Kitabı oku: «Navidad en Reindeer Falls», sayfa 2

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Capítulo 3

—No puedo ir a Alemania la semana que viene —anuncio con seguridad y firmeza.

Me he pasado toda la tarde practicando frente al espejo del baño el discurso para librarme del viaje con Nick y creo que es sólido. Estoy segura de que he previsto todos los argumentos y me he preparado para rebatirlos.

—Coordinaré el negocio de comida preparada con mi contacto del Oso de Baviera por correo electrónico —añado sin esperar una respuesta.

Cuando por fin reúno el coraje para entrar en su despacho y hablar con él, Nick se encuentra mirando la pantalla del ordenador con el ceño fruncido. No he esperado a tener su atención antes de soltarle el discurso a propósito. Nota mental: me sorprende que el ceño no se le haya quedado fruncido de forma permanente en su bonita cara. Apuesto a que le saldrán líneas de expresión en la frente antes de los cuarenta.

—Sería igual que si estuviese allí, pero más fácil para todos.

—¿Igual? —Se reclina en la silla y me dedica toda su atención. Sustituye el ceño fruncido por una expresión que definiría como escéptica mezclada con curiosidad. Apoya una mano en el reposabrazos de su silla y con la otra se coloca bien la corbata. Su tío llevaba corbatas navideñas todo el mes de diciembre. Tenía tantas que se ponía una distinta cada día.

La corbata de Nick es del color del carbón.

—Virtualmente hablando —digo con una sacudida de mano.

—Dime, señorita Winter, ¿qué parte de «vendrás conmigo a Alemania» parece opcional? Porque no lo es.

Odio hablar con él en el despacho de su tío. Lo sé, ahora es el de Nick. No estoy en fase de negación. Sus tíos ya se han mudado a Key West junto con media docena de gallinas como mascotas que merodean por el jardín y entran y salen de un gallinero hecho a medida. En realidad, tampoco lo entiendo, pero el señor y la señora Saint-Croix parecen emocionados con su jubilación y soy muy consciente de que no van a volver.

Pero hablar con Nick en este despacho me confunde porque no lo ha redecorado. Esperaba que reemplazase los pósteres enmarcados de juguetes y frases motivacionales cursis con la silueta de una gran ciudad o con su diploma de Dartmouth. O que cambiase el viejo escritorio de madera en el que se sentó su tío durante casi cuarenta años por uno elegante, moderno y nuevo.

Pero no lo ha hecho. Lo único que ha cambiado han sido la silla y el ordenador. Y alguna que otra cosa.

Ha añadido un tablón de anuncios enorme con un marco grueso de roble y lo ha colgado en la pared junto a la puerta, justo frente a la mesa de Nick. Apareció un fin de semana como por arte de magia hace más o menos un mes y sigue vacío desde entonces. Me pone de los nervios que esté vacío. ¿Qué sentido tiene disponer de un tablón de anuncios si no vas a poner nada? Es raro.

Él es raro.

—No voy a terminar los cambios de la cafetería para final de mes si pierdo una semana de trabajo con el viaje a Alemania.

—¿Quién ha dicho que el plazo límite de los cambios sea a final de mes? —Deja la corbata y tamborilea con los dedos sobre la mesa.

—Supuse que querías…

—Me gustaría que dejases de asumir cosas —me interrumpe. Lo dice con un tono mordaz, pero no esperaba que su voz sonase tan suave. Me descoloca. Y hay algo en su expresión, algo que no sabría identificar. Su irritación y exasperación no son nada justas. Me mantiene alerta al pedirme informes de manera constante, cuando me desafía en las reuniones y cuando se me echa encima para hacerme preguntas que ya he respondido por correo.

«Soy yo la que debería estar molesta, no él», pienso indignada.

—Nick, es Navidad —digo, y sé que por mi voz suena a súplica, pero no puedo evitarlo. Diciembre en Reindeer Falls es mi época favorita del año. Todo el mundo lo sabe.

—Estamos a 3 de diciembre —responde con sequedad. Está claro que mi súplica no lo ha impresionado.

—Ya sabes a qué me refiero. Es la época navideña —replico y extiendo los brazos para indicar que el mes entero es Navidad. Lo es. No tendría ni que explicarlo.

