Kitabı oku: «Basti»
INTIZAR HUSAIN
Basti
Traducción de Jacinto Pariente
www.armaeniaeditorial.com
Título original: Basti
Edición original: The New York Review of Books, Nueva York, 2007
1.ª edición: junio 2017
1ª edición ebook: agosto 2021
Ilustración de cubierta: Badshahi Mosque (Lahore) at sunset © Andrew Holbrooke/Corbis
Ilustración de solapa: Intizar Husain (D.R.)
Copyright © Intizar Husain, 1979
Copyright de la traducción © Jacinto Pariente, 2017
Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2017, 2021
Armaenia Editorial, S.L.
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ISBN: 978-84-18994-06-7
UNO
Cuando el mundo era aún completamente nuevo, cuando el cielo estaba recién hecho y la tierra no había sido mancillada, cuando los árboles respiraban a través de los siglos y las épocas hablaban a través de las voces de las aves, cómo se asombraba al mirar a su alrededor de que todo fuera tan nuevo y sin embargo pareciera tan viejo. Los arrendajos, los pájaros carpinteros, los pavos reales, las palomas, las ardillas, las cotorras… Parecían tan jóvenes como él y sin embargo portaban los secretos del tiempo. Las llamadas de los pavos reales no venían del bosque de Rupnagar, sino del mismísimo Brindaban. Cuando un pequeño pájaro carpintero detenía su vuelo para descansar sobre la alta rama de un árbol de nim, era como si acabara de entregar una carta en el palacio de la reina de Saba y volara de regreso al castillo del rey Salomón. Cuando una ardilla, en medio de sus carreras por los tejados, se paraba de pronto, se sentaba sobre la cola y le chillaba, él se la quedaba mirando y pensaba con asombro que las líneas negras que tenía en el lomo eran las marcas de los dedos del gran Ramchandar. Y el elefante era todo un mundo de maravilla. Cuando estaba en la entrada de su casa y un elefante se aproximaba a lo lejos, él veía una montaña en movimiento. La larga trompa, las enormes orejas ondeando como abanicos gigantes, los colmillos blancos y protuberantes, curvados como enormes cimitarras… Al ver aquello, siempre corría al interior de la casa totalmente conmovido y se iba derecho a Bi Amma, su abuela.
—Bi Amma, ¿alguna vez volaron los elefantes?
—¿Cómo? ¿Te has vuelto loco?
—Lo ha dicho Bhagat-ji.
—Ya. ¡Bhagat-ji tiene la cabeza llena de pájaros! ¿Cómo te imaginas que iba a volar por el aire un animal tan grande y tan pesado?
—Bi Amma, ¿cómo nacieron los elefantes?
—¿Pues cómo iban a nacer? Los parieron sus madres y ya está.
—No, Bi Amma, los elefantes salieron de huevos.
—¿Qué? ¿Se te ha llenado la cabeza de serrín?
—Lo ha dicho Bhagat-ji.
—El desgraciado de Bhagat-ji ha perdido la chaveta. ¡Un animal tan grande como un elefante saliendo de un huevo! Y no hablemos ya de salir… ¿Cómo iba a caber dentro de un huevo, para empezar?
Pero él tenía mucha fe en los conocimientos de Bhagat-ji. Con el cordón sagrado alrededor del cuello, la marca de su casta en la frente, la cabeza completamente rapada excepto por un único mechón, Bhagat-ji, sentado en su tiendecita, vendía condimentos y contaba sabias historias del Ramayana y el Mahabharata. Los niños gritaban «¡Bhagat-ji, un penique de sal!», «¡Bhagat-ji, dos peniques de azúcar moreno!»
