Kitabı oku: «Cuentos de mi tiempo», sayfa 5
IV
Pasó mucho tiempo, sin que ellos mismos pudieran precisar el número de años transcurridos: porque las esperanzas y fatigas les hicieron perder la cuenta, hasta que una mañana, cuando menos lo esperaban, al dar vuelta a un recodo, se encontraron casi simultáneamente en la esplanada que rodeaba el alcázar dónde vivía la dama de sus pensamientos.
Lepe llegó el primero, y al parecer de buen humor, pero con los labios plegados por una sonrisa de incredulidad que daba pena; Infolio era un anciano achacoso, gastado e impotente para gozar lo que soñaba; Tizona traía melladas las armas, el cuerpo cosido a cicatrices, y alguna herida fresca todavía.
Saludáronse ceremoniosos, sin mostrarse simpatía ni sentir rencor: ninguno preguntó a los otros la historia de su viaje, y como Dios o el diablo les dieron a entender, procuraron entrar en el recinto misterioso.
Tizona, viendo cerradas las verjas, a riesgo de matarse, escaló una ventana: Infolio, dijo tan admirables cosas propias y ajenas, colocándose ante la puerta, que sus hojas, dejándole paso, se abrieron solas, y entonces Lepe se coló dentro astutamente.
A los pocos momentos estaban en la antecámara del ídolo. Sólo les separaba de él una cortina sutil e impenetrable, que cayendo desde la techumbre hasta el suelo, semejaba el velo de un lugar sagrado.
Ninguno se atrevió a descorrerla, y absortos de estupor, febriles de impaciencia, esperaron, fija la vista en los amplios pliegues que ponían estorbo a sus deseos.
De pronto, se abrieron los paños como rasgados de alto a bajo, y dejaron ver un instante el ámbito de la estancia que ocultaban. El santuario de Fortuna era una alcoba. Hacia el fondo sonó el estallido desigual de un beso doble, y enseguida, salió tranquilamente un hombrecillo insignificante, feúcho, pequeñuelo y vulgar, que con aire de triunfo venía estirándose los puños y acariciándose la barba. Entonces los que esperaban se avalanzaron hacia él entre humillados y rabiosos gritando y preguntándole a grandes voces:
– ¡Profanación!
– ¿Quién eres?
– ¿Por dónde has subido?
Mientras el feliz mortal, mirándoles sin comprender su indignación, respondía con la mayor frescura:
– Soy Perico Mediano, y he subido por la escalera de servicio.
LAS PLEGARIAS
I
Al dar la una y media comenzaron a despedirse los contertulios: a las dos sólo quedaban en el magnífico salón los dueños de la casa, marido y mujer, ambos jóvenes, hermosos y al parecer felices: él se puso a leer un periódico de la noche y ella se entretuvo escribiendo con un lápiz de oro al dorso de una tarjeta las visitas y compras que pensaba hacer al día siguiente.
Después hablaron un rato de cosas de poca monta, y, por fin, ella, levantándose de pronto, le dijo mirándole amorosamente:
– Me voy a recoger el pelo. ¿Tardarás?
– Acuéstate. Enseguida voy.
Luego de retirarse la dama, el hombre pasó del salón a su despacho, que era la habitación contigua, y oprimiendo un resorte oculto entre los cortinajes, dio luz a las lámparas eléctricas.
Los muros estaban cubiertos de verdaderos tapices góticos, los estantes llenos de buenos libros, en un testero había un magnífico retrato de familia a cuyos lados brillaban dos panoplias de armas antiguas, y en otro lienzo de pared destacaba sobre el fondo multicolor y borroso del tapiz un santo pintado por Zurbarán. Cuanto allí había era prueba de exquisito gusto, cultura y riqueza bien empleada. Indudablemente el lujo de relumbrón, las antiguallas falsificadas y los caprichos absurdos impuestos por la moda, no tenían entrada en aquella casa.