—En Alemania también es la época navideña —contraargumenta—. Pensaba que la idea de ver el lugar en que se inspira Reindeer Falls en la época más mágica del año te atraería.

En eso no se equivoca. Debería atraerme. Me atrae.

Lo que me incomoda en sitios que no debería es la idea de estar en su compañía durante buena parte de la semana.

Bajo la mirada al escritorio antes de lanzarme a por la siguiente excusa de mi lista.

—A lo mejor no lo sabes, pero este año la cadena Food Network va a grabar El maestro del jengibre en Reindeer Falls, y mi hermana tiene muchas posibilidades de ganar. Tengo que estar aquí para verlo.

—La final se graba en directo en Nochebuena desde la plaza —responde Nick sin inmutarse—. Te aseguro que para entonces ya habremos vuelto.

Su silla elegante emite un chirrido cuando gira un par de centímetros para mirarme. Disfruta de lo lindo de cada segundo.

Pero, además…

Hijo del cascanueces, ¿cómo lo sabía? ¿Cómo estaba al tanto de lo de El maestro del jengibre? Contaba con que no tuviera ni idea del calendario de fiestas locales. No tardo en pasar al siguiente argumento.

—No tengo pasaporte —anuncio. Hasta me las apaño para añadir un tinte falso de tristeza a mi mentira.

Nick me observa un buen rato. El silencio pesa entre los dos hasta que casi empiezo a moverme inquieta por la mentira. Nerviosa por tener su atención. Pasan las horas. Eones. Da tiempo a hacer la masa de las galletas para Papá Noel, hornearlas, dejar que se enfríen y emplatarlas en el tiempo que Nick me mira a la espera de que confiese.

—Entonces —dice finalmente; habla despacio y de manera deliberada—, ¿debo asumir que el mes pasado saliste y volviste al país de forma ilegal cuando te tomaste tres días de vacaciones para ir a la boda de tu prima en México?

Se me abren los ojos como platos y me ruborizo. Estoy segura de que nunca le dije que la boda era en México. Miro fijamente a la pared, detrás de su mesa. Al suelo. Al póster enmarcado de un juguete de madera que la empresa sacó en los setenta. Es uno de nuestros juguetes más populares y todavía se fabrica. Miro a todas partes excepto a Nick.

—Mi novio tiene previsto dar una fiesta de Navidad muy importante a la que iba a asistir —escupo. Esto se sale un poco del guion, pero lo cierto es que no esperaba tener que llegar tan lejos con la lista de excusas y me estoy poniendo nerviosa.

—No tienes novio —responde Nick y, cuando me arriesgo a mirar en su dirección, veo que sus ojos se han reducido a dos rendijas y que tensa las manos sobre los reposabrazos.

—¿Y tú qué sabes?

—¿Cómo se llama? —pregunta y desvío la mirada de la moqueta para mirarlo a la cara.

«Piensa, Holly, piensa. Un nombre de hombre. Cualquiera menos Nick».

—Sant… ana. Santana. —Me repongo—. Como el grupo de música.

—¿De qué trabaja? —Percibo un atisbo de sonrisa en su rostro, pero es difícil estar segura porque rara vez sonríe.

Quizá sea una mueca. O gases.

—Toca en un grupo. —Me quiero morir. No acabo de decir que mi novio falso Santana toca en un grupo, ¿verdad? Pero vérselas con Nick es como vérselas con un perro rabioso. Es mejor no mostrar miedo.

Me llevo una mano a la cadera en actitud desafiante y mantengo mi postura. Apuesto a que Santana me trata muy bien y sonríe todo el tiempo.

—Holly. —Nick dice mi nombre con un suspiro. Cierra los ojos un momento y mira al techo como si le pidiera fuerzas a la luz de la lámpara. No suele llamarme por mi nombre, tiene la extraña manía de llamarme señorita Winter. En realidad, lo prefiero, porque cuando me llama por mi nombre siempre lo pronuncia de modo que me hace pensar en sexo.

En acostarme con él.