—¡Paciencia, niños, no arméis escándalo!—. Mientras hablaba, pesaba la sal, hacía un paquete con el azúcar y retomaba su historia donde la había dejado. —Entonces, niños, cuando el dios Brahma vio todo esto, le dijo a la serpiente Shesh: «Shesh, mira qué inestable está la tierra estos días. Préstale tu ayuda». Shesh respondió: «Amo, levántala y ponla sobre mi capucha, así se quedará fija». El dios Brahma dijo: «Shesh, métete en el interior de la tierra». Shesh vio una hendidura en la superficie y se coló por ella. Una vez dentro, abrió su capucha, y apoyó la tierra entera sobre ella. Al verlo, la tortuga se preocupó, pues bajo la cola de Shesh nada había sino agua, así que se puso debajo de Shesh para que se apoyara en ella. Por eso, niños, la tierra descansa sobre la capucha de la respetable Shesh y esta a su vez sobre la concha de la tortuga. Cuando la tortuga se mueve, se agita la respetable Shesh. Y cuando la respetable Shesh se agita, la tierra tiembla y hay un terremoto.
Sin embargo, Abba Jan, su padre, tenía una explicación completamente diferente para el asunto de los terremotos. El hakim Bande Ali y Mussayab Husain lo visitaban todos los días en la amplia habitación con el ventilador con flecos colgando en el centro y la cornisa alrededor del alto techo en la que anidaban las palomas silvestres, los pichones y los saltaparedes. ¡Qué difíciles eran las preguntas que solían plantearle a Abba Jan! No obstante, Abba Jan recitaba unos versos del Corán, relataba alguna tradición del Profeta y las respondía todas sin un solo titubeo.
—Maulana, ¿cómo creó la tierra el Todopoderoso?
Después de un momento de reflexión venía la respuesta. —Jabir bin Abdullah Ansari preguntó un día: «Oh, Ilustrísimo, ojalá que mi madre y mi padre puedan ofrecer sus vidas en sacrificio por Ti, dime a partir de qué sustancia formó la tierra nuestro Señor, el Altísimo, el Glorificado». El Profeta de Dios dijo así: «del océano en expansión». Después preguntó: «¿Cómo hizo el Señor que se expandiera el océano?». Respondió el Profeta: «A partir de las olas». Y preguntó de nuevo: «¿De dónde salieron las olas?». Respondió el Profeta: «De una sola perla». Y de nuevo preguntó: «¿De dónde salió la perla?». Respondió el Profeta: «De la oscuridad». Entonces Jabir bin Abdullah Ansari dijo: «Lo que dices es la verdad, oh Mensajero de Dios».
—Maulana, ¿sobre qué descansa la tierra?
De nuevo un momento de reflexión. A continuación, y con la misma grácil elegancia, la respuesta. —Alguien que tenía una duda preguntó en cierta ocasión: «Ojalá, oh Ilustre, que mi madre y mi padre puedan ofrecer su vida en sacrificio por Ti, ¿qué mantiene firme a la tierra?». Respondió el Profeta: «El Monte Qaf». De nuevo preguntó: «Qué hay alrededor del Monte Qaf?». Respondió el Profeta: «Los siete continentes». Y de nuevo preguntó: «¿Qué hay alrededor de los siete continentes?». Respondió el Profeta: «Una serpiente». Y de nuevo preguntó: «¿Qué hay alrededor de la serpiente?». Respondió el Profeta: «Una serpiente». Y de nuevo preguntó: «¿Qué hay debajo de la tierra?». Respondió el Profeta: «Una vaca con cuatro mil cuernos, y de un cuerno a otro hay una distancia de quinientos años. Los siete continentes descansan sobre dos de sus cuernos. Hay un mosquito posado cerca del hocico de la vaca, y por miedo al mosquito la vaca permanece inmóvil. Lo único que puede hacer es mudar los cuernos, lo cual es la causa de los terremotos». Y preguntó de nuevo: «¿Sobre qué se yergue la vaca?». Respondió el Profeta: «Sobre el lomo de un pez». Entonces el que tenía una duda quedó convencido y dijo: «Lo que dices es la verdad, oh, Mensajero de Dios».
Abba Jan guardó silencio. Luego dijo así: —Hakim sahib, el mundo entero se reduce a un mosquito posado en el hocico de una vaca. ¿Qué será del mundo si se va el mosquito? Así sucede que estamos a merced de la gracia y capricho de un mosquito, y no nos damos cuenta y nos vanagloriamos.
