Kitabı oku: «Dulce y sabrosa», sayfa 14
La impresión que recibió don Juan fue horrible.
Fingió escucharlo todo sin darle importancia, haciendo como que jugaba distraídamente con el regojuelo que había quedado sobre la mesa, pero en realidad estaba profundamente pensativo.
Aquella idea se le había ocurrido alguna vez, muy vagamente, pero jamás la formuló su pensamiento con tan espantables caracteres de posibilidad. ¡Suyo el hijo de Cristeta! ¡Vaya un final de almuerzo! Poco le faltó para exigir a don Quintín con malos modos que confesara cuanto supiese; mas comprendió que la violencia era inútil. Sólo su propio ingenio y la confesión de Cristeta podían sacarle de dudas: era forzoso que mediase entre ambos una explicación. Al cabo de unos instantes, sobreponiéndose al disgusto que experimentaba, reanudó el diálogo y se mostró amabilísimo con don Quintín. Aquel hombre le era, desgraciadamente, necesario.
Tomaron exquisito moka, que al estanquero le pareció inferior al del café, y luego, saboreando unas copas de licor, don Juan le ofreció habanos.
– No es mal tabaco – decía don Quintín – ; pero crea usted que no hay nada como los peninsulares bien elegidos.
Separáronse tras grandes protestas de lealtad y mutua protección.
Poco después don Quintín iba por la calle haciendo estas reflexiones: «¡Vaya un tío cuco…! pero se ha fastidiado. ¡Cincuenta duros…! ¡Carola, segura…! En cuanto a lo demás… Cristeta verá lo que hace: he cumplido sus órdenes; ahora… me lavo las manos.»
Hasta quedarse solo no sintió don Juan en toda su intensidad el disgustazo que acababan de darle.
Había en los razonamientos de don Quintín, o, mejor dicho, se desprendía de ellos una consideración de muchísima fuerza. ¿Cómo se explicaba que Cristeta, tan sentimental y delicada, hubiese consentido en entregarse a un hombre como Martínez, rico, pero vulgarote y ordinario? Don Juan recordaba perfectamente las repetidas veces en que Julia le habló de su amo tratándole de grosero, basto y a la pata la llana. Pensándolo bien, estas confidencias de la niñera podían servir de base a las conjeturas en que ahora le hacían caer las frases del estanquero; todo indicaba que sólo el interés, pero un interés poderosísimo, había determinado la boda. Por otra parte, no siendo ella codiciosa… ¿qué interés podía tener…? sólo el de regularizar la falsa situación en que se hallase, o el ansia de asegurar el porvenir del niño, si ya estaba camino del mundo.
«Este mamarracho de viejo – se decía – , es un sinvergüenza capaz, por dinero, de hacernos el embozo de la cama…; pero ¡ella, ella! Ahora me explico sus lágrimas, su miedo de acercarse a mí, sus palabras tristes…; no puede menos de quererme. Y el chico… ¿mío? ¡sabe Dios!; pero no es ningún imposible… y ese señor Martínez… ¡anima!, aunque no, puede que no esté sino perdidamente enamorado, loco, ¿no ha de poder trastornarse otro hombre si a mí me están dando ganas de llorar?»
* * *
Aquella misma noche el estanquero refirió a su sobrina cuanto habló con don Juan durante el almuerzo; pero puso gran cuidado en callar todas aquellas sospechas que le hizo concebir relacionadas con el origen del niño, y que respondían a su particular deseo de vengarse. No obstante la omisión, Cristeta escuchó todo lo demás inquieta y azorada, miedosa de su propia obra. Una imprudencia, por pequeña que fuese, y estaba perdida; el menor descuido, y en vez de ingeniosa enamorada, semejaría codiciosa enredadora.
¡Triste condición de toda mujer amante y burlada, que al reconquistar el bien perdido, parece trapisondista despreciable!
