Kitabı oku: «305 Elizabeth Street»

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305 ELIZABETH STREET


305 ELIZABETH STREET

© Iván Canet Moreno

© de la imagen de cubiertas: (Fotomontaje) littleny / Shutterstock

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Editorial La Calle

Iª edición

© Editorial La Calle, 2015.

Editado por: Editorial La Calle

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ISBN: 978-84-16164-56-1

Nota de la editorial: Editorial La Calle pertenece a Innovación y cualificación S. L.

Índice

Portada

Título

Copyright

Índice

CON LA PUERTA ABIERTA

PRÓLOGO

Primera Parte

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XLV

Segunda Parte

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XXIII

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XLIV

XLV

Tercera Parte

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9

X

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EPÍLOGO

IVÁN CANET MORENO


305 ELIZABETH STREET

Introducción

Elvira C. García Vidales


Editorial La Calle

ANTEQUERA 2015

CON LA PUERTA ABIERTA

A veces pienso qué hubiera pasado con todas las palabras que he leído y he escrito durante estos tres años si el 30 de septiembre de 2012 no hubiera cogido aquel tren a Córdoba. Un tren en el que viajaban decenas de historias ansiando su llegada, y que en silencio, atravesadas por la misma secuencia de paisajes, se iban reflejando en las ventanas, confundiéndose con los rostros marcados por todo tipo de pensamientos.

No es suficiente cerrar o abrir una puerta, una maleta. Un viaje comienza cuando la búsqueda y la espera se entrelazan en nuestro interior, susurrando una hoja de ruta aún no trazada en ningún mapa, porque sólo puede existir con cada paso que damos, con cada decisión que vamos tomando…, asumiendo que, después de éste, jamás podremos volver; jamás seremos las personas que fuimos.

El calor abrazante y el olor a azahar no me sorprendieron: Córdoba no era una desconocida para mí. Pero sí lo era el Iván que conocí en ella, y todas las ciudades que lo habían construido por dentro: Alzira, Valencia, Londres y, por supuesto, Nueva York. Algo hay de búsqueda y de espera también en esos lugares que nos transforman, en esos lugares a los que viajamos. Es más, si me permiten ponerme lingüísticamente quisquillosa, me gustaría que agarrasen fuerte la palabra lugar, porque ésta es una palabra perfecta. Lugar guarda en sus posibles definiciones todas las dimensiones de un viaje: el espacio en sí y el ocupado por uno mismo, el tiempo, la prioridad, la oportunidad.

A mí, como a Iván —fíense, tendrán ocasión de comprobarlo—, nos obsesiona cómo llegamos a ellos; a los que sin saberlo siempre fueron nuestros lugares. El latido llama al latido. Una canción, un pensamiento inesperado, una conversación, la mayoría de las veces un libro, un/a autor/a, un poema —los poetas siempre están al final cuando la poesía debería ir siempre al principio.

Sea cual sea esa sutil semilla, es en ella donde empiezan a planearse las huidas —hacia delante—; huidas que esperan el encuentro con aquello que creemos buscar: ponernos a prueba, llegar al límite desconocido de la existencia. ¡Qué fina se dibuja entonces la línea que separa salir a buscar(se) y la huida! Partir —marcharse o abrirse— esconde el deseo de volver; de volver para volver a vivir. Pero nunca se puede empezar de cero, ¿no es cierto? No se puede, no, porque no se puede repetir el pasado.

Y así, entre tímidos compartires, fueron pasando las primeras semanas cordobesas. Un día de otoño, en el claustro del convento del Corpus Christi en el que convivimos juntos durante diez meses, fue Iván, lo reconozco, quien me invitó a desatender por unos minutos mis angustias creativas y a subir a uno de los inconfundibles taxis amarillos que zigzaguean por las calles de la Gran Manzana. No supe, ni quise, decirle que no —y hasta hoy.

Inesperadamente, Nueva York, la misma que no se encontraba entre mis preferencias en el pasaporte, se descubría entre luces discontinuas y cláxones desgañitados, mientras un —recién nacido— amigo de mirada aniñada y risa contagiosa me contaba las luces y las sombras de aquel lugar que nunca duerme. Lo imaginé como un gran casino que espera los sueños de miles de almas a las que atrapa, generando bajo su cielo una deuda eterna. Y donde sin embargo, a cambio, siempre ofrece la reinvención y la esperanza. La suerte, ya sabéis, tan esquiva y difícil de contentar: a veces de nuestra parte, mejor no tenerla de enemiga.

