Kitabı oku: «Cuando Colón llegó a Japón»
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CUANDO COLÓN LLEGÓ A JAPÓN
Contenido
Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Nota para el lector
1. El navegante que empezó naufragando
2. Todo lo que Colón aprendió en Portugal
3. El patrón y el dinero
4. 1492: El viaje de descubrimiento
5. Cuando Colón llegó a Japón
6. Insubordinación antes de Navidad
7. Un tormentoso regreso
8. El segundo viaje de descubrimiento
9. Desconcierto caníbal en las Antillas
10. Una desagradable sorpresa
11. Te coloniso
12. Qué bien se vive en las Indias
13. ¿Dónde están los chinos?
14. Cinco meses y medio de caos español
15. Cristóbal se pone serio
16. Los fantasmas de Isabela
17. Colón descubre el Paraíso terrenal
18. Caos español: parte dos
19. El factor Bobadilla
20. El último viaje de Colón
21. Adiós, Almirante
Agradecimientos
Notas
Sobre los autores
Página de créditos
Cuando Colón llegó a Japón
V.1: mayo, 2020
© Javier Traité, 2018
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados.
Corrección: Francisco Solano
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Publicado por Principal de los Libros
C/ Aragó, 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
info@principaldeloslibros.com
www.principaldeloslibros.com
ISBN: 978-84-17333-95-9
THEMA: NHTQ
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Cuando Colón llegó a Japón
Embárcate en esta desternillante crónica del descubrimiento de América
¿Quién no conoce a Colón? El gran descubridor de América es un personaje popular en todo el mundo, pero ¿de verdad sabemos cómo era? ¿Nos hacemos realmente a la idea de lo loco que estaba?
Esta es la historia torcida del mayor caso de chamba que han conocido los siglos: el de un hombre que convenció a una reina de que le diera tres barcos para ir a Japón y se salvó de palmarla en el mar por el simple hecho de que, si uno navega hacia el poniente desde España y se empecina en no dar media vuelta, que es lo que habríamos hecho todos, es prácticamente imposible NO descubrir América.
Únete a Bartolomé y Giacomo Colón, Juan de la Cosa, Martín Alonso Pinzón, Luis de Torres y muchos otros marineros que acompañaron a Cristóbal Colón en su búsqueda de Japón y descubre que la Historia no es como te la han contado, sino mucho más torcida.
¡Únete al movimiento Historia Torcida, que aborda la Historia con humor y rigor!
A mis tres mujeres
Nota para el lector
«Bueno, pues ya hemos llegao a Japón», dijo Cristóbal Colón cuando descubrió América.
Esto resume de forma magnífica la figura del almirante: un tipo que lideró una expedición disparatada basada en cálculos erróneos y que no tenía la menor idea de adónde cojones había llegado por casualidad.
Tal fue el dislate que cambió el mundo.
Así suele acontecer en la historia: más allá de los grandes planes de los personajes célebres y de las tendencias sociales, al final las cosas toman una dirección u otra por azares absurdos. Napoleón, por ejemplo, tenía un plan ambicioso para dominar los mares y vencer a los británicos, pero, entonces, le encargó la misión a un tal Villeneuve, que, en lugar de hacer caso a Napoleón, se dedicó a hacer un crucero que duró meses por el Atlántico y el Mediterráneo, huyendo de cuantos enemigos encontraba. Y así, por culpa de un idiota, los grandes planes de Napoleón quedaron en nada y las guerras napoleónicas (y con ellas, el mundo) tomaron una dirección que no habrían tomado de haber nombrado almirante a otro. O quizá sí, según los miles de acontecimientos posteriores.
Esto queda clarísimo en lo tocante a Colón, y no solo por su rocambolesco descubrimiento: a lo largo de este libro, el lector encontrará mil equívocos, casualidades afortunadas o desafortunadas, malentendidos terribles, órdenes ignoradas y decisiones pésimas, todo ello aderezado con meses y meses de retraso en las comunicaciones, cosa que solo podía mejorar el mejunje. El resultado de esta sucesión de acontecimientos y casualidades fue un hallazgo tan impresionante como game-changer y una colonización descontrolada y virulenta que, a medio plazo, erradicaría a muchos pueblos nativos y diezmaría a los supervivientes.
