Kitabı oku: «Las leyes del pasado»
Biblioteca Horacio Vázquez-Rial
Horacio Vázquez-Rial
LAS LEYES DEL PASADO
Créditos
Título original: Las leyes del pasado
© Horacio Vázquez-Rial, 1999
y Herederos de Horacio Vázquez-Rial
© De esta edición: Pensódromo 21, Barcelona, 2019
1ª edición, Plaza y Janés, Barcelona, 2000
Diseño de cubierta: Pensódromo
Revisión: Carmen Garrandés Asprón
Editor: Henry Odell
ISBN rústica: 978-84-120828-5-2
ISBN e-book: 978-84-120828-6-9
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ÍNDICE
1 I. De lo particular a lo general 1. Destajo 2. La Bestia 3. Pájaros, mujeres, comida
2 II. De lo general a lo particular 4. Reencuentros 5. Los jefes 6. Sentencias
3 III. Intermezzo romano 7. Intermezzo romano: fugas y conversiones
4 IV. El comienzo del fin 8. Desaparecidos, aparecidos, reaparecidos 9. Treguas 10. Secuestro y boda 11. El médico judío 12. Un plato de venganza caliente
5 V. El fin del fin 13. Errores imperdonables 14. Próceres 15. A modo de epílogo
Prólogo del editor a esta edición
Si es por cuestión de prestar atención al escenario, esta novela sobre la mafia en la Argentina de los años veinte y en la Italia de Mussolini —que, como se sabe, combatió coherentemente el crimen organizado en Sicilia, tanto que la mafia colaboró con el gobierno americano facilitando el desembarco aliado en la isla— también podría ser considerada parte del «ciclo argentino» de Horacio Vázquez-Rial. Se trata de una novela que surge en el marco de una investigación del autor sobre Mussolini y sus relaciones con la mafia, y de allí a las ramificaciones de este poderoso grupo criminal en la Argentina.
Un libro violento, que transcurre en numerosos escenarios y que relata las aventuras de diversos personajes: el intento de una prostituta de escapar a un destino nefasto; un asesino profesional llegado de Rusia; un periodista enviado por Benito Mussolini para investigar las actividades de la mafia en la ciudad de Rosario, llamada en los años veinte «la Chicago argentina»; el capo Giovanni Galiffi, y el mismo Duce, son algunos de los personajes que se cruzan en las páginas de Las leyes del pasado, una novela en la que los escenarios, desde Roma hasta la Patagonia pasando por Rosario y Buenos Aires, dibujan las tortuosas sendas por las que discurrió uno de los capítulos de la historia del siglo XX: el de la mafia en el sur de América.
Las leyes del pasado tiene como marco Argentina e Italia y abarca, en su núcleo central, los años del florecimiento fascista. La novela arranca con un episodio lateral, pero significativo: la compra en Europa de una niña judía a sus padres por un desalmado; sometida a una cruel explotación, acaba sus días cuando un cliente abandona una pistola en el prostíbulo americano donde trabaja y ella la utiliza para suicidarse. Con ello logra por primera vez en su vida la libertad. Esas páginas emocionantes, duras, tal vez las más plenas de todo el relato, son la obertura estremecedora de un mundo implacable, que reconstruye un narrador principal convertido en investigador, casi en un reportero.
El narrador de esta historia es Walter Bardelli —hijo de Stéfano Bardelli y sobrino de Attilio— uno de los personajes del universo narrativo de Horacio Vázquez-Rial y que ya hiciera su aparición en El lugar del deseo, ya publicado en esta colección. De forma ágil, el narrador va revelando la trama de intereses que diversos grupos mafiosos urdieron para controlar Argentina —en particular la temible Migdal, la mafia argentina de Rosario— en la primera mitad del siglo XX. Las raíces sicilianas de la mafia, el intento de manipulación de los capos por el Duce, la malla de conveniencias y deslealtades de esos grupos criminales, van aflorando en el texto configurando una trama que va y viene en el tiempo. Se revela así la voluntad de establecer un poder autónomo dentro del poder legítimo del Estado.