Y eso es muy inquietante a varios niveles. Muchos niveles. ¿Por qué querría alguien acostarse con una persona que no le gusta? ¿Con alguien mezquino? Lo más probable es que critique la forma en que levanto las caderas o me exija que me corra cuando él me lo pida. Seguro que quiere una hoja de cálculo con tablas dinámicas que documenten mi grado de flexibilidad por extremidades. A lo mejor quiere bocetos que muestren cuánto puedo acercar las rodillas a la cabeza.

Madre mía, la idea me pone. Lo de ser flexible, no que sea mezquino.

Me pregunto si Ebenezer Scrooge era atractivo de joven. Si causó estragos en el corazón y en las entrañas de dulces jovencitas mientras ladraba órdenes y fruncía el ceño. Si el joven Ebenezer estaba cachas, tenía pelazo y era alto. Si desprendía un aroma sutil a árbol de Navidad y nieve recién caída.

Lo más probable es que Ebenezer fuera horrible en la cama. Apuesto a que por eso se volvió tan gruñón. Lo más seguro es que se corriera muy rápido y no supiera qué hacer con la lengua.

—Hemos acabado —me espeta Nick. Parece resignado a pesar de que ha ganado. Me mira los pies antes de volver al ordenador. Es evidente que me está despachando—. Llévate calzado adecuado —añade—. Las calles están adoquinadas y lo último que necesito es llevarte a cuestas si te rompes un tobillo.

No añado nada más. Dejo caer la mano, derrotada. Me doy la vuelta con mis tacones no adecuados para las calles adoquinadas y me encamino hacia la puerta del despacho de Nick. En la entrada, me fijo en el tablón de anuncios. Por fin ha puesto algo. Alargo el momento de salir lo justo para ver de qué se trata.

Es una carta escrita a mano.

De una niña.

Va dirigida a la empresa de juguetes El Reno Volador y está escrita con tinta rosa y una letra infantil ensortijada. Katlyn de Conroe, Texas, quiere que sepamos que nuestro juego de mesa Detectives Perrunos es su juego preferido del mundo mundial, pero también quiere saber por qué todos los perros son chicos y nos pregunta si podríamos incluir una perrita llamada Chloe. También sugiere que Chloe sea la detective perruna principal.

Hace unos meses, Nick estuvo en pie de guerra durante una reunión semanal sobre los estereotipos de género y pidió un análisis detallado a todos los jefes de productos de cada juguete. Los informes debían incluir la franja de edad a la que iba dirigido cada producto, el género implícito del juguete y un registro de los últimos cinco años de materiales de marketing que señalasen cualquier sesgo de género.

—Mandadle los datos a Holly —dijo, a pesar de que yo no estaba a cargo de nadie. Quería que organizara la información en una hoja de cálculo. Con tablas dinámicas.

Me molestó que me tratase como a una secretaria, como la responsable de recopilar el trabajo de todos, pero lo cierto es que hago magia con las hojas de cálculo de Excel y él es el jefe. Así que lo hice, por supuesto. Además, dos de los jefes de productos hacen las cosas un poco… a su manera. Con eso quiero decir que les falta poco para jubilarse y que no entienden mucho de tecnología. Ni están abiertos a juguetes para ambos sexos. Esa semana hubo algunas quejas sobre el sexo de los robots, he de decir.

Actualizamos el juego Detectives Perrunos justo a tiempo para que la nueva versión llegase a los vendedores para el cuarto trimestre, el más importante de todos. También gastamos una buena cantidad de dinero para que la nueva edición entrara en la promoción del Black Friday del mayor distribuidor nacional: KINGS.

La nueva edición incluye dos detectives perrunas principales: Chloe y Katlyn.

Me atrevo a mirar a Nick por encima del hombro. No está mirando a la pantalla, sino a mí.

Capítulo 4

—No me creo que te quejes por ir de viaje gratis a Europa con tu jefe, que además está bueno. Eres un desastre, Holly. —Mi hermana Ginger le frunce el ceño a, adivina, una porción de masa para hacer galletas de jengibre.

—No son unas vacaciones, ¡es un viaje de trabajo! —protesto—. ¡Con el Grinch de Reindeer Falls! —añado, porque está claro que se ha olvidado del detalle más importante y el peor de todos.