Estas conversaciones día tras día, día tras día estas historias, como si entre Bhagat-ji y Abba Jan le explicasen el universo. Mientras escuchaba, una imagen del mundo tomaba forma en su mente. El mundo había sido creado, de acuerdo, pero ¿qué pasó después? Mucho había llorado nuestra madre Eva. De sus lágrimas habían surgido la henna y la sombra de ojos. Y de su vientre habían nacido sus dos hijos, Caín y Abel, y una hija, Iqlima, que era en parte como la luna y en parte como el sol. El padre otorgó la niña a su hijo más joven, Abel. Pero el hijo mayor, Caín, se encolerizó, cogió una piedra, golpeó a Abel con ella y lo mató. Luego se echó a hombros el cuerpo de su hermano y caminó por toda la tierra. Allá donde caía la sangre de Abel el suelo se hacía alcalino. Entonces Caín comenzó a pensar qué hacer con el cadáver de su hermano, pues los hombros ya le dolían por el peso. Y así fue que vio a dos cuervos que luchaban y uno de ellos mataba al otro. El vencedor cavó un hoyo en el suelo con el pico y enterró a la víctima. Después se posó en la rama de un árbol. «¡Ay de mi desgracia, que ni he sabido hacer lo que hace el cuervo, que entierra a su hermano!», se lamentaba Caín. Entonces, igual que el cuervo, sepultó a su hermano. Aquella fue la primera tumba que se cavó sobre la faz de la tierra, y aquella la primera sangre humana que derramó la mano del hombre, y aquel el primer hermano que murió a manos de su hermano. Cerró el libro de páginas que amarilleaban y lo puso en el lugar de donde lo había cogido en la estantería de Abba Jan. Después se fue donde Bi Amma.
—Bi Amma, ¿era Abel el hermano de Caín?
—Sí, querido. Abel era el hermano de Caín.
—¿Por qué mató Caín a Abel?
—Porque su sangre estaba maldita. ¡Era más fina que el agua!
Quedó atónito al escuchar tales palabras, pero ahora había una pizca de miedo en el asombro. Era la primera vez que el miedo se asomaba a sus encuentros con lo maravilloso. Se levantó y se fue a la habitación grande, donde el hakim Bande Ali y Mussayab Husain estaban como de costumbre haciendo preguntas a Abba Jan y escuchando sus respuestas. Abba Jan ya había dejado atrás el principio del mundo y había llegado a su fin.
—Maulana, ¿cuándo llegará el Día del Juicio?
—Cuando muera el mosquito y la vaca se vea libre de temor.
—¿Cuándo morirá el mosquito y se verá la vaca libre de temor?
—Cuando el sol salga por el oeste.
—¿Cuándo saldrá el sol por el oeste?
—Cuando cante la gallina y calle el gallo.
—¿Cuándo cantará la gallina y callará el gallo?
—Cuando los que sepan hablar guarden silencio y hablen los cordones de los zapatos.
—¿Cuándo guardarán silencio los que saben hablar y hablarán los cordones de los zapatos?
—Cuando los gobernantes se vuelvan crueles y el pueblo chupe el polvo.
Después de un «cuándo» un segundo «cuando», después de un segundo «cuando» un tercer «cuando». ¡Qué extraño laberinto de «cuandos»! Los «cuandos» que habían pasado y los «cuandos» que estaban por llegar. ¡La de «cuandos» y «cuandos» que evocaba Bhagat-ji! ¡La de «cuandos» y «cuandos» que se iluminaban en la imaginación de Abba Jan! El mundo parecía una inacabable cadena de «cuandos». Cuándo y cuando y cuándo y cuando…
✻ ✻ ✻
El hilo de su imaginación se quebró abruptamente. De pronto, invadió la habitación un griterío de eslóganes que venía del exterior y aventó sus recuerdos en todas direcciones.
