Kitabı oku: «Inspiración y talento», sayfa 2
La malcasada
Se casó a los 16 años con el pintor y periodista Arturo Álvarez Bustos, hijo de uno de los prohombres de la prensa y la política almerienses. El padre, Mariano Álvarez, era el prototipo del poeta romántico de ideas liberales y llegó a ser gobernador civil. Dueño de una imprenta en la que se imprimían varias publicaciones, además de las propias, en sus inicios editó la revista quincenal El Pensil (suspendida por publicar un poema sobre el misterio de la Encarnación) y, más tarde, El Caridemo y La Campana de la Vela, además de colaborar en la Revista de Almería. Su hijo, Arturo Álvarez, era su reverso. Aunque heredó el oficio paterno, que cultivó desde el lado humorístico, tenía vocación de vividor. Sedujo a la joven Carmen de Burgos dedicándole poemas en sus primeros encuentros y esta decidió casarse con él en contra del parecer de su progenitor. A las reticencias que tenía hacia el novio había que añadir que ambas familias se encuadraban en diferentes opciones políticas. Una vez casada, al padre no le sorprendió que su hija se sintiera defraudada. Como confesó en La malcasada, novela en la que Antonio y Dolores son un trasunto de Arturo Álvarez y la autora, ya en la primera noche de bodas sufrió una violación.
[Dolores] no encontró en la brusquedad de Antonio la dulce ternura y la suave caricia que había esperado. No podía olvidar la sensación de miedo que sintió, el deseo de huir y cómo tuvo que replegarse y que esconderse en sí misma ante la ruda acometividad de su marido.
Descubrió que la vida matrimonial no iba con ella y menos aún la de malcasada con un hombre que la maltrataba y le era infiel. Tuvo cuatro hijos, pero dos murieron a las pocas horas de nacer, una desgracia común en esa época que Carmen de Burgos evocaría más adelante al escribir un artículo sobre el alto índice de mortalidad infantil en Almería. Su tercer hijo, Arturo José María, solo sobrevivió ocho meses. Fue en él en el que Carmen de Burgos centró su duelo, como si ese dolor englobara todas sus pérdidas. Se le murió «en los brazos», sin saber que lo perdía, a causa de unas fiebres, recordaría años después Ramón Gómez de la Serna en el Prólogo de Confidencias de artistas, libro de entrevistas de la escritora. La muerte del niño fue un revulsivo. Su vida anterior murió con él. En 1895, cuando ya pensaba en la manera de separarse, nació la cuarta de sus hijos, María de los Dolores Ramona Isabel. Esta última hija, María, la acompañaría en la aventura de dejar atrás Almería y conquistar Madrid.
Antes de separarse supo fabricarse una segunda identidad y cerrar el círculo. De modo indirecto, Arturo Álvarez le había puesto en contacto con el periodismo. Al casarse trabajó como cajista en el periódico de su marido y, como él se ausentaba a menudo y a ella le tocaba tomar decisiones, aprendió a cambiar textos y a conocer una publicación desde dentro. Pero decidió estudiar Magisterio, una carrera corta que le serviría de pasaporte para abandonar Almería. En 1895, estando embarazada de María, se examinó en la Escuela Normal de Magisterio de Granada. Una vez con el título de maestra de primera enseñanza elemental (tres años después obtendría el de Maestra Superior), dirigió en Almería el colegio Santa Teresa para niñas pobres, subvencionado por el Ayuntamiento. Aunque su marido ridiculizaba su dedicación a la enseñanza, a ella ese sueldo, en torno a 125 pesetas, le garantizaba una paulatina independencia. Desde 1897 la maestra dejó de vivir con su marido: ella y su hija María se encontraban empadronadas con sus padres en 1988 en la casa familiar del paseo del Malecón 12. Su objetivo era opositar a las vacantes de Maestra Superior y lo consiguió al segundo intento: en 1901 obtuvo plaza en la Escuela Normal de Maestras de Guadalajara. Por entonces había iniciado una incipiente carrera de escritora con un primer libro de signo regeneracionista, Ensayos literarios, que incluía un texto premonitorio, La educación de la mujer, un tema que le acuciaba y que desarrollará en el futuro. Y un relato de tintes antibelicistas, El repatriado, escrito al poco de finalizar la guerra de Cuba.