—La masa no tiene acidez. Algo está mal. —Ginger se pasa la mano por la frente y se deja un rastro de melaza en la piel—. No puedo dejar que Keller James gane. Mi futuro pende de un hilo y tú te quejas por tener que irte de viaje al Polo Norte. Esto es surreal.

—No es el Polo Norte —gruño—. Es Núremberg, Alemania.

Que, a decir verdad, es probable que sea mejor que el Polo Norte debido al encanto de la arquitectura bávara. Además, no se puede hacer nada en el Polo Norte por eso de que está en medio del océano Ártico y demás.

—¿No tiene Keller James su propio programa en el canal Food Network? —pregunta Noel desde el taburete en el que está sentada junto a la encimera de la cocina de Ginger. Lo pregunta con la boca llena de galleta. Esta noche estamos haciendo unas cuantas tandas.

—Sí —suspira Ginger antes de repetir «Food Network» como si estuviese en la iglesia y tuviese que venerarla.

—No me importa los programas que tenga. Nadie hace las galletas de jengibre como tú, Ginger —la consuelo—. No tiene ninguna oportunidad.

—Necesito el dinero del premio para abrir mi propia pastelería. ¡Keller no! ¿Por qué nos hacen competir contra profesionales? —Ginger gime mientras deja caer otro paquete de dos kilos de harina en la encimera. Es la más joven de las tres y la cocina siempre ha sido su pasión. Mientras Noel y yo nos contentábamos con jugar con un horno eléctrico de juguete, Ginger improvisaba con magdalenas de verdad en el horno de mamá y las guardaba en envases reutilizables en los que escribía «Pastelería Ginger» en los laterales. Los ataba con un surtido interminable de lazos viejos que había recopilado de todas partes. Ya sabes, como hacen algunas abuelas con los lazos de Navidad para reutilizarlos. Así era Ginger a los doce años.

—Tú también eres una profesional —señalo. Hace todos los pasteles del hostal de la ciudad, pero su sueño es abrir su propia pastelería. En Reindeer Falls, por supuesto.

—¡No es lo mismo! ¡Es un mentecato! —resopla Ginger —. Me pregunto si utilizará canela de Ceilán —murmura para sí misma mientras rebusca frenéticamente en su estante de las especias. Al menos, supongo que lo dice para sí. Dudo que piense que Noel o yo tenemos idea de las variedades de canela—. Sutil, pero refinado. ¡Ja! Te tengo, mentecato.

—¿Quién es el mentecato? —pregunta Noel—. ¿Keller James?

No creo que sea el mejor momento para sacarlo a relucir, pero siempre me ha gustado su programa Y después, té con pastas. Además, lo conocimos durante la grabación de los primeros tres episodios de El maestro del jengibre y me pareció un buen tío.

—¡Sí, él! ¡Uf!

—¿Quién utiliza «mentecato» como insulto? —pregunta Noel, y mete el plato en el lavavajillas antes de sentarse a mi lado en la mesa de la cocina.

—Es una forma más suave de decir «imbécil» —explica Ginger, pero me parece una explicación innecesaria, porque Noel pone los ojos en blanco y me dice en voz baja: «Tú sigue con tu lado malvado, Gin». Entonces, Ginger dirige su atención hacia mí, retira la silla que hay delante y se sienta—. ¿Qué puñetas dices?

Tengo una selección de trozos de cartulina, celo, pegamento, marcadores y recortes de revistas junto con una pila de chocolatinas esparcidos por la mesa.

—Necesito rehacer mi calendario de Adviento porque Nick va a robarme una semana entera de Navidad.

—Sabes que Navidad es solo un día, ¿verdad?

—Se lo voy a decir a mamá. A alguien le van a traer carbón este año —bromeo, y le lanzo un envoltorio de caramelo a la cabeza.

—En fin —dice Noel, despacio. Mira mi calendario como si estuviera desquiciada—. ¿Vas a pillar la gripe? ¿Tienes fiebre?

Noel es la mayor. Los pasteles y las manualidades no le impresionan demasiado.

—Eso quisiera yo. Así no tendría que irme con Nick —mascullo. Noel mira el desastre que he formado en la mesa mientras Ginger habla sola acerca de la temperatura de la mantequilla—. Es un calendario de Adviento personalizado —explico—. Por cada día que vea a Nick, me llevo un premio.