Capítulo XIX
De cómo Cristeta representó en un palco mejor que cuando lo hacía en el escenario
Don Juan tenía pensado alquilar un cuarto y amueblar en él dos habitaciones: una tal que pareciese oficina, para dar sombra de apariencia a lo de la empresa teatral, y otra cuidadosamente alhajada, donde, atraída Cristeta, quedara su resistencia vencida; pero en vista de la conferencia con don Quintín, consideró inútil lo primero, pues el grandísimo bribón no había menester disimulo, sino dinero; por lo cual a otro día del almuerzo le mandó a Benigno con una carta en que, a modo de primer mes de sueldo, le remitía mil reales, es decir, el amor de Carola provisionalmente asegurado. En cuanto a lo de alhajar cómoda y lujosamente un nido donde recibir a Cristeta, también varió algo su propósito, discurriendo que tal vez careciera de sentido común el forjarse ilusiones si la paloma había ya anidado en otro lado, y hasta hecho cría.
El deseo de aquel hombre iba sufriendo una transformación tan radical como justificada. Lo que hasta entonces le movió fue el apetito amoroso que juntamente despertaban en su ánimo la belleza de Cristeta, la envidia de su legítimo poseedor y la vanidad herida; pero a consecuencia del almuerzo con don Quintín, todo cambió. Ya no podía bastarle poseer a Cristeta como a una mujer cualquiera; quería saber si aún era amado de ella; aquilatar qué clase de afecto profesaba a su marido, o lo que fuese; obtener pleno conocimiento del origen del niño; en fin, salir de dudas. La frívola pertinacia del galanteador de oficio, la tenacidad irritante del mujeriego afortunado, habían cedido el puesto a móviles más serios. Lo que comenzó a guisa de vulgar conquista, iba transformándose en drama psicológico, sin puñalada, pistoletazo, ni catástrofe, pero muy serio: acaso con su catástrofe y todo, porque ¿quién era capaz de prever las complicaciones a que podría dar ocasión el odioso Martínez? Pero lo grave era que la mujer antes perseguida y deseada sólo por gentil y graciosa, se había trocado en hechicera enigmática: ya no era don Juan un temperamento atraído por la belleza, sino una voluntad obstinada en descubrir el arcano que llevaba una mujer dentro del pecho. Hasta el pecho ¡lo más hermoso del cuerpo de Cristeta! se le olvidaba pensando en su corazón.
Tomó un piso entresuelo en cierta casa de un amigo suyo (la calle, aunque céntrica, casi solitaria), y en cuatro días, a fuerza de dinero y con ayuda de don Quintín, hizo que le amueblaran un precioso gabinete donde todo era sencillo y de exquisito gusto. La alfombra, clara; sobre una mesita, una lámpara preparada, y como adorno, muchas flores. No había reloj, para indicar que quien lo dirigió todo no quería tasado el tiempo. Por precaución tenía la estancia puertas francas a escaleras distintas, y en los balcones visillos muy tupidos. Junto a la chimenea se veía uno de esos asientos llamados confidentes, dispuestos en forma de ese, donde una pareja puede mirarse rostro a rostro, llegando tibio el aliento del que habla a la oreja del que escucha: para diálogo amoroso, imposible hallarlo mejor; pero no era mueble incitante y traidor de aquellos en que la castidad suele reclinarse sana y levantarse herida.
Al quinto día, luego que la casa estuvo dispuesta, don Juan entregó a su representante una llave por si encontraba momento propicio de llevar a Cristeta o de hacer que se resolviese a ir; y envolviendo el ruego en promesas, le suplicó que apurara todos los medios imaginables para que su sobrina le concediese la deseada entrevista.
En un principio, de acuerdo con ella, don Quintín dio largas pretextando que no había logrado verla; después dijo que vacilaba y temía; por último, que comenzaba a desesperar. Así transcurrieron dos semanas, de beneficioso resultado para su bolsillo y de triste incertidumbre para don Juan, quien al cabo determinó escribir a su adorada; de lo que se originó nueva cita con Julia en la Plaza Mayor, y nueva carta, que a la letra decía estas palabras:
«Cristeta de mi alma: Ha pasado qué sé yo cuánto tiempo desde que nos vimos; no tengo ya ninguna esperanza y, sin embargo, no me resigno a perderte. ¿Dejarás que me marche de Madrid? Porque no puedo vivir así. No te pido más que una entrevista muy breve, y te doy palabra de honor que no tendrás que arrepentirte.
