Kitabı oku: «No desamparada», sayfa 3
Todos somos pecadores. No todos son abusadores. Desenmarañar todo esto es complejo porque nosotros somos complejos. Los patrones pecaminosos y las adicciones pueden añadir capas de complejidad al desafío de la restauración, que de por sí es complicado.
A la larga, tuve que preguntarme: ¿cómo puedo discernir quién es digno de confianza? ¿Cómo puedo estar segura de que no me convertiré en abusadora? ¿Es seguro que tenga hijos? ¿Y qué si mi padre decía la verdad, qué si su pecado fue culpa mía o yo me lo imaginé todo? ¿Qué si mi padre me heredó la inclinación a abusar, como si se tratara de una enfermedad espiritual hereditaria?
GRACIADORES Y ABUSADORES
Me parece que es útil hacer la distinción entre el abusador y la persona a la que yo llamo «graciador». Esta es la diferencia: los abusadores alimentan su pecado, mientras que los graciadores luchan contra él. El graciador puede actuar mal, incluso horriblemente mal, pero lo admite, busca que lo perdonen y, en consecuencia, cambia activamente sus pensamientos, palabras y acciones (solo como aclaración, no estoy diciendo que el «graciador» es necesariamente cristiano. Dios otorga lo que comúnmente llamamos «gracia común», que restringe a las personas para que no tomen malas decisiones y las influencia para que decidan bien, aun si no lo reconocen a Él ni a Su actividad. Por ejemplo, todos nosotros tenemos una conciencia dada por Dios [Romanos 2:14–16]).
Cuando el graciador reflexiona, admite sus faltas y se arrepiente de verdad: cambia el curso de su actitud y sus acciones. El abusador, en muchos casos, es demasiado orgulloso y engañador como para pedir perdón de verdad. Si llega a pedir disculpas, es porque lo descubrieron, quiere conseguir una confianza que no merece o pretende jugar con tu cabeza.
El graciador trabaja con humildad para mejorar. El abusador no lo hace. Puede mostrar un cambio aparente o una mejoría temporal, pero a la larga vuelve a sus sendas abusivas. Es como la persona que Jesús describe en Lucas 11:24–26, que, luego de ser librada de un espíritu inmundo, asea su alma con sus propios méritos y orgullo, pero después vuelve a ser poseída y cae en un estado aún peor que el de antes. De la misma manera, el abusador puede limpiar su actuar por un tiempo, para después reincidir en pecados peores que los de antes. El libro de Proverbios nos advierte que «Como perro que vuelve a su vómito, así es el necio que repite su necedad» (Proverbios 26:11), y esa clase de necedad repetitiva tiene consecuencias catastróficas.
En contraste, el graciador no insiste en limpiarse de su actuar por sí mismo. Sacrifica su orgullo y acepta ayuda para reparar la relación. Los abusadores rara vez tienen la humildad suficiente para buscar consejería, pues eso sería admitir debilidades o fallas. Recalcan que no tienen ningún problema o afirman que se pueden arreglar a sí mismos.
La diferencia entre el graciador y el abusador no siempre es tan clara como la del héroe versus el villano, la de la luz versus la oscuridad o la de un jedi versus un sith. Puede que encuentres a un graciador tatuado en un bar a las 2 de la madrugada y a un abusador sentado en la banca de la iglesia el domingo en la mañana.
Entonces, ¿cómo podemos empezar a distinguirlos? Gálatas 5 describe «el fruto del Espíritu», que es el conjunto de atributos que Dios cultiva en Su pueblo. Pero en este contexto, también es esclarecedor para ayudarnos a distinguir, de modo general, entre las personas que tienden al pecado crónico y las que tienden hacia la gracia.
Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.
(Gálatas 5:22–23)
Es fascinante notar que los abusadores a menudo presentan comportamientos que son totalmente opuestos a estos.