De pronto, ensimismada, ajena de nuevo en el reflejo de otra ventana, de otra secuencia de paisajes, oí aquella doble voz: <<He venido porque quiero ser escritor>>. Descolocada, volví la vista al interior del taxi. Iván me guiñaba un ojo mientras empezaba a desvanecerse en el asiento y un desconocido Robert Easly ocupaba su lugar —¿Qué hay en un nombre? Si otro nombre le damos a la rosa, con otro nombre nos dará ella su aroma. Su cuerpo estaba conformado de palabras de distintos tamaños, aunque una de ellas destacaba por bombear tinta a todas las demás desde su mano derecha: Héroes.

Robert —como Iván— había sido arrastrado hasta Nueva York (primero), hasta Córdoba (después), bombeado por esa fuerza incontenible y desbordante que te atraviesa y de la que ya no se puede escapar: las palabras. Las palabras… y sus silencios, por supuesto. Porque las palabras también callan y desaparecen, huyen, buscan, encuentran, esperan su lugar en alguna página en blanco donde ser sentido. Y aunque el/la escritor/a en ocasiones no lo comprenda, no les importa el tiempo que tarden en conseguirlo… Y créanme si les digo que para buscarlas y esperarlas hace falta amor… y libertad. Con alas del amor pasé estos muros, al amor no hay obstáculo de piedra y lo que puede amor, amor lo intenta.

Amar las palabras; a todas ellas. ¿Acaso no es inabarcablemente bello que de 27 letras puedan surgir todos los conceptos que rigen nuestra vida, nuestro lugar en el mundo? Precisamente es en los libros donde ese amor cobra su más pleno sentido porque, bajo ese código compartido, se buscan y se esperan —libremente—

quien escribe y quien lee…, conociéndose en el más intenso de los silencios, en el más silencioso de los secretos.

Tres años después, sin haber querido renunciar aún al reflejo en la ventana de este taxi —más viejos y leídos, más cómplices, más (re)queridos; eso sí— su voz al otro lado del teléfono ilumina un agosto umbrío al anunciarme que Robert y él están preparados para salir a buscar el lugar más esperado: el alma del lector/a. Por fin, después de incontables neurosis y risas histriónicas, de comas voladoras y amaneceres con sabor a resaca literaria —algunas costumbres sólo empeoran con el paso de los años— los prejuicios iban a ser abandonados en el paragüero de la entrada. Por fin.

Beat. Beat. Beat. ¡Vaya! El taxímetro reclama su parte… Discúlpenme si me he excedido, pero creo que ya es medianoche y me he dejado llevar por las palabras. Esperen, les propongo un trato: pago yo, si se bajan conmigo. Créanme —de nuevo— si les aseguro que ésta y no otra es la parada que buscaban, la parada que estaban esperando: bienvenidos/as al 305 de Elizabeth Street.

ELVIRA C. GARCÍA VIDALES

Residente de la XI Promoción de la Fundación Antonio Gala

305 Elizabeth Street

Parte del proceso de creación de esta novela

fue llevado a cabo durante la residencia del autor

en la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores.


Esa noche pudimos ser héroes.

Siempre contigo en Rockland.

And you want to travel with him,

and you want to travel blind,

and you think maybe you’ll trust him,

for he’s touched your perfect body with his mind.


(Y quieres viajar con él,

quieres viajar a ciegas,

y crees que quizá confiarás en él,

porque ha tocado tu cuerpo perfecto con su mente).


Suzanne

LEONARD COHEN

PRÓLOGO

La primera vez que vi a Guido, al otro lado de la puerta de aquel maltrecho apartamento en el 305 de Elizabeth Street —y aunque sólo se tratase de un instante, apenas unos segundos que transcurrieron con la misma velocidad con la que los taxis atravesaban Times Square de noche, como pequeñas luciérnagas que zumbaban de aquí para allá y dejaban a su paso un rastro irregular de luminiscencia efímera—, no pude dejar de mirar sus ojos. De color acaramelado aunque con una diminuta y casi imperceptible veta verdosa, poseían un extraño y magnético destello que obligaba a quien se cruzaba con ellos a no desviar la mirada en ningún momento. Entonces yo acababa de desembarcar en la ciudad que nunca duerme y todavía me temblaban las piernas —desnudas y algo entumecidas, cabría apuntar— a causa de los acontecimientos a los que me había tenido que enfrentar un par de horas antes en el Washington Square Park: acontecimientos que, si bien cambiaron por completo el rumbo de mi vida, entonces se me antojaron únicamente como una amenaza que la ciudad de los rascacielos no dudaba en enviarme a gritos: «¡Vuélvete a casa, Bay Stater!».

