Kitabı oku: «De la resistencia», sayfa 6
El propio Lukács ofreció una respuesta al predicamento de la cosificación: contemplar al trabajador como la mercancía que se ha autoconcienciado de su estado de mercancía, un cambio en el nivel de la conciencia que tiene consecuencias inmediatas para la acción (véase Lukács 1971, 208). Esta respuesta se ajusta a la solución leninista de la importación de una conciencia revolucionaria o autorevolucionaria del exterior; es decir, la conciencia de la totalidad negaba la conciencia cosificada del obrero, que es parcial y reactiva. En su ensayo acerca de la «Conciencia de clase», Lukács reconoce que la conciencia reactiva tiende hacia los «extremos» del empirismo y del utopismo: «Y ya bien la conciencia se convierte así en un espectador totalmente pasivo del movimiento de las cosas, sometido a leyes y en el cual no se puede intervenir en ningún caso; ya bien ella se considera un poder que puede someter a su voluntad —subjetivamente— el movimiento de las cosas, movimiento en sí privado de sentido» (Lukács 1971, 77). Esta última posición la elabora en su crítica a Rosa Luxemburgo, quien para él sobrestima «las fuerzas espontáneas, elementales, de la revolución» (Lukács, 1971, 279). Sin embargo, junto a estos esfuerzos por resolver el problema de la cosificación con una filosofía de la conciencia surge un tipo diferente de respuesta que mira más allá de los confines del teatro de la conciencia.
Esta respuesta, que parte del análisis de la cosificación, se atiene menos a la posibilidad de cambiar la conciencia que a la identificación de sitios, lugares o momentos en los que pueda surgir la resistencia a la cosificación. Son estos los momentos de invención que explotan en una cultura dedicada al cálculo: ya sea la invención política de los consejos obreros o de los sóviets defendidos por Luxemburgo, o por saltos de la imaginación artística más allá de la cosificación. Lukács puede describir esta respuesta en el último ensayo de la colección «Acerca del problema de la organización» en los términos del problema de «la interacción de la espontaneidad con la regulación consciente» (Lukács 1971, 317), que él vinculó a la forma organizativa del «partido comunista», pero no cabe duda de que esta resistencia puede encontrarse en cualquier parte. Se puede encontrar en las obras de arte y filosofía que apuntan a sitios potenciales de resistencia frente a la conciencia y cultura cosificadas. Fue esta posibilidad de formas y sitios de resistencia que va más allá de la filosofía de la conciencia la que estimuló los pensamientos de Adorno, Benjamin y la escuela de Frankfurt. Sus trabajos transformaron la intuición de Lukács sobre los sitios no conscientes de resistencia en una meditación sobre la resistencia estética, de la resistencia profética o mesiánica, incluso de la resistencia del concepto, es decir, un universo de resistencias que deja de estar vinculado a los discursos de la conciencia y la fuerza.
Los miembros de la escuela de Frankfurt vieron de forma muy clara la afinidad entre estos puntos de la obra de Lukács que excedieron el discurso de conciencia y la práctica clínica del psicoanálisis de la que Freud fue pionero. El análisis de Freud de las tácticas de resistencia, del mismo modo que la fusión de los discursos de fuerza e invención con consideraciones biomédicas, también cuestionó la supuesta afinidad entre resistencia y revolución mediante la demostración de su complicidad con la represión y la supresión. En ciertos aspectos, se podría decir que todo el proyecto psicoanalítico supone una meditación sobre la resistencia y, quizá, no solo eso, sino también la invención de una forma de trabajo contraria a la resistencia.
