Kitabı oku: «La vuelta al mundo del rey Zibeline», sayfa 2

Yazı tipi:

Comprendí que en ese cenáculo Bachelet cumplía un rol modesto, pero apasionado. Su pobreza, desde el momento en que rompió con sus padres, lo obligaba a desempeñar diversos oficios que en ocasiones lo alejaban del estudio. No desdeñaba ninguno, ya que todos le permitían ampliar su experiencia del mundo. Había copiado música, vendido obleas e incluso servido como lacayo en un palacete del barrio Saint-Germain. Sus amigos filósofos afortunadamente lo habían ayudado a buscar empleos más favorables para el uso de sus talentos y de su saber. Había partido como secretario de un diplomático francés en Prusia. Más tarde, había servido como preceptor de las hijas de un terrateniente austríaco. Tras su matrimonio, se había encontrado sin empleo y alguien le había informado de que mi padre buscaba un profesor particular de francés.

—Así, la Providencia lo condujo a nuestra casa —le dije un día.

—¡La Providencia no existe! —replicó colérico—. Nunca hay que entregarse a fuerzas pretendidamente superiores. Le corresponde al hombre tomar las riendas de su destino y nadie podría hacerlo en su lugar.

Él, que tanto creía en las virtudes del diálogo y que habitualmente solo enseñaba bajo la forma de amables conversaciones, no había soportado escucharme hablar de la Providencia. En adelante, me cuidé de pronunciar esa palabra delante de él.

Esa misma tarde, leímos Cándido. Este libro, como el Tratado de las sensaciones, el Discurso sobre la desigualdad o la Carta a los ciegos, no podíamos esperar encontrarlo en la biblioteca del castillo. Afortunadamente, Bachelet lo había traído con él en su pequeña maleta.

*

Decir que admiraba a mi preceptor francés es poco. Lo quería. Me había abierto al mundo y me había hecho comprender la necesidad de descubrirlo. Había sido el primero en tratarme como un ser humano e incluso como un igual. Había compartido su saber y me había obsequiado con el uso de una lengua en la cual tantas obras geniales estaban escritas.

Sin embargo, había un límite para esa admiración y me molestaba demasiado. En una palabra, diría que Bachelet, si bien inculcaba a través de su enseñanza el gusto por la vida, no parecía haber sacado un provecho tan grande como esperaba. Era de una pobreza sórdida y se acomodaba a ella. Yo observaba sus calcetines agujereados que él mismo remendaba, su traje raído que su modesto salario no le permitía reemplazar y su ropa blanca amarillenta. Al crecer, y a esa edad el cuerpo se transforma, le sobrepasé rápidamente. Sus delgados miembros, su tez lila, su suave respiración cuando andábamos por los caminos, lejos de acercarlo a mí como cuando yo era más niño, hacían que en adelante lo compadeciera. Delante de él, sentía un poco de vergüenza respecto de esa sangre proveniente de mis abuelos que corría en mí y esparcía por todo mi ser una fuerza, unos deseos, un coraje de los que él carecía por completo. En el fondo, era la víctima de su propio sistema. Al enseñarme el mundo, dejándome esperar sus bellezas y desear sus pruebas, había despertado en mí voluntades que él era incapaz de ejemplificar. Creo que él lo sentía y no se hacía muchas ilusiones. Me veía devorar los ricos platos que preparaban nuestros cocineros. Le costaba seguirme en nuestras aventuras rurales. Detectaba mis apasionadas miradas cuando nos cruzábamos con muchachas ligeramente vestidas que conducían sus rebaños, con un pan en la mano, por los caminos que cubrían de polvo sus piernas desnudas. Yo sabía que él sabía. No obstante, como lo quería y temía ofenderlo, le oculté el placer que obtenía en los ejercicios corporales que mi padre había programado.