Sentose el caballero ante la mesa, sacó de un cajón una cartera, y tras consultar rápidamente varios papeles, apuntó, poco más o menos de este modo, lo que se proponía hacer al otro día:
«Carta al administrador de Terrones para que perdone la mensualidad a los colonos perjudicados por la nube del mes pasado, y les dé lo necesario para la siembra. – Al mayordomo de Valhondo que libre de quintas al hijo del guarda. – Decir al ministro que no voto a favor de la desviación del canal, porque no conviene a los intereses de aquellos pueblos. – Mandar, según costumbre, lo que haga falta en el Monte para desempeñar las herramientas de trabajo y máquinas de coser cuyas papeletas venzan este mes.»
Todo lo cual indicaba que aquel rico merecía serlo.
Después guardó la cartera, cerró el cajón, y recostándose en el sillón, permaneció largo rato ensimismado y como abstraído por sus pensamientos.
Poco a poco fue dibujándose en su rostro un gesto de inexpresable amargura, luego dobló la cabeza sobre el pecho, y enseguida, enderezando a Dios el pensamiento, dijo mentalmente de este modo, no con palabras aprendidas de memoria, sino con aquellas espontáneas y sinceras razones que, inspiradas en verdadera piedad, no pueden menos de llegar a dónde van dirigidas:
«¡Un día más… y un día menos! No he hecho mal a nadie, y he procurado algún bien. Permíteme, Señor, que pueda decir lo mismo mañana. No faltándome tu favor, estoy seguro de mi voluntad… Me has hecho rico, es decir, depositario de lo que destinas a los pobres, y al remediar los males del prójimo imagino cumplir tus mandatos. No me desprendo de nada mío, sino que doy a cada cual lo que quieres que sea suyo; si más me dieres, más distribuiría; y si de todo me privases, mi único dolor sería ver desdichas sin poder remediarlas… Por Tí he comprendido que la verdadera sabiduría estriba en combatir odios y sofocar rencores: procuro ser justo; pero no me has hecho feliz. Tú sabes lo que falta a mi dicha. Te pido un hijo. Quiero tenerlo para que aprenda a ensalzarte como Te gusta ser ensalzado, que es sometiendo la maldad a la justicia, acercando la compasión al dolor; y quiero también ser padre, porque no es bueno que se seque el árbol sin dejar retoño. Mi esposa me ama tanto como yo a ella, pero nuestro lecho es estéril. ¡Señor! Dame un hijo para que te ame con dos vidas y te sirva con dos voluntades.»
De pronto sonó a lo lejos una voz femenina que llamaba cariñosamente; el caballero apagó la luz, y a oscuras, andando a tientas, que es como el hombre camina hacia la felicidad, salió en busca de su mujer.
II
Varía la decoración y son otras las personas.
En un miserable sotabanco habita un matrimonio pobre. El marido fue empleado y quedó cesante sin auxilio, amparo ni valimiento; la mujer, que era menestrala, enfermó durante el primer embarazo y fue despedida del taller: rápidamente pasaron de la escasez a la pobreza y de la pobreza a la miseria; pero como eran jóvenes y se querían mucho, nada contuvo su pasión. En seis años de matrimonio tuvieron otros tantos hijos.
La noche era horrible: los vidrios rajados o mal juntos dejaban paso al frío por roturas y resquicios: no había rescoldo en el fogón, ni cisco en el brasero, ni provisiones en la alacena, ni casi ropas en las camas, porque el carbonero ya no fiaba, ni el tendero se compadecía, ni el prestamista devolvía las mantas sin que le pagasen lo estipulado; y los pequeñuelos lloraban y los mayorcitos pedían pan, mientras los padres se miraban silenciosa y desesperadamente, ya pronto el hombre a toda maldad y dispuesta la mujer a todo sacrificio.