Se levantó y miró por la ventana. En el prado de enfrente, donde había mítines desde hacía varios días, vio reunida una multitud de innumerables cabezas. La velada estaba en su apogeo y la gente había empezado a corear eslóganes. Cerró la ventana, se sentó de nuevo en la silla y comenzó a hojear un libro y a leer fragmentos sueltos. Después de todo, tenía que preparar su clase de la mañana. Sin embargo el ruido se oía incluso con la ventana cerrada. Miró el reloj: las once en punto. El mitin acaba de empezar, quién sabe cuando terminará. ¡Y si es igual de molesto que el de ayer y no consigo pegar ojo! Hoy en día las manifestaciones son así. Empiezan a gritos y terminan a tiros. Pero era extraño; se sorprendía de su propia reacción. Cuanto más aumenta la barahúnda ahí afuera más me hundo en mí mismo. Acuden a mí los recuerdos de tantos momentos. Historias antiguas y pasadas, pensamientos perdidos y dispersos. Un recuerdo tras otro, enredados unos con otros, como un bosque que he de atravesar. Mis recuerdos son mi bosque. ¿Dónde, pues, comienza el bosque? No. ¿Dónde comienzo yo? Y de nuevo estaba en el bosque. Como si quisiera llegar al límite del bosque, como si anduviera buscando su propio principio. Mientras avanzaba en la oscuridad, se detenía al hallar un espacio iluminado, pero enseguida retomaba el paso, ya que quería llegar al momento en que su conciencia había abierto los ojos por vez primera. Nunca conseguía alcanzar ese momento. Cada recuerdo en el que se concentraba arrastraba tras de sí una densa multitud de otros recuerdos. Entonces se adentró en explorar lo que él recordaba como el primer suceso de Rupnagar.
✻ ✻ ✻
En aquel pueblo toda acción parecía extenderse a lo largo de los siglos. La caravana de las noches y los días pasaba lentamente, como si no avanzara, como si se hubiera detenido. Todo lo que iba a parar a algún lugar se asentaba en él y allí se quedaba. Menudo acontecimiento revolucionario fue la llegada de los postes eléctricos y cómo los amontonaron aquí y allá en las lindes de los caminos… Un escalofrío recorrió Rupnagar de arriba abajo. La gente hacía un alto en sus idas y venidas y miraba con asombro los largos postes de metal en el suelo.
—Así que la electricidad va a llegar a Rupnagar, ¿no?
—Desde luego que sí.
—¿Lo juras por mi vida?
—Por tu vida.
Los días pasaban, la curiosidad disminuía. Sobre los postes aumentaba la capa de polvo. Al cabo de un tiempo tenían tanto polvo como los montones de gravilla para reparar los caminos que habían traído durante una época de prosperidad, que al final habían sido olvidados y habían acabado por formar parte del polvoriento paisaje de Rupnagar. También los postes eran ya parte del polvoriento paisaje. Parecía que llevaban allí tirados desde siempre y que para siempre permanecerían allí tirados. El asunto de la electricidad era ya cosa del pasado. Todos los días al caer la tarde aparecía el farolero, escalera al hombro y lata de aceite en mano, y hacía la ronda encendiendo los variados faroles sujetos a postes de madera o colgados de los altos muros. —¡Eh, Vasanti! Está anocheciendo. Enciende el farol—. Vasanti aparecía en el umbral de la casa con la tez oscura, el rostro brillante y joven, el sari arrugado, un punto adornando su frente y los pies descalzos tap-tapeando sobre el suelo. Ponía un pabilo en el farol del nicho de la pared, lo encendía y regresaba dentro rápidamente, sin siquiera mirarle allí de pie, observándola desde la puerta de su propio hogar. En el Bazar Pequeño, Bhagat-ji ponía una gota de aceite de mostaza en la lámpara que tenía en un sucio candelero y daba su tienda por iluminada. Junto a la alcantarilla que había cerca de la tienda de Bhagat-ji, Mataru encendía una antorcha y la clavaba en el suelo al lado de su bandeja y un momento después gritaba —¡Palitos de jengibre!—. Pero la luz más brillante estaba en la tienda del orfebre Lala Hardayal, pues en el techo tenía una lámpara que arrojaba luz más allá de la tienda e iluminaba parte de la calle. Este era todo el suministro de luz del pueblo. E incluso aquello, ¿cuánto duraba? Las tiendas iban cerrando una a una. En los nichos de las puertas las lamparillas titilaban y la luz se atenuaba y acababa por apagarse. A partir de ese momento ya solo brillaban tímidamente algunos faroles en lo alto de los postes en alguna que otra esquina. El resto era oscuridad. Pero unos ojos bien abiertos veían muchas cosas incluso en aquella negrura.