El amor vs. la apatía y el odio
El abusador no ama en el sentido bíblico y abnegado. Aunque afirma amar, su forma de relacionarse conlleva niveles tóxicos de elementos como la manipulación, el control, la obsesión, la adicción, el engaño, la culpabilización, el narcisismo, el orgullo y el egocentrismo. Es posible que no incorporen todas esas características negativas, pero estas personas escogen algunos vicios y los perfeccionan de forma magistral.
El graciador ama a los demás más que su pecado y su orgullo. Está dispuesto a sacrificarse por los demás en vez de exigir constantemente que los demás se sacrifiquen por él. Hace esfuerzos activos por mantener relaciones positivas y evita herir los sentimientos de los demás. No dicta las aspiraciones y los objetivos de los demás, sino que promueve los talentos y deseos saludables que Dios les ha dado, y los influencia en la dirección correcta.
El gozo y la paz vs. la insatisfacción
Para el abusador, resulta difícil gozarse en cosas que no satisfacen sus necesidades. Se muestra insaciable, descontento, siempre anhelando cosas inalcanzables. Mientras más intentas complacerlo, más sube la vara. Tu amor nunca será suficiente, no por alguna falta tuya, sino porque es un hoyo negro en el plano emocional que siempre aspira, pero nunca se llena.
El graciador se goza en tus logros y talentos. Tu felicidad influencia su felicidad. Te prioriza y aparta tiempo para estar contigo. Mantener y construir la relación contigo le da gozo y satisfacción.
La paciencia vs. la impaciencia y la intolerancia
Con frecuencia, los abusadores carecen de paciencia y empatía. Hacer cosas que no les interesan por el bien de los demás no es su fuerte. Pueden ser extremadamente pacientes cuando se trata de sus propios pasatiempos, pero si les pides sentarse y hacer algo que no disfrutan, es probable que encuentres resistencia. Muchos abusadores también son intolerantes. En sus corazones sienten un aprecio especial por destruir a los demás debido a su género, religión, raza, nivel socioeconómico u otra razón. Son amargos, indolentes, impacientes e intolerantes.
Por su parte, el graciador puede encontrar que tu pasatiempo es aburrido, pero le da una oportunidad, aunque solo sea por pasar tiempo contigo. Incluso puede tener algunos prejuicios, pero llega a reconocer que son incorrectos y trabaja para superarlos. Te perdona por cometer errores y pide perdón por los suyos. Disciplina a sus hijos por amor, no por enojo; ayuda a su cónyuge con sus proyectos y los deberes del hogar, y es capaz de ejercer dominio propio.
La benignidad vs. el egoísmo
Se podría decir que el egoísmo es el sello distintivo del abusador. Entablan amistades con personas que creen poder utilizar. Se inflan a expensas de los demás. He visto a abusadores que procuran posiciones de enseñanza en iglesias y escuelas, no porque les guste enseñar, sino porque disfrutan tener autoridad y confianza inmerecida. He visto a abusadores que viven como parásitos: malgastan el salario de su pareja y al mismo tiempo se niegan a ayudar en la casa, criar a los hijos, conseguir un trabajo o contribuir algo positivo a la relación.
El abusador se aprovecha de la gente que lo ama y la usa como medios para lograr un fin: inflar su ego, alimentar su estilo de vida anómalo, llenar su billetera o satisfacer sus deseos sexuales. Un padre abusivo puede asfixiar a su hijo con responsabilidades para hacerlo sentir deficiente o negarse a enseñarle cualquier responsabilidad para hacerlo sentir inepto. Cuando parece que está siendo amable, casi siempre hay una segunda intención.
Por el otro lado, el graciador está dispuesto a servir. Disfruta preocuparse de los demás y desea que su matrimonio llegue a un nivel más profundo. Consulta con su cónyuge antes de tomar decisiones importantes, y lo hace sentir considerado y respetado. No le niega a su cónyuge las relaciones sexuales para avergonzarlo o manipularlo, pero tampoco insiste en tener relaciones íntimas con las que su pareja no se siente cómoda. Desea que su matrimonio sea mutuamente satisfactorio, no desequilibrado en el plano emocional.