He puesto un cuartito en la calle de Belén, 78, entresuelo. Allí te aguardo mañana y pasado, desde la una de la tarde hasta el anochecer. Si no me contestas dentro de cuarenta y ocho horas, será señal de que nada puedo esperar, y esta misma semana saldré de Madrid para no volver nunca. Adiós, Cristeta de mis ojos. Medita bien lo que resuelves, que va de veras, y acuérdate de tu desgraciado
JUAN.»
Al expirar el plazo, cuyo término caía en lunes, don Juan recibió respuesta con estas palabras, de mano de Cristeta:
«Estoy malucha, y además no puedo ni debo aceptar eso que propones; el domingo que biene toma un palco alto, para por la tarde, en cualquier teatro, y enbiamelo: de otro modo, nada.
C.»
¡Qué semana! Ni educanda encerrada que aguarda el día de salida para ver al primer muchacho que a hurtadillas le oprime la mano, y con quien soñó castamente en el lecho virginal del convento; ni príncipe en vísperas de ser coronado rey; ni miserable usurero a punto de cobrar; ni madre de marino que en la costa espera el navío donde su hijo torna, nadie se impacientó ni desesperó tanto como el pobre don Juan.
Llegó el sábado; fijáronse en las esquinas los carteles teatrales, leyolos, calculó cuál sería la función más larga, y vio que en la Zarzuela representaban un melodrama en cinco actos, seguido de sainete; es decir, cinco entreactos, que era lo que a él le interesaba. Tomó para sí una butaca, escogió un buen palco y se lo mandó a Cristeta. «¿Quién la acompañará? – pensó – . Cuando lo ha pedido para por la tarde, es que lleva al chico.» Y al recordar al niño se le puso carne de gallina.
El domingo amaneció sereno, hermosísimo. Con el temor de que se suspendiera la función, se puso don Juan más nervioso que mujer en tienda de sedas. Por fortuna, al medio día se nubló el cielo y comenzó a llover. Su primera impresión fue de alegría; pero luego se dijo: «¿A que no va porque no coja humedad el chiquillo?»
Hasta la hora del espectáculo permaneció encerrado en casa y, según su costumbre, quiso distraerse leyendo; pero todo fue inútil. Tal estaba su ánimo, que no le hizo gracia Don Quijote. Si llega a hojear La divina comedia se ríe del conde Ugolino. Al oír que daban las tres en el reloj del despacho, púsose el gabán y salió.
Madrid estaba convertido en un lodazal; soplaba norte pulmoníaco, y la lluvia, por lo terca y violenta, se burlaba de toda prenda impermeable; pero a don Juan le pareció que caminaba por las secas alamedas de un jardín donde corría suavísimo céfiro y que del cielo caía tibio rocío perfumado, como aquel que un alarife cordobés hizo llover en el serrallo del califa.
Cuando llegó al teatro aún estaba el pórtico cerrado, y ante él esperaban, devorados de impaciencia y roídos de mal humor, grupos de papás, manadas de niñeras y enjambres de chicos. Por fin, abrieron, y la puerta comenzó a engullir gente. Todos se apresuraron: nadie dio tantos codazos como don Juan.
Otros llevaban al niño de la mano: él llevaba dentro al niño Amor, que, aposentado en su corazón y su pensamiento, lugares donde antes jamás entró, corría de uno para otro.
La sala estaba a media luz: don Juan, que llevaba tres horas diciéndose: – «Principal, número nueve», miró al palco.
Los violines, mal afinados, gruñían como cochinillos hambrientos, oíase algún quejido gangoso de clarinete y rasgaban el aire alegres carcajadas infantiles.
Don Juan, de pie en el callejón central de las butacas, tenía fija la mirada en el palco. De pronto, levantose la cortina, apareció Julia con el niño en brazos, y tras ella, destacando por claro sobre el fondo oscuro del palco, se dibujó la encantadora figura de Cristeta, en actitud de alzar las manos para quitarse un precioso sombrerillo. ¡Qué semblante y qué talle! A no estar trastornado por sus preocupaciones, don Juan hubiese comprendido mirándola, que la esbeltez de aquella mujer era incompatible con la maternidad. Lo de llevar al teatro un niño de dos años, le pareció insensato…; pero era el pretexto: y además, los padres llevan a sus hijos demasiado pronto al teatro, porque se hacen la ilusión de que entienden lo que ven.