Madrid, tierra de promisión
En junio de 1901 tomó posesión de su plaza como profesora de Letras en Guadalajara y se instaló con su hija en Madrid, su tierra de promisión. No era la primera vez que visitaba la capital. Años antes se había afiliado al Ateneo de Madrid: fue la tercera mujer que obtenía el carné de socio, tras Emilia Pardo Bazán y Blanca de los Ríos. El traslado implicaba la separación de facto de su marido. Como si de una estratega se tratara, a comienzos de curso solicitó una Comisión de Servicios en el Colegio Nacional de Ciegos y Sordomudos de Madrid que le evitara continuos desplazamientos a Guadalajara. Se alojó provisionalmente en casa de su tío Agustín de Burgos, senador y persona influyente en el reino. Pero la convivencia fracasó al insinuarse el tío a la joven y pasar de la protección al cortejo. Al abandonar la casa, la sobrina mandó imprimir tarjetas de visita con el nombre de su tío para recomendarse a sí misma en los variados asuntos que lo requirieran. Un ajuste de cuentas tan práctico como literario. Eran las armas de una superviviente que buscaba un lugar en la capital de la cultura. A pesar de lo mucho que amaba la enseñanza, su vida iba a estar ligada al periodismo.
El año de su llegada a la capital vio la luz Notas del alma, un libro que recogía varias coplas y poemas que habían aparecido ya en Madrid Cómico, una publicación que dio cobijo a los poetas del modernismo, con Rubén Darío a la cabeza. Y en la que Leopoldo Alas, Clarín, firmaba su palique semanal. En el número del 14 de julio de 1901, una recién llegada Carmen de Burgos firmaba en la misma página en la que aparecía el emblemático artículo de Leopoldo Alas, evoca Concepción Núñez en su biografía sobre la escritora. Madrid, a pesar de sus muchos escritores y poetas, no iba a ofrecer resistencia a una luchadora tenaz como Carmen de Burgos. A pesar de la falta de tradición, existían algunas oportunidades latentes para las escasas mujeres que se atrevieran a buscarlas.
Amplió sus colaboraciones en La correspondencia de España y en El Globo y comenzó a utilizar diversos seudónimos para diferenciarse: Marianela, Raquel, Honorine… Y el más conocido, Colombine, a raíz de su ingreso en el Diario Universal. Firmaría también como Gabriel Luna (en honor del protagonista de La catedral) en sus artículos políticos para El Pueblo, publicado en Valencia. Más tarde utilizó Perico de los Palotes para firmar su crítica literaria en El Heraldo. Aunque algunos malintencionados añadieran por su cuenta el sobrenombre de La Divorciadora por atreverse a pedir una ley del divorcio y otros la señalaran como La Roja, por sus ideas sociales. No tenía prejuicios y, al final de su vida acabó siendo, como los prohombres de la época, Gran Maestre de una logia masónica.
Precursora del feminismo, Carmen de Burgos tiene afinidades con los escritores de la Edad de la Plata y la generación del 27. Pero se encontraba en la madurez profesional cuando los jóvenes del 27 empezaron a darse a conocer. Su trayectoria intelectual hunde sus raíces en el regeneracionismo del 98, pero su insobornable vocación de pionera la lanza al siglo XX. Su figura fue una fuente de inspiración para las relevantes mujeres de la Segunda República, pero vivió su emancipación personal y social en solitario, sin apenas contar con modelos en los que mirarse en el espejo. La gran Emilia Pardo Bazán, su maestra en muchos aspectos, era ya una escritora consagrada; Sofía Casanova o Blanca de los Ríos, con las que coincidía en tertulias o en el Ateneo, no siempre compartían sus teorías.
Sus primeros años en Madrid no carecieron de cierta improvisación. Sus cambios de domicilio fueron frecuentes. En 1903 consiguió un puesto fijo de redactora en el recién creado Diario Universal y una columna diaria, «Lecturas para la mujer», en la que alternaba temas de opinión, como el sufragio femenino, con cuestiones de moda y perfumes. Décadas después Josefina Carabias sería la primera mujer en incorporarse a una Redacción con funciones similares a las de sus compañeros y sin otra dedicación que el periodismo. Pero antes que ella Carmen de Burgos ya obtuvo el carné de periodista (sin abandonar la enseñanza). Fue el director de Diario Universal, Augusto Suárez de Figueroa, quien apostó por el seudónimo de Colombine. Sonaba bien y tenía cierto aire europeo, pero más de un observador comentó que era sorprendente que una mujer de aspecto recio y de carácter nada frágil tuviera un nombre tan volátil. Aun así, Colombine acabó siendo para ella una segunda identidad intercambiable, tanto para citarla en otras publicaciones como para invitarla a actos sociales.