Con su narración, Horacio consigue que ese infausto propósito sea narrado como si fuera una peripecia de suspense, o más bien de terror. Sobre Walter Bardelli, narrador y protagonista,
Horacio dice:
«Yo me había encariñado con él, teníamos muchas cosas en común, desde el desarraigo hasta la pasión por el pasado, y pensé que si escuchaba con atención las conversaciones de Bardelli con su padre, un lutier calabrés emigrado a Buenos Aires, podría aprender bastante cosas. El primer asunto del que me enteré en esa intromisión en la familia, fue que había un tío, periodista, que se había establecido en Buenos Aires después de haber fracasado en una misión encargada por Mussolini, huyendo tanto de los fascistas como de los comunistas. Ese tío, Attilio, era el que en verdad conocía los entresijos de las mafias —la italiana y la polaca, que en los años veinte pasó a ser de polacos judíos— gracias a su trabajo en el diario Crítica de Buenos Aires, uno de los primeros en hacer periodismo de investigación y enfrentarse frontalmente al crimen organizado. Les dejé hablar a los tres, a Walter, a su padre y a su tío, y ellos hicieron la novela».
En ocasión de la presentación de la primera edición de Leyes del pasado, Horacio explicaba:
«El Duce estaba inquieto por la mafia. Sabía que tenía que enfrentarse principalmente a dos poderes: la Iglesia católica, con la que llegó a pactar, y la mafia, que finalmente ayudaría a su destrucción porque colaboró con los aliados en el desembarco en Sicilia, después de un pacto de Lucky Luciano con el Gobierno estadounidense».
Y respecto al papel de la mafia en Argentina comentó:
La alianza entre la mafia y la oligarquía se halla en la fundación de los grupos parapoliciales. Es una poderosa alianza que ha llegado hasta nuestros días. Siempre he creído que la Historia con mayúsculas es otro género de ficción. Stendhal dijo que sólo a través de la novela se puede llegar a la verdad y estoy bastante de acuerdo con él.
Con la publicación de Las leyes del pasado continuamos con nuestro propósito de recuperar la obra literaria de Horacio Vázquez-Rial para quién «…la historia que se presenta escrita en tratados, manuales o ensayos, contiene un importante componente de ficción: la sola presentación de los sucesos en un orden determinado, no siempre ni necesariamente el estrictamente cronológico, sino un orden adecuado desde un punto de vista didáctico, supone una intervención del redactor en el terreno de lo que se considera real: una intervención modificadora, una alteración. En el momento en que el historiador inicia el relato de unos hechos, de acuerdo con una jerarquía y con una interpretación particular de su encadenamiento y, por lo tanto, de su sentido, empieza a hacer literatura: deviene creador, en tanto que narrador, al igual que el novelista».
I. De lo particular a lo general
1. Destajo
Hay máquinas de hacer gozar; la más estudiada es la del príncipe de Francaville, el más rico señor de Nápoles: … movido por un resorte, la somete a una limadura perpetua…
Roland Barthes, Sade, Loyola, Fourier
Ma voi nella mafia di documenti ne trovate pochi e niente, non esistono da nessuna parte.
Totuccio Contorno, mafioso
1
La jornada a la que Hannah Goldwasser puso fin metiéndose en la boca el cañón de un revólver y apretando el gatillo no había sido distinta de las anteriores. Ochenta y cuatro hombres le habían pasado por encima, abandonando en su interior o en su entorno los más desgraciados humores. Sólo dos de ellos le habían preguntado su nombre, para olvidarlo inmediatamente, y seguramente ninguno hubiese sido capaz de decir cuál era el color de su pelo un instante después de abandonar su habitación. Ochenta y cuatro hombres eran muchos hombres, aunque no llegaran a ser los noventa que solía despachar Clara Stein, ni, aún menos, los celebrados cien de un sábado de Eva Grimmel, aunque hubiese recibido a los últimos cinco dormida y sin emplear la palangana entre uno y otro. En todo caso, ochenta y cuatro habían sido demasiados para ella, acostumbrada a series diarias de setenta y pocos, una cantidad corta a los ojos interesados de su propietario, Sanofevich, la Bestia; pero es que Hannah era una muchacha educada y perdía tiempo saludando, lavándose, perfumándose y hasta hablando de cosas que no le interesaban a nadie.