Más tarde, cuando el marido se fue a acostar, renegando de Dios y maldiciendo de los hombres, ella dio un beso a cada niño, y enseguida, postrándose de rodillas ante una grosera estampa de Cristo pegada en la pared, comenzó a orar entre dientes.
Rezó primero el Padre Nuestro, luego el Credo después muchas Salves y Ave Marías, cuanto aprendió de niña sin saber lo que significaba, y por último, buscando en las reconditeces de su alma acentos propios, inspirados en la magnitud de su desventura; dijo alzando los ojos y clavándolos en la estampa: «¡Señor! ¡Piedad, misericordia! ¡Que no se mueran estos niños! ¡Pan, nada más que pan!» – Y dejando caer la cabeza sobre el asiento de una silla que tenía delante, permaneció en oración largo rato, hasta que el marido la llamó desde el jergón que les servía de cama, diciendo:
– Ven, hija, ven y trae cualquier cosa para arroparnos, que aquí no se puede parar de frío.
III
En los altos cielos, espacios eternamente misteriosos y negados por siempre al pensamiento humano, allí donde solo llegan los desvaríos de la imaginación y los arrobos de la fe, resonaban dos voces de acento sobrenatural y prodigioso. La una era majestuosa, imponente y dulce sobre toda ponderación; la otra era voz humana, dignificada y ennoblecida por la santidad.
– ¡Pedro! – dijo la primera.
– Señor – repuso con humildad la segunda.
– ¿Hay algo?
– Lo de siempre. Peticiones de la ambición, exigencias de la codicia, vanidades del amor propio, arrogancias de la soberbia, desafueros de la maldad, sollozos de dolor y bostezos de hambre.
– A esos hay que atender primero.
– Señor, es que son muchos los que piden y pocos los que agradecen.
– No importa. Coge a manos llenas los bienes y déjalos caer sobre los limpios de corazón.
Pasado algún tiempo, el matrimonio rico heredó una considerable fortuna que acreció la suya. Fue aquello como golpe de agua que, dejando acaso estéril la llanura, engrosa el caudal de otra corriente: y en el hogar del matrimonio pobre nació el séptimo hijo.
Los afortunados no agradecieron lo que les sobraba, y los infelices casi maldijeron lo que no habían pedido.
Entonces resonaron de nuevo en las alturas las voces misteriosas:
– ¡Pedro!
– ¡Señor!
– Mis órdenes se cumplen mal – dijo la voz de imponente e inefable dulzura – a pesar de mis bondades suben de la Tierra lamentos de dolor que mueven a piedad.
– Los del planetilla revoltoso no hacen más que pedir. Nadie quiere penar; todos creen merecer. Ninguno acepta su misión fatal e ineludible, ni se resigna a cumplirla. Imaginan que la vida debe ser la felicidad, cuando es sólo ocasión de conseguirla.
– Es que yo no soy el Destino ciego, sino la Providencia bondadosa. ¡Felices! ¿Por qué no han de serlo? En verdad te digo que el hombre no comprenderá nunca la majestad del dolor. De hoy más, a quien pida con fe para obrar con caridad, désele todo. Hay que reorganizar este negociado.
EL NIETO
El general don León Bravo de la Brecha y Pérez Esforzado, décimo cuarto conde de la Algarada de Lucena, primer marqués de Durobando, noble hasta la médula de los huesos, senador por derecho propio, modelo de caballeros, carácter de acero y corazón de oro, feo de rostro y hermosísimo de alma, era hombre que haciéndose querer inspiraba respeto, mas en tal grado religioso, autoritario y linajudo, en una palabra, tan montado a la antigua que parecía la viva encarnación de todos aquellos ideales que cumplida su misión en la vida, van quedando honrosamente almacenados en la historia por la inflexible mano del tiempo.