Cuando aumentó repentinamente la intensidad del alumbrado, Julia y el chico lanzaron a dúo un ¡aah! formidable. Cristeta se sonrió, y a don Juan le pareció que de aquella sonrisa había brotado la claridad.
¡Qué hermosa estaba la antigua comiquilla! Lo que descubría del traje por cima del antepecho del palco, era un primor. Vestía una chaquetilla de paño gris perla, bien ceñida y sin adornos, luciendo, al quitársela, el cuerpo del vestido, liso y rojo muy oscuro, con muchos botoncitos de plata; al cuello una gola de piel negrísima, sobre la cual brillaba, como enroscada sierpe de oro, el moño de pelo sedoso y rubio. Nada de joyas, ni siquiera un brazalete; pero, en cambio, sus movimientos, ademanes y posturas estaban impregnados de aristocrática gentileza.
Don Juan enderezó hacia ella los gemelos, y viéndola tan hermosa creyó no haberla poseído nunca. No parecía muchacha plebeya elegantizada de repente, sino hija de grandes, hecha desde niña a todos los refinamientos del lujo.
Lo poco que don Juan oyó del acto primero, se le hizo interminable. ¡Y qué malo! Arte para la galería, espectáculo propio de pueblos atrasados; lo de siempre: la dama perseguida, el traidor eterno, el vulgar gracioso. Por supuesto, que Lope o Alarcón no le hubieran aquel día parecido mejores. Miró hacia el palco muchas veces, y en dos notó que ella le correspondía con amables sonrisas. Terminado el acto, repitió las miradas con gran insistencia, moviendo hacia arriba la cabeza, indicando que quería subir: ella, disimuladamente, extendió el brazo y abrió la mano, moviéndola hacia abajo, lo cual, con toda claridad, significaba: «Espera.» Don Juan puso cara de pariente desheredado. En el segundo, tercero y penúltimo entreacto, que por fortuna no fueron largos, ocurrió exactamente lo mismo, con lo cual el disgusto del enamorado arreció tanto, que comenzó a retorcerse en la butaca como diablo que se ahogase en agua bendita. ¿Si habría pensado aquella mujer que iba él a contentarse con una ración de vista?
Por fin, al caer el telón tras el último acto del melodrama, cuando no quedaban más que un intermedio y el sainete, don Juan, ya tan impaciente que aun sin permiso ni consentimiento subiera, repitió la seña de levantar la cabeza como preguntando: «¿Voy?» Entonces Cristeta le dirigió una mirada cariñosa, haciendo al mismo tiempo un gesto de conformidad, que quería decir: «Ven.»
Salió de la platea, y echando escaleras arriba, medio derribó a un chico, pisó a una señora y tropezó con un caballero, a quien tiró el cigarro. Le pareció oír insultos a su espalda, pero no hizo caso. El corazón le latía como a chico en examen.
Antes de que acudiese el acomodador ya tenía Cristeta entornada la puerta del palco, cuyas cortinas caían rectas, dejando sólo entre sí una estrecha abertura por donde penetraban el resplandor y los rumores de la sala. Juan cerró con tiento; y no por estudiada osadía, como en otros tiempos, sino por sincero e irresistible impulso, cogiendo con fuerza las manos de Cristeta, la empujó hacia atrás, sentándola en la banqueta del antepalco; y en seguida, alzando hasta su boca las manos deseadas, despacio, tembloroso, casi con respeto, se las besó, seguro de que no podían ser vistos, mientras ella, al través de la cabritilla, sintió algo que la quemaba dulcemente.
Pasaron unos segundos sin que ninguno de ambos profanase aquel silencio, que lo decía todo. Por fin habló Juan en voz baja:
– Tú mandas y yo obedezco; pero mía ¡para siempre!
La respuesta fue un suspiro salido de muy hondo, y un movimiento de cabeza triste y negativo.