Pues desde el día en que mi padre había visto mi labio delimitarse con un naciente bigote, había exigido que siguiera, en paralelo con la enseñanza de Bachelet, una formación en armas. Esa era la tradición para los muchachos de la familia. Primero, había creído escaparme, debido al desprecio que mi padre tenía hacia mí. Pero, ya sea porque hubiera observado, pese a todo, los progresos que lograba gracias a la enseñanza de Bachelet, y vuelto a tomar un poco de consideración respecto de mi persona, ya sea porque simplemente hubiera esperado mis trece años y la formación de mi cuerpo para someterme a eso, mi padre terminó encargándole al maestro de armas que me impusiera sus ejercicios.

Aunque las mañanas continuaran estando reservadas para Bachelet, las tardes las dedicaba a desenvainar la espada, a montar a caballo e, incluso a veces, a participar en simulaciones de batalla que ordenaba mi propio padre. Había organizado a sus gentes en una pequeña armada. Los campesinos sometidos a su ley no tenían otra opción, cuando él lo decidía, más que ponerse en fila, picas u horcas en mano, y obedecer las órdenes que gritaba con su potente voz.

Nunca habría imaginado divertirme tanto en esos juegos. Me gustaba la velocidad del galope, el riesgo de los saltos a caballo por encima de los troncos de árboles dispuestos en el gran patio, el peligroso juego de los combates de sable. Y cuando, para uno de esos ejercicios, mi padre me hizo vestir un uniforme de dragón cosido especialmente para mí, me sorprendí de la felicidad que sentí al abotonar contra mi pecho la rígida tela, cubierta de bordados y de galones.

¿Cómo le habría podido explicar a Bachelet que obtenía el mismo placer, aunque de una naturaleza diferente, al seguir sus enseñanzas, en aprender de memoria extensas páginas de Jean-Jacques Rousseau, en reproducir en mi boca las bellas sonoridades de la lengua francesa que ahora dominaba con fluidez? Fingía entregarme a los ejercicios militares como a un tormento. Bachelet sonreía; pienso que no era la víctima de esas hipocresías. En suma, estas le convenían. Daban cuenta, pensaba él, de que me había enseñado lo esencial: tomar distancia respecto de tus pasiones. Su enseñanza, desde ese punto de vista, fue un fracaso total. Nunca emprendí nada sin poner mi corazón ni entregarme por completo. Y a pesar del respeto que le tengo, diría que no lo lamento.

En esa época, había en la mirada de Bachelet, cuando pienso en eso, una tristeza que yo no sabía valorar por completo. Actualmente, estoy convencido de que había visto venir el fin de nuestra relación mucho antes que yo. En cuanto a mi empeño por endurecerme, lo entristecía comprender hacia dónde conducía ineluctablemente mi entrada en la plenitud de la fuerza y en la edad adulta. Y, en efecto, la tormenta que él presentía estalló un poco antes del comienzo del otoño. Bachelet estaba con nosotros desde hacía casi tres años.

iii

¿Cómo llegó mi padre a concebir sospechas? He dicho que sentía una viva antipatía por Bachelet. El alma humana está hecha de tal manera que dispone gustosamente de propiedades maléficas para lo que detesta. Tal vez, también, alguien en el castillo había expresado en secreto una acusación. Sin embargo, pese a que la mayoría de nuestros criados estaban celosos de Bachelet y sentían desconfianza de sus sabios modos, no creo que hubiera alguno que pudiera reunir información comprometedora contra su persona.

En el castillo no había clérigo. Las misas ordinarias eran celebradas por un pequeño canónigo casi iletrado que vivía en una casa parroquial en medio de una de las poblaciones vecinas. Siempre se marchaba temblando, conmovido por haber ingresado, sin sufrir castigo, en el mundo de los maestros que sus padres tanto le habían enseñado a temer. Un prelado venía de la ciudad a oficiar para las grandes celebraciones y los sacramentos. Era un personaje mundano y muy hipócrita. Contaba con el agrado de mi padre, porque le perdonaba todo al pecador que sabía poner suficiente hipocresía en su redención. No conocía a Bachelet y las sospechas no pudieron provenir de él. Al contrario, es muy probable que mi padre le hubiera consultado para instruir el proceso en cuanto puso la mano sobre los primeros documentos probatorios.