La bondad vs. el pecado y la corrupción
Mientras que el graciador está avergonzado de sus vicios, el abusador marina su corazón voluntariamente en el pecado. Es posible que mejore superficialmente luego de recibir consejería o correcciones, pero solo por un tiempo, o mientras continúa practicando el pecado en secreto.
Los abusadores amparan y fomentan su pecado. De hecho, su pecado puede volverse tan poderoso que pasa a formar parte de su identidad. Hay una frase pegajosa: «Ama al pecador, pero odia el pecado». Sin embargo, ese concepto no funciona cuando alguien está tan enamorado de su disfuncionalidad que esta se ha transformado en lo que esa persona es. Es imposible ayudar a alguien que no quiere recibir ayuda. Es imposible tener una relación saludable con alguien que ama más su pecado que lo que te ama a ti.
La fidelidad vs. la traición
Muchos abusadores florecen cuando engañan a la gente. Les encanta embaucar a los demás y hacerlos creer que son amables, rectos o confiables. Disfrutan la influencia y el control, ¿y qué mejor forma de controlar a alguien que engañarlo para que les crea?
Los pecados sexuales son un vicio común, así que no es sorprendente que los abusadores suelan convertir las desviaciones sexuales en un pasatiempo. Es posible que abusen sexualmente a su pareja, acosen a sus propios hijos o se aprovechen de la confianza de otra persona para saciar sus propios deseos.
Un graciador podría ser adicto a la pornografía o incluso engañar a su cónyuge. La diferencia es que lamentará haber cometido esas acciones y sentirá vergüenza. Más importante aún: se arrepentirá y recibirá ayuda para cambiar, madurar y restaurar la relación en la medida de lo posible. No esperará ni exigirá que las personas que ha herido confíen en él. Toma en serio la lealtad y la responsabilidad; por lo tanto, también toma en serio sus pecados y sus fallas.
La mansedumbre vs. la violencia
y las palabras ásperas
Ya sea que te hiera con el puño o te apalee a punta de insultos, el abuso te golpea. Muchas veces, los episodios de violencia de mi papá se veían interrumpidos por meses de una calma depresiva y un descuido inquietante. Cuando al fin explotaba, arrojaba objetos, quebraba vidrios, pateaba las mascotas y lanzaba a las personas contra la pared.
Una vez, cuando era adolescente, mi papá dijo que podía ir a una cita. Unos veinte minutos antes de que llegara mi novio, cambió de parecer. Dijo que nunca me había dado permiso. Exigió que me quedara en la casa. Cuando me atreví a rebatirle, me agarró, sujetándome del brazo con una mano y del muslo con la otra, y me arrojó hacia arriba, haciéndome caer en la mitad de la escalera.
Nunca me había sentido tan indefensa. Me azoté la cabeza y el hombro contra la pared o el piso (no estoy segura de cuál de los dos fue, quizá contra ambos) y me raspé la espalda en el pasamanos. Subió los peldaños corriendo y emergió ante mis ojos como un oso iracundo. Traté de controlar la respiración para que mi pánico no lo molestara. Me aguanté las ganas de llorar porque sabía que las lágrimas lo enfurecerían. Me quedé callada. Me acobardé. A la larga, se alejó.
Eso es abuso. Pero aun así, cuando miro al pasado, sus palabras hirientes y sus «cumplidos» sexuales fueron incluso peores que su violencia. Terminé aprendiendo que los hematomas se sanan rápido, pero no el espíritu devastado.
El graciador también puede perder los estribos. La diferencia está en la reacción ante su acción. Se avergüenza de lo que hizo y evita repetirlo. Pide perdón, repara el daño y desea mejorar. Nunca toma represalias contra ti por haber contactado a un pastor, un consejero o la policía. Asume la responsabilidad por su pecado.