El sonido que quizá más asocio a esa mirada de la que les estoy hablando es la voz grave de Leonard Cohen, de quien en 1979 yo no había oído hablar todavía. De pronto me viene a la memoria una habitación en penumbra y el disco New Skin for the Old Ceremony girando en el tocadiscos mientras Guido enciende un cigarrillo de marihuana de los que solía contener la bolsa de plástico que guardaba en el segundo cajón de su armario. Tumbados en la cama, los dos escuchamos los versos que el Lord Byron del Rock n’ Roll va desgranando lentamente a su querida Janis Joplin mientras dejamos que el humo del cigarrillo vaya nublando los recuerdos y las expectativas, los sueños también. Y como invocado, el magnetismo inexplicable de su mirada altera el curso de la noche, la tensión aumenta por momentos, oculta en los bolsillos de sus vaqueros negros desgastados; algunas calles más allá, las flores de hierro forjado se lamentan del frío en los balcones del Chelsea Hotel.

Ayer, después de la ceremonia, pasé de nuevo por el 305 de Elizabeth Street. La puerta de la calle estaba medio entornada y sentí curiosidad por saber quién vivía ahora en aquel lugar; así que crucé la calle, me acerqué hasta ella y empujé levemente. Al otro lado, lo que antaño solía ser el salón, con su mesa coja y su sofá desvencijado en el que solía dormir cada noche y el montón de la ropa sucia que esperaba en un rincón a que alguien la llevara a la tintorería de Mott Street, se había convertido en un taller de costura ilegal en el que se fabricaban bolsos y carteras de imitación, las mismas que cualquier turista podía encontrar por un par de dólares a lo largo de Canal Street. «¿Qué buscar?», me preguntó de repente un hombre más bien bajo y de ojos rasgados que acababa de salir de la que había sido en otros tiempos la habitación de Guido y que ahora posiblemente acogería un despacho improvisado o un pequeño almacén. Llevaba un bloc de notas en las manos y un lápiz algo grasiento le sobresalía del bolsillo de la camisa. «¿Qué buscar?», volvió a preguntarme al ver que seguía allí en la puerta, en silencio. Me di cuenta de que la pregunta adecuada no era qué estaba buscando, sino qué esperaba encontrar. Negué ligeramente con la cabeza, me di media vuelta y me alejé de allí dirigiéndome hacia Houston Street.

Caminé un par de minutos por Houston y decidí parar un taxi en la esquina con Lafayette. «¿Adónde?», preguntó secamente el conductor. «A la Ochenta y Uno con Colombus, por favor», le indiqué yo al mismo tiempo que cerraba la puerta. El taxista se puso en marcha de inmediato. Al cabo de unos semáforos en rojo me sorprendí al escuchar que en la radio empezaba a sonar Everybody Knows, de Leonard Cohen —la misma sorpresa, quizá, que la de aquella noche de camino al Bellevue cuando en la radio sonaba David Bowie y Sasha obligó al conductor a apagarla—. Extrañas coincidencias que te hacen sospechar que esta vida no va en serio. El conductor me dejó en la puerta del hotel en el que me hospedaba, le pagué la carrera y me bajé del vehículo. Tan pronto como el taxi dobló la esquina avenida abajo, el portero se acercó y me preguntó si me encontraba bien y si necesitaba ayuda. «No, gracias. No se preocupe», contesté. «Está muy pálido, señor Easly», insistió. «Hace demasiado calor», dije antes de cruzar la puerta de la entrada y perderme por el vestíbulo. Era diciembre.

Nada más llegar a la habitación me acerqué a los altavoces que me había regalado mi hijo mayor por Navidad —apenas los había estrenado— y conecté el teléfono. Busqué en la biblioteca musical del dispositivo y seleccioné Chelsea Hotel #2. La música empezó a sonar a medida que yo iba desabotonándome los puños de la camisa enfrente del espejo. «¿Qué buscar?», me dije a mí mismo al ver mi reflejo. Me dirigí al cuarto de baño y abrí el grifo de la bañera. Regresé a la habitación y lancé la camisa sobre la cama; después me acerqué a la ventana y observé Central Park. Al otro lado del parque vivía Martha. ¿Habría heredado la casa de sus padres? ¿Su estilo de vida, quizá? Leonard Cohen seguía llenando la habitación.

Te recuerdo bien… Me dirigí de nuevo hacia el cuarto de baño, me metí en la bañera y rompí a llorar.

Primera Parte

1

—Se la está follando, Robbie. No te quepa la más mínima duda —me dijo Brian con semblante serio a medida que le daba las primeras caladas a su cigarrillo.

