Kitabı oku: «La vuelta al mundo del rey Zibeline», sayfa 4

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Así se constituye la sorprendente paradoja del infinito siberiano. Es el lugar más primitivo que pueda existir. Allí, la naturaleza no conoce ningún límite, ni sufre ningún tipo de ultraje. Al alba, cuando el sol lanza sus rasantes rayos entre los troncos de los árboles torcidos, le parece al espectador indiscreto como si el mundo se despertara al mismo tiempo que la naturaleza. La tierra ya no tiene edad, la Creación data de ayer. Nada ha cambiado desde el Génesis.

Pese a todo, en ese paisaje del principio de los tiempos, se encuentran los personajes más educados, más refinados, más nobles que las sociedades humanas, en la cima de su desarrollo, pudieron engendrar. Venían de todas partes, húngaros, suecos, griegos, alemanes. Se podían encontrar entre ellos médicos, cirujanos, geómetras, comerciantes, banqueros. Y, entre los rusos, tan solo una palabra, una sospecha o una insolencia habían precipitado a toda clase de oficiales y de cortesanos, y hasta príncipes, desde las riquezas de Petersburgo hasta lo más profundo de los bosques de Siberia.

Al principio del viaje, encontramos aún ciudades dignas de ese nombre, como Tobolsk o Tomsk. Pero a medida que avanzábamos, las guarniciones destacadas cada cierta distancia estaban resguardadas por simples fuertes de madera. Los mercados en los que se hacía el comercio principal de Siberia, el de las pieles, a pesar del precio elevado de sus mercaderías, solo estaban formados por cabañas y puestos de madera torpemente tallados.

La idea de evasión se apoderó de los desterrados desde que conocieron su condena. Pero eran muchas las dificultades para escaparse. ¿Cómo dar con algo para comer en esas extensiones de bosque o de landas? Incluso con el apoyo del que disponíamos, tuvimos que alimentarnos con cortezas de abedul remojadas en agua y nuestros caballos a menudo se veían obligados a comer el césped que crecía sobre los troncos de los árboles. Además, aunque los bosques no fueran densos, estaban repletos de espesos matorrales a través de los cuales era casi imposible trazar un camino. Por lo tanto, había que seguir rutas que eran vigiladas por los cosacos o bien correr el riesgo de perderse. En ciertas regiones, tribus tártaras hostiles amenazaban con atacar las guarniciones y más aún a los fugitivos. Convencidos de esos peligros, los desterrados que encontrábamos en nuestra ruta, por más ganas que tuvieran de recuperar la libertad, no emprendían nada para alcanzarla. Se valían de su presencia en la región desde hacía años. Hijos de desterrados, nacidos en el lugar, se habían unido al ejército y así obtenían rangos elevados.

En una zona poblada por tártaros tunguses, ganaderos pacíficos y sin agresividad para con nosotros, un comerciante de pieles me propuso que me escapara a China. Conocía los caminos para llegar. Por desgracia, mi estado se había agravado durante el trayecto y muchas de mis heridas, mal cerradas, habían comenzado a supurar. Lo rechacé.

Continuamos nuestro viaje en el barro del deshielo, el calor del verano, las lluvias de otoño, hasta volver a dar con el hielo del invierno. Tomamos toda clase de vehículos, tirados por caballos, perros e incluso esos animales de una extraordinaria calma como son los renos. Atravesamos ríos con vado y otros más anchos sirviéndonos de barcas de corteza de abedul. Tuvimos que dormir directamente en el suelo congelado en el mes de febrero y soportar durante las noches de verano ataques despiadados de mosquitos o de tábanos.

A pesar de esos sufrimientos y esas adversidades cotidianas, conservábamos una esperanza: era el lugar final de nuestra detención. Sabíamos por el cosaco que dirigía a nuestros guardias que nuestra condena era ser exiliados a Kamchatka. Sin conocer esas regiones a través de la experiencia, aprendimos mucho sobre ellas preguntándoles a los deportados que encontrábamos. Kamchatka era una tierra de volcanes, lo que no nos agradaba mucho. Pero, sobre todo, estaba situada más allá de los mares. Y ese simple detalle era la tabla de salvación a la cual se aferraban todas nuestras esperanzas. Más allá de los mares quería decir que esa interminable sucesión de paisajes lúgubres terminaría. Vendría un lugar en el que los bosques, las estepas y las montañas devolverían las armas y dejarían lugar a ese espacio infinitamente civilizado que se denomina orilla. Uno de esos lugares que siempre codiciaron los hombres, aunque, probablemente, este todavía se encontrara desierto. Y ante esa orilla que una playa de arena o de canto rodado bordea, a menos que en ese lugar la costa fuera rocosa, se abriría el mar. El mar era para nosotros exactamente lo contrario de esos bosques: un espacio infinito tal vez, pero abierto, sin obstáculo, una vasta y libre superficie sobre la cual podíamos dejarnos llevar y entrar en comunicación con todas las costas del mundo, todos los lugares poblados, salpicados de ciudades y de puertos.

Y en efecto, un día de diciembre, alcanzamos el mar de Ojotsk. Tuvimos que embarcar en un barco de vela y sufrir una travesía devenida peligrosa por la fuerza de un viento arremolinado que quebró los mástiles e hirió a varios marineros. La tripulación se dividió, el capitán metió en prisión a su asistente. Él mismo se mostraba tan desamparado que le confesé mi experiencia náutica y me propuse para asistirlo. Dudó, pero el peligro era tan grande que terminó aceptando. Estuvimos a punto de que la tormenta nos obligara a ir hacia Corea, lo que hubiera señalado el fin de mi cautiverio. Por lealtad, me esforcé sin embargo por conservar nuestro rumbo. En medio de la noche, el viento que cambió de nuevo me ayudó. Después de horas de lucha y de temor, la tormenta se calmó al alba. Desperté al capitán que se había dormido, enfermo, sobre su litera y le devolví su mando. Por la noche, llegamos a Kamchatka. Allí, nos esperaban la seguridad y la esclavitud.

Si usted me lo permite, señor Franklin, ahora le voy a pedir a Aphanasie que le narre lo que sucedió después.

*

Benjamin Franklin había escuchado ese largo relato durante casi cuatro horas, soltando gritos de alegría, de impaciencia o de indignación. Le había indicado a Richard, su mayordomo, que le colocara un taburete bajo sus piernas y cuando le hacía señas, tumbado sobre su sillón, parecía un pescado que coleaba tirado sobre la orilla.

—¡Dios mío, su historia me gusta, joven! Y tengo ganas de oír inmediatamente la continuación de boca de la señora.

Pero el mayordomo, que desde hacía un rato miraba mal a los intrusos, se interpuso.

—¡Ya es de noche, señor! —susurró acercándole la lámpara que había encendido—. Su cena está lista. El señor y la dama continuarán mañana…

—¿A primera hora, entonces?

—Sin falta —dijo August.

Se levantó entonces y le dio la mano a Aphanasie para que lo siguiera.

Ante un gesto de Richard, una cocinera rolliza con un gorro de tela a cuadros sobre su cabeza entró con una bandeja en alto. Un pescado al caldo corto humeaba, acompañado de una jarra de vino ambarino. Se necesitaban argumentos como estos para que Franklin resolviera dejar partir a sus visitantes.

—Los espero aquí mismo a las seis —dijo mientras la cocinera anudaba la servilleta alrededor de su cuello.

August salió. Aphanasie le siguió los pasos con un gran movimiento de volantes que esparció en la habitación los efluvios de un perfume sutil.

Benjamin Franklin cerró los ojos e inspiró por la nariz con todas sus fuerzas, perturbado por sus recuerdos y colmado de una felicidad que nunca más esperaba sentir.

A la mañana del día siguiente, había echado de nuevo a todos los solicitantes. Esperaba a Aphanasie y a August con impaciencia. Cada cinco minutos le preguntaba la hora a Richard. Por fin, hacia las seis, llegaron los visitantes tan esperados.

—Vamos, señora —dijo Benjamin Franklin—. La escucho y nadie la interrumpirá.

Reposó su nuca sobre el respaldo redondo de su gran sillón tapizado en cuero y dejó escapar un suspiro de gozo.

Aphanasie

i

Mi nombre de nacimiento es Aphanasie de Nilov. Mi madre era la hija de un sueco exiliado en Siberia. Para su desgracia, se había casado con mi padre a los veinte años. Sin duda, esperaba que ese ruso de nacimiento, oficial del ejército imperial, le permitiera alcanzar finalmente un rango honorable en el país donde había nacido por azar. Lamentablemente, mi padre nunca pudo mantener su estatus. Su tendencia natural a entregarse a la bebida tuvo desastrosas consecuencias respecto de su carrera. Relegado a puestos sin gloria, buscó el consuelo en un exceso de alcohol, que arruinó aún más sus posibilidades de ascenso.

Fue entonces nombrado gobernador en Kamchatka. Mi padre afirmaba que ese puesto era una promoción. En realidad, se deshacían de él. Por un momento, mi madre había deseado que él partiera solo. Pero para darle todo su brillo a su función y poder ejercerla como un déspota, mi padre exigió que lo acompañáramos.

Mis dos hermanas mayores ya estaban casadas. Se habían casado contra su voluntad con militares cuya principal bravura había sido darle ánimo a mi padre en sus borracheras. Vivían lejos de nosotros y muy desdichadas. Mucho más joven que ellas, seguí a mi madre a Kamchatka en compañía de mi hermanito, quien apenas tenía diez años cuando yo ya había superado los diecisiete y lo consideraba como un niño. Pasé casi todo el trayecto leyendo y soñando.

El interminable viaje para llegar allí se desarrolló tan bien como era posible. Bajo una importante guardia de cosacos, nuestro enorme convoy transportaba una cantidad de objetos destinados a asegurar nuestro confort en el lugar. Mi padre también deseaba que pudiéramos ofrecer brillantes fiestas y le hizo llevar a mi madre lujosos vestidos de gala. La presencia de los mismos parecía cada vez más incongruente a medida que nos adentrábamos en las inmensidades salvajes.

Una vez que llegamos a Bolcheretsk, nos instalamos en la casa oficial que estaba situada dentro del fuerte. Ese edificio no habría parecido extraordinario en Moscú y ni siquiera en ciudades menores. En Kamchatka, pasaba por un palacio. Allí, contaba con una habitación bastante amplia, demasiado por cierto, ya que era imposible calentarla. Los salones habían sido decorados por nuestros predecesores con un gusto ostentoso. Cuadros, asientos tapizados en seda, armarios de nudos de abedul venían de San Petersburgo y luchaban valerosamente contra la humedad y las enormes diferencias de temperatura entre el verano y el invierno. Mi padre presidía grandes cenas en esas salas sombrías y lúgubres, cada vez que visitantes que él juzgaba dignos de ser honrados se extraviaban en esos confines.

Lo poco que había visto de Kamchatka no me incitaba mucho a explorarla. Era una región de volcanes y de aguas termales, constantemente cubierta por brumas. Allí nada se cultivaba con facilidad. La comarca estaba completamente entregada a la fauna salvaje. El comercio de pieles era la principal actividad de la región, pese a que las especies más interesantes se hubieran convertido en raras, a causa de un exceso de caza. Los cazadores y los comerciantes eran personajes que casi nunca veíamos, ya que mi padre no los consideraba de su clase. Convivían con una numerosa sociedad de exiliados y desterrados. Esos condenados habían sido confiados a la vigilancia de una guarnición de cosacos que controlaban unos oficiales, y estaban sometidos, por decreto del zar, a un régimen muy severo. No tenían el derecho de poseer sea lo que fuere como propio y no tenían permitido entrar en las casas libres. Le debían al Estado un tiempo de servidumbre, durante el cual les eran asignadas las tareas más viles. Finalmente, muy por debajo de esta pequeña sociedad se encontraban los indígenas kamchadales, a quienes mi padre trataba con la más indignante crueldad.

En suma, ese mundo era inmóvil, sometido durante nueve meses a la tiranía del frío, relacionado con el resto de la humanidad por los muy raros buques que conectaban Kamchatka con Siberia y hacían escala en el puerto.

En ese exilio, pasaba sola o con mi madre la mayor parte de mi tiempo. Ella tenía una tierna preferencia hacia mí y el deseo de evitar que sufriera la suerte poco envidiable de mis dos hermanas. Tal vez, buscaba junto a mí el consuelo de las violencias que su marido le hacía sufrir. A menudo, me sucedía que escuchaba el eco de ese maltrato a través de las puertas cerradas.

Admiraba a mi madre. Era la persona a quien más deseaba parecerme. Pero también era en la que no quería convertirme por nada del mundo. Puede ser que esa paradoja le choque, señor Franklin. Usted es un hombre y sin duda considera que es conveniente separar por completo las diversas caras de la realidad. Por supuesto, quiero pensar, usted lo verá, que no hay que oponer tan rotundamente los contrarios. Y si en la vida me aferro voluntariamente a una sola decisión, hasta el punto de parecer testaruda, en la imagen que me hago de las cosas y de los seres siempre coexisten opiniones distantes, que la lógica exigiría descartar.

En todo caso, el hecho es que mi querida madre fue para mí la principal compañía que tuve durante mucho tiempo en Bolcheretsk. Agregue una criada y una peluquera y tendrá toda mi sociedad. Pasaba mis días jugando con dos perritos negro y blanco. Un jefe indígena, para ganarse los favores de mi padre o atenuar sus persecuciones, se los había regalado. También tenía una cajita musical llamada Serinette. Cantaba como un pájaro gracias a unos tubos de estaño y a un pequeño fuelle. Pasaba horas girando la manivela que la ponía en funcionamiento.

Mi padre se entristecía por no verme evolucionar más en eso que él llamaba «el mundo». Insistía en llevarme junto con mi madre a las ceremonias oficiales. Primero, cedía de mala gana. Luego, quise sustraerme a ello por completo, porque él utilizaba esas visitas para presentarme a diversos personajes entre los cuales planeaba encontrarme marido. Una mañana, mi madre, tras una noche durante la cual se habían peleado mucho, me dijo conteniendo sus lágrimas que mi padre se había detenido en un nombre. La vi casi más alterada que yo. Me juró que haría todo lo posible para desbaratar esos planes.

Poco tiempo después, llegó el convoy de desterrados en el que se encontraba August.

Los días precedentes, habíamos sentido soplar vientos de tormenta. Mi peluquera, que todos los días me traía las escasas noticias de la ciudad, me había anunciado que un navío muy deteriorado había logrado llegar al puerto durante la noche. A bordo, una parte de la tripulación se había amotinado, el capitán había tenido que meter en prisión a su asistente y pedir ayuda a un grupo de exiliados que transportaba. Gracias al sacrificio de uno de ellos, el buque pudo salvarse.

Oí galopadas en las calles y vi pasar cosacos uniformados, la agitación habitual de cada arribo al puerto. Mi padre, en el almuerzo, nos informó que una docena de nuevos deportados nos había sido entregada y que procedería esa misma noche a una breve ceremonia de presentación.

Una gran cantidad de entre esos prisioneros había ocupado altos cargos en el ejército imperial y pertenecían a prestigiosas familias de la nobleza. Los sentimientos de mi padre para con ellos eran bastante confusos. Por un lado, la eminencia de sus orígenes, su saber y su utilidad le hacían respetar a estos individuos despojados, por supuesto, pero que provenían de posiciones elevadas. Apreciaba sus modales y disfrutaba al mencionar sus títulos, militares o de nobleza, cuando se dirigía a ellos. Al mismo tiempo, deseaba gozar tanto como le fuera permitido del cambio de destino que lo convertía en el amo de esas altas figuras. Le encantaba presentarles él mismo las duras instrucciones imperiales relativas a los exiliados. Era a la vez el guardián y el intérprete de esos decretos, lo que le daba el doble poder de hacerlos aplicar o de hacer una excepción.

Esas ceremonias de recepción de exiliados siempre eran para mí momentos de decepción. Considere que mi edad aún tierna y la soledad en la cual vivía no me habían quitado completamente mis ilusiones de niña. Todavía estaba en mí la idea del príncipe azul. A pesar mío, al ir a esas presentaciones de recién llegados, continuaba esperando, riéndome de mí misma, que llegara el hombre que me hiciera feliz. En lugar de eso, descubría cada vez una galería de personajes repugnantes, enfermos, que me parecían muy viejos. La mayoría me miraba fijamente con insolencia y me dirigía sonrisas horribles. Sus ojos brillaban con un resplandor vicioso. Mi decepción se convertía en cólera y los miraba con un desprecio glacial.

Por eso, instruida del resultado habitual de esas ceremonias, ya me presentaba allí de mala gana. No hacía nada para lucir atractiva. Esa mañana, incluso ni me había quitado de la cabeza el horrible gorro a cuadros con el cual me cubría por la noche.

Lo lamenté con amargura, porque esa vez, en la tropa que nos era presentada, se encontraba un hombre que retuvo inmediatamente mi atención. En medio de los otros, resaltaba indudablemente tanto como una pepita en el barro. Sus compañeros parecían saberlo, pues se mantenían un poco detrás, con una actitud sumisa y humilde, mientras que él, con su alta estatura y una soltura natural, echaba alrededor miradas de propietario. Posó sobre mí una de esas miradas, pero sin detenerse, como si tomara nota de mi existencia, junto con la de los muebles y de toda la compañía. No me hubiera gustado que se detuviera, como lo hacían muy a menudo los otros. Sin embargo, sufrí al verlo desviar los ojos de mí.

Al regresar a mi cuarto, me quedé inmóvil sobre el borde de mi cama, respirando con dificultad, como si hubiera recibido un golpe en el estómago. ¿Qué había percibido en él? He cambiado tan profundamente que me resulta difícil meterme ahora en el pensamiento de la que era entonces. Las lecturas, los sueños y las conversaciones ingenuas con mis criadas me habían llenado la cabeza de aire, creía en el amor como en un espacio irreal, separado del mundo ordinario. Por su poder, pensaba que era posible despojarse de todo lo que producía la fealdad y la tristeza de lo cotidiano. El ser amado no podía ser sino de una perfecta belleza, de una inteligencia admirable, de una bondad infinita. Cualquier imperfección que mostrara en la vida real, el objeto del amor, por la gracia de ese sentimiento, se encontraba libre de todo. Mi mirada amorosa solo había retenido de ese hombre la armonía de sus rasgos, su vigor y su juventud, y había rechazado como un triste envoltorio la suciedad de su cuerpo debida al viaje y la miseria de sus vestimentas remendadas. Me había detenido en sus ojos azules, tan vivos, tan brillantes, en su boca bien dibujada con labios pulposos, en sus cabellos tupidos que invocaban la caricia de mis manos. Había sido seducida por una autoridad natural que se desprendía de él, una supremacía que contrastaba de manera muy fuerte con su condición. Era tan libre, él, el cautivo, como mi padre, su carcelero, era esclavo tanto de su ambición como de sus temores.

Al mismo tiempo, en ese rostro de líder se expresaba, al menos para un ojo enamorado, algo de infantil y de ternura. El contraste entre la fuerza de ese hombre, su aire decidido y la pureza, la frescura diría, incluso la picardía de su mirada me parecía infinitamente seductor.

Con los años, esas primeras razones iban a verse completadas y hasta contradichas. Ahora sé que de él me sedujo otra cosa. Todavía no estaba en condiciones de darme cuenta de eso y aunque alguien me lo hubiera dicho, habría protestado enérgicamente. Por cierto, es demasiado pronto para que se lo confiese. Esas confidencias llegarán en su debido momento.

La cuestión es que, durante todo ese primer encuentro, fui alcanzada por una flecha de amor y estaba tan colmada de ese tópico literario que no me sorprendí de experimentarlo realmente.

Casi no escuchaba a mi padre exponerles a los exiliados que estaban frente a él las estrictas reglas que se aplicarían a la detención de estos. Sabía que dadas las circunstancias mi padre les anunciaría también que podían circular como ellos quisieran y que iban a recibir alimentos para tres días, quedando a cargo de ellos el procurarse su subsistencia más allá de eso. Era la regla de Kamchatka: los exiliados eran libres, pero esto era para que se hicieran responsables ellos mismos y no le costaran nada al Estado. De todas maneras, en esta península rodeada de agua y cerrada al norte por altas montañas, su prisión no necesitaba muros.

El gobierno les daba incluso en su bondad un mosquete y pólvora, una lanza y un cuchillo para que pudieran cazar y pescar. Finalmente, también recibirían herramientas para construir sus cabañas.

Únicamente me alarmó ese aspecto. Me hizo recordar que los exiliados no permanecían en los alrededores del fuerte, sino que se dispersaban en pueblos, donde construían sus pobres chozas. Yo nunca andaba por esos pueblos y no tenía ninguna intención de hacerlo. Por cierto, mi padre no lo hubiera permitido. En cuanto a los cautivos, estaba prohibido recibirlos, salvo autorización del gobernador. Entonces, en cuanto vi a August, incluso sin saber todavía su nombre, se apoderó de mí la angustia de estar separada de él para siempre. Tenía que encontrar un medio para acercarlo a mí.

Al volver de esa ceremonia, escuché a mi padre, como era su costumbre, contarnos quiénes eran los nuevos prisioneros sometidos a su poder absoluto. Cuanto más prestigiosa era la lista, más creía aumentar su propia importancia. Mientras enumeraba los títulos de los prisioneros, nos arrojaba miradas vanidosas a mi madre y a mí. Después de haber mencionado toda una serie de rusos, habló de dos extranjeros, un sueco y un húngaro, capturados durante la guerra de Polonia.

—El húngaro, es el hombre fornido que vieron delante de la tropa y que parece ser reconocido como el jefe. Se dice que fue él quien tomó el comando del barco durante la tempestad y lo salvó.

—¿Qué hacía un húngaro en Polonia, padre mío? —pregunté con un tono indiferente, sin parecer interesarme demasiado.

El gobernador, quien el día anterior había interrogado uno a uno a los prisioneros, comenzó con una extensa explicación respecto de la guerra en Polonia y del rol que August había tenido en ella. Resaltaba que particularmente el caso de ese personaje le había llamado la atención.

—Figúrense que habla una cantidad increíble de lenguas: húngaro por supuesto, polaco y ruso, pero también francés y alemán, ya que antaño sirvió en el ejército de Austria. Incluso posee sólidas nociones de inglés y de latín.

Destaqué con interés ese aspecto y en cuanto llegamos al fuerte, le pedí a mi madre que viniera a mi cuarto. Allí, la convencí de que intercediera ante mi padre para que uno de esos exiliados pudiera darme clases de idioma. Hacía mucho tiempo, le dije, que mi más preciado deseo era escuchar el francés.

Mi madre colocó con ternura un mechón de cabello sobre mi frente. Esta mujer, por lo que sé, nunca había conocido el amor, pero seguramente lo había deseado mucho y era capaz de reconocerlo. Leía demasiado en mí para que pudiera esconderle mis sentimientos. Me prometió hacer todo lo posible para asegurar mi felicidad.

ii

El gobernador, mi padre, no tuvo inconveniente alguno en satisfacer la petición de mi madre. Designó al cautivo húngaro como nuestro profesor de francés.

Ese rol implicaba que fuera recibido en nuestra casa y que le dirigiéramos la palabra, precisamente lo que estaba prohibido por el decreto imperial. Sin embargo, mi padre juzgaba que considerando la conducta de ese oficial sobre el barco tenía el derecho al reconocimiento de Rusia y, en consecuencia, a un trato privilegiado.

Él mismo vino a presentarnos a nuestro nuevo preceptor. Se notaba claramente que apreciaba mucho a ese prisionero. No mostraba con él modales distantes ni teñidos de desprecio como los que se reservaba para los otros. Esa bondad se me apareció como un pequeño milagro. Al mismo tiempo, en mi ingenuidad de muchacha soñadora, me parecía casi normal que el mundo entero fuera sensible respecto de esas mismas cualidades brillantes que me habían llamado la atención en ese hombre.

El profesor se instaló en una mesa delante de mi hermano y de mí, mi padre abandonó la habitación. Yo le reprochaba a mi hermano su presencia indiscreta. Sin embargo, me evitaba la incomodidad de estar a solas con ese desconocido. La timidez me habría impedido abrir la boca. Dejé que mi hermano, quien estaba un poco impresionado, pero menos emocionado que yo, formulara las primeras preguntas.

El hombre tenía una hermosa voz dulce y su acento indefinible en ruso, tal vez francés, era encantador y le daba entonaciones casi infantiles. Nos dijo que se llamaba August Benyovszky y que era conde. Nos habló de su infancia en un castillo y de su vida militar. Mi hermano le preguntó sobre las batallas. Enumeró aquellas en las cuales había participado. Mientras él hablaba, yo examinaba toda su figura. De cerca y sin abrigo, también parecía muy grande, pero de una delgadez extrema. No podía separar los ojos de sus muñecas, donde aún se veía la huella de los grilletes que lo habían encadenado. Durante nuestro viaje nos habíamos cruzado con algunos convoyes de prisioneros y sabía qué sufrimientos extremos habían tenido que padecer. Nunca hasta ese momento esos desdichados me habían emocionado personalmente. Sentía lástima por esos pobres tipejos, pero sin compadecerme por su suplicio. Mientras que frente a August, incluso cuando de ahora en adelante estuviera protegido contra esas persecuciones, sentí un dolor que me hacía casi llorar. Intentaba pensar en otra cosa para evitar el ridículo de llorar. Ahora bien, he aquí que el idiota de mi hermano, movido por una curiosidad de varoncito, quiso ver las heridas que nuestro preceptor había sufrido en el combate. Ya al levantar una de sus mangas se descubría una terrible cicatriz. Grité. Volvió a bajar la manga y me miró con su mirada azul. Tuve la impresión de que era la primera vez que me miraba de arriba abajo, lo cual, ahora lo sé bien, era falso. Él luego me dijo, y está aquí para poder dar testimonio de ello, que se había fijado en mí desde el primer día en el que él nos había sido presentado con sus compañeros. Lejos estaba de sospecharlo y prefería pensar que la confusión que se apoderaba de mí y respecto de la cual aún no ponía nombre me atraía hacia ese hombre sin que él nada supiera. Me reproché mi grito, que podía revelar una parte de mi secreto.

—Perdóneme, señor —dije—. Ver sangre me incomoda y una herida todavía más.

En ocasiones, he lamentado que nuestras primeras palabras hubieran sido esas banalidades y sobre todo esa mentira. Pues lo que luego ha sido mi vida debía mostrar bastante que no le temía ni a la sangre ni al ver carnes heridas. La ventaja es que esas palabras, cuyo recuerdo conservamos el uno y el otro, dan una idea exacta de lo ingenua que era y una medida precisa del camino recorrido desde entonces. August me presentó sus excusas, dejó pesar aún su mirada sobre mí un largo instante, luego pasó a la pregunta respecto de las lenguas que queríamos aprender. Mi hermano estaba interesado por el alemán. Admiraba a Federico de Prusia, del cual nuestro padre hablaba como de un gran estratega. En cuanto a mí, sobre todo quería aprender francés.

—Muy bien, señorita. Pero ¿puedo preguntarle por qué?

Aunque era probable, no esperaba una pregunta semejante y mi emoción casi no me permitía reflexionar. Me ruboricé y emití una respuesta que lamenté inmediatamente.

—Para leer La nueva Eloísa.

Había recibido ese libro como regalo de cumpleaños antes de mi partida para Kamchatka y me había sumergido con placer en esa mala traducción rusa durante todo mi viaje. La mención de ese libro a este desconocido me pareció ser una revelación indiscreta sobre las pasiones íntimas que me emocionaban. En ese libro todo era amor y estaba tan poco acostumbrada a escuchar hablar de eso en el mundo en el que vivía que me había conmovido. Al citarlo, daba cuenta, de alguna manera, de la confesión impúdica de esa inclinación.

—¿Le gusta, entonces, Jean-Jacques Rousseau? —me preguntó.

Si me hubiera preguntado si me gustaba Saint-Preux, Eloísa o Clara, le habría respondido fácilmente. Pero como prácticamente no había asociado ese libro a su autor, sobre el cual además no sabía nada, quedé como una estúpida.

Tuvo la bondad de sacarme rápidamente de ese bochorno siguiendo con otra cosa.

Esa primera conversación duró casi una hora. Me sentí tan incómoda, tan torpe, que habría querido que terminara lo antes posible. Y sin embargo, por ninguna razón deseaba que August partiera. Cuando se acercó el final del encuentro, me puse a pensar con terror que en pocos instantes no lo vería más. Iba a volver a sumergirse inmediatamente en la incomodidad y el frío de ese invierno despiadado. Sabe Dios en qué horrible cabaña dormiría esa noche. Aunque yo supiera que él había atravesado adversidades mucho peores, quería ahorrarle, en la medida de lo posible, cualquier nuevo sufrimiento, a falta de poder procurarle felicidad.

Partió. Mi hermano hizo mil comentarios que me parecieron insignificantes y me fui para mi cuarto sin responderle.

Mi madre, un poco más tarde, entró para preguntarme cómo había transcurrido el encuentro.

—De maravilla —le respondí, con brillo en los ojos.

Me arrojé en sus brazos, soltando fuertes sollozos.

*

Las clases comenzaron. August había desempolvado sabe Dios cuántas gramáticas alemanas y francesas. Comenzaba enseñándonos el alfabeto latino, luego nos leía textos cortos en lengua original que a continuación traducía.

Las lecciones se desarrollaban en el fuerte y siempre con mi hermano. A veces, el gobernador venía para asistir a ellas. Entraba en medio de la clase y se colocaba en el fondo de la sala. Se declaraba muy satisfecho respecto de los métodos de nuestro profesor. Un día, al final de la clase, lo felicitó en voz alta y le ofreció como recompensa una mujer kamchadal. Me molesté hasta la repugnancia. Sabía por mi doncella, que era rusa, que los prisioneros vivían la mayoría en concubinato con indígenas. Incluso tenían hijos con ellas. No podía imaginar a August en una promiscuidad semejante. Que mi padre al darle una esclava lo incitara a eso, me indignaba.

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