Estaban en sombra, nadie podía verles, y por entre la separación del cortinaje penetraba una faja de luz que Cristeta procuraba esquivar echando el cuerpo hacia atrás. Al moverse creyó dar con la espalda en el muro; pero Juan había sabiamente deslizado una de sus manos entre la pared y el cuerpo de ella, de modo que al querer recostarse quedó aprisionada por el talle. Ambos se estremecieron, pareciéndoles que no había transcurrido tiempo desde la última caricia. Aquello fue la repetición del bien pasado; acaso la dicha más grata que da el amor. ¡Qué recuerdos! Astucia de mujer, cavilosidad de hombre, entereza de ánimo, escozor de vanidad ajada, ¡cómo vinisteis a tierra fundidos por aquel calor que, traspasando las telas y penetrando las carnes, llegaba por los nervios al centro de las almas!
– ¡Vida mía!
– ¡Juan, por piedad!
Fueron dos exclamaciones más henchidas de poesía que el mejor poema. Sin embargo, Cristeta, que todo lo arriesgaba en la partida, se rehizo, y dominando su primera impresión, se aprestó a la lucha. Era llegado el instante de lo que ella, a solas con su pensamiento, llamaba el último acto de su comedia. Sin apartar el cuerpo del brazo de Juan ni retirar la mano que le tenía abandonada, pero mostrándose fría y serena (la procesión andaba por dentro), dijo:
– ¿Por qué no me dejas vivir tranquila? ¿Qué quieres? ¿No comprendes que todo debe ser inútil?
– Lo veremos. Hay mucho que hablar. Un hombre que se ve en mi situación, tiene derecho a…
– A nada.
– Te equivocas. No queda tiempo, ni éste es sitio para explicarse; pero como tú no has querido nunca venir a terreno mío…
– ¿Era decoroso?
– En fin, aprovechemos los instantes. ¿Cuál ha sido tu conducta desde que me fui a París?
– ¿Desde que me abandonaste en la fonda de Santurroriaga?
– Bueno, como quieras, te abandoné; de eso luego se tratará. ¿Qué hiciste?
– ¿Y no se te ha ocurrido preguntártelo a ti mismo hasta que has vuelto a verme?
– ¡Responde!
– ¿Y por qué has de ser tú y no yo quien interrogue? ¿Porque eres hombre? Ten calma.
– No puedo, la tendré cuando hayas vuelto a mi poder.
– ¡Ah! Me quieres ahora porque no puedo ser tuya.
– Más de lo que te figuras. Estoy dispuesto a todo.
– Y yo a nada.
– ¡Parece mentira que se te hayan olvidado ciertas cosas!
– ¿Cómo he de olvidar lo que hiciste conmigo?
– Bueno…, ¿qué buscas, qué pretendes? ¿La satisfacción de oírme que hice mal? ¿que te diga que me arrepiento? ¿que ni siquiera me porté como caballero? Corriente; no merezco ni lástima…; humíllame, véngate cuanto quieras; pero, ¡por Dios, Cristeta, vida mía! ¿a quién has querido, de quién eres…? ¡yo no puedo vivir así!
Tal sinceridad había en su acento, que de buena gana Cristeta se hubiese dejado comer a besos, si no temiera que la precipitación malograse su plan. Se limitó a mirarle con dulzura, respondiendo:
– ¿Pues qué clase de mujer crees que soy? ¿de las que tú estabas acostumbrado a tratar?
– Es que no puedo callártelo.... esa criatura – y extendió el brazo hacia donde estaba el niño – esa criatura me tiene loco… Cuando yo me marché de Santurroriaga…, porque…, la verdad…, ¿al cabo de cuánto tiempo te casaste? Aun suponiendo que hallases un hombre tonto o… poco escrupuloso, en fin, uno que pasara por todo, ¿no tenía yo algún derecho a saber la resolución que ibas a tomar?