A bueno nadie le ganaba, a severo le aventajaban pocos, y en punto a reaccionario no había quien le igualase. Fue feliz durante casi toda su vida, porque la Fortuna le halagó propicia, siendo para él en la juventud novia cariñosa, en la edad viril mujer amante y luego sumisa compañera; únicamente en la vejez, cuando creía tenerla más sujeta, comenzó a mostrársele rebelde, como hembra cansada de ser fiel mucho tiempo.
El general veía con pena que cuanto amparó con su prestigio y cuanto defendió con su espada se iba desmoronando. La fe se bastardeaba convirtiéndose en devoción superficial y mundana; las clases sociales se fundían derretidas por la fiebre del oro; el principio de autoridad cedía en vez de resistir; todo lo que él consideró esclarecido y alto tendía a oscurecerse y caer, todo lo vil y bajo a brillar y subir; lo poco antes calificado de utopia era casi realidad, los sueños se hacían tangibles y a las amenazas se respondía con reformas; lo que en su mocedad se dominaba a tiros, ahora se arreglaba con fórmulas.
Su mayor pena, su disgusto más hondo consistía en ver a su propio hijo participar de las ideas nuevas y sentarse como diputado en los bancos de una minoría liberal apoyando las que él llamaba soluciones avanzadas, y al pobre viejo le parecían herejías contra lo más santo y ataques a lo más respetable.
Por mucho que cavilase, no se daba cuenta de cómo aquel hijo, educado por padres escolapios, había salido volteriano hasta votar la tolerancia religiosa e importarle un bledo que el Papa estuviese cautivo. Cuando le oía afirmar que era monárquico y enseguida que la idea de Patria no es consustancial con la monarquía, se le llevaban los demonios, y finalmente a punto estuvo de desheredarle sabiendo que durante las elecciones asistió a una reunión de distrito donde solicitó el voto de lo descamisados.
Mas como todo está compensado en la vida, la amargura ocasionada por aquellas ideas del hijo tenía contrapeso y hasta recompensa en lo que prometía el nieto.
Siete años acababa de cumplir Pepito y por sus tendencias dominadoras, por su carácter resuelto y su geniecillo voluntarioso indicaba que había de parecerse, no a su padre, sino a su abuelo. El general experimentaba impulsos de ternura, nunca sentidos, escuchando referir o presenciando y oyendo rasgos y respuestas del chico, que no pasaban de meras insolencias infantiles y que a él se le antojaban claros indicios de ideas sanas, principios severos y voluntad enérgica.
Pepito era indudablemente a sus ojos un caso notabilísimo de atavismo.
Los procedimientos de fuerza le encantaban. En vez de pedir merienda la cogía del aparador: espíritu de conquista, decía el general. Agradábale sobre manera ir limpio, bien vestido y majo: gustos aristocráticos, pensaba el buen señor. Una vez en la calle, viendo reñir a dos muchachos, y caer debajo al más débil, se arrojó a su defensa: clara muestra de comprender la misión de su nobleza. Finalmente, un día en una tienda donde su madre regateaba unos juguetes, Pepito llamó ladrón al comerciante: horror al mercantilismo imaginó el abuelo.
Para que tan brillantes disposiciones y facultades no se debilitaran ni maleasen en la viciosa confusión de un colegio ni al contacto de malas compañías, el general, desconfiando del criterio y carácter de su propio hijo, resolvió encargarse de la educación del chico: y no pusieron los reyes de Francia más cuidado en buscar maestro a un Delfín que puso él para admitir preceptor a su gusto.
Tras muchas cavilaciones, previos respetables informes y seguro de sus buenos antecedentes, recayó la elección en un capellán profundamente religioso, de intachable moralidad y lo bastante conocedor del mundo para dirigir los primeros pasos de un niño a quien su linaje y fortuna tenían reservado puesto seguro y distinguido en el banquete de la vida.