—¡Bi Amma! Sucedió el jueves pasado justo cuando caía la noche. Pasaba yo por delante del ayuntamiento cuando creí oír el llanto de una mujer. Miré por aquí y por allá pero no vi a nadie. Cerca de la puerta había un gato negro. ¡El corazón me dio un vuelco! Espanté al gato, pero cuando continué mi camino, ai, ¿puedes creerte que sobre el muro de la casa de la anciana estaba otra vez el mismo gato? Lo espanté de nuevo. Desde el muro saltó al interior. Seguí andando y cuando pasaba por el callejón del pozo alto, ¡ai, Bi Amma, créeme, allí estaba otra vez! Sentado en la terraza de Lala Hardayal y sollozando como una mujer. ¡Me quedé de piedra!
—Que Dios tenga compasión de nosotros —dijo Bi Amma con aprensión. Y después, guardó silencio.
Pero no hubo compasión. Dos o tres días después Sharifan llegó con más noticias. —¡Ai, Bi Amma, el barrio entero está lleno de ratas muertas!
—¿De verdad?
—Oh, sí. Al pasar por el basurero las he visto muertas a montones.
Primero murieron las ratas y después comenzaron a morir las personas. De fuera llegaba el canto de «Ram nama satya hai».
—Sharifan, sal a ver quién ha muerto.
—Ha muerto Jagdish, el hijo de Pyare Lal, Bi Amma.
—¡Hai hai! Un joven tan fuerte y tan sano, ¿cómo ha sido?
—Le han salido unas pústulas por el cuerpo y unas horas después se ha muerto, Bi Amma, así como te lo digo.
—¿Pústulas? ¿Pero qué dices, desgraciada?
—¡Oh, sí, Bi Amma! Te digo la verdad. Es la peste…
—Ya basta. ¡Cierra la boca! En una casa llena de gente no se debe mentar el nombre de esa terrible enfermedad.
A Jagdish le salieron pústulas y después al pandit Dayaram y después a Misra-ji. Y después a muchos otros. Las procesiones fúnebres salieron de una casa, y luego de otra, y más tarde de una casa tras otra. Bi Amma y Sharifan consiguieron llevar la cuenta entre las dos hasta diez. Después perdieron la cuenta. ¡En un solo día salían procesiones fúnebres de tantas casas! Cuando caía la tarde, las calles y los callejones se vaciaban. Ni ruido de pasos, ni de risas, ni de charla. Hasta Chiranji y su armonio guardaban silencio. Chiranji, que tanto en invierno como en verano o durante la estación de las lluvias se sentaba todas las noches en la terraza con su armonio y cantaba:
«Laila, Laila, gritaba por el bosque,
Laila vive en mi corazón».
Al llegar la mañana, la atmósfera del pueblo cambiaba por completo. Había una tienda abierta por aquí o por allá, las demás permanecían cerradas. En algunas casas ya habían echado los candados, en otras los estaban echando en aquel momento. Enfrente de esta había un carro de bueyes, enfrente de aquella un carro de caballos. La gente se iba. El pueblo se vaciaba de dos maneras: había quien abandonaba el pueblo, había quien abandonaba el mundo.
—Bi Amma, están muriendo más hindúes.
—Bibi, cuando viene el cólera mueren los musulmanes y cuando llega la peste mueren los hindúes.
Pero pronto la peste dejó de diferenciar entre hindúes y musulmanes. También comenzaron a salir procesiones fúnebres al sonido de la kalimah.
—¡Nuera, no dejes que Zakir salga! Se pasa el día fuera.
—El niño no me obedece, Bi Amma.
—Conque sí… ¡Como se asome una sola vez más a la calle le parto las piernas!