Acercarse a Cristóbal Colón sin ideas preconcebidas es prácticamente imposible. Incluso el menos interesado en la historia conoce el personaje y lo considera o bien un héroe descubridor para mayor gloria del Imperio español, o bien un tirano genocida. Yo, como amante del lado pobre de la historia (soy de bárbaros antes que de romanos, como soy de indígenas antes que de colonizadores), no me acercaba a Colón con demasiada simpatía en el cuerpo. Aunque los españoles no tuvieran una voluntad expresa de aniquilar a los pueblos indígenas (al contrario, lo que querían era absorberlos y explotarlos bien como buenos siervos cristianos, bien como esclavos), la dominación, la violencia y, especialmente, el intercambio bacteriológico acabaron con la mayoría de ellos. Esto es un hecho histórico que deberíamos recordar, sobre todo cuando nos acercamos a las «celebraciones» del 12 de octubre como si los indígenas hubieran tenido la gran suerte de que los españoles llegaran a América porque les enseñaron a rezar a Cristo en castellano.
Pero todo humano es un infinito conjunto de matices. Colón, por fuerza, era algo más que un héroe descubridor y un tirano genocida, y yo quería descubrirlo adentrándome en los diarios y registros de sus viajes, y en sus detalles; sospechaba que hallaría lo mismo que descubrí al leer las fuentes de las exploraciones de Conquistadores secundarios: que aquello fue un puto cachondeo.
Y así ha sido.
Si la conquista y colonización de América fue una aventura disparatada, el descubrimiento y la primera colonización en La Española fue un dislate todavía mayor que incluye territorios imaginarios, violencia desmedida, funcionarios inútiles, huracanes, barcos podridos, caníbales, enfermedades, folleteo y una buena cantidad de trolas. Y Colón se nos descubre no solo como un aventurero y un tirano aficionado a la tortura y el castigo, sino también como un hombre valiente y resuelto, marinero excelente, mejor comerciante, gobernador pésimo, rencoroso, tacaño, imaginativo y soñador, imprudente y quejoso hasta la extenuación. Y perseverante. Muy perseverante.
Vamos a adentrarnos, pues, en los extraños vericuetos del descubrimiento de América y las aventuras y desventuras de Cristóbal Colón cuando creyó haber llegado a Japón.
Y asistamos, una vez más, al espectáculo de la historia que tiene lugar a partir del azar y el caos más absoluto.
¡Quédense cerca de los botes por si naufragamos!
1. El navegante que empezó naufragando
Cristóbal Colón nació en Bilbao, en el sentido de que podría haber nacido donde le saliera de las narices. De las narices de los historiadores, siendo más precisos, pues le han asignado múltiples nacionalidades. La corriente mayoritaria opina que Colón era genovés, y este es el origen que yo elijo para esta historia, porque es verosímil y le queda bien ser italiano. Pero, si a ti te parece mejor que sea catalán, gallego, ibicenco, vasco, chino, marciano o lo que quieras, puedes creerlo perfectamente; a mí me da igual y a Colón ni te cuento. Además, elijas lo que elijas, seguro que algún historiador ya ha propuesto esa teoría. Es curioso el afán que hay en el mundo de apropiarse de este personaje, que al final no es para tanto y, de hecho, era bastante antipático. Pero allá cada uno con sus manías.
Asumimos en este libro que don Cristóbal era italiano. Diremos, pues, que nació en la ciudad de Savona, entonces perteneciente a la República de Génova, entre 1446 y 1451.1 Sus progenitores, Domenico Colombo y Susanna Fontanarossa, tuvieron cinco hijos: Cristoforo el primero, seguido de Bartolomé, Giacomo, Giovanni y, para acabar, una niña, Bianchinetta. Los dos últimos no llegarían a viejos, como sucedía a menudo en la época (de ahí las proles tan exageradas, incluso en la pobreza; la mitad de los hijos no sobrevivían). Los otros dos, Bartolomé y Giacomo, superaron la juventud y acabaron enredados con Cristóbal y sus movidas. Hablamos de ellos en Conquistadores secundarios y volveremos a verlos a lo largo de este capítulo. Vayamos ya con el primogénito.
El primer gran hito documentado de Cristóbal Colón fue un naufragio. Lo cual, si lo piensas, no es nada prometedor. Corría el año 1476 y Cristóbal empezaba en el mundillo del comercio marítimo, siguiendo los pasos de su padre. Aquel verano se preparaba en Génova una expedición de transporte de mercancías con destino a Inglaterra. El convoy era respetable: un pedazo de urca flamenca, un par de naos y un par de carracas, las cinco cargadas hasta los topes, tripuladas por un millar de almas entre las que se contaban marineros, mercaderes como Colón y una buena cantidad de soldados armados. No es que fueran a invadir Inglaterra en secreto: era la medida básica de protección comercial en aquel Mediterráneo poblado de piratas berberiscos. Y se añadía un factor de peligro: debían cruzar aguas castellanas y portuguesas en su rumbo a Inglaterra. Las dos coronas estaban en guerra.
Se trataba de la guerra de Sucesión Castellana, una compleja disputa monárquica entre parientes que desconfiaban unos de otros y se pasaban los pactos por el forro. Para que el lector se ubique en el contexto, aquí viene un breve resumen:
He aquí que tenemos al rey Juan II de Castilla, que se casó una vez y tuvo tres hijas, que no pasaron del año, y un hijo, Enrique. Juan enviudó y, para asegurar su exigua progenie, se casó de nuevo y tuvo a Isabel y a Alfonso. En efecto: tres potenciales herederos a la Corona de Castilla, lo que en la Edad Media significaba sangre, seguro.
Enrique reinó como Enrique IV y, tras engendrar a una legítima heredera, Juana, la línea de sucesión parecía asegurada y los hermanastros de Enrique quedaban fuera. Pero, cómo no, un grupo de nobles ganaría mucho más dinero si en lugar de Juana reinaban los hermanastros de Enrique, por lo que empezaron a hacer presión, a tocar las narices en plan feudal, haciendo correr el rumor de que Enrique era maricón y que la hija que decía suya la habían hecho entre su esposa, Juana de Portugal, y su valido Beltrán de la Cueva. Y un rumor tan goloso se expandió como la pólvora. Enrique, acorralado, consintió en despojar a su hija, Juana «la Beltraneja»,2 del título de princesa y nombrar heredero a su hermanastro Alfonso.
Aquello debía contentar a los nobles conspiradores, pero ocurrió que el jovencito Alfonso era un pasmao de órdago, fácil de manipular, y los nobles se decían: «Joder, cuando este tío reine, esto va a ser una bicoca». Y como Enrique IV no tenía pinta de morir en los próximos años, se les hacía muy largo; así que, al año siguiente, en una reunión informal en Ávila, insistieron en que Enrique era impotente y demasiado «efeminado» para gobernar una nación tan machuna como Castilla y nombraron rey a Alfonso, porque ellos lo decidían y eso bastaba.
El destronado Enrique IV, claro, dijo que destronado lo que tengo aquí colgado, y empezó una guerra que terminó en 1468 con Alfonso muerto, no se sabe si a causa de la epidemia de peste o envenenado por Enrique, quien recuperó el poder con miles de hombres muertos en aquellas absurdas batallas.
¿Acabó aquí el conflicto? No, claro: Alfonso había muerto ignominiosamente a los quince años, pero los nobles que lo manejaban seguían vivos y no iban a tolerar el reinado de aquel rey gay. Así que sacaron al terreno de juego a la que quedaba, Isabel, que resultó ser el Messi de los pretendientes. Con una espectacular finta, Isabel le dijo a su hermano que no pretendía destronarle, que si la nombraba a ella heredera en lugar de a «la Beltraneja», todo iría sobre ruedas. Y Enrique, feliz ante la perspectiva de que no habría violencia, accedió. A cambio, eso sí, de que Isabel se comportara como heredera, lo que incluía aceptar el matrimonio político que él negociara.
Enrique concertó que su hermana se casara con Alfonso V de Portugal, que unificaría ambas coronas. Pero resultó que Isabel no tenía nada de pasmada, sino un carácter de calarse la boina, y no le gustaba un pelo Alfonso V de Portugal. Así que, pasando de la jeta del rey, al año siguiente se escapó una noche y llegó a Valladolid para casarse en secreto con Fernando, un primo maño, heredero de la Corona de Aragón, que se había pateado media España disfrazado de vagabundo para reunirse con ella.
Cuando Enrique IV se enteró, se puso de un mal humor impresionante, claro; todo el mundo le tomaba el pelo. Así que dijo que Isabel podía irse al cuerno, que la heredera era otra vez Juana «la Beltraneja». Durante los años siguientes, los nobles de Castilla tomaban partido por una u otra mientras Enrique languidecía, incapaz de reinar en aquel caos sin nadie que le hiciera caso. Y cuando, felizmente, murió en 1474, empezó la guerra entre pretendientes gestada en los años anteriores. Por un lado, Isabel y Fernando aportaban el peso de media Castilla y todo Aragón. Por otro, «la Beltraneja» aportaba media Castilla… y nada más. Así que le propuso al despechado Alfonso V de Portugal que se casara con ella, a lo que él, por supuesto, accedió, encantado de poder zurrarle a esa mamona que le había dejado tirado por un primo maño.
Aquella guerra fue asimétrica: por tierra, los de Isabel barrieron a los de «la Beltraneja». En un par de años, habían acabado con todos los juanistas. Pero, claro, Portugal no era tan fácil; miraba al Atlántico y navegaban mucho y bien. Así que, mientras sus tropas palmaban en tierra, en el mar sus barcos machacaban a los castellanos.
Este amigable ambiente era el que debía atravesar el convoy mercante que llevaba a bordo a Cristóbal Colón en 1476.
Se comprenden, pues, los soldados a bordo.
Pero no sirvieron de nada.
Nada más doblar el cabo San Vicente, se toparon de frente con una armada portuguesa comandada por un pirata francés que, atención, ¡se llamaba Colón! Colón el Viejo, también conocido como Casenove, comandaba una escuadra de diecisiete barcos. Portugal no tenía ningún problema con Génova, por lo que los mercantes no tenían nada que temer con su salvoconducto en la mano. Pero, bueno, ¿qué se espera de un pirata? Exacto: que se comporte como un pirata. Colón el Viejo se fumó el salvoconducto y se lanzó al ataque. Aquello debía ser un trabajo rápido, dada la superioridad numérica, pero un tipo que llevaba una antorcha en la mano recibió un saetazo en el culo, dijo «¡ay!» y se llevó ambas manos al antedicho, dejando caer la antorcha en la maniobra. La antorcha rodó hasta detenerse junto a un barril de pólvora y, cuando el soldado se arrancó la saeta y dijo: «Menos mal que solo ha sido el trasero», una gran explosión le desintegró las posaderas y el resto de su persona, además de a media carraca y a cuantos combatían por ahí. El fuego se propagó en minutos y consumió tres de los cinco barcos genoveses y cuatro barcos portugueses. A Colón el Viejo le había salido cara la broma. Y a los genoveses, más. Las dos naves supervivientes pusieron rumbo a toda vela a Cádiz, pero en ellas no estaba Cristóbal. Cristóbal flotaba a duras penas entre maderos en llamas, en busca de la costa, y nadaba hacia ella con la poca energía que le quedaba tras muchas horas de refriega.
Lo logró: un montón de ciudadanos portugueses observaban desde la orilla, sentados, alucinados con el espectáculo de la batalla naval en llamas, y al ver a esa pobre rata nadando, más mal que bien, echaron un bote al agua para rescatarle.
Así fue como Cristóbal Colón, con apenas veinticuatro años, entró en Portugal, como un sin papeles. Y ya que había caído allí por la gracia de Dios, decidió quedarse. Total, sus amigos y socios estaban muertos o huidos en Castilla y, en plena guerra entre ambas coronas, no se iba a patear la península Ibérica.
De esta forma tan rocambolesca empezó la importantísima etapa portuguesa de Cristóbal.
2. Todo lo que Colón aprendió en Portugal
Cristóbal Colón estaba mojado como un pollo, semidesnudo, con calambres en las piernas, sin una mísera moneda, y encima no hablaba portugués. La escritura tampoco era su fuerte. Su padre, antes de ser comerciante, había sido tejedor, y la única escuela que visitó Cristóbal de niño fue la gremial, donde a duras penas aprendió a leer y escribir. Las cuentas se le daban todavía peor. Se supone que un comerciante ha de saber matemáticas, pero Colón en esto era un zote. A él lo que le gustaba era viajar, navegar, no encerrarse detrás de una mesa sumando ganancias y restando costes.
En resumen: no tenía motivos para sentirse optimista, y, desde la perspectiva actual, podía acabar mendigando por las calles de Lisboa. Pero el siglo xv era otro rollo; no te pedían mil certificados. En una gran urbe del siglo xv, se podía salir adelante con tesón y algún que otro contacto. Y en Lisboa entró en contacto con los paisanos genoveses de la casa comercial lisboeta, bajo el mando de un comerciante de especias y esclavos llamado Bartolomeo Marchionni. Estuvo trabajando para ellos los primeros años, navegando como marinero y aprendiz de agente en diferentes misiones comerciales que le llevaron por el Mediterráneo y el Atlántico. Colón adquirió experiencia y cultura. Refinó su capacidad intelectual. No le sobraba el dinero, pero conseguía mantenerse. El fin de la guerra con Castilla, en 1479, le permitió viajar con seguridad por tierra o por mar, y pronto se reunió en Lisboa con su hermano Bartolomé, dedicado a la venta de libros y cartas de navegación. También Giacomo pasaría en Portugal una temporada. Los Colón se estaban formando como navegantes, sobre todo Cristóbal.
Y es que Portugal, en el siglo xv, era un lugar estupendo para vivir, si lo tuyo era el mar. Los portugueses habían acabado, hacía la tira, su parte de Reconquista;3 se aburrían arrinconados en el extremo suroeste de Europa y se dedicaron a explorar el océano. Inventaron, basándose en el diseño de sus pesqueros, un nuevo tipo de barco, naves pequeñas y ligeras con gran capacidad de carga, llamadas carabelas, ideales para surcar el Atlántico o buscar rutas que no dependieran del cabotaje.
A principios de siglo, Enrique el Navegante (pariente de reyes, pero sin interés por el poder) reguló los esfuerzos marítimos portugueses tras impulsar la creación de escuelas cartográficas y de navegación. Llegaron a Madeira en 1419; a las Azores, en 1427. Y, luego, se lanzaron a navegar el Atlántico hacia el sur, siguiendo las costas africanas. ¿Qué secretos y riquezas comerciales habría más allá del Sáhara? ¿Qué aguardaba en aquellos países a los que parecía imposible llegar por tierra, con los musulmanes en el norte de África?
Para los navegantes medievales, el límite marítimo africano era el cabo Bojador, a unos doscientos kilómetros en línea recta hacia el sur desde Fuerteventura. Ningún marino había doblado aquel cabo y regresado, y corrían todo tipo de historias pintorescas: serpientes gigantes, dragones, el fin del mundo…
La realidad era más prosaica. En aquella zona dominaban los fuertes vientos del noroeste, que empujaban las embarcaciones al sur. Y en el sur, las corrientes y las tormentas de polvo saharianas forman los bancos de arena más gigantescos del planeta; podías estar a cinco o seis kilómetros de la costa con un par de metros de profundidad. En resumen: si un barco doblaba el cabo Bojador, no podía virar al norte y quedaba embarrancado en algún asqueroso bancal. No es tan tremendo como un dragón, pero sí igual de efectivo para hacer imposible la navegación.
Enrique el Navegante, sin embargo, no se daba por vencido. Enviaba expediciones sin descanso, una tras otra; hasta quince tentativas se han registrado. Quince expediciones: si los marineros de la primera tenían miedo, imagina el temor que sentirían los marineros de la decimoquinta, que sabían que de catorce expediciones no había regresado nadie.
Pero todo cambió en 1434, con la decimosexta expedición. El capitán, un navegante portugués llamado Gil Eanes, pensó que, si se había fracasado quince veces de la misma manera, había que cambiar de método. Y se le ocurrió que, en lugar de realizar navegación de cabotaje, a partir del cabo Bojador se adentraría en el océano hasta perder de vista la costa, digamos que dando un rodeo «por fuera», saltándose el tramo maldito.
Y resultó. Descubrió que las costas se prolongaban hacia el sur, que la navegación era plácida rebasado aquel punto, y que soplaban desde el sureste al noroeste unos vientos, los alisios, que impulsarían las naves de vuelta al norte por el océano.
En otras palabras: la idea de Gil Eanes dio el pistoletazo de salida a la llamada «Era de los Descubrimientos» que venía gestándose en las décadas anteriores. Se lanzaron a navegar por el Atlántico en todas las direcciones desconocidas. También hacia el oeste: en 1452, partió de las Azores una expedición liderada por Diego de Teive que llegaría a descubrir un «mar de hierba» ante el que se acojonaron, tras lo cual decidieron regresar. Pero, sobre todo, sin prisa y sin pausa, Portugal fue descubriendo el centro y el sur de África, levantando colonias en enclaves potencialmente comerciales y extrayendo los recursos que proporcionaba la tierra: madera, animales, tejidos y, especialmente, oro y personas negras para servir de esclavos. Con estos mimbres se iniciaba en Portugal un período dorado, y Cristóbal Colón lo viviría de lleno. Cuando llegó, ya existían colonias en Cabo Verde y en Santo Tomé. En 1478, los portugueses llegaron a Angola, y por toda la costa se levantaron nuevos fuertes y puntos de extracción de oro y comercio de esclavos, especialmente en Senegal. Allí viajó Colón, tomando buena nota de los vientos alisios que lo impulsaban hacia el oeste y curtiéndose como navegante. Inflamándose de espíritu descubridor.
Sus viajes como agente comercial lo llevaron también al norte, a Inglaterra e Irlanda, y es posible que incluso a Islandia. Colón hacía amigos en cada puerto. Bebía en las tabernas con los navegantes locales; se intercambiaban información y se contaban historias. Colón le contaba a un piloto islandés borracho historias sobre el cabo Bojador, y este eructaba y proclamaba que había tierras más allá del océano, hacia el oeste, que sus antepasados habían conocido, o eso decían los viejos. En Irlanda, otro marino le dijo que habían recogido restos de maderas y troncos traídos desde el oeste por la corriente, y claro, los troncos no brotan en el agua.
En aquellos días, la idea de tierras al oeste estaba en boca de muchos.
Pero, si tanto viaje y tanto rumor hacían germinar ideas peligrosas en su cabeza, en aquellos años Cristóbal se dedicaba también a leer a humanistas y autores de best sellers que transformarían sus ideas peligrosas en geográficamente erróneas gracias a los galimatías que leía. ¿Quiénes eran los autores favoritos de Cristóbal Colón?
El primero, ¡un papa de Roma! Pero no un papa cualquiera, sino Pío II (1405-1464), un toscano que, antes de nombrarse Pío, se llamaba Eneas Silvio Piccolomini, un individuo que vale la pena conocer. Este papa no se hizo cura hasta cumplidos los cuarenta: las décadas anteriores las había dedicado a viajar mucho, hacer el amor con innumerables mujeres sin casarse con ellas y dejar por ahí un par de hijos naturales y un buen puñado de obras de todo tipo: crónicas, historias, poemas eróticos, una refutación del islam, comedias, una novela erótica (su mayor éxito) y un tratado geográfico sobre Europa y Asia.
En resumen: un humanista típico, que remató su enérgica vida como papa fundando la universidad de Basilea, convocando (sin éxito) una cruzada contra los turcos, escribiendo una autobiografía en trece volúmenes y urbanizando su pueblo natal, Corsignano, hasta el punto de cambiarle el nombre; lo bautizó Pienza en su propio honor.
Cristóbal frecuentó mucho la obra de Piccolomini, y es posible que cayera alguna pajilla tras algunos pasajes de su Historia de dos amantes. Pero lo que más manoseó y subrayó fue el tratado geopolítico sobre Europa y Asia llamado Historia Rerum ubique Gestarum, generoso en imprecisiones y datos sacados de la manga, pues los humanistas eran fantásticos, pero partían de donde partían.
Sobre geografías imaginarias encontramos otro autor de cabecera de Cristóbal Colón: Pierre d’Ailly (1351-1420). Este teólogo y geógrafo francés era conocidísimo por una obra llamada Imago Mundi, donde afirmaba que el mundo era simétrico. ¿Por qué? ¡Pues porque le daba la gana! No se basaba en nada, simplemente decía que, si había un continente en el norte de occidente (Europa), otro en el sur de occidente (África) y en el norte de Oriente había otro (Asia), por narices tenía que haber otro continente en el sur de Oriente. De esta manera, el mundo era bellísimamente simétrico, con dos continentes al norte y dos al sur y, a la vez, dos en Oriente y dos en occidente.
¿A que ya empieza el lector a entender que la bibliografía de Colón era de todo menos útil?
Pero esperen, que queda más. Si hay una obra de la biblioteca de Cristóbal subrayada, toqueteada y con migas de pan petrificadas entre las páginas, de cuando se comía el bocata mientras la releía, esa es Il Milione, más conocida como Los viajes de Marco Polo. Ese texto se gestó en 1295, durante una de las innumerables guerras entre ciudades y repúblicas italianas, cuando los genoveses tenían presos, en el mismo lugar, a un escritor llamado Rustichello de Pisa y al comerciante veneciano Marco Polo. Aburrido en el calabozo, Marco Polo contaba a Rustichello sus largos viajes por Asia, soltándole un montón de trolas y exageraciones, y cagándola en la mayoría de las medidas que le daba. Rustichello decidió convertir aquellos cuentos en un libro que adornaría cuanto fuera preciso para crear una de las ficciones de viaje más famosas de la historia.
Claro que, para libro de viajes famoso, otra de las obras de cabecera del joven Cristóbal: el Libro de las maravillas del mundo, de Juan de Mandeville. Este fue un caballero inglés que un día se largó a Egipto, se le complicó la cosa y acabó de mercenario para el sultán. Visitó Palestina y otras tierras bíblicas, y luego se incorporó a la Ruta de la Seda; llegó hasta el Extremo Oriente, donde sirvió quince años como militar en el ejército del Gran Khan. A su regreso, escribió sobre sus experiencias y su percepción del terreno con la ayuda de un médico de Lieja, y las dio a conocer al mundo. Aquella sí debía ser una fuente valiosa, ¿no?
No.
Para empezar, el tal Juan de Mandeville no parece haber existido; hay muchas teorías al respecto. En cualquier caso, es irrelevante, porque, como tantas obras medievales, se trata de un relato verídico en una pequeña parte, maqueado con cientos de plagios de obras contemporáneas o clásicas. Por si no está al tanto el lector, en la Edad Media eso estaba bien visto. Hoy plagias dos párrafos y te meten un puro que te cagas, pero en aquellos años escribía tan poca gente que se daba por hecho que quien escribía era un sabio, una autoridad. Y si se trataba de un doctor de la Iglesia o un clásico tipo Plinio, una Auctoritas de primera. Cuanto más material plagiabas, mejor lo reconocían los lectores y más veracidad otorgaba al conjunto. Si lo piensas, es un sistema de copyleft muy interesante para la época… si las autoridades citadas realmente decían la verdad. Pero, amigos, asumámoslo: el 70 por ciento de los rollos que soltaban los geógrafos y exploradores clásicos y medievales se lo sacaban de la manga; historiadores y filólogos del mundo entero se rompen los cuernos con estudios críticos para intentar descifrar qué cojones quieren decir esos reputados autores. Entre lo que veían y explicaban mal, lo que veían y no entendían, lo que no veían, pero se lo habían contado y lo ponían igual, y lo que se inventaban porque les daba la gana, aquellos libros de viaje se convertían en lo que querían ser: libros de maravillas. Porque lo extranjero y oriental era exótico, desconocido, oculto, aterrador y fascinante; nada que ver con el careto de Agapito el Labrador o el gordo culo de Mosén Fonseca, que eso lo veías cada domingo en misa.
Así, en el Libro de las maravillas del mundo encontramos todos los monstruos de los bestiarios clásicos y algunos nuevos. Tienes a las blemias, por ejemplo, humanoides sin cabeza que tienen la cara en medio del pecho, con una triste boca en forma de herradura a la altura del ombligo. Estos, por ejemplo, parecen ser una confusión con los blemios históricos, un pueblo seminómada que ocupó la Baja y la Alta Nubia hasta su desaparición en el siglo vii. La arqueología ha sacado a la luz las armaduras de los guerreros blemios y resulta que iban a la guerra con una máscara de mimbre y un pedazo de escudo oval decorado que les cubría desde debajo de las rodillas hasta la nariz. Vistos de lejos, con la calenturienta imaginación de aquellos años (y algo de miopía), podían parecer perfectamente guerreros sin cabeza y con la cara en el pecho.