Mi maestro mantenía una abundante correspondencia con su país de origen y recibía cartas de forma regular. Llegaban pesadas misivas cansadas de haber recorrido los correos de Europa, a veces manchadas con diversas materias, vino, aceite, tal vez sangre. Es muy posible que llamaran la atención del conde, mi padre. Yo mismo, tuve más de una vez la curiosidad de abrirlas discretamente para saber qué contenían. No tenía los medios, pero mi padre podía recurrir fácilmente a los servicios de un espía de los que se halla en todas las cortes, incluso en las más pequeñas. Lo cierto es que solo golpeó cuando estuvo seguro de contar con pruebas lo suficientemente contundentes.

Fue a comienzos de octubre. En los días precedentes aún había hecho buen tiempo. Bachelet me hizo visitar un matadero por última vez. Desde entonces he pensado, muy a menudo, en esa última lección de realidad y la consideré como una escena sagrada comparable a los últimos momentos de Jesús con sus discípulos. El lugar estaba situado aproximadamente a una legua del castillo, a orillas de un río. Fuimos a pie. Bachelet montaba a caballo, pero desde que yo me había entregado a las armas, me forzaba a acompañarlo caminando, incluso para las más largas expediciones por el vecindario. Supongo que por medio de esto pretendía imponerme otro ritmo, una postura más humilde y hacer andar mis pensamientos al paso de los peripatéticos.

Los animales que debían morir eran amarrados en un corral y mugían.

—La muerte —me susurró Bachelet— siempre se hace sentir. La vida se apega tan íntimamente al ser que no puede separarse sin que antes este sienta dolor.

Fuimos a la parcela de polvo de ladrillo donde se llevaban a cabo las ejecuciones. Detrás, en otras salas abiertas, los cadáveres abatidos con frialdad colgaban de ganchos. Unos aprendices vestidos con camisas y cubiertos de sangre procedían a desollarlos y a descuartizarlos. Solo nos detuvimos para estudiar, a la manera de la Enciclopedia, con qué saber riguroso se relacionaban sus actos. Pero Bachelet me hizo comprender que allí, en suma, todo estaba dicho: en esas habitaciones, en los sitios donde los bueyes gemían de pie, reinaba la muerte, al igual que afuera era la vida la que aún dominaba. El misterio se hallaba entre los dos y era necesario acercarse. Permanecimos mucho tiempo en el pequeño hangar destinado a la faena. Bachelet parecía fascinado por la observación de ese instante tan breve y tan misterioso durante el cual la mirada del animal se apaga, en el que la muerte toma lo vivo, mientras que antes de desaparecer, el animal parece haberse dado cuenta de una última e irrefutable verdad. Para él, que tanto valoraba la cosecha de los sentidos, ese momento trágico era como una invitación a nunca renunciar a la observación del mundo hasta ese último segundo incluido, en el que quizá todo será revelado.

Dos días más tarde, dirigiéndome a la convocatoria de mi padre en la biblioteca, tuve la impresión de penetrar nuevamente en el lugar de la faena. La atmósfera seca, como de costumbre repleta de senderos de cera y de madera, esta vez me pareció saturada por un violento y repugnante olor a sangre.

Bachelet ya estaba allí, convocado desde el primer momento. Se mantenía de pie, bien derecho; sus ojos ojerosos y siempre un poco amarillentos estaban bien abiertos. Miraba a mi padre sin insolencia, pero con la decidida intención de no dejar escapar nada de lo que el mundo iba a enseñarle. El conde estaba sentado en un inmenso sillón que había hecho traer del salón de gala. A cada lado del preceptor, dos guardias uniformados se balanceaban, inmensos, con el traje hinchado por los músculos y el fusil al hombro. Como si a mi padre no le bastara con mostrarse como el amo de manera tan evidente, como si la presencia de esos fuertes soldados no resaltara por sí misma la debilidad del acusado, el desdichado Bachelet fue obligado a dar explicaciones en alemán. Dominaba lo suficiente esa lengua como para entender todas las acusaciones, pero no para defenderse, lo que de todos modos, comprendí rápido, no tenía ninguna intención de hacer.