Sin embargo, no había amenaza que surtiera efecto. En cuanto le llegaba el sonido de «Ram nam satya…» salía disparado hacia la puerta principal. Detrás del cortejo fúnebre iban las dolientes llorando a gritos cada una con un trozo de leña para la pira. Qué desolada se quedaba la calle cuando terminaban de pasar… Sharifan corría, lo agarraba y lo metía de nuevo en casa.
Un día un carro de bueyes se detuvo delante de la puerta.
—Oh, Sharifan, sal a mirar qué huéspedes nos visitan en estos tiempos de desgracia.
Sharifan fue y volvió. —Bi Amma, nos han enviado un carro desde Danpur y con él, recado de que nos traiga a todos de vuelta.
Bi Amma se fue derecha a la habitación grande, donde Abba Jan se pasaba los días sentado en su alfombra de oración apartado de todos.
—Nasir Ali, hijo mío. Tu tío nos ha enviado un carro de bueyes.
—Abba Jan reflexionó unos momentos y luego dijo: —Bi Amma, el glorioso y exaltado Profeta dijo que «los que huyen de la muerte no corren más que hacia la muerte».
El carro de bueyes vino vacío y vacío se fue. Abba Jan, por su parte, disolvió azafrán en una taza de porcelana, mojó en él una pluma purificada y en un papel grueso escribió con letra clara:
«Cinco eminencias eliminan el poder de las enfermedades mortales. Mahoma y Fátima y Hasan y Husein y Alí, Alí, Alí».
Fue a la puerta principal, pegó en ella el papel y volvió a su alfombra de oración.
Que el doctor Joshi saliera de su consulta y visitara a alguien a domicilio siempre había constituido un auténtico acontecimiento. Pero últimamente el doctor Sahib aparecía por el vecindario a todas horas con el estetoscopio al cuello, a veces en esta calle, a veces en esa otra. El doctor Sahib era el mesías de Rupnagar. La gente decía que ni siquiera en el gran hospital de Delhi había médicos que se le pudieran comparar. Sin embargo, los poderes del mesías iban en declive y aumentaban los poderes de la muerte. La misma esposa del doctor Sahib exhaló el último aliento con el cuerpo cubierto de pústulas ante sus propios ojos.
—Ha muerto incluso la mujer del doctor Sahib.
—Es verdad.
La gente sentada en la terraza de Bhagat-ji no podía decir mucho más. La fe en los conocimientos de Chiranji Mal Vaid y en la sabiduría del hakim Bande Ali había desaparecido tiempo atrás, con la primera conmoción. Pero ahora el mesianismo del doctor Joshi había perdido su estatus. La muerte era una realidad de la que no había escapatoria. Los que se encargaban de organizar los cortejos funerarios parecían agotados.
¡Él mismo estaba tan hastiado! Cuando pasaba una procesión fúnebre, se quedaba allí de pie, mirando la calle vacía. La calle de delante de su casa estaba desierta y la mayoría de las viviendas cerradas a cal y canto. También la de Vasanti. Aquí y allá una tienda entreabría la puerta durante un rato y pronto la cerraba de nuevo. Estaba harto de ver puertas cerradas, postigos cerrados, la calle vacía, así que, incluso antes de que Sharifan insistiera, volvía al interior de la casa, ya de por sí sumida en el silencio. Abba Jan, distante de todos, indiferente a las cuestiones de la vida y de la muerte, permanecía sentado sobre su alfombra de oración, pasando las cuentas del rosario entre los dedos. Bi Amma, sentada en un camastro con su costura. Una o dos palabras de Ammi o de Sharifan. La conmoción había desaparecido de sus ojos; la conmoción así como el miedo. Tanto la conmoción como el miedo se habían desprendido ya de muchos otros ojos también. Todo el mundo había aceptado la plaga como una realidad establecida, eterna. Y entonces sucedió que Bi Amma amaneció con temblores por todo el cuerpo. Hizo sus plegarias en ese estado y se postró con la frente en el suelo durante mucho rato. Cuando terminó sus oraciones, las lágrimas bañaban su arrugado rostro. Entonces se cubrió la cara con el duppatah y lloró quedamente. Abba Jan, sentado en su alfombra de oración, le preguntó: —Bi Amma, ¿qué te sucede?