Muy pronto publicó Alucinación, un volumen de cuentos, y empezó a formar parte de la tribu cultural. Había dejado de ser una advenediza. De forma simultánea, se lanzó a promover iniciativas a favor de la educación de la mujer a través de la Unión Ibero-Americana, organización a la que pertenecía también Pardo Bazán. O a manifestarse contra la pena de muerte y otras causas sociales, como la reivindicación de los judíos sefarditas. De Burgos buscaba crear opinión con sus artículos y encarnaba un periodismo comprometido. Bastantes años antes de que un grupo de mujeres notables creara en 1926 el Lyceum Club Femenino en Madrid, ya mantenía contacto con las dirigentes de foros europeos similares. Aunque al principio eludió identificarse como feminista. Tal vez porque pensó que más que hablar de feminismo urgía llevar a cabo sus ideas.
El 20 de diciembre de 1903 inició una audaz campaña en favor del divorcio, al anunciar en su columna:
Me aseguran que muy en breve se fundará en Madrid un «Club de matrimonios mal avenidos», con el objeto de exponer sus quejas y estudiar el problema en todos sus aspectos, redactando las bases de una ley de divorcio que se proponen presentar en las Cámaras.
Un reclamo para reconocer días después que el anuncio había desencadenado «una tempestad» entre hombres y mujeres y lanzar la pregunta sobre la conveniencia del divorcio en España a lectores, intelectuales y políticos. Unamuno, Azorín, Baroja, Pérez Galdós, Giner de los Ríos, Pardo Bazán (que se excusó de contestar arguyendo que no había estudiado el tema), Blasco Ibáñez, Antonio Maura o Francisco Silvela fueron interpelados y dieron su opinión. Un caudal de respuestas con un apoyo todavía minoritario al divorcio que la autora convertiría en libro. Ese órdago al matrimonio de por vida le valió la crítica de los medios conservadores. Como ella misma contó al periodista de La Esfera, E. González Fiol, en 1922, el periódico ultraconservador (de signo carlista) El Siglo Futuro «se metió conmigo en forma muy desabrida». Indignada por su tono, se presentó en la redacción de El Siglo. «Pregunté por el director. Salió el redactor jefe, y como se negó a darme explicaciones y a rectificar, le di de bofetadas. Dimos el mitin, como se dice ahora». Lejos de dar por zanjado el tema, De Burgos escribió al director asegurándole que, si El Siglo no rectificaba, le esperaría en la puerta de la Redacción con una zapatilla y le correría por la calle a zapatillazos. Hubo rectificación.
En sus inicios frecuentaba la tertulia de Marqués de Riscal, convocada por Antonio de Hoyos, en la que coincidía con personajes de la aristocracia y la farándula, aunque de vez en cuando asistieran figuras de peso como Pardo Bazán o Blanca de los Ríos. Años después ella misma inauguró en su casa de la calle Eguilaz las tertulias de Colombine a la que acudían jóvenes poetas y promesas de la literatura. La anfitriona ejercía sobre ellos un suave magisterio cultural y vital.
Primer viaje a Europa
En 1905 solicitó ampliar estudios en el extranjero tras obtener el correspondiente permiso de la directora de la Escuela Normal Central. La experiencia de vivir cerca de un año fuera (con estancias en Francia, Italia y Suiza) le cambió la perspectiva. Podría decirse que De Burgos fue una de las primeras españolas con vocación europeísta. Le acompañó su hija María y, aunque era un viaje «de estudios», no se podía obviar su carácter versátil. El Heraldo de Madrid le publicó crónicas y entrevistas que recogieron sus paisajes humanos y literarios predilectos: Nápoles, Roma… De su encuentro con Leopardi surgió el reto de preparar una biografía del poeta. En Roma, con el apoyo del corresponsal de Heraldo de Madrid en la capital, dio una conferencia sobre la situación de la mujer en España. Entre el público se encontraban amigos influyentes, como Concepción Jimeno de Flaquer, otra española defensora de la equiparación femenina. El texto de esta conferencia lo publicaría en Sempere (1907), la editorial valenciana próxima a Vicente Blasco Ibáñez que daría a conocer sus primeros títulos.
A su vuelta, en 1906, se afianza en el Heraldo de Madrid con una columna en la línea de «Lecturas para la mujer». Firma como Claudine inicialmente, pero poco después recupera el ya clásico seudónimo de Colombine. En esta columna combinó de nuevo la temática «femenina» que le demandaban los periódicos con artículos en los que introducía su propio discurso. Esa flexibilidad le permitió plantear en el periódico una encuesta sobre el voto femenino. No la ganó, a pesar de que evitó dar una imagen radical. Quedaba mucho camino por delante y ella lo sabía.
Vicente Blasco Ibáñez fue uno de sus principales amigos y referentes en sus comienzos. Aunque algunos le dieron un carácter sentimental, en su relación pesaba, ante todo, la amistad y la complicidad literaria y política. De Burgos compartió el ideario radical de Blasco antes de acercarse al Partido Socialista, al que se afilió en 1910. Lo abandonó en 1920 y, al proclamarse la República, se afilió al Partido Republicano Radical-Socialista (escindido de Izquierda Republicana) en el que también militó Victoria Kent. Carmen de Burgos, sin embargo, defendía el derecho al voto de la mujer sin dilaciones, al igual que Clara Campoamor.
La periodista hubiera sido una heroína de haber tenido que compaginar sola su infatigable quehacer profesional y su papel de madre, pero contó con la ayuda y compañía de su hermana Catalina, Ketty, que vivió en Madrid con ella muchos años. Y, en ocasiones, con la de su hermano Lorenzo. Rafael Cansinos Assens cuenta en La novela de un literato que en su primera visita a la casa de la escritora la encontró dictando una crónica a su hermano Lorenzo en la cocina mientras tenía la sartén en la mano para freír patatas. A Cansinos Assens le habían comentado que Colombine quería encargarle una traducción del alemán para la editorial Sempere y, sin avisar, se acercó a su domicilio con el poeta José Luis Fernández. Pero esa tarde no había tertulia y Carmen de Burgos se vio sorprendida con el delantal puesto y la preparación de la cena. Su hija María interrumpió la visita: quería llamar la atención y formar parte de los amigos de su madre, esos escritores que visitaban su casa sin interesarse por ella y su mundo. En pocos minutos la escritora acabó y firmó la crónica para que su hermano la llevara a El Heraldo, mandó a la niña a su cuarto y asignó a Cansinos Assens la traducción de Max Nordau para la editorial vinculada a Blasco Ibáñez. Este apareció en la casa cuando los visitantes se iban. Venía del Congreso, estaba cansado y le pareció bien que Colombine hubiera encargado la traducción. Ella también traducía libros. Pero solo del francés, solía puntualizar, para atajar las insinuaciones de quienes decían que se atrevía a traducir todo con tal de ganarse unas pesetas. Colombine era sinónimo de éxito. Es decir, era «el éxito», escribió Cansinos Assens en La novela de un literato.
La escritora vivió durante años un tira y afloja con las autoridades educativas, de las que dependía como profesora. Al volver de su primer viaje a Europa, fue trasladada a la Escuela Normal de Toledo. Había un abismo entonces entre vivir en Toledo o en Madrid. Pero al trasladarse a su nuevo destino, colaboró en la prensa local y estableció amistad con la profesora Dolores Cebrián y con Julián Besteiro, que contraerían matrimonio poco después. Permaneció en Toledo cerca de cinco años para atender sus clases, pero pasaba los fines de semana en Madrid. Eso levantó suspicacias: la acusaron de agrupar sus horarios lectivos en determinados días para vivir entre Toledo y Madrid, lo que le acarreó un expediente y varios problemas burocráticos hasta que se demostró que no había nada irregular. Las fuerzas vivas toledanas y, en especial el clero, reaccionaron mal ante sus columnas. Ella se defendió y contraatacó con su pluma. Allí nació parte de la fama de anticlerical que le acompañaría. Este sambenito le alcanzaría más allá de su muerte y contribuiría a que sus libros quedaran proscritos. Quienes los habían leído sabían que no era para tanto.
Donde sus compañeros veían privilegios ella solo encontraba trabajo y desdoblamiento: enseñanza, periodismo, traducciones, viajes, libros. Los límites los ponían los otros, no ella. En 1908 publicó Cuentos de Colombine y abordó el ambicioso proyecto de Revista Crítica, lo que implicaba intensas reuniones los domingos en su casa madrileña con colaboradores y amigos. Trató de involucrar a Pérez Galdós, Juan Ramón o Giner de los Ríos. Pero contaba, sobre todo, con el grupo de jóvenes poetas que asistían a su tertulia, tras trasladarse de la calle Eguilaz, a un piso más amplio en San Bernardo. Además de Cansinos Assens, Hoyos, Gálvez y otros asiduos, se sumaban jóvenes literatos llegados a la capital que querían conocer a Colombine y recibir sus consejos. Uno de ellos fue el poeta canario Tomás Morelos, con el que la escritora tuvo una breve relación sentimental solo conocida por los más íntimos. Tan breve que Colombine pidió al joven poeta, que durante un tiempo había alojado en su casa, que volviera a Canarias con sus padres a acabar la carrera.