Delante de mi padre, sobre una mesa, estaban expuestos como trofeos de caza diversos objetos que pertenecían a mi preceptor. Salvo cartas y periódicos, reconocí los libros con los cuales pasábamos tantas horas hermosas.

Cuando se hubo completado la puesta en escena y ablandado debidamente al acusado por la espera silenciosa, mi padre tomó la palabra. Sin mirar nunca a Bachelet, enumeró los crímenes de los cuales, según él, se lo culpaba.

—Tuvo la audacia de propagar en esta honorable y piadosa casa las ideas de criminales condenados por la Iglesia y por el rey de Francia. Lo contraté para que le enseñara francés a mi hijo August. Y en lugar de hacerle conocer autores de buena reputación que, por lo que se me dijo, no faltan en Francia, le metió en la cabeza ideas peligrosas y falsas.

Vi pasar por los ojos de Bachelet un destello irónico. Habría detectado al mismo tiempo que yo una leve contradicción en las palabras de mi padre: aunque las ideas fueran falsas, no son peligrosas y se las puede refutar. Ambos habríamos discutido mucho tiempo acerca de un tema semejante. Era inútil pretender llevar a mi padre al terreno de la dialéctica. Ya había continuado, de manera muy apresurada, con el propósito de completar la acusación para pronunciar la sentencia.

—Por cierto, me enteré de que usted no se contentó con propagar esas obras impías; usted intervino en su redacción. Es amigo de esos enemigos de la religión, de esos envenenadores del espíritu. ¡Mantiene correspondencia con ellos!

Había dispuesto sobre la mesa un paquete de cartas y las desplegaba en abanico.

—Aquí tengo correspondencias firmadas por el Sr. D’Alembert, por el Sr. Diderot, autores que, confieso, ignoraba. También de Holbach, cuyas tesis heréticas hicieron resonar hasta mí su siniestro eco.

Luego, como para cortarle la palabra a Bachelet que, sin embargo, seguía tranquilo, agregó, arrojando las cartas y mostrando publicaciones.

—También recibe gacetas que se permiten cuestionar las muy autorizadas opiniones del arzobispo de París e incluso de Su Santidad el Papa.

Después de esas vivas palabras, cayendo en su sillón, concluyó:

—Oculta bien su juego, señor Bachelet. Para ser sincero, tiene un aspecto inofensivo. No obstante —pronunció abrazando con un gran movimiento todos los documentos dispersos sobre el terciopelo verde de la mesa—, utiliza armas peligrosas y quizá mortales. Mortales en todo caso para el alma. Afortunadamente, Dios me previno a tiempo para que pudiera salvar la de mi hijo.

Sentía que mi padre no estaba completamente satisfecho con esta escena. Esperaba una resistencia, una protesta que le habría permitido volver sobre el terreno que le era familiar y donde se sentía seguro de su superioridad: el de la violencia y los insultos.

Por el contrario, Bachelet permanecía en silencio, con su eterna sonrisa en los labios, la mirada clara, el ojo ávido por registrar todo.

Mi padre buscaba un medio para provocarlo, sin darle, no obstante, a ese charlatán la ocasión de humillarlo a través de una perorata a la cual no habría podido responder. Finalmente, fue a lo más simple:

—¿Cree en Dios, señor Bachelet? —gritó.

El francés buscó sustraerse. Esbozó un gesto evasivo con la mano.

—Seamos más precisos. Sí o no, ¿cree en Nuestro Señor Jesucristo?