Hannah consiguió acabar con todo aquello gracias a un borracho que ni siquiera se había servido de su cuerpo: el hombre, alto y de cabello ralo de color arena, entró, dejó sobre la silla el revólver —un Colt de cañón largo, para balas del 9—, la chaqueta, la camisa y la camiseta, eructó, se abrió la bragueta, sacó sin esfuerzo un miembro flácido y soltó en el suelo, junto a la cama, una larga meada —cuyo olor perduraría durante mucho tiempo—, se frotó los ojos, recogió las prendas de la silla, descuidando su arma, y salió al patio del burdel con ellas en la mano y el torso desnudo, alterando los hábitos de la casa; entre el ruido que siguió —voces de hombres que querían vestir al rubio—, Hannah guardó el Colt bajo el colchón y esperó; pasaron por su carne varios días con sus noches y unos centenares de clientes, que creyeron que la sonrisa con que los recibía formaba parte de su protocolo y no tenía su fuente en una verdadera alegría interior. Sabía que, si alguien reclamaba, tendría que entregar su tesoro sin protestar. Pero no ocurrió. Por primera vez en tres años, algo le salía bien. Entendió que el revólver era una señal de Dios, que ponía en sus manos la posibilidad de emprender el camino de la liberación.
2
La historia de Hannah Goldwasser la supe por mi padre, Stèfano Bardelli, que conocía miles de biografías semejantes, y que se indignaba cuando oía o leía a alguien referirse a la década de 1930 como «la década infame». Porque, decía, es verdad que fueron años en muchos sentidos peores que los precedentes, y también peores que algunos de los posteriores, pero toda la basura que empezó a salir a la superficie a partir del golpe de Estado del general Uriburu estaba ya para entonces profundamente enraizada en la sociedad argentina y, pese a que más tarde unos cuantos creyeron, por obra de ilusorias y efímeras prosperidades, que todo aquello había quedado atrás, el mal sembrado en el instante mismo del nacimiento del país, a finales del siglo pasado, no se agostó nunca.
Stèfano Bardelli murió a los noventa y tres años, en 1988, después de que los juicios públicos seguidos contra los militares que habían asolado a la nación durante una época interminable oficializaran lo que nadie ignoraba: que el secuestro, la violación, la tortura, el asesinato y el robo de niños habían sido la materialización de una política económica. Lo mismo de siempre, decía él, desde su lúcida ancianidad. Y echaba cuentas difícilmente cuestionables: para que desaparezcan treinta mil personas y para que no menos de medio millón de individuos haya sufrido alguna forma de vejación, discriminación o castigo, hicieron falta otros tantos colaboradores activos en todos los hilos de la trama social. ¿O no?, preguntaba, mirando fijo a los ojos. Y como nadie le podía refutar, continuaba. Ya habían hecho falta unos cuantos socios y ayudantes entre rufianes, caftenes, policías corrompidos, alcahuetes, propietarios de fincas, aduaneros distraídos, palanganeras y demás ralea para traer al país, cuando cruzar el mar no era ninguna tontería, una población de varios cientos de miles de mujeres, organizarlas, distribuirlas y mantenerlas trabajando en los burdeles durante cuarenta años.
Stèfano Bardelli, mi padre, que no era amigo de eufemismos ni de lateralidades, decía «burdel» y «rufián» y no «quilombo» y «cafishio», como se suele hacer en la Argentina, porque no quería «hablar como un profesional de la podredumbre»: las palabras, sostenía, por gastadas e inocentes que parezcan, jamás pierden su sentido, y ese sentido, finalmente, está asociado a la boca que las pronunció por primera vez. De modo que cuando se empezó a hablar en Buenos Aires de los campos de concentración de la dictadura, de los espacios en que se había torturado, asesinado, aniquilado y despojado a tantos de sus hijos, él empezó a hablar de los burdeles de la época oscura, esos de los que parece no haber quedado rastro.
—Vos fuiste muchas veces a la casa de Epelbaum, en Ayacucho y Lavalle —decía.
—Muchas —confirmaba yo.
—Y conocés ese tango que habla del bulín, mirá qué palabra, traída por italianos que ni siquiera hablaban bien el italiano, y que quería decir cama, una palabra en la que se suman habitación y cama, como una sola cosa… eso, el bulín de la calle Ayacucho, ése es el tema del tango…
—Ya.
—Y es que en la calle Ayacucho lo que había eran burdeles. Famosos, con muchas mujeres… ¡y con unos nombres! No me acuerdo de cómo se llamaba el que había en el edificio donde viven los Epelbaum, pero a la vuelta, en Junín, estaban «Las esclavas» y «Las perras»… ¡Casi nada!
—Todo eso lo sé. Lo que no sé es adónde querés ir a parar.
—Al olvido. A eso quiero ir a parar. Ahora, ahí, hay casas en las que vive gente decente, profesionales, de izquierdas y todo eso. Y nadie quiere ni acordarse de lo que hubo antes. Son como los alemanes o los polacos que siguen viviendo en sus pueblos, en casas que, antes de la guerra, eran de judíos que fueron devorados por la noche y por la niebla. En pueblos chicos, de un par de miles de habitantes, donde todos se conocían y se conocen y todos saben lo que ocurrió y cómo fueron ocupadas las viviendas, pero todos actúan como si ellos y sus ancestros hubiesen estado desde siempre en el mismo sitio.
—El pasado…
—La memoria. ¿Cuánto hace que los Epelbaum viven donde viven?
—No lo sé.
—Yo tampoco. Igual, hace treinta años, o cuarenta, pero yo pregunto más: ¿son propietarios de la casa?
—No lo sé.
—¿Es posible que haya habido un Epelbaum dueño de esa casa en el año veinte, por ejemplo? ¿Un abuelo?
—Es posible.
—Claro que es posible. Por eso este país está lleno de familias sin historia, lleno de gente que no sabe de qué lugar de Europa llegó el primero de su apellido, ni qué hizo al poner el pie en este territorio. Y algún día va a haber que hablar de eso. Porque los tipos que hicieron lo que se hizo aquí en los últimos años, los que se dedicaron día tras día a sacar gente de sus casas, a robarla, a violarla, a atarla desnuda a mesas de metal y destrozarla a golpes de electricidad, a meterle ratas vivas en el intestino, a todo eso, esos tipos son los legítimos descendientes de los rufianes de la Migdal, de los asesinos de la mafia de Galiffi, de los primeros traficantes de drogas. Y a mí me gustaría saber cómo se estableció y cómo se perpetuó esa estirpe maldita, mucho más numerosa de lo que nos atrevemos a imaginar. Yo no lo voy a averiguar, ya no tengo tiempo, pero escuchá bien lo que te digo: no se va a poder escribir una historia más o menos verídica de la Argentina si no se escribe esa historia oscura.
—¿Nos toca? —provocaba yo.
—Individualmente, no. No hicimos fortuna con la miseria ajena. La prueba está en que no hicimos fortuna —sonreía mi padre—. Pero nos toca como comunidad cultural. Los polacos fueron los primeros, con las mujeres. Los franceses fueron algo así como sus socios, aunque nunca alcanzaron tanto poder. Los turcos, vinieran de donde vinieran, de Siria o de Marruecos, es como si hubiesen estado ahí desde antes del comienzo, con el negocio del opio, el de la morfina, el de la cocaína… Y nosotros, los italianos, hicimos lo posible por beneficiarnos de nuestros propios delitos y de los ajenos. Es un cuento largo en el que tuvieron que ver todos, desde el diablo hasta Benito Mussolini, y yo me lo he venido contando desde la noche de la muerte de Hannah Goldwasser, una noche en la que sucedieron muchas otras cosas que, por separado, no son más que pequeñas violencias, pero que, reunidas, adquieren cierto sentido.
Y entonces, Stèfano Bardelli, mi padre, volvía a hablar de Hannah Goldwasser.
3
Hannah no sentía la vida como un don. En Voljovetz, en los Cárpatos, donde pasó los primeros quince años de su tránsito por este mundo, se llegaba a los treinta grados bajo cero, no había mucha ropa, y la comida escaseaba: es difícil arrancar algo a la tierra helada. Y el destino estaba trazado: un marido, si se tenía la suerte de encontrarlo, y los hijos que se le pudieran dar. Hannah pedía a Dios, para cuando llegara ese momento, si llegaba, parir varones, porque la existencia de los hombres era un punto menos trágica que la de las mujeres.
Llegó un marido, un judío de Lvov que no se parecía en nada a los judíos que conocía. Los habitantes de Voljovetz vestían de negro, no se cortaban el pelo, eran enjutos y tenían los ojos hundidos por el hambre y una secular desesperanza. Israel Ganitz era joven, alto, fuerte, algo entrado en carnes, y llevaba un traje y un abrigo de un gris claro, con piel de zorro en el cuello. Y botines de suela gruesa que hacían crujir el hielo del camino. No había ido a buscar a Hannah, sino a su hermana mayor, Ruth; pero las noticias viajaban con lentitud por los Cárpatos, y la casamentera que le había hablado de ella mal podía saber que se la había llevado el frío una semana antes de la llegada de Ganitz. Salomón Goldwasser, el padre, no perdió el tiempo: ofreció a la otra. Y a Ganitz no le pareció mal. Negociaron delante de ella, pero sin contar con ella.
—Es virgen —dijo el viejo.
—¿Está seguro? —discutió Ganitz.
—Aquí no hay hombres jóvenes —fundamentó Goldwasser, más convencido de la imposibilidad del hecho que de la virtud de su hija—. Se marchan. A Palestina. O a otros sitios.
—Es un buen razonamiento. Pero no es muy bonita. Esa mancha sobre la ceja…
—Es la única mancha.
—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso ve a su hija desnuda?
—Mi mujer puede dar fe, jurarlo. Y es muy trabajadora. Eso lo juro yo. Y es por ello que pido doscientos zlotys a quien se la lleve.
—Yo no pago doscientos zlotys ni por mi madre —dijo Ganitz—. Cerraría trato por cien, y eso es porque me siento especialmente generoso y me cae bien la muchacha.
Fue el único momento en que Hannah levantó la vista de la mesa y miró, discreta, al que sería formalmente su esposo. No necesitó más que un instante fugaz para comprender que estaba mintiendo, que ni era generoso ni se sentía atraído por ella. Muchas esperaban al enviado de la casamentera, y se unían a él y se marchaban. Y hasta llegaban a ser felices en un lugar lejano llamado América, donde la comida alcanzaba para todos. De ésas se sabía, porque las que sabían escribir, o el rabino o el esposo que lo hiciera por ellas, enviaban largas cartas llenas de satisfacción y hasta, al cabo de un tiempo, mandaban billetes para los padres o para los hermanos, los sacaban del shtetl y los llevaban a compartir su abundancia. De otras no se volvía a saber, y circulaban leyendas terribles acerca de esclavitudes y humillaciones. Pero, en todo caso, no iba a negarse a salir, con Ganitz o con quien fuera, de Voljovetz. Si la vendía su padre, ya podría venderla cualquiera, pero sería mejor en otra parte, donde hiciera menos frío que allí; porque debía de haber lugares en el mundo en los que hiciera menos frío.
—¡Dios mío! —gritó Goldwasser—. ¡Pretende que regale a mi hija! ¡A la única hija que me queda!
—Cien zlotys son mucho dinero —sonrió Ganitz.
—Ciento cincuenta. He invertido en educarla y mantenerla durante quince años. Eso hace diez zlotys al año.
—Seguro que ha gastado usted menos. Ciento veinticinco y me caso mañana.
—No quiero pensarlo. Redactaré el contrato esta noche.
—Llevo conmigo un contrato escrito. Sólo hay que poner los nombres.
—¿En qué lengua? ¿En polaco?
—En yidish.
—Está bien.