Cristeta, sorprendida, le dejó concluir. Ignoraba las insidiosas frases pronunciadas por su tío el día del almuerzo para herir a don Juan, y no esperaba semejante ataque. Cierto que había, desde un principio, ideado acompañarse del niño para dar más viso de verdad a su condición de casada; pero, a pesar de su travesura, jamás imaginó, ni entró en sus cálculos, excitar a Juan martirizándole con la creencia de que el chico pudiera ser suyo; y en aquel momento comprendió, por fortuna, que el recurso que a las manos se le venía era efímero y de muy peligroso aprovechamiento. Además, su orgullo legítimo de mujer amante le inspiró el recelo de que si don Juan aceptase aquella paternidad, ya no sería ella misma quien venciera, sino el niño, y por último pensó también que como al fin y a la postre habría de descubrirse la mentira, sería fatal para ella que su ingenio de enamorada pudiese ser calificado como ambiciosa tramoya y conspiración de aventurera.
Juan estaba pendiente de sus labios.
Cristeta suspiró; luego guardó silencio en larga pausa, mirándole fríamente, mostrándole impávida el azul profundo de sus ojos; se pasó la lengua húmeda por los labios secos, y muy despacio, levantando una mano y posándosela en el hombro, le dijo con melancólica solemnidad, al mismo tiempo que dejaba caer ruborosa los párpados de larguísimas pestañas.
– Vive tranquilo; te juro que ese niño no es tuyo.
Juan reprimió un suspiro de desahogo, y acentuando el fervor amoroso, por disimular la emoción, repuso a modo de acusador:
– Entonces, infame… sí, perdóname, infame, ¿qué cariño era el tuyo, qué pasión era aquélla, si cuando apenas me fui te entregaste a otro y con tal entusiasmo que… ¡ahí están las pruebas! (Y volvió a señalar al chico.) Yo pude ser falso, engañador, traidor, sobre todo, tonto, porque, al dejarte, en la culpa llevaba la pena; pero ¿qué nombre merece tu conducta?
– ¿Es decir, que mi obligación era quedarme toda la vida esperando a que se te antojase volver a acordarte de mí, como se queda un libro en un estante, hasta que su dueño tenga capricho de volverlo a leer? Sé franco, mírame cara a cara y dime: si yo fuera libre, ¿hubieras vuelto a pensar en mí? Dispensa la dureza, pero lo que ahora sientes no es amor, es envidia de otro.
– De ese otro a quien odio y aborrezco, también tenemos que hablar; pero quien me importa verdaderamente, eres tú. Ya lo estás viendo: me has dicho que el niño nada tiene que ver conmigo, y sigo diciéndote que no puedo vivir sin ti.
– ¿Pues qué recurso sino conformarse?
– ¡Si fuera en Francia!
– Sí, allí creo que se casan y se descasan como perros.
– ¡Bendito país, donde la traición, el engaño y hasta el error tienen remedio!
– ¿Y quién te dice que yo sea capaz de aceptar eso? ¿Acaso no puedo quererle?
– ¿Al niño? Naturalmente; al fin, es hijo tuyo.
– No me has comprendido… – repuso sin atreverse a concluir.
– ¡Calla, traidora! porque no respondo de mí.
Y alzó tanto la voz, que ella hizo ademán de taparle la boca con la mano.
– No pensemos en lo imposible – añadió Cristeta tristemente – ¿Has querido verme para que sufriéramos los dos? Ya estarás satisfecho; pero basta… ¡por la Virgen Santa!
Intentó incorporarse, Juan la contuvo oprimiéndola el talle, y aún más con el suplicar de su mirada, al mismo tiempo que decía:
– No perdamos tiempo en recriminaciones inútiles. ¿Me he portado mal?, pues te pido perdón. ¿Has obrado por despecho?, te perdono. ¿Nos hemos equivocado los dos, yo al dejarte y tú al olvidarme?, pues venzamos a la desgracia. Manda, ordena, dispón, decide lo que quieras; paso por todo, ¡pero mía, mía para siempre!
– ¿Y qué sabes tú lo que es siempre? ¿Cuánto tardarías en cansarte otra vez de mí? Y, sobre todo, no reparas en lo que hablas… y me estás ofendiendo. Óyelo bien; jamás engañaré a Martínez, lo juro. Lo hecho, hecho está. – Y al decir esto, sonrió ligeramente, como burlándose de sus propias palabras.
– ¡Pues yo lo deshago! – replicó Juan en fogoso arranque.