—Hijo mío, ha venido la carroza del Imam—. Hizo una pausa, y después dijo: —Qué luz… era como si hubieran encendido una lámpara de gas. Como si alguien dijera «Preparad el majlis».
Abba Jan reflexionó unos momentos. Después dijo: —¡Bi Amma, has tenido una visión!
Gracias a Sharifan, la noticia de la visión de Bi Amma se extendió por el vecindario. Vinieron las señoras de todas las casas que no estaban cerradas. Se celebró el majlis y hubo abundantes llantos y lamentos.
—Ai, Bi Amma, ¿te has enterado? La maldita plaga se ha detenido.
—¡Oh, dime la verdad!
—Es la verdad, Bi Amma, lo ha dicho el doctor Joshi.
—Gracias a Dios —y de nuevo las lágrimas le inundaron los ojos. Cuando levantó la cabeza después de las oraciones su arrugado rostro estaba aún bañado en lágrimas.
✻ ✻ ✻
Igual que habían partido, los carros de bueyes regresaron de nuevo cargados hasta los topes. A cada rato llegaba chirriando un nuevo carro de caballos y otra casa cerrada se abría. Las casas cerradas se abrieron y los viejos harapos y mantas se sacaron a la calle, se apilaron y se quemaron.
Anochecía. En la distancia se oía claramente el ruido de sartenes y cazos que llegaba del patio de Vasanti. Junto al tañido de las campanas del templo sonó una voz familiar: —¡Vasanti, está anocheciendo! Enciende el farol—. Vasanti salió a la puerta, descalza, como siempre, y puso un pabilo en un farol nuevo y lo encendió. Estaba a punto de volver dentro, cuando él se le acercó. —Vasanti.
Vasanti se giró y sonrió al verlo.
—Así que has vuelto.
—Claro.
Se acercó a ella. Le acarició suavemente los brazos desnudos y dijo con voz suave y tierna: —Ven, vamos a jugar.
Vasanti dudó un momento y de pronto se ruborizó. —Lárgate, niñato musulmán —y entró corriendo en la casa.
Después del desaire de Vasanti, se fue a casa borracho de placer y durante mucho tiempo sintió una cálida dulzura que le bajaba hasta las yemas de los dedos.
Las casas deshabitadas estaban habitadas de nuevo y el bullicio de siempre regresó al Bazar Pequeño. Sin embargo, por aquí y por allá había espacios vacíos, aquí y allá faltaba alguna cara. No se veía al pandit Hardayal en su terraza ni a Misra-ji sobre los cojines en su tienda. ¿Dónde estaba Jagdish, que solía ir por las tardes a la terraza de Chiranji a practicar con el armonio? La cabeza rapada de Sohan, el hijo del pandit Hardayal, proclamó durante muchas semanas que estaba de luto. Pero a Sohan le creció el pelo poco a poco y los espacios vacíos del Bazar Pequeño se llenaron. Al final había tanta gente que parecía que no faltaba nadie, y tanta vida como si nada hubiera pasado. La multitud se volvió a reunir en la terraza de Chiranji. El armonio sonaba y sonaba hasta la medianoche y en la distancia se oían las canciones:
«Toda la noche yace Laila
en brazos de un dolor secreto.
¿También es su amado el sufrimiento?
En él todos se pierden».
—¡Chiranji, bastardo, vaya suerte que tienes!
—¿Por qué?
—Te han plantado un poste justo al lado de la terraza. Ahora podrás tocar el armonio con luz eléctrica, bastardo.
Los postes que llevaban siglos tirados en el suelo y cubiertos de polvo de pronto estaban de pie. La gente detenía el paso, elevaba la vista hasta lo alto de los postes y se imaginaba la nueva luz que pronto llegaría.
—Dicen que la luz eléctrica es muy brillante.
—Se diría que se hace de día en plena noche.
—Amigo mío, estos ingleses son increíbles.