La templanza vs. el descontrol y la codicia
Al abusador le encanta gratificar sus impulsos. Se resiste a moderar su comportamiento, a no ser que lo haga para engañar a los demás o conservar las apariencias. Puede que solo peque en secreto, pero la concupiscencia insaciable y el egoísmo temerario están ahí.
Todavía puedo ver a mi papá temblando de ira, moviendo las piernas con nerviosismo, con los ojos furiosos y tiritones porque dejé un libro en la mesa de centro. Me tiró el libro a la cabeza. Tampoco tenía dominio propio para sus pasatiempos. En los períodos de desempleo, cuando mi mamá no tenía lo suficiente para comprar alimentos, él compraba ropa deportiva de marcas caras y salía a andar con estilo en su nueva bicicleta costosa. Priorizaba sus deseos por sobre las necesidades de su familia. Dejaba que a sus hijos les faltara mientras se autocomplacía.
En cambio, cuando yo tenía alrededor de quince años, conocí a un veinteañero que parecía solitario y deprimido. Creo que tenía un trasfondo oscuro. Las manos le temblaban y sacudía las piernas de forma compulsiva. Lo conocí en una cafetería donde yo tocaba piano y cantaba. Desarrollé una especie de amor platónico por él, y supongo que lo notó.
Una noche, con los ojos fijos en su botella de cerveza, me dijo: «Nunca podremos salir. No soy bueno para ti. Pero no te preocupes; vas a encontrar a alguien más».
En ese momento, él mostró gracia. Fue consciente y tuvo dominio propio. Vio a una niña solitaria e influenciable, pero no se aprovechó. Alguien podría decir que tuve suerte, pero yo le doy el mérito a Dios y a ese joven por protegerme.
LA RECETA DE LA VERDAD
Es probable que un abusador no exhiba todos los vicios presentados en este capítulo. Pueden actuar por períodos o abusar casi constantemente. De igual manera, el sobreviviente puede haber vivido un solo momento traumático que marcó el punto de inflexión o haber convivido con el abuso cada día de su vida. Cuando me resulta tentador excusar a mi abusador, culparme a mí misma por su pecado o pretender que mi victimización no fue gran cosa, volver a esta dicotomía entre el abusador y el graciador aclara la incertidumbre de mi mente.
¿Fui abusada? Sí. ¿Fue abusivo mi papá? Sí. En una ocasión, busqué el nombre legal de una de sus acciones, una que no he descrito en este libro. El nombre del delito me resultó tan chocante que fue como un balde de agua congelada para mi mente. Es doloroso que tus miedos se confirmen, pero también es aliviador conocer la verdad.
Es imposible tratar una herida si no notas que estás lastimado. Es imposible ver la luz antes de reconocer las tinieblas. No te recuperarás de la maldad si no puedes admitir lo que es la maldad. Dios es un Salvador que busca ovejas perdidas, adopta huérfanos y venda las heridas de los quebrantados de espíritu. Ya no es necesario tenerle miedo a la verdad. Podemos hablar la verdad, diagnosticar nuestro dolor y aceptar el pronóstico de la esperanza. Es que cuando le damos a la maldad su verdadero nombre, no solo emprendemos el proceso de recuperación, sino que también le quitamos a nuestro abusador el poder sobre nuestra mente.
Señor Jesús, la luz del día se fue,
La noche cierra ya, conmigo sé;
Sin otro amparo, Tú, por compasión,
Al desvalido da consolación.
(Henry Francis Lyte)
3. JESÚS LLORÓ
Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto. (Isaías 53:3a)
Una de las cosas más profundas que Dios ha hecho es humanarse. Jesús sufrió como sufre el hombre, lloró como llora el hombre y murió como muere el hombre.
¿Por qué hizo eso?
