Kitabı oku: «La gracia transformadora», sayfa 2

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Como para enfatizar el especial privilegio de Mefiboset, el escritor menciona cuatro veces en un corto capítulo que Mefiboset comía a la mesa del rey (ver 2 Samuel 9:7, 10, 11, 13). Tres de esas ocasiones dice que siempre comía a la mesa del rey. Pero el relato comienza y termina mencionando que Mefiboset era lisiado de ambos pies (ver versículos 3, 13). Mefiboset nunca superó su condición de paralítico. Nunca llegó al punto en que pudiera dejar la mesa del rey y valerse por sí mismo. Y tampoco nosotros podemos hacerlo.

Capítulo 2
GRACIA, ¿QUIÉN LA NECESITA?

La justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús. Romanos 3:22-24

Samuel y Pamela, dos amigos, llegaron a los Estados Unidos como inmigrantes del país de Quadora. Ellos querían comprar una casa y aconteció que cada uno encontró una que un hombre rico estaba vendiendo. Ambas casas estaban anunciadas en $100,000 dólares. Samuel llegó con 500,000 quadros, la moneda de Quadora, y Pamela llegó con 1,000,000 quadros. Ellos sabían que un quadro no valía lo mismo que un dólar, pero asumieron que serían capaces de cambiar los quadros por al menos la cantidad suficiente para comprar una casa. Sin embargo, Quadora había sido azotado por la inflación y los quadros se habían devaluado hasta casi quedar sin valor. El banco no les aceptaba intercambiar sus quadros por dólares.

Para complicar aún más las cosas, Samuel y Pamela han descubierto que el hombre rico, al que esperaban comprarle la casa, no es un desconocido. Ellos ya habían realizado negocios con él cuando aún estaban en Quadora y tenían una gran deuda con él. Samuel le debía alrededor de un millón de dólares y Pamela le debía $500,000 dólares. Debido a que sus quadros no valen nada, ninguno de ellos podía comenzar a pagar su deuda, mucho menos comprarle una casa.

Después sucedió algo muy extraño. El hombre rico, al escuchar que Pamela y Samuel estaban en su país y sabiendo que llegaron con sus quadros que no valían nada, los buscó. A pesar de que tenían una deuda muy grande con él, les canceló esas deudas, les dio a cada uno la casa que deseaban, completamente amueblada, con utensilios y mantenimiento pagado de por vida.

Esa es la imagen de cómo opera la gracia de Dios. La “moneda” de nuestra moralidad y buenas obras no tiene valor para Dios. Además, todos estamos tan en deuda con él debido a nuestro pecado que no podemos ni siquiera pensar en pagarle parcialmente.

Una perspectiva bíblica de la gracia

En una ocasión escuché una definición de la gracia, en donde la explicaban como cuando Dios complementa la diferencia entre los requisitos de su ley justa y lo que a nosotros nos falta para cumplirla. Nadie es lo suficientemente bueno para ganarse la salvación por sí mismo, decía esta definición, así que la gracia de Dios simplemente cubre lo que a nosotros nos falta. Algunos reciben más gracia que otros; pero todos reciben lo que necesitan para obtener la salvación. Nadie debe perderse porque cualquier cantidad de gracia que requiere está disponible para él.

Esta definición de la gracia parece muy generosa de parte de Dios, ¿no es así? Dios provee lo que a nosotros nos falta. El problema con esta definición es que no es real. Representa una grave incomprensión de la gracia de Dios y una perspectiva muy inadecuada de nuestra situación como pecadores delante de Dios. Debemos asegurarnos de que tenemos una perspectiva bíblica de la gracia, ya que ella es el centro del evangelio. Ciertamente no es necesario que alguien comprenda toda la teología de la gracia para ser salvo, pero si una persona tiene una falsa noción de la gracia, probablemente signifique que él o ella no entiende realmente el evangelio.

Aunque este libro trata sobre vivir por la gracia, necesitamos asegurarnos de que primero entendemos la gracia salvadora, por dos razones. Primero, todo lo que diga de la gracia de Dios en los capítulos subsecuentes asume que has experimentado la gracia salvadora de Dios: que has confiado solamente en Jesucristo para tu salvación eterna. Sería una fatal injusticia si yo permitiera que creyeras que todas las maravillosas provisiones de la gracia de Dios que veremos en los siguientes capítulos son tuyas fuera de la salvación a través de Jesucristo.

