Kitabı oku: «Handel en Londres», sayfa 5
Pero también había murmullos en Hannover. La familia electoral había estado presionando para tener alguna presencia en Gran Bretaña, posiblemente en la figura de Jorge Augusto, hijo del elector. La reina Ana se había resistido vehementemente a tal sugerencia, temiendo que se estableciera una corte rival en su reino, debilitando su propia autoridad. Sin embargo, por cortesía, en 1706, admitió al príncipe electoral en la Orden de la Jarretera y le otorgó un generoso puñado de títulos: Duque de Cambridge, conde de Milford Haven, vizconde Northallerton, barón Tewkesbury. Ahora, en 1714, los whigs animaron a Georg von Schutz a reclamar que el príncipe ocupara su escaño en la Cámara de los Lores. Aunque la reina se mostró horrorizada ante tal posibilidad, Harley la convenció de que, legalmente, no podía negarse. Mientras los rumores se propagaban con avidez por Londres (sonaban las campanas y se brindaba por la inminente llegada del príncipe electoral), Ana volvió a sucumbir a la fiebre y a la incapacidad. En mayo recuperó sus fuerzas, y de hecho su determinación, y escribió con firmeza a Hannover, rechazando firmemente sus demandas. Curiosamente, esta comunicación precipitó el final de la disputa, ya que, a los pocos días de recibir la carta de la reina, la viuda electora Sofía tuvo un síncope y murió a los ochenta y tres años, y poco después la propia reina Ana enfermó de nuevo y sufrió una serie de derrames cerebrales. Falleció el 1 de agosto. Su médico, el Dr. Arbuthnot, informó a Alexander Pope que «nunca el sueño fue más bienvenido para un viajero cansado que la muerte para ella»31. Tenía cuarenta y nueve años.
Bien instalado en Burlington House, donde recibía noticias diarias sobre Hannover, y, a través del Dr. Arbuthnot, sobre el estado de salud de Su Majestad, Handel aguardaba el ahora inevitable cambio. Sus antiguos patronos, y de hecho amigos, estaban a punto de acceder al trono. Pero, ¿haría el pretendiente algún movimiento para reclamarlo para él? ¿Habría guerra civil?
Notas al pie
* Cesa de alzarte, soberano del día.
1 Deutsch, p. 33; HCD I, p. 201.
2 Ibid.
3 Burney, General History, p. 661.
4 Handel Collected Documents I, p. 196.
5 Ibid., p. 198; Deutsch, p. 31.
6 Mainwaring, Memoirs, p. 83.
7 Deutsch, pp. 35-6; HCD I, pp. 204-6.
8 Deutsch, pp. 36-7; HCD I, pp. 208-9.
9 Citado en Handel: A Celebration of his Life and Times, p. 77.
10 Mainwaring, p. 84.
11 Deutsch, p. 31.
12 Mainwaring, p. 84.
13 Deutsch, p. 42; HCD I, p. 217.
14 Mainwaring, p. 85.
15 Ibid.
16 Deutsch, p. 44; HCD I, p. 223.
* Keeper of the Privy Purse.
17 Deutsch, pp. 46-7; HCD I, pp. 234-5.
18 Deutsch, p. 49.
19 Mainwaring, pp. 85-6.
20 Deutsch, p. 50; HCD I, p. 249.
21 Deutsch, p. 52.
22 Ibid.; HCD I, pp. 255-6.
23 HCD I, p. 285.
24 Mainwaring, p. 89.
* Término alemán que se refiere a la satisfacción por el mal ajeno.
25 Hawkins, General History, p. 859.
26 Coxe, Anecdotes of Handel, p. 16.
27 Ibid.
* Allí pulsa Hendel las cuerdas, y la dulce presión
Transporta el alma y estremece cada vena:
Allí entro yo a menudo (pero con calzado más limpio)
pues Burlington es amado por todas las musas.
28 Deutsch, p. 70.
29 Citado en Anne Somerset, Queen Anne, p. 505.
30 Ibid., p. 510.
31 Ibid., p. 531.
4
«From mighty kings he took the spoil» *
[Judas Maccabaeus]
HANNOVER EN LONDRES
El solemne momento en el cual la Casa de Estuardo dejó de gobernar en Gran Bretaña se vivió con poca tristeza. El ataúd de la reina Ana, que sus súbditos consideraron «aún más grande que el del príncipe... que era conocido por ser un hombre muy gordo y voluminoso»1, permaneció en la capilla ardiente en el palacio de Westminster durante algunos días. El 24 de agosto de 1714 fue enterrado en la capilla de Enrique VII de la abadía de Westminster, junto al de su marido y al lado de los de sus hijos. Inmediatamente después de la muerte de la reina Estuardo, el hannoveriano Jorge Luis fue proclamado como rey británico bajo el nombre de Jorge I, con escaso entusiasmo. Inglaterra esperaba con inquietud el pronosticado levantamiento jacobita: los puertos se cerraron y se prepararon las defensas. Pero no pasó nada. En Francia, Luis XIV reconoció oficialmente a Jacobo Estuardo como rey de Inglaterra, pero se distanció de su causa, negándole todo tipo de apoyo financiero e incluso una audiencia, cuando el pretendiente viajó a París para sondearlo. Jacobo regresó a su retiro en el Ducado de Lorena sin otra opción por el momento que permanecer a la espera. Mientras tanto, los duques de Marlborough regresaron desde su autoexilio europeo a Londres, donde, con poca sensibilidad hacia el estado de ánimo general, escenificaron un regreso triunfal a casa y aguardaron la llegada del nuevo régimen. Durante casi un mes se produjo una especie de estasis. Lord Bolingbroke, una de las personalidades más problemáticas en la última etapa de gobierno de la reina Ana, observó: «A buen seguro que jamás tuvo lugar una transición tan tranquila de un gobierno a otro»2.
En Hannover había llegado el momento tan esperado, y el nuevo rey británico, ahora llamado Jorge tras anglicanizar su nombre, dio instrucciones detalladas a su familia y a sus funcionarios. Él mismo viajaría a Londres con su hijo Jorge Augusto, seguido en breve por su nuera Carolina, y sus tres nietas, Ana (de cinco años), Amelia (de tres) y Carolina (de un año). Su nieto Federico, que todavía tenía catorce años, permanecería en Hannover como representante de la familia, con su tío abuelo, Ernesto Augusto (el hermano menor de Jorge), in loco parentis, instruyendo al niño en las labores de gobierno. Jorge se llevaría consigo a sus consejeros más cercanos, el barón von Bernstorff, el barón von Bothmar y Jean de Robethon, un refugiado hugonote francés que había sido secretario de Guillerno III antes de viajar a Hannover y convertirse en secretario de Bernstorff. Estaba también el barón von Kielmannsegg, el diplomático hannoveriano que había conocido a Handel en Venecia en 1709 animándole a ir a Hannover, donde él mismo negoció las generosas condiciones laborales del músico. También él viajaría a Londres, junto con su esposa Sofía, cuya relación con el nuevo rey era excepcionalmente próxima. Mujer inteligente e ingeniosa, fue acusada por algunos de ser la hija ilegítima del padre de Jorge, y por tanto la propia hermanastra del nuevo rey. Tuviese o no fundamento tal sospecha, lo cierto es que era la amante de Jorge, como también lo fue una de las antiguas damas de honor de su madre, Ehrengard Melusine von der Schulenberg, quien le dio tres hijos. También ella acompañaría al nuevo rey a Londres. En lo que respecta a la propia esposa de Jorge, hacia la cual siguió mostrándose tan frío como implacable, permanecería cautiva en el castillo de Ahlden.
Los dos siguientes monarcas británicos, padre e hijo, viajaron juntos a su nuevo reino a través de Holanda, donde poco después (retrasados por vientos en contra) abordaron un barco proporcionado por la Marina Real inglesa. Desembarcaron en Greenwich el 18 de septiembre, y fueron recibidos con pompa en el Palacio de Greenwich, con sus nuevas ampliaciones recientemente acabadas por Wren. Desde allí, desfilaron con similar ceremonia hasta Londres. Como observó con ironía esa gran dama inglesa de las letras que fue lady Mary Wortley Montagu, el nuevo rey llegó rodeado «de todos sus ministros y compañeros de juegos alemanes, hombres y mujeres»3. Jorge se instaló con su séquito en el palacio de St. James, e hizo disponer los apartamentos que estaban frente a los suyos para su hijo, a quien nombró príncipe de Gales. Agarrando entonces el toro político por los cuernos, despidió inmediatamente a Harley y a Bolingbroke, en quienes nunca había confiado (Harley sería encarcelado en la Torre de Londres durante dos años, mientras que Bolingbroke huyó a Francia, a la corte del pretendiente, Jacobo Estuardo). Por consejo de Bothmar, quien ya llevaba algún tiempo en Inglaterra, nombró a dos whigs que habían apoyado la sucesión hannoveriana, James, conde Stanhope, y Charles, vizconde Townshend, para dirigir su gobierno. También restituyó a su antiguo aliado militar, el duque de Marlborough, como comandante del ejército. La princesa Carolina llegó con sus hijas a principios de octubre, y el 20 de ese mes Jorge I fue coronado en la abadía de Westminster, acompañado de lo que para él resultó ser otra desconcertante exhibición de parafernalia ceremonial. Poco a poco, Londres se fue adaptando a esta nueva identidad. El Queen’s Theatre en Haymarket pasó a llamarse King’s Theatre, y cuando abrió su nueva temporada el 23 de octubre, tan solo tres días después de la coronación, los príncipes de Gales se encontraban entre el público.
El poco fiable biógrafo de Handel, Mainwaring, incidiendo en su fantasiosa conjetura de que Handel había olvidado de algún modo su obligación de regresar a Hannover, daba ahora por sentado que la llegada a Londres de sus mecenas alemanes ponía al compositor en una situación embarazosa, y que «consciente de lo poco que merecía el favor de su ilustre mecenas..., no se atrevió a dejarse ver por la corte»4. En realidad, Handel no había caído en absoluto en desgracia. Su música fue interpretada inmediatamente. El 26 de septiembre, una semana después de que el rey se instalara, se interpretó en la capilla real un Te Deum de Handel (posiblemente el conocido como «Utrecht» Te Deum), y el 17 de octubre, entre la llegada de la princesa Carolina y sus hijas y la propia coronación, se interpretó otro. Conocido desde entonces como el «Caroline» Te Deum, esta segunda adaptación presentaba otro estupendo solo para el alto, Richard Elford, aquí en un diálogo musical con la flauta. Después de su inolvidable movimiento inicial en la «Oda de Cumpleaños» de la difunta reina del año anterior, Elford pudo disfrutar de una justa correspondencia, ya que ahora cantaba para una futura reina de Inglaterra. Por desgracia murió pocos días después, a la edad de treinta y ocho años. Pero los lazos de Handel con sus antiguos patronos se restablecieron completamente, y en especial con la generación más joven, aproximadamente de su misma edad (el príncipe y la princesa tenían treinta y un años; Handel, veintinueve), con quienes tan próximo había estado en Hannover. Además, el rey Jorge confirmó la prolongación de la generosa pensión real de Handel, establecida por la reina Ana.
Rinaldo fue repuesta por tercera vez en el rebautizado King’s Theatre, y se produjo una sensación añadida a principios de 1715, cuando Nicolini regresó a Londres y volvió a asumir el papel titular. También Pilotti-Schiavonetti había regresado para cantar el papel de Armida. Los príncipes de Gales asistieron a una representación el 15 de enero, y su presencia contribuyó sin duda a que se llenara la sala. Sin la presencia real, a Rinaldo no le fue tan bien (el 29 de enero Colman informó de «una taquilla bastante magra esta noche»5), resucitando el viejo debate sobre la ópera en lengua extranjera. Para una nación inglesa con un rey alemán y la práctica de utilizar el francés como lengua de comunicación internacional, el italiano era sin duda el idioma menos apropiado para sus espectáculos. En el teatro Drury Lane, en marzo de 1715, dos de las más destacadas luminarias teatrales londinenses colaboraron en «Una nueva mascarada musical», Venus and Adonis, cantada en inglés. El compositor, Johann Christoph Pepusch, nacido en Alemania, había trabajado en Londres como altista y clavecinista desde 1704, y como director musical en Drury Lane desde 1714. En este caso unió sus fuerzas con el distinguido actor y dramaturgo Colley Cibber. Los cantantes fueron reclutados de Haymarket, entre ellos Jane Berbier y Margerita l’Epine (que había cantado para Handel en Il pastor fido, Teseo y las reposiciones de Rinaldo, y que, a su debido tiempo, contraería matrimonio con Pepusch). En Haymarket, sin embargo, Heidegger se tomó con calma este desafío. Estaba a punto de presentar una nueva ópera de Handel, Amadigi, informando en su prefacio de que Handel la había escrito en Burlington House. Estaba dedicada al propio Lord Burlington, y el libreto, adaptado (probablemente por Haym) del Amadis de Grèce, de La Motte, fue impreso por el fundador del Kit-Cat, Jacob Tonson.
Amadigi supuso un feliz regreso de Handel a un subgénero en el que siempre destacó: la ópera mágica. Con Nicolini de vuelta para otro papel titular, Pilotti-Schiavonetti dispuesta para su tercera gran hechicera y un libreto rico en potencial escénico y emocional, el compositor debió sentirse en territorio más seguro después del fiasco de Silla. Sus dimensiones son menores que las de Rinaldo o Teseo: solo hay cuatro personajes principales (los dos restantes fueron asumidos por Anastasia Robinson, en su primera nueva creación, y Diana Vico, otra veterana de las reposiciones de Rinaldo), además de una pequeña intervención al final para un mago secundario. Pero en su contenido, Amadigi es realmente notable. Como afirmó Burney: «Hay más invención, variedad y riqueza compositiva que en cualquiera de los dramas musicales de Handel que he tenido la oportunidad de examinar detenida y críticamente hasta ahora»6.
Amadigi apelaba de nuevo al espectáculo y al ilusionismo visual, a los que se acompañaba de la música apropiada: «El pórtico encantado se parte en dos y se derrumba al son de una ruidosa Sinfonía»; «Los monstruos ascienden desde las entrañas de la tierra; y un trueno resuena en el aire»; «La cueva se transforma en un bello palacio; y después de una breve pero agradable Sinfonía, un carro desciende cubierto de nubes». Tal era la envergadura de todos estos efectos escénicos que, una vez más, se instó al público a que no intentara acceder a la zona del escenario, para no perturbar la maquinaria. Como publicó el Daily Courant el 25 de mayo: «Y, puesto que hay muchos decorados y máquinas que mover en esta ópera, lo cual no puede realizarse si hay personas de pie en el escenario (donde no pueden estar sin peligro), nadie, ni siquiera los abonados, debe tomarse a mal que se le niegue el acceso al escenario»7. Handel estuvo a la altura de estos desafíos, así como de las capacidades de sus estrellas, para las cuales escribió algunas de sus músicas más imaginativas. Varios números eran, como de costumbre, reelaboraciones de arias existentes, incluyendo nueve de Silla, de modo que, si esa obra había sido interpretada privadamente el año anterior, su público debía de haber sido lo suficientemente selecto como para que Handel no se preocupase en absoluto por reutilizar tan pronto su contenido. Pero también hubo nuevos números, entre ellos, para Nicolini, «Sento la gioia», con un impactante solo de trompeta; «Pena, tiranna», con oboe y fagot solistas, y una gloriosa siciliana, «Gioie, venite in sen». En todo caso, Handel reservó la mejor música para su salvaje hechicera, que recorre la gama entera de las emociones más extremas, y está tal vez dibujada de forma aún más humana y sutil que sus predecesoras. Termina su vida con una trágica zarabanda («Io già sento»), con expresiones de suicidio fragmentadas, incoherentes y finalmente truncadas.
Amadigi se representó alternándose con funciones de Rinaldo (razón por la cual tanto Pilotti-Schiavonetti como Nicolini se hicieron realmente acreedores de sus honorarios ese verano), y en dos ocasiones asistió el propio rey. No hubo representación a finales de mayo: «Cumpleaños del Rey Jorge, el día 28. No hay ópera»8. A finales de junio, Londres sufrió una gran ola de calor y el teatro tuvo que permanecer cerrado. Y la interrupción más preocupante se produjo hacia el final de la temporada. Colman registró: «No se ha interpretado ninguna ópera desde el 23 de julio, siendo la causa la rebelión de los Tories y Papistas, ya que al Rey y a la Corte no les gusta mezclarse con las multitudes en estos tiempos difíciles»9. El pretendiente estaba reuniendo por fin un apoyo considerable para su reivindicación del trono inglés y amenazaba con restaurar la Casa Estuardo. Los teatros cerraron, y Handel se recluyó discretamente en Burlington House.
La rebelión jacobita de 1715, conocida posteriormente como «el Quince», tuvo un impacto poco duradero, pero en aquel momento provocó una gran tensión en la capital y más allá. Aún existía un vehemente apoyo de los tories a la causa jacobita, y había amenazas de alzamientos armados contra el nuevo gobierno. En Escocia, el conde de Mar reunió un gran apoyo para Jacobo Estuardo, proclamándolo su legítimo soberano, y hubo levantamientos satélites en Gales, Devon y Cornualles, con la promesa de nuevos alistamientos en otros lugares de las Islas Británicas. A su debido tiempo, la campaña de lord Mar, cuyo fracaso se debió más a su propia incompetencia y desorganización que a cualquier oposición, fue rechazada por el duque de Argyll, y la llegada tardía a Escocia del propio Jacobo Estuardo, por mar y en un estado depresivo y febril, no proporcionó el impulso esperado. Finalmente se retiró a Francia, a principios de febrero de 1716, y desde allí, aún más lejos, a Italia, después de que toda su campaña se hubiese derrumbado. Para los simpatizantes jacobitas tories esta derrota resultó catastrófica, ya que ahora Stanhope y Townshend estaban en condiciones de persuadir al rey de que no se podía confiar en absoluto en el partido de la oposición. Al igual que la reina Ana antes que él, el rey Jorge tenía la intención de formar un gobierno mixto de ambos partidos, pero ahora todos los tories fueron reemplazados en la corte, en los ministerios y en los gobiernos locales. Los whigs continuarían controlando los gobiernos durante el medio siglo siguiente.
El rey pidió a Marlborough que comandara el ejército desde Londres (sin saber que el taimado duque, a su regreso del exilio, había minimizado sus riesgos enviando la enorme suma de 4.000 libras al pretendiente, apoyando de este modo también su causa). Aunque el resultado fue un éxito, sería la última vez que Marlborough asumiría el mando, ya que en mayo de 1716 sufrió el primero de una serie de debilitantes derrames cerebrales. El príncipe de Gales, un apasionado soldado, deseaba desesperadamente tomar parte en todas estas emociones militares, en especial porque quería labrarse un papel para sí mismo en su nueva y extraña ciudad, pero se le prohibió participar debido al peligro potencial para el heredero al trono. Él y su padre discreparon, y el antagonismo entre ambos, profundamente arraigado durante años, desde el trato despiadado del rey a la madre del príncipe, no hizo sino aumentar.
Tras la oprobiosa partida del pretendiente, la vida cultural londinense recobró poco a poco la actividad y el King’s Theatre volvió a abrir sus puertas. Amadigi fue repuesta, aunque ahora parecía haber mucha menos energía y menos dinero para la ópera italiana en Londres. ¿Se había extinguido de hecho el furor por sí solo? Lo cierto es que Handel buscó su sustento creativo más allá de Haymarket, pero no más allá de Inglaterra. Ese verano viajó a Alemania (como también hizo su monarca) para visitar a su familia y amigos en Halle, aunque claramente su intención era regresar a Londres. Y cuando lo hizo, trajo con él a un viejo amigo de sus días universitarios en Halle: Johann Christoph Schmidt. Según las memorias de William Coxe (yerno del propio hijo de Schmidt), el carisma persuasivo de Handel («los poderes de ese gran maestro») arrancaron a Schmidt del negocio de la lana, «en el cual podría haber adquirido una gran fortuna si no hubiera sido seducido por su pasión por la música»10. Al igual que Handel, Schmidt se quedaría en Londres el resto de su vida, ganándose la vida al principio como intérprete de viola, pero convirtiéndose también en parte integrante de las actividades de Handel. Al principio fue su «administrador», ocupándose de algunos de los aspectos económicos de las actividades de Handel. Pero, al mismo tiempo, fue adquiriendo la habilidad de copiar música, y en pocos meses se convirtió en el principal amanuense de Handel. Dirigió un equipo de copistas, entre los que se encontraban miembros de su propia familia, a quienes trajo de Alemania para que se unieran a él. Con el tiempo, al igual que su jefe, anglicanizó su nombre, pasándose a llamar John Christopher Smith.
Al rey Jorge no le gustaban los actos públicos ni las ceremonias, y tendía a rehuirlos, pero el príncipe de Gales prosperó gracias a ellos y a la aprobación popular que obtuvo a través de ellos. Su propia y feliz vida doméstica con su esposa y sus hijas en el palacio de St. James representaba un cálido contraste con la austera soledad del rey en las dependencias opuestas (a pesar de los cortesanos aduladores y de las amantes: «la pértiga y el elefante», como se conocía a Mesdames Kielmannsegg y Schulenberg). Sus desacuerdos sobre la reciente estrategia militar, y en particular sobre el deseo del príncipe de Gales de participar en ella, eran bien conocidos. Y, aunque el rey Jorge animaba a su hijo a aprender a su lado todos los mecanismos del gobierno parlamentario (tan diferente del poder absoluto que había ejercido en Hannover), de nuevo trazó líneas rojas que el príncipe no debía traspasar. Cuando el rey informó al Parlamento de su intención de ausentarse en Alemania ese verano, sus ministros desaconsejaron el viaje por la vulnerabilidad de la situación en Escocia. Pero no pudieron impedírselo, ya que pues ellos mismos, en un acto de cortesía, habían revocado el requisito en el Acta de Establecimiento de que el monarca tuviese que obtener un permiso de ausencia, ya que era impropio de la corona. De modo que partió, y el príncipe se quedó en Londres, pasando un agradable verano en Hampton Court y aumentando su popularidad a medida que seguía estableciendo contactos con los ciudadanos. Pero su padre se había negado a permitirle ejercer el poder como regente oficial, aceptando de mala gana que se le concediera a cambio el título de «Protector del Reino». Las decisiones importantes en los asuntos de Estado fueron todas remitidas al rey, en Hannover, y el descontento del príncipe no hizo sino aumentar.
A finales de 1716, tanto Handel como el rey estaban de regreso en Londres. Al parecer Handel traía consigo el texto de un oratorio en alemán sobre la Pasión escrito por Barthold Heinrich Brockes: Der für die Sünde der Welt gemarterte und sterbende Jesus, y, sin nuevas óperas en el horizonte, dirigió sus energías a componer su Pasión. Es probable que Mattheson, su viejo amigo de Hamburgo, desempeñase un papel decisivo en el encargo, y que también fuese una pieza clave en las interpretaciones, que registró con fidelidad, que tuvieron lugar en varias ciudades alemanas durante los años siguientes. Pero de poco le podía servir a Handel una obra de esas características en Londres (si su público tenía problemas con la ópera en italiano, mucho menos les gustaría una adaptación de la Pasión en alemán), y de hecho esta incursión en un texto germano sería un caso aislado: Handel nunca volvería a escribir nada en su lengua materna. A diferencia de su gran contemporáneo Johann Sebastian Bach, que pasó la mayor parte de su vida laboral en ambientes eclesiásticos alemanes, adaptando una y otra vez textos en alemán para sus más de doscientas cantatas y que pronto destacaría en la composición de Pasiones, el camino elegido por Handel lo había alejado para siempre de sus raíces.
Los teatros de Londres reabrieron sus puertas en diciembre de 1716, y la temporada se clausuró en junio de 1717. No se estrenó ninguna obra nueva de Handel ni de ningún otro compositor, y la ópera parecía haber entrado finalmente en decadencia. Un espectáculo más ligero, la mascarada –un baile de máscaras con un poco de música– parecía constituirse en la nueva moda. En todo caso, el público estaba en aquel momento más interesado, y de hecho dividido, en el deporte de observar las riñas en su familia real. El príncipe de Gales fue objeto de un intento de asesinato; en el teatro Drury Lane una bala le pasó justo por encima del hombro, aunque el incidente no hizo más que aumentar su atención periodística, la percepción de su valentía y, por ende, su popularidad. El 17 de julio, el rey ofreció lo que en su caso suponía una fiesta rara y muy ostentosa. Él y su séquito viajaron por el río desde Whitehall hasta Chelsea, cenaron en la residencia campestre de lord Ranelagh y regresaron del mismo modo en las primeras horas de la mañana. El Daily Courant incluyó en la lista de invitados a varias duquesas y barones («Personas de calidad»)11, pero hubo ausencias flagrantes. Un informe de este espectacular acontecimiento, relatado a la corte berlinesa por el embajador prusiano, Friedrich Bonet, terminaba con un comentario contundente: «Ni el príncipe ni la princesa participaron en esta fiesta»12. La brecha entre padre e hijo parecía en ese momento profundamente abierta.
Lo que sin duda sus Altezas Reales debieron haber lamentado perderse de aquella fiesta fluvial nocturna fue la música, hoy conocida como la Water Music (Música acuática), compuesta por Handel especialmente para la ocasión. El rey había disfrutado durante mucho tiempo de las mascaradas, y también, en Hannover, de las fiestas acuáticas en el lago de su palacio electoral, Herrenhausen, y fue del propio monarca de quien partió la idea de hacer algo parecido en el Támesis. Pidió al barón Kielmannsegg que lo organizara, y Kielmannsegg se dirigió juiciosamente a Heidegger, que estaba a cargo de las mascaradas en la tierra firme del King’s Theatre. Heidegger declinó la oferta, y Kielmannsegg no solo tuvo que organizarlo él mismo, sino que tuvo también que hacerse cargo de los gastos. El barón llamó a Handel, y el resultado fue un éxito. Como lo relató Bonet: «Junto a la barcaza del rey estaba la de los músicos, unos cincuenta en total, que tocaban todo tipo de instrumentos, como trompetas, trompas, oboes, fagots, flautas alemanas, flautas francesas, violines y contrabajos; pero no había cantantes. La música había sido compuesta especialmente por el famoso Händel, oriundo de Halle, y Principal Compositor de Corte de Su Majestad»13.
Aquellos cincuenta músicos trabajaron duro esa noche. Según el Daily Courant, «a Su Majestad le gustó tanto [la música] que ordenó que se repitiera tres veces a la ida y a la vuelta. A las once Su Majestad desembarcó en Chelsea, donde se había preparado una cena, y también ahí hubo otro excelente consort de música, que duró hasta las dos; después de lo cual Su Majestad volvió a subir a su barcaza y regresó por el mismo camino, acompañado por la música, que continuó sonando hasta que llegó a tierra firme»14.
Y el disfrute de esta música no se limitó en absoluto al rey y a sus «personas de calidad», ya que el río entero se llenó de barcos de todos los tamaños, que formaban una ordenada multitud acuática para acompañar al monarca mientras este navegaba tranquilamente por la poderosa arteria de Londres.
La música de Handel para este extraordinario evento era la más importante que había compuesto hasta entonces para instrumentos solos, «sin cantantes», como había observado Bonet. Pero, a pesar de estar lejos de su feudo teatral o ceremonial, Handel superó con creces el insólito desafío de crear una música que pudiera tocarse y escucharse al aire libre en una barcaza en movimiento; como en tantas ocasiones, sus principios rectores fueron la textura y el contraste. Además del habitual soporte orquestal de cuerdas, oboes y fagots, había conjuntos de trompetas, timbales, trompas y flautas, con flautas de pico sopranino, y en total compuso veintidós movimientos independientes, que conforman casi una hora de música. La adición de los potentes instrumentos de metal fue una solución práctica para la interpretación al aire libre, y los vigorosos movimientos en los que intervenían debieron sonar impactantemente a ambas orillas del río, pudiendo ser también disfrutados por la flotilla de súbditos del rey que navegaba detrás. Los números de textura más sutil en los que intervenían flautas o flautas de pico estaban probablemente destinados al «excelente consort de música» que acompañó la cena en la residencia de lord Ranelagh. El orden en el que originalmente se interpretaron estos veintidós movimientos no está claro, pero es muy probable que Handel, calculador como siempre, basara sus decisiones sobre qué tocar y cuándo en función de las circunstancias acústicas más apropiadas. No fue sino mucho más tarde, al publicarse la música por vez primera en 1788, cuando fue organizada en grupos conectados por tonalidad e instrumentación (de ahí la idea de que existen tres suites separadas). Toda la música es de la más alta calidad, y Handel supo combinar su natural exuberancia y sentido del espectáculo con el respeto por su monarca y con un absoluto sentido profesional acerca de las exigencias de la ocasión. No es de extrañar que el rey se sintiera tan complacido por el efecto que producía que ordenase que se repitiera una y otra durante toda la noche.
La ausencia de los príncipes de Gales aquella noche de julio podría haber sido atribuida (aunque no lo fue; el antagonismo paternofilial era demasiado obvio como para buscar excusas) al estado de salud de Carolina, pues estaba embarazada de su quinto hijo, el primero en nacer en Gran Bretaña. En octubre dio a luz a su segundo hijo varón, consolidando la línea hereditaria masculina y la dinastía de Hannover. Sin embargo, este desafortunado infante iba a ser el catalizador final en la quiebra de la relación entre el rey y el príncipe. En un primer momento hubo desacuerdos sobre el nombre del niño. Carolina deseaba llamar a su hijo Guillermo, pero el rey insistió en que fuera llamado Jorge. Al final se llegó a un incómodo compromiso, y el niño fue llamado Jorge Guillermo. A continuación se produjo una discusión acerca de uno de los padrinos. El príncipe quiso invitar a su tío, Ernesto Augusto, que aparentemente supervisaba las actividades del joven Federico en Hannover, aunque hacía poco que había sido nombrado obispo de Osnabrück. Este deseo también encontró oposición: el rey y su gobierno dictaron que tan importante papel debía ser confiado al duque de Newcastle, de veinticuatro años de edad, recientemente nombrado lord chamberlain. El príncipe de Gales fue obligado a aceptarlo, pero se sintió por ello tan agraviado que, el día del bautizo del niño, el 28 de noviembre, tuvo un fuerte encontronazo con el pobre Newcastle, a quien acusó de comportarse de forma deshonrosa, llegando, según algunos relatos, a retarlo a un duelo. Esto fue demasiado para el rey, que expulsó a su hijo del palacio de St. James. El príncipe se marchó de buena gana, llevándose naturalmente consigo a su esposa, pese a que el rey había asumido ingenuamente que permanecería en sus apartamentos reales. Los príncipes se establecieron en Leicester House, en lo que hoy es Leicester Square. Pero sus tres hijas, sorprendentemente, tuvieron que permanecer en la corte, pues, como nietas reales, eran técnicamente «propiedad de la corona». El príncipe estaba muy familiarizado con la obstinada crueldad de su padre hacia los miembros de su familia. Desde su infancia, a él mismo se le había negado el acceso a su cautiva madre, y ahora se le negaba el acceso a sus propias hijas. Realizó intentos legales para hacer valer sus derechos paternales, e incluso intentó visitar en secreto a sus hijas sin autorización, pero fracasó en cada empeño. Ciertamente había logrado independizarse de su padre, ya que él y Carolina lograron establecer casi una corte rival en Leicester House, pero el precio que él y su familia tuvieron que pagar fue inmenso y doloroso. El trágico corolario a esta serie sísmica de acontecimientos fue que el infante Jorge Guillermo, que había sido el objeto de todas estas disputas públicas, murió con solo tres meses de edad.