Bachelet tosió y emprendió en su alemán incompleto una demostración en la cual reconocí la opinión de Voltaire sobre el Gran Arquitecto del Universo.

—¡En Cristo, dije, señor Bachelet! ¿Cree en Cristo: sí o no? —repitió el conde, interrumpiéndolo.

—No.

Se hizo un largo silencio, alterado solamente por las gotas de una lluvia de aguacero que las ráfagas de viento empujaban contra la ventana. Mi padre se persignó y balbuceó una oración.

—Bien, esta es mi sentencia —pronunció levantando la cabeza—. Abandonará inmediatamente este castillo y nunca más volverá. Un carruaje lo conducirá fuera de los Estados del emperador, de modo que ya no pueda difundir sus ideas dañinas.

Tuve la impresión de escuchar, como la víspera, el hierro cortante del hacha romper el hueso frontal del condenado. Vi pasar, en un breve instante, el mismo brillo del saber último en los ojos bien abiertos de mi maestro. Luego, el destello desapareció y dejó aparecer un vacío glacial.

—¿Puedo ir a buscar mis pertenencias?

—Es inútil. Todo está aquí.

Mi padre señaló, en un alejado rincón de la biblioteca, una pequeña pila donde reconocí las alforjas que Bachelet llevaba en nuestros paseos y la maleta que tenía en la mano al llegar tres años antes.

Antes de recoger esas míseras cosas, Bachelet quiso tomar sus libros al pasar, pero el conde dejó caer su mano ruidosamente sobre la pila de documentos.

—¡Al fuego, todo esto!

Me levanté, y estaba a punto de acercarme hacia mi maestro para abrazarlo cuando el conde me agarró del cuello. De nuevo con su brutalidad natural, sin temer ya la afrenta venenosa de un soñador, se dirigió a mí con un tono amenazante que me recordó las terribles sesiones de antaño.

—Quédese donde está, hijo mío.

El niño temeroso reapareció por un instante en mí y volví a sentarme.

Bachelet atravesó toda la biblioteca haciendo chasquear, a pesar suyo, las suelas de madera de sus zapatos de mala calidad sobre las baldosas. Luego, abrió la gran puerta de roble tallada con follaje y desapareció, seguido por dos guardias. Poco después, un ruido de frenos y de ruedas de hierro indicó que el carruaje se lo llevaba. Entonces, mi padre se levantó y salió a su vez. Me encontré solo en la biblioteca y lloré en silencio hasta la caída de la noche.

iv

Esperé diez días sin manifestar nada. Incluso estuve decidido a mostrarme alegre y lleno de pasión en los ejercicios físicos. Luego, le pedí una audiencia al conde.

—Padre —le anuncié—, mi formación está completa. Monto a caballo tan bien como es posible. Sé tirar con cualquier tipo de armas, batirme y dirigir una sección, gracias a su enseñanza. A partir de ahora, solo me falta la práctica. Deseo alistarme en el ejército imperial.

Mi padre me miró de arriba abajo. Tenía el aspecto de sospechar una mala jugada en relación con el asunto de Bachelet. Pero lo miré fijo, formé sobre mi rostro un gesto tan ingenuo que no halló elemento alguno para sospechar de mí. Gruñó su acuerdo y me despidió.

En él, creo, el orgullo de verme distinguir a la familia sirviendo al emperador se unía al alivio de librarse de mí. No esperé a que cambiara de parecer y me puse en marcha al día siguiente. Los días anteriores, había tenido tiempo de preparar la partida. A decir verdad, habiendo partido Bachelet, ya no tenía nada ni nadie a quién abandonar. Un solo detalle contaba para mí: quería llevar sus libros.

Después de haber rechazado devolvérselos, mi padre había ordenado a un viejo criado que los quemara. Ese hombre no estaba de mi lado. Me habría obedecido si le hubiera dado una orden, pero se lo habría contado de inmediato al conde. Dudaba entre la idea de abrirle mi corazón, como sin duda lo habría hecho Bachelet, o la decisión contraria presentada más bien bajo las formas de mi padre: comprarlo, acompañando esa corrupción con una amenaza implacable. A mi pesar, consideraba más segura esta última solución. Me dio mucha satisfacción. Pude así meter en mi petate una media docena de octavillas sin cubierta, de las cuales ya sabía de memoria un centenar de líneas. Este hecho acabó por revelarme que salía de la infancia como un ser con dos caras: en una se leía la bondad fraternal que conservaba de mi preceptor, esa fuerza del sentimiento que, según su enseñanza, siempre debería guiar las elecciones morales. Y sobre la otra, la brutalidad, el vigor, la cólera, herencia inalienable de mi padre, que nunca ninguna filosofía sería capaz de moderar del todo. El resto de mi vida demostraría que ese doble bagaje no dejaría de pesar sobre mis hombros, aunque mi deseo fuera abandonarme únicamente a la dulzura.

Mi padre me había entregado una carta para certificar mi filiación y avalar mi educación militar. Me autorizó a llevar uno de los trajes de gala que había utilizado para sus importantes ejercicios, como también mis armas. Estas consistían en dos pistolas y un sable, que había pertenecido a mi abuelo y con el cual había masacrado a varios turcos. Para que nadie se atreviera a pensar que mi partida pudiera deberle algo a la de Bachelet o constituyera un acto hostil contra mi padre, este organizó una ceremonia de despedida ante sus tropas montadas en guardia de honor, desde la puerta del castillo hasta la primera aldea de nuestro vasto territorio.

A mediodía, estaba fuera de alcance desde las murallas y pronto llegué más lejos de lo que jamás me hubiera aventurado hasta ese momento. Luego, salí de nuestras tierras y entré en comarcas desconocidas. Sombrías nubes me llamaban, al norte, detrás del horizonte. Con el corazón pesado, una especie de náusea en el estómago y una loca esperanza en la cabeza, sonreía a todos los campesinos ocasionales, levantando mi sombrero de tres picos. Tenía catorce años.

*

Los diez años siguientes fueron ocupados solo por la guerra. Conseguí unirme con dificultades a un regimiento, preguntando en las posadas si alguien sabía dónde se encontraban los ejércitos. Se reían de mí. Afortunadamente, terminé dando con el regimiento de Liebeschien. El coronel que lo dirigía era un pariente lejano de mi padre, quien le dio una gran importancia a su recomendación. Me convertí en teniente. Se me confió una media docena de pobres tipejos mal calzados. Tuve la pronta lucidez de no utilizar con ellos los métodos de mi padre. No me habrían permitido obtener nada. Me comporté más bien como me había enseñado Bachelet cuando visitábamos los pueblos. Aprendí sus nombres, sus edades, sus oficios. Me informé sobre la salud de sus mujeres, sobre el crecimiento de sus hijos. Me quisieron y eso hizo que la vida fuera muy feliz, entre las batallas.

Porque la guerra, que nos enfrentaba como siempre a Prusia, estaba allí. El juego de alianzas, por cierto, cambiantes, otorgaban a ese enemigo el refuerzo de tropas provenientes de muy lejos. Cuando fue sellado el acuerdo entre Austria y Francia, tuve la dicha de ver de nuestro lado a soldados nativos de los suburbios de París, de Provenza y de Champaña. Aún no sabía demasiado bien qué era un país, aunque, habiendo recorrido Sajonia, Bohemia y Austria, hubiese comenzado a considerar la diferencia entre un Estado y el pequeño territorio en el que había nacido y al que hasta ese momento había creído poder reducir el mundo. Sin embargo, le preguntaba a cada francés si, por casualidad, se había cruzado con Bachelet, filósofo de profesión. Ninguno de ellos, por supuesto, había oído hablar de él, pero parecían conmovidos por mi pregunta y nadie se burlaba de mí.