En segundo lugar, aunque este libro es sobre vivir por la gracia, la gracia es siempre la misma, ya sea que Dios la ejerza en salvarnos o al tratar con nosotros como creyentes. De cualquier manera que la Biblia defina la gracia salvadora, esa misma definición aplica para el área de la vida cristiana cotidiana.

Dios nos ofrece gracia

Dios nos dice,

A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche (Isaías 55:1).

El evangelio es ofrecido a aquellos que no tienen dinero o buenas obras. Nos invita a venir y “comprar” salvación sin dinero y sin costo. Pero notemos que la invitación a venir está dirigida a aquellos que no tienen dinero, no a aquellos que no tienen suficiente. La gracia no consiste es que Dios ponga la diferencia, sino que Dios provea todo el “costo” de la salvación a través de su Hijo, Jesucristo.

El apóstol Pablo abordó este asunto en Romanos 3:22 cuando dijo, “no hay diferencia”. No hay diferencia entre judíos y gentiles, entre religiosos e irreligiosos, entre personas morales y degeneradas. No hay diferencia entre nosotros porque todos hemos pecado y estamos destituidos de la gloria de Dios.

Decir que Dios compensa la diferencia entre lo que él requiere y lo que nos falta, es como comparar los intentos de dos personas por saltar el Gran Cañón. El cañón tiene en promedio de catorce kilómetros de ancho. Supongamos que una persona pudiera saltar ocho metros desde la orilla y otra persona pudiera saltar solo dos metros. ¿Qué diferencia hay? Por supuesto, una persona puede saltar cuatro veces más que la otra, pero comparado a los catorce kilómetros (¡14,000 metros!), no representa ninguna diferencia. Como los quadros en mi parábola, ambos intentos carecen de valor para saltar el cañón. Y cuando Dios construyó un puente a través del “Gran Cañón” de nuestro pecado, él no se detuvo a 8 metros, ni siquiera a 2 metros, de nuestro lado. Él construyó el puente de extremo a extremo.

Incluso la comparación de tratar de saltar el Gran Cañón fracasa en representar adecuadamente nuestra condición desesperada. Para utilizar esa ilustración deberíamos asumir que las personas intentan saltar el cañón; es decir, muchas personas están intentando ganarse su entrada al cielo y, a pesar de sus mejores esfuerzos, se quedan cortos al intentar cruzar el terrible precipicio del pecado que los separa de Dios.

Nada podría estar más alejado de la verdad. Casi nadie intenta ganarse su entrada al cielo (Martín Lutero, antes de su conversión, fue una notable excepción). En lugar de ello, la mayoría asume que lo que ya están haciendo es suficiente para merecer el cielo. Casi nadie está haciendo un esfuerzo sincero para incrementar la longitud de su “salto” a través del cañón. En lugar de ello, en nuestras mentes, hemos acortado la anchura del cañón a una distancia que podemos cruzar cómodamente sin ningún esfuerzo adicional de lo que ya estamos haciendo. La persona cuya vida moral puede ser equivalente a los 8 metros, en su mente acorta la distancia a unos cómodos siete metros; y la persona que solo puede saltar dos metros ha acortado su cañón a uno. Todos esperan que Dios acepte lo que ya están haciendo como una “moneda” suficiente para “comprar” una casa en el cielo.

Tal como el primer grupo que escuchó la famosa parábola que Jesús relató sobre el fariseo y el recaudador de impuestos, muchas personas tienen la confianza en su propia justicia (Lucas 18:9-14). Quizá podrían, en cierto momento de gran reflexión, conceder que no son perfectos, pero se consideran a sí mismos esencialmente buenos.

Un gran problema en la actualidad es que muchos de nosotros creemos que no somos tan malos. De hecho, asumimos que somos buenos. En 1981, fue publicado un libro que abordaba el difícil tema del dolor y la angustia, convirtiéndose rápidamente en uno de los más vendidos. Su título era: Cuando a la gente buena le pasan cosas malas. El libro, como su título revela, asume que la mayoría de las personas son “buenas”. La definición que el autor, Harold Kushner, ofrece sobre una buena persona es, “personas ordinarias, buenos vecinos, ni extraordinariamente buenas ni extraordinariamente malas”.2

En contraste, el apóstol Pablo dice que todos somos malos. Considera nuevamente Romanos 3:10-12, observando cuidadosamente las palabras que he enfatizado:

No hay justo, ni aun uno;No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.