En el grupo de jóvenes de su tertulia apareció Ramón Gómez de la Serna y destacó en seguida: veinte años más joven que ella, fue su amante y compañero de letras durante veinte años. Desde 1906 Carmen de Burgos era oficialmente viuda, al fallecer Arturo Álvarez, pero un segundo matrimonio no entraba en sus planes, ni tampoco en los de su compañero. La literatura y la estética modernista les unía, pero Gómez de la Serna, para muchos de sus amigos, «un niño grande», curioso y escéptico, no compartía la pasión política de la escritora.
En la segunda década del siglo XX, Carmen de Burgos fue prácticamente la mujer de letras más popular en la capital. Pardo Bazán ocupaba el trono literario, pero Colombine, en ascenso, era más accesible. Revista Crítica, no obstante, fue un sueño efímero: no era rentable y hubo de cerrar. Ramón Gómez de la Serna contaba por entonces con su propia revista, Prometeo, financiada por su padre, correligionario de Canalejas y afín al Bloque de Izquierda. El padre buscaba influir en la opinión pública con la revista y cedió al hijo la parte literaria. Fueron proyectos paralelos y Colombine no formó parte del núcleo inicial de Prometeo, pero colaboró con un texto literario de título provocador, Las mujeres de Blasco Ibáñez, una forma simbólica de dejar atrás una etapa de su vida. En 1909, con motivo del centenario de Larra, Prometeo organizó un banquete en homenaje al escritor, presidido por la silla vacía de Fígaro. Colombine y Gómez de la Serna actuaron como anfitriones del ágape, dejando traslucir ante los amigos que les rodeaban los primeros signos de su relación.
Corresponsal de guerra en Marruecos
En el verano de 1909 se convirtió en la primera corresponsal de guerra. La matanza de soldados españoles en el Barranco del Lobo, próximo a Melilla, generó una cadena de protestas en el país que llevó a la periodista a los orígenes del foco informativo. Estaba de vacaciones como profesora y viajó a Málaga para escribir crónicas sobre los heridos, la acción humanitaria de Cruz Roja y la escasez de agua que sufría Melilla. Le acompañaba su hermana Ketty. Posteriormente, se desplazó a Almería para cubrir el conflicto desde otro ángulo y consiguió pasar a Melilla, adelantándose por propia iniciativa a las indicaciones de El Heraldo. No era fácil para una mujer acceder a Melilla. Desde Málaga ni ella ni las damas de la Cruz Roja podían hacerlo. Pero buscó la manera de acercarse al centro del conflicto y contarlo.
Sus crónicas llegaron con regularidad a El Heraldo. Ella regresó a la península para incorporarse a sus clases de Toledo en unos días en que el conflicto con Marruecos ocupaba el centro de la política nacional y El Heraldo difundía la protesta de la prensa por la censura militar. Más adelante, en Guerra a la guerra, dejaría aflorar las ideas antibelicistas que no había podido expresar en sus crónicas. Y En la guerra (Episodios de Melilla), un texto más elaborado que publicó en El Cuento Semanal. La autora encontró en las diversas publicaciones semanales que proliferaron esos años y que abarataban costes (El Libro Popular, La Novela Corta, la Novela de Hoy, Los Contemporáneos) un filón para dar a conocer una obra narrativa de rasgos melodramáticos y efectistas. Eran obras escritas desde la inmediatez y la experiencia en las que a menudo lograba pergeñar personajes más interesantes y complejos que la propia trama.
Pronto vivirá una primera separación de Ramón Gómez de la Serna, al ser nombrado este Secretario de la Junta de Pensiones de París. Su padre deseaba apartar a su hijo de Madrid y del influjo de Carmen de Burgos y, gracias a sus contactos, no fue ajeno a esta designación. París no era, sin embargo, un destino extraño para Ramón, que ya había viajado a la capital francesa a los 15 años, al finalizar el bachillerato. La lejanía servirá de acicate y excusa para que esa viajera vocacional que era Carmen de Burgos fuera a visitarle y a pasar la Navidad y Año Nuevo de 1910 con él en el Hotel Suez, además de compartir juntos una escapada a Nápoles y a Londres. En ese París compartido, el joven Gómez de la Serna le habló de Colette o Rachilde, contrapunto de otras devociones literarias que De Burgos seguía con pasión, como el naturalismo de Émile Zola.