– Eso se dice ahí, en el escenario, pero aquí en la vida… ¡ya no podemos ser dichosos!
– ¿Luego me quieres? ¡alma mía! ¿No eres feliz? ¿Qué hombre es ése? ¿Por qué te has enamorado? Cuéntamelo todo.
– No me atormentes más, que estoy sufriendo mucho…; mira, mira – añadió levantando un poco la cortina – márchate, que ha comenzado el sainete.
No había comenzado, sino que faltaba poco para que concluyera.
– ¡Quiá! ¡Qué he de irme! ¿Crees que he venido sólo para esto? Vuelves a ser mía… y hoy te acompaño hasta tu casa.
– Ni una palabra más. Accedí a oírte, porque supuse que tendrías juicio. Esto se acabó; yo no transigiré nunca con ciertas cosas.
– Ni yo con perderte.
– Entonces, ¿qué pretendes? ¿que sea de dos a un tiempo? ¿Quién resultaría despreciable, nosotros o él? Figúrate lo absurdo, que él lo tolerase: ¿crees que yo podría tenerle al lado?
– Cuanto dices prueba que no has dejado de quererme: ¡eso es lo que yo deseaba saber! Ahora, la última pregunta, y ¡mira que hablas con un hombre resuelto a todo!: ¿estás realmente casada? porque hay quien… no lo cree.
Cristeta vaciló un punto, sin atreverse a responder categóricamente. Hasta entonces había puesto especial empeño en no afirmarlo. Tampoco en aquel instante quiso decirlo, y en vez de contestar de palabra, como si cediese a una languidez incontrastable, dejó caer el dulce peso de su cuerpo sobre el hombro de Juan, al mismo tiempo que decía:
– ¡Qué desgraciada soy! ¡Déjame, déjame!
Al sentir Juan acariciado el rostro por el cosquilleo del pelo de Cristeta, dio al olvido la pregunta que hizo, la respuesta que esperaba, hubiera olvidado hasta la gloria si entonces se la hubiesen ofrecido, y estrechando contra el pecho la cabeza de su amada y pegando los labios a su oído, le dijo:
– Iremos donde quieras, solos… o con tu chico…, yo seré su…, lo que tú mandes, ¡alma mía!
Y la besó callada y blandamente entre el rizo y la oreja.
Cristeta levantó la cabeza, mostrando involuntariamente los ojos llenos de felicidad. Juan había pronunciado aquellas palabras con una expresión nueva, desconocida para ella, y aquel beso fue más casto, más sincero, menos egoísta que los dados en otro tiempo por los mismos labios. No se sintió deseada, sino querida, y en lo más íntimo de su espíritu se alzó una voz que le decía: «Es tan mío como yo suya.»
La función estaba concluyendo. Púsose Cristeta en pie sin que ya él lo estorbase, esquivó sus miradas como aterrada, y le dijo:
– Vete. Quiero salir sola.
– ¿No viene nadie, ni tu tío, para acompañarte?
– ¡Ah!… A propósito de mi tío. Tengo que pedirte un favor.
A no estar tan ciego el pobre don Juan hubiera notado que no era propio de situación tan grave hablar del ridículo don Quintín; mas sin pensar en ello, repuso:
– ¿Tú pedirme favores? Pon un bando, y hago que te obedezca… hasta el mismo Nuncio.
– No exageres. Lo que quiero es que no contribuyas a volver loco a ese pobre hombre. En cuanto tiene dinero hace cada barbaridad… Con que no le des ni un duro. ¿Me lo prometes?
– Pero, mujer…
– No hay pero que valga; cuanto le das es para su mal.
– ¿Por qué?
– Porque tiene… Vamos, que se lo gasta todo con una bribona, no para en casa, descuida el estanco, trata mal a la pobre tía… y se pone malo. ¿Lo harás?
– Te prometo no volver a darle ni una peseta. Adiós, y piensa que ya eres mía. Ahora cuando quieras nos veremos para convenir lo que más te agrade.