Estas palabras fueron escritas para apoyar la respuesta de Pablo a esta pregunta, “¿Somos nosotros [judíos] mejores que ellos [gentiles paganos]?”. A lo que él respondió, “En ninguna manera; pues ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado” (Romanos 3:9).

La diferencia entre la apreciación de Harold Kushner, de que la mayoría de las personas son esencialmente “buenas”, y la del apóstol Pablo, que todas las personas son esencialmente “malas”, surge de una orientación totalmente diferente. Para el rabí Kushner, eres bueno si eres un vecino amigable. Para el apóstol Pablo (y los demás escritores de la Biblia), todas las personas son malas debido a que están alejadas de Dios y en rebelión contra él.

Cuando seguimos nuestro propio camino

Una de las acusaciones más condenatorias de la humanidad se encuentra en Isaías 53:6: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino”. Todos nosotros hemos seguido nuestro propio camino. Esa es la esencia del pecado, el corazón del mismo, seguir nuestro propio camino. Tu camino puede ser donar dinero a la caridad, mientras que el camino de otra persona puede ser robar un banco. Pero ninguno de los actos se realiza en referencia a Dios; cada uno de ustedes ha seguido su propio camino. Y en un mundo gobernado por un Creador soberano, esa es rebeldía, eso es pecado.

Haz de cuenta que un territorio particular de tu país se rebela contra el gobierno central de la nación. Los ciudadanos de ese territorio pueden ser personas decentes, esencialmente correctas y cuidadosas en su trato con los demás. Pero toda su bondad entre ellos es irrelevante para el gobierno central. Para esas autoridades solo existe un asunto: el estado de rebeldía. Hasta que ese asunto sea resuelto, nada más importa.

Esta ilustración está en peligro de perder su fuerza si la consideramos a la vista de las realidades del día presente. Algunos gobiernos centrales son tan corruptos e injustos que podemos aplaudirle a un territorio rebelde. Podríamos, en algunos casos, considerar que su rebeldía es el camino correcto.

Pero el gobierno de Dios es perfecto y justo. Su ley moral es santa, justa y buena (Romanos 7:12). Nadie nunca ha tenido, tiene, o tendrá una buena razón para rebelarse contra el gobierno de Dios. Nos rebelamos solo por una razón: nacimos rebeldes. Nacimos con una perversa inclinación de seguir nuestro propio camino, de establecer nuestro gobierno interno en lugar de someternos a Dios.

No es que algunos de nosotros nos hayamos hecho pecaminosos debido a una infancia desafortunada, mientras que otros fueron bendecidos con una educación moral. En lugar de ello, todos nacimos pecadores con una naturaleza corrupta, una inclinación natural de seguir nuestro propio camino. Tal como David escribió, “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Salmos 51:5). Aquí encontramos una declaración asombrosa de David, reconociendo que él era pecador aun estando en el vientre de su madre, incluso durante el periodo de embarazo, cuando no había llevado a cabo ninguna acción, buena o mala.

Una escritora cristiana, en un artículo de una revista, preguntó lo siguiente: “¿Cómo puedo seguir creyendo en un Dios que fastidia a niños inocentes?”. Haciendo a un lado su problema entre la relación de un Dios justo con nuestro sufrimiento, notemos su referencia a niños inocentes. Menciono la pregunta de esta escritora, no para criticar, sino para ilustrar, porque creo que ella expresa la perspectiva de una vasta mayoría de personas, tanto creyentes como incrédulos: que los niños nacen inocentes y son corrompidos por su ambiente.

Pero esta no es la perspectiva de las Escrituras. De acuerdo al Salmo 51:5, no hay niños inocentes. En lugar de ello, todos nosotros nacimos en pecado, incluso desde la concepción somos pecaminosos. Debido a la rebeldía de Adán, todos nacimos con una respondió, “En ninguna manera; pues ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado” (Romanos 3:9).

La diferencia entre la apreciación de Harold Kushner, de que la mayoría de las personas son esencialmente “buenas”, y la del apóstol Pablo, que todas las personas son esencialmente “malas”, surge de una orientación totalmente diferente. Para el rabí Kushner, eres bueno si eres un vecino amigable. Para el apóstol Pablo (y los demás escritores de la Biblia), todas las personas son malas debido a que están alejadas de Dios y en rebelión contra él.