—Ajá —murmura Noel. No parece impresionada.

—Como ves —Señalo el batiburrillo del calendario—, del 9 al 13 no hay puertas porque se suponía que tendría una semana maravillosa sin ver a Nick, pero ahora que voy a Alemania con él, tengo que añadir esos días al calendario.

Este sistema de recompensas a costa de Nick es estupendo. Me planteo ampliarlo al resto del año, pero no creo que comer una chocolatina por cada día que me irrite sea bueno para mi cintura.

—Lo que tienes que hacer es acostarte con él y pasar página —comenta Ginger desde la encimera de la cocina. Me pongo roja y Noel sonríe con picardía.

—Ahora eres mi hermana favorita —le dice Noel a Ginger con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Oye! —Odio cuando se alían contra mí, y siempre lo hacen. Soy la hermana mediana, me viene de fábrica.

—¿Y si llenamos las puertas de la 9 a la 13 con condones? —sugiere Noel.

—¡Sí! Ya te puedes buscar una habitación con tu jefe guaperas. —Ginger se ríe mientras ataca una porción de masa de galletas de jengibre con un rodillo de amasar.

—¡Las cosas no son así! —protesto—. Nuestra relación es estrictamente profesional. No me gusta. Yo no le gusto. ¡No nos gustamos!

—Sí que lo son. —Esto viene de Noel.

—Bueno, y ¿qué hay de Ginger y Keller James? Ellos también deberían buscarse un hotel. Todo el mundo lo sabe.

—¡Oye! ¡Que no hablamos de mí! Nos estamos burlando de ti —dice Ginger.

—Ni siquiera sé cómo habéis pasado las tres primeras eliminatorias con las galletas de jengibre. Estabais tan ocupados follándoos con los ojos que me sorprende que ninguno de los dos cascara los huevos fuera del bol.

—Madre mía, estoy deseando ver cómo lo editan —admite Noel.

—Ay, puñetas. —Ginger suelta el rodillo de amasar con una expresión de alarma en el rostro. Tiene el puente de la nariz manchado de harina—. ¿En serio?

—¿Viste cuando los dos fueron a por el mismo bote de vainilla y él casi la besa? —pregunta Noel e ignora a Ginger—. Qué sexy.

Noel se abanica con la mano para bajarse los calores.

—E-eso —tartamudea Ginger— no pasó. Nunca estuvo a punto de besarme.

—Eso dices tú —respondemos Noel y yo al unísono y chocamos los cinco como un alarde infantil de complicidad entre hermanas.

—Yo, esto… —Ginger se retuerce las manos, desesperada. Cuando desaparece en su habitación, ya tiene la cara como un tomate.

—Trae algunos condones cuando termines de esconderte para la cuenta atrás del calendario y que Holly se coma un rosco por Navidad —grita Noel.

—No es… —protesto, resignada—. No me creo que Papá Noel te traiga regalos con esa boca.

Ginger vuelve. Se ha limpiado la cara y se ha ajustado la coleta color caoba. Además de llamarse «jengibre» y que le encante hacer galletas de jengibre, fue bendecida al nacer con reflejos pelirrojos entretejidos en su cabello oscuro. Con un golpe seco, deja un condón encima de la mesa.

—Para el calendario de Holly. Centrémonos en eso.

Noel sonríe y elige un rotulador. Entonces, escribe «Día del rosco» en una de las puertas de cartulina y esconde el condón tras ella.

Suspiro y cojo las tijeras. Se supone que esa era la puerta del 11 de diciembre. Ahora tendré que hacer sitio para añadir otra puerta más al calendario. Ahora sí que parece un prototipo defectuoso.

—Sí, centrémonos en el calendario de Holly —coincide Noel, y centra su atención en mí y en mi proyecto de manualidades—. ¿No crees que hacer un calendario de Adviento con la cuenta atrás para tirarte a tu jefe es un poco blasfemo?

Mamá siempre me decía que ser la hermana mediana sería bueno para desarrollar mi personalidad. También me ha servido para perfeccionar las miradas asesinas. Le dedico una a Noel. Ella se limita a sonreír a modo de respuesta; no le molesta en absoluto haberme irritado.