Cristeta, comprendiendo que había llegado uno de los momentos más amargos y difíciles de su empresa, hizo un esfuerzo, y arqueando con gesto de desesperación los labios, alterada y sombría la voz, dijo, llenando de pesar a Juan:
– No nos hagamos ilusiones… Me despreciarías, y harías bien… Esto es un sueño… Me estás volviendo loca, ¡pobre de mí!… Perdóname… Imposible. ¡Adiós!
Las palabras salieron de sus labios saturadas de amargura; pero al mismo tiempo, sin que pudiera evitarlo, brilló en sus ojos tal llamarada de pasión, que aquella mezcla de negativa y de amor fue lo sumo de la coquetería. Don Juan no sabía a qué santo encomendarse. La boca de Cristeta decía: «Nunca»; los ojos gritaban: «Llévame.»
Reclinada en la pared del antepalco, desordenadillo el rizoso pelo, acarminadas las mejillas y voluptuosa la mirada, estaba realmente encantadora.
Don Juan, medio enloquecido, dijo:
– ¿Eres Cristeta, o eres un tigre que está jugando con mi felicidad?
– ¡Felicidad! – exclamó ella con acento melodramático, oportuna reminiscencia de su carrera artística – ¡Felicidad!… Juan, no me hagas ser mala… ¡No quiero!… Adiós. ¡Jamás volveremos a vernos!
En seguida hizo a la niñera una seña, salió ésta con el chico, le arroparon, pusiéronse la moza su mantón, la señora su linda chaquetilla, y salieron del palco. En el pasillo, Cristeta habló a su adorador en voz baja:
– ¡Por caridad… vete!
– ¿Hablaremos? – repuso él suplicante.
– No me hagas ser mala. No quiero. Vete…
El pasillo estaba ya lleno de gente. Don Juan comprendió que no era posible seguir hablando sin ponerse en ridículo.
Mustio, alicaído y rabioso, bajó tras ella la escalera. Su propósito era seguirlas; pero apenas pisaron la calle se metieron en el coche que estaba aguardando. No debió de quedarse tan triste ni asombrado aquel hidalgo de la leyenda que vio ante sus ojos pasar su propio entierro, como quedó don Juan mirando alejarse rápida mente la berlina
Cristeta iba encogida y como acurrucada en el fondo del coche, medrosa por lo que acababa de hacer. El riesgo de su ventura la tenía muerta de miedo. Pensó que acaso fue más allá de lo prudente. ¿Llegaría él a razonar, sentir y disculpar los móviles que la impulsaron, y, sobre todo, a empaparse bien de que eran desinteresados? Si creía que su objeto era atraparle, como en su soez lenguaje dicen los hombres entre sí, estaba perdida. Ocurríasele que con otro hombre habría empleado recursos diferentes; pero en seguida reflexionaba que a otro no le hubiera querido. En cuanto a Juan… él mismo, con su carácter, suministró idea del estímulo que había menester. ¿Estaba enviciado en la facilidad, madre del hastío?, pues hacerse desear. ¿Eran sus amores pasajeros y compradizos?, pues demostrarle que ella no se vendía, ni era su corazón tesoro para derrochado en unos días. ¿Lograría que Juan viese claro el sentimiento que la impulsó a tales aventuras? En caso afirmativo, el éxito sería doble: primero, porque adquiriría la persuasión de que Juan la conocía a fondo, como debe ser conocida la mujer amada; y segundo, porque así la conquista sería definitiva. Hallando mujer tan encariñada y animosa, sólo un necio podía renunciar a ella. En cambio, el fracaso no era únicamente la pérdida de la dicha, sino el descrédito a los ojos de Juan. ¡Adiós esperanza, amor…, todo! No se arredraba pensando en la vuelta al estanco y la pobreza; pero Juan, Juan… ¿Por qué se le habría metido aquel hombre tan adentro del alma? De todos modos, era imposible prolongar mucho la situación.
Y, sin embargo, faltaba el último cartucho por quemar.
Según costumbre, se apeó del coche en sitio apartado y volvió a casa a pie, sola y dando rodeos.
Desnudose despacio, engolfada en sus ideas, entreteniéndose en guardar con cuidado sus ropas, relativamente lujosas, como el guerrero cuida y guarda las armas. Luego dirigió una mirada a los pobres muebles y blancas paredes de su cuarto, y suspiró pensando: