. El suelo se movió bajo mis pies. Veía dos Gladys. Actué torpemente. De mi cazadora de piel café extraje las fotografías tomadas en la escuela para alumnos con habilidades especiales. Fui al grano:
–Gladys, ¿conoces a esta jovencita? —dije, señalando a la chica frente al mantel.
La desconfianza invadió la cara de Gladys Muñoz. Quiso saber de dónde saqué la fotografía. La profesora de manualidades se sentó de manera erguida, tensa. No sé si fue el maldito unicornio azul, el té de Vietnam, la varita de incienso o la imagen en 3D del dios Brahma, pero no pude más. Lo solté todo sobre el tapete de yoga: el té vietnamita y el caldo de pollo que me dieron en el hospital, además de unas papas fritas que compré en la tienda de la esquina.
–¡Tomás! —exclamó Gladys Muñoz, sosteniéndome para que no cayera desmayado sobre mi propio vómito.
La profesora de manualidades era fuerte. Tenía espalda de luchador. Incluso más ancha que la mía. Me llevó cargando a su cama y, por alguna razón, procedió a quitarme la ropa. Temí que me fuese a violar. Pensé: la voy a preñar, me obligará a casarme con ella y me llenará de té asqueroso y de unicornios azules por el resto de mis días. ¡Despierta, Malasuerte!
–Estoy bien —aseguré, subiéndome los pantalones y abrochándome el cinturón—. Voy a limpiar el cochinero que hice.
–No te preocupes. Yo lo haré.
–Entonces me voy.
–Creo que necesitas un médico.
–Necesito ir a la escuela para indagar el domicilio y el nombre de la jovencita.
–¿Por qué?
–Trabajo para el hombre que tomó esas fotografías y ahora las debo entregar a su familia.
–¿Por qué no me dijiste eso antes?
–Te lo iba a decir antes de guacarear sobre tu tapete.
Gladys fue al clóset por un bolso de cuero lleno de expedientes.
–El nombre de la muchacha es Julieta Bustamante —dijo—. Se le diagnosticó asperger. Su familia tiene una carnicería en el mercado Hidalgo.
La profesora de manualidades extrajo el expediente de Julieta Bustamante y me lo entregó. Ahí venía la fotografía de la jovencita, su nombre, sus calificaciones en el taller de manualidades, su domicilio y su número telefónico. Le pregunté a Gladys si me podía quedar con el expediente. Dijo por supuesto. Como pude, me paré con el expediente bajo el brazo. El suelo seguía moviéndose. Me tambaleé. Me preguntó cómo me sentía. Dije que me sentía bien.
–No luces muy bien. ¿Quieres más té?
–¡No! —grité.
Mi grito hizo que Gladys Muñoz brincara del susto.
–Me siento bien. De hecho, me tengo que ir.
Al salir del departamento de Gladys Muñoz noté que había más cocineros que de costumbre fumando afuera de mi habitación. Permanecían callados, recargados sobre el barandal del segundo piso de mi vecindad. Supuse que tenían un pedido importante que entregar. Al verme, uno de los cocineros entró al laboratorio. Ingresé a mi cuarto y me acosté en mi cama, esperando que el suelo dejara de moverse. El olor de mi pieza me dio una buena acogida. Olía a persona civilizada. Es decir, a sobaco, a flatulencia y a humo de tabaco. Nada de incienso ni tés vietnamitas. Por fin descansé. A los pocos minutos alguien tocó a mi puerta. Era el boticario nazi. Me dijo que la policía judicial estuvo en mi cuarto.
–Venían por usted —dijo, con su eterna chiripiorca salsera—. Entraron a su cuarto. Si sigue metiéndose en problemas con la ley voy a tener que pedirle que se vaya de la vecindad. Ahora tengo que tener gente afuera para que nos eche aguas cada que venga una patrulla. Ya tuvimos dos falsas alarmas en las que tiramos todo el producto y…
Cerré la puerta en la nariz del boticario nazi jarocho. Fui al clóset en busca de la cámara fotográfica que todavía no terminaba de pagar. Para mi fortuna, la Canon seguía ahí.
Dormí el resto de la tarde y toda la noche. Llegué de madrugada a Tortas y Jugos El Yuca. El exboxeador barría la entrada de su negocio. Una patrulla de la municipal pasó por la calle, a vuelta de rueda. Sus tripulantes no me reconocieron ya que tenía mi famoso pelo rojo cubierto por medio de un fedora café. Mi camisa tampoco se veía ya que se encontraba bajo una gabardina color caqui. Salí de las sombras. Le pedí su Monte Carlo. El Yuca brincó debido a que lo agarré desprevenido.
–Malasuerte, me vas a matar del susto. ¿Ya te dieron de alta?
–Ya y tengo un caso muy importante que resolver —dije.
El Yuca fue con su esposa, que estaba dentro del local, y al cabo de un rato regresó con las llaves de su Monte Carlo. Prometí regresárselo en un par de días.
La casa padecía ese mal gusto que sólo el clasemediero de provincia es capaz de ejecutar. Toda la fachada estaba saturada de elementos discordantes. Contaba con jardineras enmarcadas con piedra caliza y balcones desproporcionados. Había piso de mármol en la cochera y sensores para impedir que los ladrones entraran y se llevaran la computadora y el televisor. Toqué a la reja con mi moneda de diez pesos. Abrió la puerta la mujer con cara de abnegación. Tenía ojos de borrego a medio morir y manos regordetas que parecían estar rezando. Su vestido parecía mantel de cenaduría psicodélica. Tenía el pelo húmedo y una capa de maquillaje se esforzaba por contener un deslave de sudor que correría por su cara redonda. A pesar de que no hacía demasiado calor, la señora sudaba como un marrano. Todo su aspecto era estresante. Lucía como un mimo psicodélico con sobrepeso. Le di los buenos días. Pregunté por la señorita Julieta Bustamante. La mujer quiso saber qué se me ofrecía. La abnegación desapareció de su cara de polvorón. Se puso rígida. Entré en personaje. Me convertí en funcionario de la Secretaría de Educación Pública.
–Vengo del Centro Especial de Estudios Técnicos. Me enviaron para buscar la manera de resolver el problema de ausentismo que impidió que su hija completara el curso de manera satisfactoria.
La abnegación regresó a la cara de polvorón. Sus manitas regordetas se pusieron a rezar en silencio una vez más. Me invitó a pasar. Entré a una pequeña sala tan saturada de adornos como la fachada de la casa. Una mezcla de maximalismo barroco y acumulador compulsivo. El lugar despedía un perfume cítrico procedente del suelo de porcelana. Una vitrina exhibía figuras de resina en los dos travesaños inferiores, el que le seguía sostenía una colección de platos artesanales. En el último travesaño se encontraban una serie de portarretratos cuyo común denominador era el hermano de Julieta Bustamante. El jovencito era apapachado por una gran cantidad de muchachos de su edad, presumiendo todos una felicidad desbordante y un futuro más que prometedor. El resto eran fotografías de familia en las que Julieta brillaba por su ausencia. Me senté en uno de los sillones.
–Hemos visto el grave caso de ausentismo de su hija y quiero ver si el turno vespertino no sería una posible solución. ¿Podría hablar con su hija?
–Ella no está —aseguró la cara de luna, tajante y nerviosa a la vez.
–Pues necesitamos hablar con ella también —dije, siguiendo una corazonada.
–Creí que venían a platicar conmigo.
Borbotones de sudor provenientes de su frente surcaron la torta de maquillaje en sus cachetes. Pregunté dónde estaba Julieta. Me dijo que con su padre. Quise saber dónde se encontraba él.
–Tenemos una carnicería en el Mercado Hidalgo.
–¿A qué hora llegan?
La cara de polvorón estaba hecha un manojo de nervios. Me confesó que Julieta no vivía con ellos.
–Julieta vive sola. Le llevamos comida todos los días. Así es como vive a gusto. ¿No se lo dijo? ¿No es por eso que estás aquí? Sé que ella se quejó con ustedes. Sabemos que se hace la víctima.
Pedí el domicilio de su hija.
–No sé por qué dios me castigó con esa víbora —se lamentó— pero una cosa sí le digo: malos padres no somos. Si no me cree, hable con su hermano. Él se acaba de graduar de la School of Business en la University of San Diego. Héctor nos quiere mucho, tiene amigos, es inteligente, tiene novia, no se droga. No se imagina lo mucho que me ha hecho sufrir Julieta, las vergüenzas que me he llevado por su culpa. Es grosera, mala, viciosa y sucia. Nunca la perdonaré. No importa lo que ustedes me vengan a decir.
La señora chilló.
–No me mandaron para denunciarla ante las autoridades —dije—. Al contrario, queremos resolver las cosas. Necesito hablar con su marido. ¿A qué hora llega él?
–No tarda. Viene a comer y se vuelve a ir.
–¿Dónde está su hijo?
–Haciendo el papeleo de su graduación en la University of San Diego.
Sonó el teléfono a mi lado. La señora Bustamante cogió la bocina. Volvió a poner cara de abnegación.
–¿Qué estás haciendo en la comandancia? ¿Qué? ¿Por qué me haces esto, Wilfrido? —exclamó la cara de polvorón, otra vez con ese tono de madre abnegada, melodramática y deseosa de atención—. Pero no sé cómo llegar. ¡No me vengas con eso, Wilfrido! Voy para allá.
Quise saber qué pasaba.
–Metieron a mi marido a la comandancia. Cuántos problemas. ¿Dios mío, qué voy a hacer? Dame fuerzas.
Siempre he pensado que hay diferentes maneras de lidiar con los problemas. Aparentemente una de esas maneras es gritar como loca. Le ofrecí llevarla.
–¿No sería mucha molestia?
Subí al Monte Carlo y encendí el motor. En lo que esperaba a la señora Bustamante salir de su hogar, le llamé al abogado Zepeda. Le pedí a éste que nos esperara en la comandancia. La señora de Bustamante apareció a mi lado con un bolso de piel sintética y una nueva capa de polvo blanco en la cara.
–Al parecer se defendió de un asaltante. ¡Ay, dios mío!
Al pasar por la puerta de la comandancia aminoré la marcha, en busca de un lugar donde estacionarme. La señora Bustamante descendió del vehículo sin darme las gracias.
–Voy por ti, Wilfrido —gritó la señora, corriendo como un elefante asustado.
Me encontraba en la boca del lobo, de eso no cabía duda. Una vez dentro de la comandancia, me esmeré en actuar de forma natural, sin temor de ver a las personas a los ojos. Divisé a la señora Bustamante chillándole al abogado Zepeda, quien llegó antes que nosotros.
–No se dejen llevar por nuestra apariencia de gente fina y elegante porque en realidad somos pobres. ¿De dónde vamos a sacar tanto dinero para la fianza? No porque me vean bien vestida crean que me sobra el dinero.
Pregunté de qué se le acusaba.
–Le clavó un cuchillo en el pecho a un sujeto de nombre Benito Esparza —dijo el abogado Zepeda.
–Pero fue en defensa propia —alegó la mujer.
–Los testigos afirman que su esposo arrolló con su camioneta a Benito Esparza y que de ahí se bajó, sacó su cuchillo y lo hirió de gravedad.
–¿Dónde ocurrió esto?
–En la colonia Soler —respondió el abogado.
La señora volvió a gritar sus calamidades. Le pregunté si deseaba que la llevara a algún otro lado. La señora Bustamante no me contestó, lo cual aproveché para liberarme de ella. Volví al Monte Carlo y lo enfilé hacia la colonia Soler. Lo estacioné y me apeé en busca de alguien que me diera información acerca de Benito Esparza. Entré a una tienda en busca de cigarros e información. Detrás del mostrador se encontraba una mujer.
–Una cajetilla de Suertudos —pedí, deslizándole un billete de cincuenta pesos por el mostrador—. Quédese con el cambio. ¿Sabrá dónde vive un tal Benito Esparza?
–¿El Duende?
Sentí un paro en el corazón. Me quedé sin habla por un momento.
–Sí —balbuceé—. El Duende.
–Ese no tiene casa. Vive en un picadero. Con otros tecatos como él. El que tiene casa es el Blanca Nieves.
–¿El Blanca Nieves?
–Ramón Higuera, su ex. ¿Para qué lo necesita?
–Me debe un dinero —dije.
–Cóbrele al Blanca Nieves. El Duende está en la Cruz Roja de la Mesa. Precisamente hoy se le andaba acabando el corrido. El papá de uno de sus amantes lo fileteó.
Tan pronto salí a la calle marqué al Motorola del abogado Zepeda. Le pedí que buscara en la Cruz Roja de La Mesa a Benito Esparza alias el Duende.