Pero los obreros levantaron los postes y no se les vio más. Pasaron los días, los meses pasaron y después el tiempo sencillamente siguió pasando. Los postes, cubiertos de polvo, se convirtieron de nuevo en parte del paisaje. No parecía que los hubieran plantado, sino que habían brotado del suelo. A veces una paloma o un pájaro carpintero detenía su vuelo unos instantes y se posaba en uno, pero quizá no le gustara el tacto del metal, porque pronto salía volando de nuevo. Los milanos se quedaban mucho rato sobre los postes aunque preferían las barandillas de las azoteas. Los milanos que se posaban en las altas barandillas del ayuntamiento permanecían allí durante siglos. Parecía que cuando acabara el mundo el pájaro seguiría encaramado allá arriba. Aquella barandilla había envejecido con el tiempo y con las heces de los milanos. Sin embargo, los muros almenados de la Gran Mansión se habían roto antes de llegar a envejecer. Había sido obra de los monos. Igual que los milanos no se paran en cualquier barandilla, a los monos no les gusta cualquier azotea. Algunas de las barandillas del pueblo eran del gusto de los milanos y algunas azoteas eran del agrado de los monos.
Los monos tenían un extraño modo de vida. Si aparecían, seguían apareciendo. Cuando se marchaban, lo hacían tan completamente que no quedaba rastro de ellos ni siquiera en los árboles de tamarindo que había cerca de Kerbala, y mucho menos por los tejados. Tejados vacíos, muros desiertos. Tan solo los parapetos en ruinas de los pisos más altos recordaban que una vez aquellos tejados habían estado al alcance de los monos. ¿Qué sucedió aquella tarde? Caminaba por un callejón cuando de pronto tuvo la sensación de que alguien saltaba de un muro al de enfrente por encima de su cabeza. Miró arriba y qué vio sino una tropa de monos viajando de muro en muro. —¡Oh, son monos! —exclamó mientras su corazón recobraba el ritmo. Cuando despertó a la mañana siguiente dentro y fuera de la casa reinaba la confusión. Todo lo que había en el patio estaba hecho pedazos o había desaparecido. Un mono se había apoderado del dupattah de Bi Amma y estaba sentado en el parapeto del tejado haciéndolo jirones con los dientes.
Era imposible saber de qué pueblos venían, de qué bosques habían salido. Una bandada y otra bandada, bandada tras bandada. De un tejado a otro, de este a un tercero. Saltando ágiles a un patio, robando cosas, un minuto aquí y al siguiente allá. Nanua, el vendedor de aceite, hizo una colecta y compró un saco de grano y un trozo de azúcar moreno sin refinar. Fue donde se celebraba el mercado semanal y, en el pequeño estanque que permanecía seco todo el año excepto en la estación de las lluvias, esparció el grano, puso el azúcar en el centro y dejó por el suelo unos cuantos palos de madera. Los monos acudieron dando brincos y haciendo cabriolas y se comieron el grano a dos carrillos. Después se lanzaron sobre el azúcar. Un trozo de azúcar y cien monos. Estallaron los disturbios. Los palos estaban a mano allí mismo. Los monos se hicieron con ellos en cuanto los vieron. Cada vez que uno agarraba el trozo de azúcar le caía un estacazo en la cabeza.
Durante días, durante semanas enteras anduvieron por allí alborotando. Emboscadas nocturnas, saqueo y pillaje, y, finalmente, guerra civil. Después desaparecieron. Los tejados silenciosos de nuevo, los parapetos de nuevo vacíos. Sin embargo, cuando llegó la electricidad estaban en el pueblo, se les veía por los tejados y parapetos. Los postes eléctricos, soportando las inclemencias del tiempo, habían pasado a formar parte del paisaje. De pronto se convirtieron otra vez en el centro de atención. Aparecieron los obreros con largas escaleras sobre los hombros. Instalaron travesaños de hierro en la parte más alta. En los travesaños fijaron aislantes de cerámica blanca. Tendieron unos cables del primer poste al segundo y del segundo al tercero, y poco a poco conectaron todos los postes de las calles.