Quiero – le dijo el general – que sea hombre de bien, capaz de grandes cosas, enemigo de las pequeñas… y aunque no ha de cantar misa, ni hace falta que se coma los santos, muy religioso. Nada de beaterías: espíritu religioso, temor de Dios y amor al prójimo. ¡Cristiano de verdad! ¡En fin, que sea todo un hombre!
El capellán – nadie le llamaba por su nombre en la casa – era lo que se decía hace cincuenta años un buen maestro: tal vez algo duro; más amigo de hacerse temer que estimar; antes partidario de enseñar lo que sabía que de inspirar amor al estudio; con ideas fijas vaciadas en la antigua turquesa donde se fundió la sociedad de nuestros abuelos; seguro de lo que tenía por bueno; irreconciliable con lo que juzgaba malo; ilustrado, pero intransigente; bueno, pero fanático.
Pepito aprendió de sus labios algunas cosas que son verdades eternas; otras que en su tiempo lo fueron, y muchas que no lo han sido nunca; mas todas, al parecer, sujetas y enlazadas por maravilloso espíritu de unidad. Adaptándose a la tierna imaginación propia de la edad del niño, hízole considerar la ciencia como trabajo humano que pugna por acercarse a lo divino; el arte como emanación y resplandor de lo bueno; la historia como inmenso campo al través del cual marchan las razas guiadas por Dios a su destino; y la vida como valle de amarguras en que para las más acerbas lágrimas y los más intensos dolores hay consuelo cuando, poniendo el pensamiento en lo alto, quieren ser caritativo el poderoso, agradecido el miserable, sensible el fuerte, humilde el débil, y todos esperanzados en la justicia del Señor.
Poca era la edad del niño, mas tales la inteligencia y la claridad con que se expresaba el capellán, que el discípulo prometía honrar al maestro. Varias veces examinó el general a Pepito; en más de una ocasión le hizo preguntas, al parecer inocentes, en realidad encaminadas a ver el cauce por donde iban sus inclinaciones; y siempre quedó, aparte pasión de abuelo, que es padre doble, maravillado del instinto con que se asimilaba cuanto trascendiese a hombría de bien y sentimiento de justicia.
– ¿Qué aguinaldo quieres, monín?, – le dijo pocos días antes de Navidad.
– Un nacimiento – repuso el chico.
Su abuelo fue con él a Santa Cruz, le dejó escoger cuanto quiso, pagó contento, quedó el niño gozoso, y dos criados trajeron a casa el peñasco lugar de la sagrada escena y la banasta llena de figuras de barro que habían de representarla.
Al día siguiente, gracias a la febril actividad del niño y mediante algunos consejos del capellán para que pusiese cada personaje en su sitio, quedó el nacimiento colocado sobre una gran mesa en el cuarto de estudio. Nunca vieron ojos de muchacho cosa tan bonita. ¡Qué propio estaba!
El peñasco, que tenía más de dos varas en cuadro, figuraba una serie de cerros hechos con corcho y cartón piedra, dispuestos en caprichosos declives con las cimas cubiertas de nieve y en la parte baja serpeados por un arroyuelo de agua verdadera que venía a morir en un estanque con surtidor, de hoja de lata. En un picacho estaba el depósito y para ocultarlo veíase agrupado en torno del monte el caserío de cartón que fingía ser la ciudad de Belén, sobre cuyos minaretes de cartulina ondeaba la bandera española. Por unos vericuetos en que el vidrio molido hacía papel de escarcha, venían en sendos camellos sus reales majestades Gaspar, Melchor y Baltasar, seguidos de abigarrada servidumbre; al borde del arroyo había un grupo de, lavanderas; en un altillo, junto a la hoguera de talco en que se freían las migas, los pastores apacentaban las ovejas de patitas de alambre, mientras los pavos de abermellonada cabeza y peana verdosa destacaban sobre el musgo aterciopelado y húmedo. De entre un macizo de follaje salía una pareja de guardia civil, cuyos tricornios enfundados de blanco casi llegaban al campanario de una torre, y en la fachada de un ventorrillo de cartón se leía la palabra vino. El portal de Belén era grandiosa fábrica greco-romana de corcho con sus columnas estriadas: dentro estaba el pesebre guarnecido de verdadera paja y sobre ella el Niño Jesús enteramente desnudo y boca arriba, a sus lados el buey y la mula esculpidos con rigidez hierática, y delante, colocados en adoración, San José con traje amarillo, y la Virgen con manto más brillante y rojo que un pimiento, ambas cabezas coronadas por descomunales resplandores en que se habían derrochado panes de oro.