En esos primeros años, tuve la posibilidad de participar en cuatro batallas. Durante la primera, mi sección estaba ubicada en posición de reserva y no tuvo que intervenir. Solo alcancé a conocer de ese asunto los exaltantes ruidos de cañonazos y los gritos de victoria. Salí colmado de felicidad. En el fondo, eran los juegos de mi infancia, las entretenidas maniobras de mi padre, salvo que se habían reemplazado los sables de madera por verdaderas armas que brillaban al sol con todos sus bronces. La segunda fue el sitio de Praga. La gloria de liberar a los pobres civiles atrapados en la trampa de los prusianos borró de mi conciencia el ruido de los huesos quebrados y los gritos de los enemigos que morían. Las dos batallas siguientes, en Schweidnitz y en Domstadt, fueron auténticas responsabilidades y me mostraron el rostro atroz de la verdadera guerra.

La vida militar me ofrecía mucho tiempo libre. Tuve la oportunidad de leer detalladamente y de meditar los textos que me había ofrecido Bachelet a pesar suyo. Me di cuenta de que su enseñanza, lejos de constituir una doctrina, un sistema, era una suerte de colegio desordenado de ideas tomadas de diversos pensadores y que no siempre estaban de acuerdo. Lo que le importaba era el encuentro de esas ideas entre sí y sobre todo de estas con el mundo. Ahora bien, aunque en la vida cotidiana del regimiento pudiera sentirme en armonía con esas páginas de sabiduría, las batallas me desanimaban profundamente. ¿Cómo dejar hablar a su conciencia, ese «instinto divino» que, según Rousseau, señala el Bien, cuando todo ordena romper el cráneo del desdichado hermano que se tiene en frente? ¿Cómo escapar a la maldad humana cuando su oficio es intervenir e incluso convertirse en el mejor en violencia y en crueldad?

Mis valientes soldados eran seres sensibles, lo que conseguí por medio de mi bondad. Buscaban la fraternidad en ese cuerpo militar, sociedad organizada en torno a algunas necesidades cotidianas (la cocina, el aprovisionamiento de agua, el montaje y desmontaje del campamento, etc.). Y así, listos para la batalla, ante sus semejantes desconocidos a los que, sin embargo, tenían más razones para amar que para odiar, se transformaban en carniceros sin piedad. En la tercera batalla, creí haber tenido la mala suerte de participar en una excepcional masacre. Además, fui víctima de mi primera herida, una quemadura leve en el brazo, que hizo que me compadeciera de mí mismo y olvidara un poco el sufrimiento de los otros. Pero la cuarta batalla, que fue considerada como una victoria compartida con los franceses, resultó ser más sangrienta que la anterior y me dejó sin esperanzas y listo para cambiar de profesión.

Al recibir la herencia de mi padre, pensé que llegaba la ocasión de hacerlo. Esperaba que me permitiera abandonar el oficio de las armas. Por desgracia, la sucesión del conde resultó ser calamitosa. Durante el tiempo en que se me informó sobre su fallecimiento y pude volver al castillo, los maridos de mis hermanas ya se habían apropiado de nuestros bienes y me impugnaron su posesión valiéndose de documentos falsificados. Sublevé a los campesinos que me eran fieles y ataqué el castillo. Mis cuñados apelaron a la corte de Viena y fui declarado culpable por un fallo de la emperatriz. Tuve que devolver nuestros bienes a sus usurpadores y abandonar los Estados de la emperatriz.

Tenía apenas veinte años y lo había perdido todo.

Era un soldado sin ejército, porque Austria me había desterrado. Mi único conocimiento era el arte militar. Pero ya no lo consideraba como un elegante y vigoroso uso del cuerpo, ya no tenía fascinación por la marcha al compás de las tropas ni por el poder de las cargas de caballería. Solo veía en eso una ciencia de muerte, la quintaesencia de lo que la sociedad podía hacer del hombre, cuando se alejaba de la fraternidad.