—No es una cuenta atrás para echar un polvo —explico—. Es un calendario de recompensas. Por hacer bien mi trabajo a pesar de las dificultades de lidiar con Nick.

—Apuesto a que es muy duro —comenta Noel con indiferencia. La fulmino con la mirada.

—Vi cómo te miraba cuando nos encontramos con él en el supermercado hace un par de semanas —comenta Ginger mientras cambia otra bandeja de galletas de sitio para que se enfríen—. Pegáis mucho juntos.

—¿Quién, Nick? —pregunto, como si no recordara el episodio. Por supuesto que me acuerdo. Fue la gota que colmó el vaso y que me llevó a hacer el calendario con la cuenta atrás para el día del rosco. Es decir, el calendario de recompensas—. ¿A mí?

—Sí, Nick. A ti.

—¿Te refieres a cuando nos paró en el supermercado para preguntarme por la campaña de la llama amistosa? ¿Un sábado? ¿El día que iba en mallas y sin maquillar?

Y con botas planas. Ginger y yo estábamos en el pasillo de repostería y se acercó a mí. Estaba a punto de meter dos paquetes de dos kilos de azúcar en el carro cuando me di la vuelta, paquetes en mano, y vi a Nick. Era evidente que acababa de salir del gimnasio. Vestía una camiseta verde húmeda que se le pegaba al pecho bajo una sudadera abierta. Tenía el pelo alborotado, justo como imagino que estaría si se lo revolviera con las manos.

Algo que solo haría si tratara de ahogarlo o le estampara la cara en una tarta, claro está. No hay otro motivo por el que pondría una mano sobre el pelo perfecto de Nick.

—Sí, me refería justo a eso. Cuando te preguntó qué ibas a hacer el fin de semana y tú le respondiste algo así como: «Bonita camiseta, muy de Grinch».

—¡Era verde! ¡Como el Grinch! —protesto. Vale, quizá no fue mi mejor momento.

—Te pone nerviosa.

—No.

—Porque te gusta —continúa Ginger, como si mi negativa no significase nada.

—No me gusta.

—Sí te gusta. Y no sé por qué te asusta tanto. No es Billy. Nick está aquí para quedarse.

Billy es mi ex. Nos conocimos en la Universidad del Estado de Míchigan. Después de la graduación, volvió conmigo a Reindeer Falls. Hace poco más de un año que decidió que no estaba hecho para vivir aquí. Ni para Holly Winter.

—Feliz Navidad, próspera polla y felicidad —canturrea Noel en voz baja, pero lo bastante alto como para que la oiga.

—Vosotras dos no tenéis ni idea de lo que decís —me quejo y ataco el recorte de una guirnalda con el pegamento—. Ni idea. No va a haber un día del rosco con Nick, os lo aseguro.

—Deberías hacerlos en masa —dice Noel—. Apuesto a que hay un mercado enorme para calendarios con la cuenta atrás para el día del rosco.

—¡Sería un regalo estupendo para mis amigas! —responde Ginger con más entusiasmo del necesario. Todavía apoya las burlas de Noel como si fuera su trabajo de hermana pequeña.

—¡No hay ninguna cuenta atrás para el día del rosco! Eso no existe. Nadie quiere que exista. Y la última persona en el mundo con la que me acostaría es Nick Saint-Croix.

—Holly —me reprende Ginger—. ¿Dónde está tu espíritu navideño? ¿No hay sitio en el hostal Vagina para Nick?

—Ay, por favor, dime que no acabas de decir eso. —Coloco las chocolatinas tras las puertas nuevas y recojo mis cosas.

—¡Pues sí! —Ginger se ríe—. Yo también estoy muy orgullosa de mí misma. Esa ha sido buena.

Se desploma en una de las sillas. Coloca un pie sobre el asiento y apoya la cabeza en la rodilla mientras me observa recoger.

—Sois lo peor, pero os quiero igual. Ahora me voy a casa a hacer la maleta. Para mi viaje de trabajo —añado intencionadamente antes de que una de las dos haga un comentario indecente acerca de envolver el paquete de Nick o algo igual de ridículo—. Comportaos bien mientras no esté.

—¡Diviértete!

—Lo dudo.

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