Ya en Estudios sobre la histeria de 1896, Freud relató encuentros con la resistencia por parte de sus pacientes, sobre todo en el caso de la resistencia a la hipnosis. La describe topológicamente como un signo diagnóstico de la proximidad al núcleo patológico de una neurosis, entendiéndola como un mecanismo de defensa inmunológico que evita el avance de patologías inconscientes hacia un escrutinio consciente. Se aprecia aquí una diferencia puesto que, al contrario que los discursos inmunológicos emergentes, no es el organismo quien se defiende a sí mismo frente a un patógeno, sino que es el patógeno el que se defiende del organismo. Por lo tanto, Freud entiende la resistencia en los términos de la prevención del acceso, con la custodia de secretos, y define al psicoanalista como alguien que trabaja con la resistencia a fin de permitir el acceso a lo oculto. Existe un fuerte paralelismo con Lukács, quien no solo habla de una «inconsciencia política», sino que también considera la explotación de la clase obrera —la extracción de la plusvalía bajo una forma de intercambio igualitario del contrato salarial— como un secreto a cuya exposición se resistió el capitalismo a toda costa. Lo que surge en ambos casos es una cierta ambivalencia en relación a la resistencia, tanto una fuerza de represión como de liberación. Se trata de una ambivalencia que pertenece al carácter dinámico de la resistencia, a su cualidad al mismo tiempo activa y reactiva como fuerza.
El trabajo de Freud con la resistencia se guía por la sutil intuición de su carácter fugitivo y devastador como el que detiene por completo el trabajo, no solo por medio de huelgas, sabotajes y manifestaciones, sino también mediante condensaciones, figuraciones, transferencias y sublimaciones intrincadas. Trabajar con lo que lleva a detener el trabajo es el esfuerzo de resistir a la resistencia, de apreciar el carácter reflexivo de la resistencia como si siempre hubiera una contrarresistencia. Es un trabajo que requiere astucia táctica, confrontación indirecta y la habilidad de explotar las incertidumbres de las resistencias en su superación. Un trabajo que se ajusta, en otras palabras, al perfil estratégico de la guerra de guerrillas. Incluso Freud describe su trabajo como «Nuestra lucha contra la resistencia en el análisis...» (Freud 2001, 159). La experiencia de las campañas de resistencia a la resistencia relatada en los estudios de casos de Freud y, sobre todo, la del caso Dora y el hombre de las ratas, se sistematiza en la clasificación de las resistencias en el apéndice A de Inhibición, síntoma y angustia de 1926. Aquí Freud amplía una de las intuiciones más inquietantes de Nietzsche (que queremos estar enfermos, que nos resistimos a estar sanos al preferir querer la nada en lugar de directamente no querer) en las cinco materializaciones de la resistencia. Tres de ellas se aproximan a lo que creemos conocer como conciencia, las resistencias del yo, mientras que las otras dos tienen un carácter muy diferente y mucho más elusivo que proceden del ello y del superyó. La primera realidad de resistencia se encuentra a sí misma en las proximidades de la represión:
«Es una pieza importante de la teoría de la represión que esta no consiste en un proceso que se cumpla de una vez, sino que reclama un gasto permanente [de energía]. Esta acción en resguardo de la represión es lo que en el empeño terapéutico registramos como resistencia» (Freud 2001, 157). La resistencia asume aquí la postura defensiva de asegurar que las condiciones se repitan y, al hacerlo, defiende la represión.
La segunda de las tres «resistencias del yo» es la transferencia, o la resistencia al recuerdo de la represión por medio de una sublimación teatral que «consigue establecer un vínculo con la situación analítica o con la persona del analista y, así, reanimar como si fuera fresca una represión que meramente debía ser recordada» (Freud 2001, 160). Lo que parece ser la resistencia a la represión es, de hecho, su confirmación por un reemplazo en la situación clínica. La tercera resistencia es la ganancia de la enfermedad: la reticencia a ser liberado de un síntoma debido a la satisfacción obtenida al representar el papel de paciente.
Las realidades cuarta y quinta de resistencia se encuentran más allá del escenario del ego y sus vicisitudes. La cuarta se manifiesta en la resistencia inextricable del inconsciente o del ello; aun cuando el paciente es consciente de sus síntomas y su resistencia del yo se ha superado, persisten los síntomas. En este punto, nos encontramos con el límite del compromiso de Freud con la filosofía de la conciencia, como el cambio de una relación pasiva a una activa con respecto a la represión, en la que incluso la conciencia es incapaz de superar
«el poder de la compulsión de repetición». Existe un «arquetipo inconsciente» que continúa ejerciendo atracción «sobre el proceso pulsional reprimido» (Freud 2001, 159). Freud contempla ahora un cierre de la posibilidad de un futuro, una inhibición del deseo, que opera a un nivel de resistencia mucho más allá del alcance de la conciencia. Esta fatídica resistencia es sucedida por una quinta resistencia o resistencia del «superyó» que supone para Freud «la más oscura pero no siempre la más débil. Parece brotar de la conciencia de culpa o necesidad de castigo; se opone a todo éxito y, por tanto, también a la curación mediante el análisis» (Freud 2001, 160). Con esto, Freud completa su evaluación estratégica de la capacidad de resistir de su enemigo, revelada como la capacidad de resistirse a sí mismo.