¿Qué posición tomar? Condenado a las armas, decidí al menos cambiarlas. Me parecía que el mar podía ofrecerle a un soldado una posibilidad más noble, incluso más bella, de batirse, si era necesario. Ya no quería barro, trincheras, caballos muertos. Al menos, en los océanos el viento levantaba los miasmas y los regueros de espuma lavaban las suciedades de los cuerpos. También me dije que al adquirir la ciencia náutica podría abrazar una carrera de navegante en la marina mercante y romper finalmente un día con las necesidades de la guerra.

Partí para Danzig, luego para Hamburgo. Tuve la suerte de navegar en dos embarcaciones que no tuvieron que combatir en absoluto y donde me sentí perfectamente feliz. El mundo del mar y de los puertos me encantó. Tuve la posibilidad de agradecer cien veces a Bachelet sus lecciones. Efectivamente, había tenido razón al convencerme de que todo nuestro entendimiento proviene de nuestros sentidos. ¡Cuán diferentes habrían sido mis ideas si me hubiera quedado en el castillo! Lo que luego descubriría, nunca lo hubiera imaginado. Proyectaba ir más lejos aún y estaba listo para embarcarme hacia las Grandes Indias cuando la Providencia, en la que Bachelet no creía, volvió a buscarme para conducirme hacia un combate del cual ya nunca más podría apartarme.

v

Decididamente, mi padre solo me había causado desgracias, tanto en su vida como en su muerte. Al dejar Hungría para no volver, me sentía más polaco que nunca y pensaba en mi madre con emoción.

El azar había querido que mucho tiempo antes un tío mío me hiciera su heredero en Lituania. Me convertía de pleno derecho en un gentilhombre de Polonia y, por ese motivo, entré en el apasionado y complejo juego de ese país.

Hasta aquí solo había conocido la tiranía, que sin embargo era el régimen de poder más frecuente alrededor mío, ya fuera en el castillo o en la corte de Viena, y por eso no entendía la necesidad de combatirla. Como un ser anfibio que únicamente había vivido en el agua, no sabía que podía respirarse otra atmósfera. Bachelet ya me lo había sugerido. Me había hablado en varias ocasiones sobre el poder absoluto y había criticado sus excesos. No obstante, ya sea por su prudencia, o bien por el deseo de que descubriera por mi cuenta sus perjuicios, nunca tomó un ejemplo concreto y su enseñanza sobre ese aspecto continuaba siendo teórica.

El día en que mi padre lo expulsó del castillo, tuve una primera ilustración de las ideas de ese Montesquieu que Bachelet citaba a menudo. Al concentrar en sus crueles manos los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, mi padre había tenido todas las posibilidades para fijar la ley, declarar su violación y ejecutar la pena que él mismo había decidido. Asimismo, la soberana de Austria, en la cima del imperio, me había condenado sin fundamento y como resultado del mismo abuso de todos los poderes que tenía a su disposición.

En Polonia me di cuenta, por primera vez, de que era posible rechazar ese absolutismo. Los nobles polacos estaban locos de libertad. En verdad, esa libertad solo les concernía a ellos y aún no al pueblo. Pero hacía reinar en el país un clima de debate apasionado. La libertad llegaba hasta el exceso y, sin ese conocido equilibrio de los poderes del que tanto me había hablado Bachelet, tendía a destruirse ella misma. Si bien la crisis política debilitaba aún más al país, los tiranos de los alrededores echaban leña al fuego y solo esperaban una ocasión para dividirlo. Los zares de Rusia se mostraban como los más activos respecto de ese juego mortífero. Así, Polonia vivía mucho antes que los otros las paradojas y los límites de la libertad. Este gran valor solo puede sobrevivir en un mundo que le es favorable. Resulta poco decir que aquél no lo era.

Türler ve etiketler
Yaş sınırı:
0+
Hacim:
324 s. 7 illüstrasyon
ISBN:
9788418994142
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

Bu kitabı okuyanlar şunları da okudu