Principalmente, para obtener la salvación de los que Lo aman. Jesús vivió una vida perfecta para poder imputarles Su bondad a los que confían en Él. Sufrió una muerte agonizante para pagar nuestros pecados, en nuestro lugar. Resucitó de los muertos y ascendió al cielo para que Su pueblo pudiera gozar de la vida nueva con Él en el cielo.
Es por eso que Dios Se hizo hombre. Sin embargo, también hubo una razón secundaria. Dios Se hizo hombre para garantizarnos Su empatía y compasión. Sabemos que Él comprende nuestro dolor más intenso, pues Él también lo sufrió.
JESÚS FUE ABANDONADO
David, el rey más grandioso de Israel, escribió en el Salmo 22:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
¿Por qué estás tan lejos de mi salvación,
y de las palabras de mi clamor?
Dios mío, clamo de día, y no respondes;
y de noche, y no hay para mí reposo.
(v. 1–2)
Alrededor de mil años después de que David escribiera su lamento, Jesús lo citó desde lo alto de una cruz empapada en sangre. Gimió las primeras cuatro palabras arameas del antiguo poema: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Marcos 15:34), y al leer el Salmo 22 completo, uno se asombra por la forma conmovedora en que se presagia Su experiencia.
Ahora bien, el Hijo de Dios no estaba insinuando que Su Padre fuera un padre abusivo o negligente. Jesús sabía que iba a morir antes de que Adán y Eva mordieran el fruto prohibido en el huerto del Edén al comienzo de la historia humana (Génesis 3:6). Jesús es Dios. El Padre es Dios. La vida, la muerte y la resurrección de Jesús no eran solo los planes del Padre, sino también los de Jesús.
Cristo fue a la cruz humilde y voluntariamente por Su misericordia, abnegación y dedicación hacia Su amado pueblo. No obstante, en ese momento en que exhaló Sus últimos alientos agonizantes, rasgado por los clavos y azotado por los látigos de púas, Jesús supo cómo se sentía ser desamparado por un padre. Supo cómo se sentía ser abandonado, estar solo. Aunque siempre había estado en unidad inescrutable y gloriosa con Dios el Padre y Dios el Espíritu Santo, fue a un lugar donde Ellos no podían seguirlo. Fue a la muerte.
Podemos tener el consuelo de saber que Dios comprende el dolor indescriptiblemente amargo de ser devastadoramente separado de alguien que uno ama y necesita. Podemos tener el consuelo de saber que Dios entiende el quebranto del corazón y la soledad. Cuando colgó sangrante y moribundo, rodeado de soldados romanos endurecidos por la guerra, una multitud sádica y burlona, y un grupo de hipócritas religiosos vengativos, Jesús supo lo que es sentirse verdaderamente falto de amor, brutalmente abandonado y rodeado de odio:
Porque perros me han rodeado;
me ha cercado cuadrilla de malignos;
horadaron mis manos y mis pies.
Contar puedo todos mis huesos;
entre tanto, ellos me miran y me observan.
Repartieron entre sí mis vestidos,
y sobre mi ropa echaron suertes.
(Salmo 22:16–18).
JESÚS FUE TRAICIONADO
La noche de la Pascua, la última cena que celebraría con Sus amigos antes de morir, Jesús…
Se conmovió en espíritu, y declaró y dijo: «De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar». Entonces los discípulos se miraban unos a otros, dudando de quién hablaba (…) Respondió Jesús: «A quien Yo diere el pan mojado, aquél es». Y mojando el pan, lo dio a Judas Iscariote hijo de Simón.
(Juan 13:21–22, 26).
¿Alguna vez te has preguntado por qué Jesús le dijo a Judas que Él sabía que lo iba a traicionar? Quizás quería darle la oportunidad de cambiar de parecer. Quizás quería advertirle sobre la maldad que estaba a punto de cometer. Quizás solo quería que Judas entendiera la profundidad de Su dolor. Sea cual fuere el caso, Jesús sabía qué había en el corazón de Judas, y le dejó eso muy claro.
Judas era uno de los doce discípulos que siguieron a Jesús por todas partes, cenaron con Él y aprendieron de Él. Jesús lavó los pies de Judas. Sin embargo, Judas dejó que el pecado se exacerbara en su corazón, lo que lo llevó a darle la espalda al hombre que llamaba «Rabí» o «Maestro».
Algunos suponen que Judas traicionó a Jesús por la recompensa que le ofrecieron Sus enemigos, pero en realidad eso no calza con el perfil de un hombre que había sacrificado su hogar, su trabajo y sus posesiones para recorrer los paisajes polvorosos del antiguo Israel predicando, aprendiendo y comiendo pescado. Otros tienen la teoría de que Judas esperaba asustar a Jesús, ponerlo en una situación en que se viera forzado a usar Su poder divino para detener la crucifixión, derrocar a los romanos y libertar a Israel. Un tercer grupo sugiere que Judas estaba celoso: no era el discípulo preferido, el que obraba de milagros ni el que Jesús ayudó a caminar sobre el agua.
Quizás Judas simplemente vio lo inevitable. A lo mejor sabía que la élite religiosa que odiaba a Jesús a la larga encontraría una manera de inculparlo. En lugar de correr el riesgo de morir junto a su maestro, Judas negoció para salvarse el pellejo. Cualquiera sea el caso, Judas usó medios pecaminosos para conseguir un objetivo pecaminoso. Sin embargo, ni todas sus confabulaciones, maquinaciones, mentiras y apuestas lo pudieron salvar. Más bien, lo llevaron a la desesperación, y terminó destruyéndose.
Pero Judas no fue el único amigo que abandonó a Jesús. Pedro, uno de los mejores amigos de Jesús, juró: «Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré» (Mateo 26:35). Así y todo, Pedro negó conocer a Jesús tres veces mientras Cristo era enjuiciado y torturado. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, se quebrantó y lloró. Y a esas alturas, los otros discípulos también habían huido.
Jesús experimentó traición por parte de los que Le habían jurado lealtad y habían declarado su amor por Él. Él entiende cómo se siente eso.
JESÚS FUE DIFAMADO
Imagínate un momento el juicio fingido de Jesús. Jesús está en el medio, abucheado, escarnecido y acusado falsamente por mentirosos que tenían puestas ropas sacerdotales. En el Antiguo Testamento, Dios instituyó a los sacerdotes para que hablaran al pueblo en Su nombre y Le ofrecieran sacrificios en favor del pueblo. Usaban ropas hermosas, diseñadas por y para el Sacerdote supremo, Jesucristo (Éxodo 28:31–35). ¡Hablando de lobos vestidos de ovejas! Incluso mientras torturaban y asesinaban al Mesías prometido, esos hombres tenían puestas Sus vestimentas sacerdotales. Sacrificaban corderos en el templo de Dios incluso mientras planeaban asesinar al Cordero de Dios en la cruz de un delincuente.
Las personas que Jesús amaba y a las que vino a salvar lo llamaron blasfemo —mentiroso, falso maestro y difamador de Dios—. Dijeron que estaba loco. Le dijeron borracho. Le pusieron todos los rótulos menos el que le pertenecía: el del Mesías prometido amoroso y paciente.
Yo no he sido acusada sin razón ni condenada injustamente por mi propio pueblo en un tribunal, pero sí fui golpeada en el salón donde mi familia leía la Biblia y oraba. Sé cómo se siente que te digan loca y mentirosa, y que aseguren que tú fuiste la que provocó el pecado de tu abusador.
Jesús sabe cómo se siente eso, cómo se siente que digan mentiras de ti, ser víctima de falsedades y rumores despiadados, que ciertas personas egoístas y poderosas destruyan tu reputación.
JESÚS FUE DESATENDIDO
Sería un ejercicio interesante contar las veces en que Jesús fue malentendido, malinterpretado o ignorado. Quizás sea más fácil contar las veces en que sí lo entendieron.
Muchas veces y de diversas maneras, Jesús dijo que Él era el Hijo de Dios. Muchas veces, predijo que iba a morir por nuestros pecados y resucitar de los muertos. Rara vez lo entendieron y con frecuencia pensaron que estaba loco o poseído por demonios.
Incluso en el huerto de Getsemaní, mientras Jesús lloraba y oraba, anticipando Su tortura y muerte, Sus discípulos se durmieron desconsideradamente. Jesús dijo: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo» (Mateo 26:38).
Ahora, si un amigo me dijera «Mi alma está muy triste, hasta la muerte», eso me preocuparía. Tengo la esperanza de que dejaría todo de lado para consolarlo y llorar y orar con él, incluso si no entendiera cuál es el problema.
Los amigos de Jesús no hicieron eso.
De niña, a veces traté de contarles a algunas personas sobre la vida en mi hogar. Todas esas veces me malinterpretaron. Supongo que pensaron que estaba hablando de lo que es normal en la disciplina paternal o quizá de un incidente puntual y extraño. Les dije que me estaban golpeando y, para peor, en mi propia casa, pero no se dieron el tiempo de escuchar ni de entender. De igual manera, los discípulos tuvieron una reacción totalmente inadecuada ante el sufrimiento de Jesús. En lugar de orar con Él, secarle el sudor de la frente y llorar por Su angustia, se echaron en el césped y se durmieron (v. 40, 43–44). Y eso no ocurrió una sola vez. Jesús les dijo tres veces a Sus discípulos que Su corazón estaba partiéndose, pero en lugar de preocuparse, tomaron una siesta.
¡Qué pasividad! ¡Qué indiferencia! ¿Cómo pudieron ser tan ciegos y apáticos? Sin embargo, cuando me acuerdo de las muchas personas a las que intenté contarles de mi sufrimiento, a las que traté de alertar sobre lo que me estaba haciendo mi padre, la reacción de los discípulos se vuelve muy creíble. Quizás estamos programados para hacer lo más fácil en lugar de lo mejor. Quizás el instinto humano es bloquear lo que resulta incómodo o inexplicable. Quizás todos por naturaleza preferimos ser negligentes con las personas cuando lidiar con su sufrimiento afectaría la manera en la que estamos viendo la vida o arriesgaría las relaciones o la reputación de las que gozamos.
Para la mayoría de la gente, es difícil imaginar que realmente es posible que estén ocurriendo historias de abuso como las que se ven en las noticias en la casa del lado o en su iglesia. Quizás sencillamente es algo demasiado horrible como para creer que es posible. Quizás no quieren saber porque entonces tendría que importarles. Quizás intervenir sería demasiado desastroso o inconveniente. Sin embargo, ya hagan caso omiso por ignorancia e ingenuidad o por irresponsabilidad y negación, la consecuencia que esa actitud tiene en la víctima es una sensación de aislamiento, de falta de atención y de abandono.
Las víctimas de abuso tenemos el temor profundo de que, si rompemos el silencio, nuestras palabras caerán en oídos sordos o desinteresados. Si, al igual que Cristo, le decimos a alguien «Mi alma está abrumada de dolor hasta la muerte, y quiero que sepas por qué», pero encontramos respuestas displicentes como «Deberías orar por eso», «¿Estás segura de que eso fue lo que pasó?», «Estoy seguro de que esa no fue su intención» o «¿Qué hiciste tú para que él te codiciara así?», todos nuestros miedos se ven confirmados. Y eso nos parte el corazón.
A veces, cuando Jesús fue incomprendido, Él quiso que fuera así. Decidió hablar en parábolas para que el significado quedara velado. Sin embargo, muchas veces Jesús habló con claridad, pero encontró ensimismamiento, displicencia o algo aún peor. De igual manera, podemos sentir que estamos hablando un idioma distinto al de todos los que nos rodean o que nadie se preocupa lo suficiente por nosotros como para escucharnos y ayudarnos. El sentimiento de soledad resultante Jesús lo conoce muy bien.
JESÚS FUE ODIADO
Cuando mi papá se enojaba, había un silencio aterrador antes de la tormenta. El rostro se le retorcía, sus ojos adquirían un brillo ausente, y todo su cuerpo se tensaba y tiritaba mientras movía las piernas con nerviosismo. Lo que ocurría después es lo que cualquiera podría imaginarse. Podía quebrar objetos, patear al perro o arrojarme platos, libros o una plancha. Si no tenía nada inanimado a mano, podía empujarme contra la pared, sacudirme o arrojarme. Aunque un observador externo podría pensar «Está descontrolado», yo no creo que haya habido nada de descontrol en mi papá. Pienso que sabía exactamente qué estaba haciendo y tenía pleno control de sí mismo durante sus rabietas. Desde mi perspectiva, sus ataques de ira no eran como los golpes inconscientes y los insultos disparatados de un borracho enojado, sino más bien una explosión de odio y destrucción que disfrutaba a cabalidad. A veces se reía eufórico durante sus ataques de ira.
¿Alguna vez has visto a alguien tan enojado que tiembla y escupe mientras te grita? Es aterrador. Así es cómo me imagino a la multitud iracunda que rodeaba a Jesús mientras el gobernador romano Poncio Pilato, que tenía la última palabra respecto a la vida y la muerte de todos los judíos, se dirigió a ella. Según la tradición de la fiesta judía de la Pascua, un delincuente debía ser librado de su castigo. Pilato dejó que la turba eligiera entre Jesús y Barrabás (Mateo 27:15–17).
Barrabás era un arribista político, un alborotador violento y un asesino. Pilato hizo que la gente escogiera entre ese delincuente extraordinariamente indeseable y un rabino inofensivo, con la esperanza de que eligieran a Jesús y resolvieran así su dilema moral. Sin embargo, los líderes religiosos alborotaron a la multitud y fomentaron el odio hacia Jesús. Cuando Pilato le preguntó a la gente si querían que librara a Cristo, la turba comenzó a corear: «¡Sea crucificado!» (v. 22–23).
Entonces, como puedes ver, Jesús sabe lo que es ser odiado.
Lo asombroso es que es muy probable que algunas de las personas que corearon «¡Sea crucificado!» en la corte de Pilato hayan sido almas por cuya salvación Cristo iba a morir. El hecho de que el Dios santo estuviera dispuesto a humillarse a Sí mismo, hacerse mortal, sufrir y morir por personas tan extraordinariamente indeseables es un testimonio de la grandeza de Su amor.
Ese día, Barrabás fue librado de la pena de la ley romana, aunque había sido condenado justamente, y el Jesús inocente y todopoderoso fue condenado voluntariamente en su lugar. De la misma manera, nosotros también podemos ser librados de la pena de la ley divina. Nuestra justa condena por ignorar y quebrar los mandamientos de Dios puede ser eliminada. Podemos ser librados porque Jesús murió en nuestro lugar. El soportó la ira, el juicio divino, y el juicio de los hombres porque amó a los que lo odiaban por naturaleza.
La locura del odio es aterradora. Es homicida. Es un frenesí que silencia la razón, justifica la injusticia y adormece la conciencia.
Mi padre era muy cuidadoso en su comportamiento cuando podía enfrentar consecuencias. Nunca perdió los estribos frente a personas ajenas a nuestro núcleo familiar. De niña, me enseñaron a tener cuidado con los doctores y los policías porque podían mentir sobre nosotros, denunciarnos al servicio de protección infantil y colocarnos en una familia de acogida, donde, según me decían, sufriríamos abusos aún peores.
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