Pastores con pellicos de algodón en rama bailaban ante la Sagrada Familia, en tanto que otros rendían al suelo la carga de sus ofrendas, y del centro del frontón pendía la estrella de rabo, casi de tamaño natural, tan cuajada de ángulos y facetas que era maravilla de los ojos. Luego, por todas partes ciñéndolo y adornándolo todo, ramas de palmera, de espino, de abeto, de tomillo, de tuya, de romero, grandes trozos de musgo y un sinnúmero de velitas y candelas amarillas, rojas, blancas y verdes, de cuyas llamas se desprendía un humo tenue y vaporoso, que envolvía el conjunto en una neblina misteriosa y poética…
Cuando el general vio el nacimiento, faltó poco para que cogiese un rabel: si no lo hizo fue porque no quedara mal parado el principio de autoridad.
A la tarde siguiente, Pepito salió de paseo con su madre. Cuando volvían oyó llorar en el patio a uno de los chicos del portero y preguntó la causa.
– Envidia, nada más que envidia… señora – dijo dirigiéndose a su ama el criado adulador: – mis chicos han visto subir el nacimiento y se han emberrenchinado en que les compre muñecos.
La dama, sin hacer caso, subió lentamente la escalera y Pepito la siguió en silencio, con la cabecita baja y las manitas a la espalda, sintiendo cosas que no podía comprender, como un filósofo chiquitín.
De pronto, al llegar al recibimiento, echó a correr hacia su cuarto, y pocos momentos después bajó al portal por la escalera de servicio, llevando una cesta cuyo contenido ocultaba cuidadosamente.
A la noche, terminada la comida, el general quiso ver de nuevo el nacimiento por gozar con la alegría del niño.
La decepción fue horrible. El nacimiento estaba encendido; pero a pesar de las luces, triste y despoblado. Parecía que los muñecos de barro habían huido al sentirle llegar: faltaban más de la mitad. Los reyes magos reducidos a dos; de la pareja de civiles, un número; la mula del pesebre, ausente; los borregos, pastores y zagalas, en cuadro; el caserío de Belén, medio derribado para arrancar algunas fincas, y ¡oh cosa inverosímil! San José permanecía junto a su divino hijo, mas la Virgen había desaparecido.
– ¡¡Pepito!! ¿Qué ha pasado aquí? – gritó enojado el abuelo.
El niño se presentó cabizbajo, pero sin miedo; no muy contento, pero sereno.
– ¿Qué es esto? ¿Has roto ya todo lo que falta? ¿Es ese el aprecio que has hecho?…
– No he roto nada – repuso Pepito. – Los chicos de abajo lloraban mucho porque no tenían nacimiento… y les he dado la mitad. ¿No me están diciendo a todas horas y en todas las lecciones que todos somos hijos de Dios, y que Dios da a los ricos para que den a los pobres? Pues ya está hecho… aunque no me compres más.
El general cogió a su nieto, alzándolo hasta sí, le dio no un beso sino un abrazo, como si fuese un hombre, y salió del cuarto juntamente enternecido y pesaroso.
– ¿Qué tiene usted? – le preguntó su hijo al verle entrar en el despacho con los ojos llorosos.
– Tengo… tengo que tú me has salido liberal y, a pesar de los pesares… tu chico me ha salido socialista.