El señor Shawn nos acababa de dejar en la puerta de la biblioteca de Pittsfield, un edificio cuya fachada de ladrillo visto y sus ventanas amarillentas por el paso del tiempo le conferían un aspecto viejo y ruinoso, con la promesa de recogernos en un par de horas y llevarnos de vuelta a casa. Brian rebuscó en el bolsillo de su pantalón y sacó otro cigarrillo para mí. Aunque yo no había fumado nunca, no dudé ni un segundo en llevármelo a la boca. Brian se acercó con el mechero e intentó encendérmelo.

—Pégale una calada, Robbie, si no estamos haciendo el imbécil —me dijo.

El primer contacto del humo con mi garganta me produjo un extraño cosquilleo, un leve picor que me obligó a toser y, como consecuencia, el cigarrillo se cayó al suelo. Brian lo recogió con una sonrisa y me lo volvió a dar.

—Ya te acostumbrarás.

—¿De dónde los has sacado? —pregunté.

—Los guarda en la guantera del coche. No se dará ni cuenta de que le faltan un par de ellos —Brian dio tres o cuatro caladas más antes de lanzar el cigarrillo a tierra y apagarlo con la suela del zapato—. Se la está follando, Robbie —volvió a decir.

—¿A Lucy, la del quiosco? —Brian asintió. Yo también dejé caer mi cigarrillo al suelo, apenas consumido, y lo apagué—. ¿Cómo lo sabes?

—Lo sé —se limitó a responder—. Viene, se la folla en cualquier hotelucho de tres al cuarto a la entrada de la ciudad y luego regresa a casa como si nada hubiera ocurrido, con una amplia sonrisa y un ramo de rosas para mi madre. Ella las pone en vinagre, ¿sabes? Las rosas. También lo sabe.

—¿Tu madre también lo sabe? ¿Y no le dice nada? —Me sorprendió escuchar aquello. Brian se encogió de hombros.

—Mientras siga dándonos de comer... ¿Qué puede hacer además? ¿Divorciarse? ¿Quedarse sola? ¿Acaso tu madre es feliz así?

—Es distinto —respondí yo de inmediato.

—Tienes razón. Lo siento. Soy un capullo. ¿Entramos?

El vestíbulo de la biblioteca no daba mejor impresión que el exterior: apenas iluminado por un par de viejas y empolvadas lámparas de araña que colgaban temerariamente desde el techo. Tanto Brian como yo teníamos la extraña sensación de haber entrado en el lugar incorrecto, en el momento incorrecto. Por supuesto, estábamos allí porque no teníamos elección. Debíamos investigar, a petición del señor Houston, el decrépito profesor de Historia, acerca de El Motín del Té y qué relación guardaba dicho acontecimiento con los indios mohawk. El señor Shawn, el padre de Brian, al enterarse de dicha tarea, se había ofrecido rápidamente a llevarnos hasta allí en coche, ya que en Lanesborough, nuestro pueblo, no contábamos con biblioteca propia. Disponía así, según su hijo, de una excusa perfecta para perpetrar otra de sus escapadas con Lucy, la del quiosco. Por ello, dos horas más tarde, Brian no se sorprendió al ver que su padre nos esperaba a la salida con el coche en marcha, una amplia sonrisa y un ramo de rosas en el asiento del copiloto; por lo que arqueó las cejas y me susurró al oído antes de subir al vehículo: «Te lo dije».

La biblioteca estaba completamente vacía: un cementerio de libros al que ninguna viuda acudía a rezar a su difunto. Bajo una de las sucias ventanas de la pared que quedaba a la izquierda, se hallaban varios sillones de segunda mano dispuestos en un semicírculo desordenado alrededor de una pequeña mesa baja de madera. Encima de ella, descansaban algunos libros y un par de pequeñas cestas que contenían lápices de colores y folios mal recortados en cuartillas. Brian se acercó, cogió uno de los libros y se fijó en su colorida portada: Las aventuras del conejo Bunny: el huevo de pascua perdido. Se giró y me lo enseñó riéndose.

—No creo que ése sea el libro que andas buscando... —escuchamos de repente.

Brian se apresuró a dejar el libro encima de la mesa y ambos buscamos de dónde había salido aquella voz de mujer, dulce pero imponente. La señorita Taylor apareció de pronto por el estrecho pasillo que se abría entre las estanterías de baldas dobladas por el peso, cargada con más de una decena de libros apilados, y se dirigió a un pequeño escritorio; depositó allí los libros con suavidad y luego se giró para vernos. Y en ese preciso instante, aquella tarde de octubre de 1968, creo recordar que era viernes, al ver a la señorita Taylor, la bibliotecaria de Pittsfield, tuve mi primera erección.

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