En su obra contemporánea, La cuestión del análisis profano (1926), Freud se traslada de la estrategia a la táctica, escribiendo un ¿Qué hacer? para el aspirante a analista. Al emerger de las guerras de resistencia hacia el psicoanálisis, cuyas características y etiología fueron diagnosticadas en «Las resistencias contra el psicoanálisis» (1924), «La cuestión del análisis profano» ofrece consejos tácticos para dirigir una guerra de guerrillas engranada por el analista contra la «capacidad de resistir» del sujeto analizado. Cuando el analista de guerrillas o profano encuentra una interpretación plausible de los síntomas del paciente analizado, debe adoptar una política o terapia de tiempo, mediante la participación en una guerra prolongada contra la resistencia. Basta con indicar la interpretación antes de que la conciencia del paciente pueda reforzar la resistencia; todo se convierte en una cuestión de elegir el momento adecuado y el enfoque correcto, normalmente indirecto. La elección apropiada del tiempo y de la disposición requiere lo que Freud, recordando a Clausewitz, considera un «tacto» estratégico.
Cometería usted un grave error si, por ejemplo con el afán de abreviar el análisis, espetara al paciente sus interpretaciones tan pronto como las ha hallado. Así le provocaría exteriorizaciones de resistencia, desautorización, indignación, pero no conseguiría que el yo de él se apoderase de lo reprimido. El precepto es aguardar hasta que él se haya aproximado tanto a lo reprimido que no le haga falta sino dar unos pocos pasos bajo la guía de su propuesta de interpretación (Freud 2001, 220).
El papel principal del analista a la hora de llevar al paciente a ese punto en el que pueda por sí mismo superar la resistencia implica el disimulo en la interpretación; la estrategia de dar un paso atrás para asegurar dos pasos hacia adelante en términos análogos a la labor política prescrita en ¿Qué hacer? de Lenin. Resulta axiomático que el resentimiento del paciente —su inversión en la culpa y el autocastigo— implique que no tenga deseo alguno de curarse y que su resistencia sea reactiva.
El paciente se ubica en una fortaleza de resistencias que «se opone a todo éxito y, por tanto, también a la curación mediante el análisis», refugiándose detrás de las murallas de la ganancia de la enfermedad, de la culpa, del miedo y de la inseguridad provocados por hacer frente a la necesidad de romper con la historia y abandonar un «proceso pulsional que durante decenios ha andado por cierto camino», y ayudando al reacio paciente repentinamente a «pronto marchar por uno nuevo que se le ha abierto» (Freud 2001, 224).
El trasfondo militar de los textos de Freud —los ejemplos tomados de la neurosis de guerra y del sentido de duelo entre analista y paciente— de pronto se vuelve explícito cuando el autor describe las «resistencias del enfermo» como «todas las fuerzas que se oponen al trabajo de curación» (Freud 2001, 223). De hecho, Freud describe el proceso de análisis en los términos de una guerra de guerrillas, como una lucha entre el analista y el paciente para superar o preservar la capacidad de resistencia en palabras que nos recuerdan a De la guerra.35 «La lucha contra todas esas resistencias...» (Freud, en este punto, se centra en la pluralidad de resistencias en lugar de en una única capacidad de resistencia como hizo Clausewitz) «constituye nuestro principal trabajo en el curso de la cura analítica» (Freud 2001, 224) y esta batalla requiere tiempo —el análisis es la guerra prolongada de la resistencia contra la resistencia— con un analista que adopta una postura estratégica de guerrillas a largo plazo contra la resistencia de un ejército de ocupación. La duración de la lucha entre los adversarios no depende tanto de los terrenos como de la fuerza de la resistencia del enemigo: «En un trayecto que en épocas de paz se atraviesa en dos horas de ferrocarril, un ejército puede demorar semanas si tiene que superar ahí la resistencia del enemigo. Tales luchas requieren tiempo también en la vida anímica» (Freud 2001, 224). El objetivo, sin embargo, no consiste en superar las resistencias del paciente, sino en enseñarle a través de la lucha a constituir su propia subjetividad resistente afirmativa y activa, ya que «mediante esta lucha y la superación de las resistencias, el yo del enfermo resulta tan alterado y fortalecido que podemos estar tranquilos respecto de su conducta futura luego de acabada la cura» (Freud 2001, 224).
El analista de vanguardia ya no libra una guerra contra el terreno de la conciencia, «la tarea de las interpretaciones no es nada» (Freud 2001,
224) comparada con la guerra con resistencia, pero busca despejar caminos, asegurar terrenos y superar lugares de resistencia para poder abrirse a futuros nuevos y más inventivos. Paradójicamente, el analista debe deshabilitar la capacidad de resistencia del paciente a fin de permitir una reconfiguración mucho más eficaz. Es una tarea que hace un llamamiento al «valor» y a la fortaleza del analista, incluso cuando accede a la transferencia, el analista no puede ser «cobarde».
Y aquí, de nuevo, se hace alusión al tema de la neurosis de guerra.
Freud nos invita a considerar que la resistencia a la represión es una resistencia a la contrarresistencia, ubicándonos así en un terreno de fuerzas opuestas en el que cada una de ellas puede pasar de tener la iniciativa a resistirse a ella. Incluso esta resistencia puede exceder el teatro de la fuerza, como ya vimos en las reflexiones de Sartre sobre el 27 de octubre de 1960, y convertirse en una disposición sutil y astuta que movilice la resistencia con el objeto de confirmar su propia represión. Existe una oposición casi kierkegaardiana entre este Freud y las obras de Luxemburgo, y ciertos momentos del trabajo de Lukács. Para Luxemburgo, la resistencia y la huella que esta deja apuntan a una vía a través de la revolución, a una apertura al futuro en la liberación del deseo. Para Freud, sin embargo, la resistencia y sus estratagemas pueden confirmar la represión de forma fatídica. Quizá sea necesario mantener ambas posiciones, especialmente si tenemos en cuenta el trabajo de la resistencia histórica alzada contra las pretensiones de dominación total organizadas por el colonialismo, el fascismo y el nazismo. Como Marx, Nietzsche y el psicoanálisis nos enseñaron, la resistencia se dirige siempre contra una resistencia previa —el fascismo y el nazismo son actos de resistencia contra la modernidad y la amenaza del comunismo—, una resistencia consciente y prolongada frente a la inseguridad y del futuro incierto que se dedicó a congelar las identidades sociales y las formas políticas durante dos mil años. ¿Cómo es posible, entonces, resistir a esta resistencia? Una vez más, el psicoanálisis demuestra de forma decisiva que la confrontación al nivel de la conciencia no bastará, pero que la resistencia tiene a la vez que contrarrestar otras resistencias y comprometerse con la invención de una subjetividad afirmativa y, precisamente, resistente. Pero este proyecto, a su vez, excede el contexto clínico y recuerda a la principal preocupación clausewitziana por el papel que desempeña la violencia en el mantenimiento e intento de superar la capacidad de resistencia.
2
RESISTENCIA VIOLENTA
La lógica de la escalada
La ecuación formada por guerra y resistencia de Clausewitz fue una respuesta a la pregunta de cómo resistir a la nueva y continuada guerra de los ejércitos napoleónicos. Sin embargo, la cuestión tuvo diversas implicaciones: desde las circunstancias históricas de resistir al imperialismo francés hasta la posibilidad misma de resistir a todo. La lógica de Clausewitz parecía apuntar inexorablemente a una resolución violenta del asunto. Pero se trataba de una resolución sin dialéctica, ya que era más probable que la violencia desencadenada por la guerra de la resistencia provocase la ruina mutua de los adversarios como que produjera cualquier Aufhebung de su enemistad. La crítica kantiana en De la guerra sobre el paso o la escalada a la guerra absoluta o la resistencia pura planteó un dilema político y estratégico. ¿Se trataba de perseguir este paso, o de hecho intensificarlo tal y como sugería Clausewitz en Bekenntnisdenkschrift?; ¿o debía ser pospuesto o, de lo contrario, redirigido hacia la política y la diplomacia, tal y como se afirmaba en determinadas secciones de De la guerra? ¿Y qué papel desempeñaba la violencia en esta intensificación o aplazamiento?
La doctrina estratégica de Mao Zedong sobre la revolucionaria guerra violenta de la resistencia proporcionaba una respuesta a esta pregunta, la estrategia no violenta Satyagraha de Gandhi, otra; ambas se propusieron como estrategias de resistencia frente a la dominación colonial. Otra perspectiva que se adoptó en la filosofía francesa de la posguerra, dentro del marco de una experiencia histórica de resistencia con éxito, fue preguntarse los términos propios del escenario de Clausewitz. El funcionamiento mediante el legado de Clausewitz marcó una corriente importante de la filosofía francesa de la posguerra, que se hacía explícitamente evidente en las obras de Raymond Aron, Eric Weil, Emmanuel Levinas y, más recientemente, de René Girard.
De hecho, la obra de Clausewitz representa uno de los asaltos más tremendos a la dialéctica hegeliana. Quizás resulte sorprendente que su aniquilación de toda dialéctica no fuera más importante para la corriente intensamente antihegeliana y antidialéctica de la filosofía de la posguerra francesa. Probablemente esto se deba a la disposición de Clausewitz a concebir un movimiento hacia un extremo destructivo, una tendencia que se distingue de otras versiones más familiares de pensamientos antidialectales que tienden a su neutralización. La evitación de una solución dialéctica a través de la divergencia o el aplazamiento contrasta con la postura antidialéctica de Clausewitz que tiende a la guerra absoluta o a la escalada de la hostilidad hasta el punto de la destrucción mutua.
El tema de la escalada de violencia es central en el pensamiento de Clausewitz y adquiere prominencia dentro de lo que se conoce ampliamente como sus últimos pensamientos sobre la guerra en el primer libro de su obra De la guerra. Sin embargo, la estrecha relación entre la escalada y la capacidad de resistencia no se abordó completamente ni siquiera por los lectores de Clausewitz durante el período de posguerra. Así, tanto Aron como Girard pasaron por alto la importancia de la capacidad de resistencia en la definición de la guerra. Sin embargo, la propia experiencia de Aron en la Resistencia francesa le permitió reconocer y apreciar a Clausewitz como compañero de la resistencia:
Para simpatizar con Clausewitz entre 1806 y 1815, un francés solo tenía que recordar sus propias experiencias de entre 1940 y 1945. No pretendo comparar a Napoleón con Hitler: el patriota alemán no resistió menos que la dominación francesa de Europa. Un resistente como Clausewitz rechazó la tranquilidad de abdicar con tal elocuencia que conmovió a los hombres de mi generación (Aron 1976a, 13).
Mientras reconocía esta afinidad, Aron no pudo apreciar plenamente el papel teórico que desempeñó la capacidad de resistencia dentro de la obra de Clausewitz; no pudo entrever que De la guerra podría haberse titulado De la resistencia. Girard subestimó también esta dimensión del pensamiento de Clausewitz, aunque empezó a desarrollar el tema de la capacidad de la resistencia pasiva como una de las pocas salidas posibles a partir de la lógica de Clausewitz sobre la escalada de la violencia. En su búsqueda de tal salida, acudió a Pascal y a la hostilidad entre la verdad y la violencia, al ejemplo de Jesucristo, e incluso al historiador resistente Marc Bloch, quien defendía una justicia sin venganza, una que pudiera contener, en lugar de intensificar, la escalada de hostilidad.
La guerra, según la definición clara e inequívoca de Clausewitz, pretende aplacar la capacidad de resistencia del enemigo. Además, la relación es recíproca: la guerra también es la preservación y la mejora de esa misma capacidad en contra del ataque violento del enemigo. La lógica de la violencia —su escalada—, afecta principalmente al proceso que se desata por el ataque de cada adversario en función de la capacidad de resistencia del otro, al mismo tiempo que defiende la propia. Este movimiento de ataque y defensa permite la posibilidad de una escalada de violencia.
Clausewitz define la escalada de violencia como el resultado de tres interacciones recíprocas. La primera surge de la definición de guerra como «un acto de fuerza, y no hay un límite para su aplicación. Los adversarios se justifican uno al otro, y esto redunda en acciones recíprocas llevadas por principio a su extremo. Es esta la primera acción recíproca que se nos presenta y el primer caso extremo con que nos encontramos» (Clausewitz 1982, 1003). En la guerra, cada escalada de violencia provoca una respuesta progresiva que a su vez provoca una mayor escalada. La resistencia parece estar totalmente integrada en la lógica de la escalada, ya que se ataca la capacidad de resistencia del enemigo al mismo tiempo que se preserva la de uno mismo frente al ataque del enemigo. Sin embargo, también existe un indicio de la resistencia más profunda, es decir, la resistencia a la lógica de la escalada en sí misma. Esta resistencia será desarrollada por primera vez por Gandhi en su teoría sobre la no violencia en la lucha anticolonial, si bien ya estaba implícita en Clausewitz. La segunda acción recíproca desarrolla esta premisa con más detalle, y se hace referencia de alguna manera en esta definición, desarrollada en la sección 4 de De la guerra, «El objetivo es desarmar al enemigo» (es decir, minimizar la capacidad de resistencia del enemigo): «tenemos o bien que desarmarlo de hecho, o bien colocarlo en tal posición que se sienta amenazado por la posibilidad de que lo logremos» (Clausewitz 1982, 104). Es interesante observar las opciones de la fuerza física o moral: el enemigo puede estar desarmado tanto físicamente a través de la destrucción real como moralmente a través de la destrucción amenazante de su capacidad de resistencia.
Clausewitz desarrolló este pensamiento ampliamente al insistir en la consideración de «la guerra como el choque entre dos fuerzas hostiles, no como la acción de una fuerza viva sobre una masa inerte, porque el estado de la no resistencia sería la negación de la guerra que es siempre el choque entre dos fuerzas vivas» (Clausewitz 1982, 104). La importancia de esta cita no se ha valorado plenamente: por un lado, implica la distinción entre la guerra, o el choque entre los dos fuerzas hostiles, y la realización o «la acción de una fuerza viva sobre una masa inerte». El acto de la guerra no se parece al ejercicio de la mano de obra; sin embargo, más allá de la separación de la producción de la guerra (de este modo, de antemano se descarta la guerra de clases), existe otra señal que indica que la ausencia de resistencia constituye el enemigo de la guerra en sí. La ausencia de resistencia como «fuerza viva» puede suponer una amenaza ética devastadora para la guerra física en detrimento de la capacidad moral de resistencia del adversario. Clausewitz sostiene esta posibilidad, pero rápidamente propone una declaración formal de la segunda acción recíproca que alimenta la escalada de violencia: «Mientras no haya derrotado a mi oponente, tengo que albergar el temor de que sea él quien pueda derrotarme. Por tanto, no soy ya dueño de mí mismo, sino que aquél me justifica, al tiempo que yo lo justifico a él. Es esta la segunda acción recíproca que conduce a un segundo caso extremo» (Clausewitz 1982, 104). Esta propuesta prácticamente nos anticipa la lectura de Kojève sobre la dialéctica del amo y del esclavo: el esclavo rechaza la lucha hasta la muerte, recurre a la producción y, de este modo, vence al amo quien, sin resistencia, se debilita. El escenario de la guerra es constante, pero una respuesta estratégica a ella incluye también la opción eficaz de la resistencia no violenta.
La tercera acción recíproca nos insta a «regular nuestro esfuerzo de acuerdo con su poder de resistencia [del enemigo]», de nuevo este último entendido «como producto de dos factores indisolubles: la magnitud de los medios con que el oponente cuenta y la fuerza de su voluntad» (Clausewitz 1982, 104), a saber, la fuerza física y moral.
La tercera acción recíproca es especialmente significativa para enfatizar el papel que desempeña la consciencia en la guerra, aquí presente en el modo de calcular mutuamente la fuerza del enemigo. Tengo que ser consciente de la fuerza física y moral de mi enemigo y, después, «calcular la magnitud de los medios de que dispone». Pero mientras tanto, mientras vigilo a mi enemigo, él estará haciendo lo mismo conmigo: «Pero nuestro oponente procederá del mismo modo, y a tenor de ello se produce entre nosotros una nueva puja que, desde el punto de vista de la teoría pura, nos conduce una vez más a un punto extremo» (Clausewitz 1982, 105). Así, Clausewitz no explora sistemáticamente la posibilidad de decepción, «los tigres de papel» de Mao. En este punto, Clausewitz se interesa principalmente en cómo esta y las otras dos «acciones recíprocas» pueden intensificarse hasta el punto de la autodestrucción. Es una lógica apocalíptica que Aron se esforzó en contener en el nivel de las tres acciones recíprocas mediante la mejora de las comunicaciones y el intercambio de información, es decir, a través de la política y la diplomacia. Aron intenta ampliar la apertura a la conciencia en la tercera acción, con el argumento de que con ella podemos contener la escalada de las dos primeras reciprocidades. Girard, en su enardecida crítica a Aron, rechaza esta posibilidad y argumenta que nos encontramos total e irremediablemente involucrados en la lógica apocalíptica de la escalada. Las diferencias entre las dos posiciones —desde nuestro énfasis en la capacidad de resistencia— quedan meridianamente claras en el discurso sobre la «trinidad» de la guerra que Clausewitz introduce al final del primer libro, quizás la parte más debatida de los textos y el legado de este autor.
A partir de la conocida declaración de la sección 24 del primer libro de De la guerra, «la guerra no constituye simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de la actividad política, una realización de esta por otros medios» (Clausewitz 1982, 119), Clausewitz llega a la siguiente «conclusión» respecto a la teoría de la guerra: la guerra se compone de tres elementos, es algo infernal o, para Clausewitz, «una singular trinidad» que está «integrada tanto por el odio, la enemistad y la violencia primigenia de su esencia, elementos que deben ser considerados como un ciego impulso natural, como por el juego del azar y de las probabilidades, que hacen de ella una actividad desprovista de emociones, y por el carácter subordinado de instrumento político, que la inducen a pertenecer al ámbito del mero entendimiento» (Clausewitz 1982, 121). Después, esquematiza estos tres elementos —que corresponden en líneas generales a los conceptos de sensibilidad, entendimiento y razón de Kant—, con tres subjetividades: «el pueblo», «el comandante en jefe y su ejército» y «el gobierno», cada uno conformado respectivamente por las «pasiones», la estrategia o «el dominio de las probabilidades del azar» y la lógica política. La teoría de la guerra tiene que mantenerse «en equilibrio entre estas tres tendencias, como si fueran estas tres polos de atracción» (Clausewitz 1982, 122), siendo consciente de que la cohesión interna es inestable y puede generar una escalada que tienda a la destrucción mutua; asimismo, debe mantenerse escéptica ante cualquier intento de imponer una lógica dialéctica de Aufhebung o una resolución a esta lógica de la escalada.
Este equilibrio o esta estabilidad entre los tres elementos, sujetos y tendencias sigue siendo un desafío para la filosofía contemporánea. Aron haría especial hincapié en el tercero, la lógica política y el gobierno, mediante la alianza del pueblo con el gobierno en un sistema democrático y la garantía de la subordinación de las fuerzas militares. El gobierno debe respetar la pasión del pueblo mientras controla a los generales y al ejército. En un contraste deliberado, Girard hace hincapié en el predominio del segundo elemento y argumenta que la gramática de las fuerzas militares actualmente dicta las pasiones del pueblo que es engañado, pero también del gobierno, que no es más que una máscara que permite obtener los recursos para la escalada de la violencia militar. Pero ¿qué le ocurre a esta trinidad si intentamos mantener el equilibrio entre los elementos y tratamos de pensar en dicho equilibrio en términos de resistencia?
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