Cuando seguimos nuestro propio camino

Una de las acusaciones más condenatorias de la humanidad se encuentra en Isaías 53:6: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino”. Todos nosotros hemos seguido nuestro propio camino. Esa es la esencia del pecado, el corazón del mismo, seguir nuestro propio camino. Tu camino puede ser donar dinero a la caridad, mientras que el camino de otra persona puede ser robar un banco. Pero ninguno de los actos se realiza en referencia a Dios; cada uno de ustedes ha seguido su propio camino. Y en un mundo gobernado por un Creador soberano, esa es rebeldía, eso es pecado.

Haz de cuenta que un territorio particular de tu país se rebela contra el gobierno central de la nación. Los ciudadanos de ese territorio pueden ser personas decentes, esencialmente correctas y cuidadosas en su trato con los demás. Pero toda su bondad entre ellos es irrelevante para el gobierno central. Para esas autoridades solo existe un asunto: el estado de rebeldía. Hasta que ese asunto sea resuelto, nada más importa.

Esta ilustración está en peligro de perder su fuerza si la consideramos a la vista de las realidades del día presente. Algunos gobiernos centrales son tan corruptos e injustos que podemos aplaudirle a un territorio rebelde. Podríamos, en algunos casos, considerar que su rebeldía es el camino correcto.

Pero el gobierno de Dios es perfecto y justo. Su ley moral es santa, justa y buena (Romanos 7:12). Nadie nunca ha tenido, tiene, o tendrá una buena razón para rebelarse contra el gobierno de Dios. Nos rebelamos solo por una razón: nacimos rebeldes. Nacimos con una perversa inclinación de seguir nuestro propio camino, de establecer nuestro gobierno interno en lugar de someternos a Dios.

No es que algunos de nosotros nos hayamos hecho pecaminosos debido a una infancia desafortunada, mientras que otros fueron bendecidos con una educación moral. En lugar de ello, todos nacimos pecadores con una naturaleza corrupta, una inclinación natural de seguir nuestro propio camino. Tal como David escribió, “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Salmos 51:5). Aquí encontramos una declaración asombrosa de David, reconociendo que él era pecador aun estando en el vientre de su madre, incluso durante el periodo de embarazo, cuando no había llevado a cabo ninguna acción, buena o mala.

Una escritora cristiana, en un artículo de una revista, preguntó lo siguiente: “¿Cómo puedo seguir creyendo en un Dios que fastidia a niños inocentes?”. Haciendo a un lado su problema entre la relación de un Dios justo con nuestro sufrimiento, notemos su referencia a niños inocentes. Menciono la pregunta de esta escritora, no para criticar, sino para ilustrar, porque creo que ella expresa la perspectiva de una vasta mayoría de personas, tanto creyentes como incrédulos: que los niños nacen inocentes y son corrompidos por su ambiente.

Pero esta no es la perspectiva de las Escrituras. De acuerdo al Salmo 51:5, no hay niños inocentes. En lugar de ello, todos nosotros nacimos en pecado, incluso desde la concepción somos pecaminosos. Debido a la rebeldía de Adán, todos nacimos con una naturaleza pecaminosa y perversa, una inclinación a seguir nuestro propio camino. Tomar el camino del individuo decente o el camino del transgresor descarado no representa ninguna diferencia. Todos nacimos en un estado de rebeldía contra Dios.

La Biblia dice que todos hemos pecado y casi todos concuerdan con esa declaración. El problema es que vemos el pecado de una manera muy superficial. Cualquier hombre en la calle simplemente encogería sus hombros y diría, “Claro, nadie es perfecto”. Incluso nosotros los cristianos hablamos de fracasos y derrotas, pero la Biblia utiliza otros términos. Habla de iniquidad y rebelión (Levítico 16:21). La Biblia dice que el rey David despreció a Dios (2 Samuel 12:9-10). También acusa a otro hombre de Dios de haber desafiado a la Palabra del Señor cuando todo lo que hizo fue comer y beber en un lugar que Dios le había prohibido (1 Reyes 13:21). Es evidente por estos sinónimos descriptivos del pecado (rebelión, desprecio, desafío) que Dios toma mucho más en serio el pecado que el hombre promedio o incluso que la mayoría de los cristianos.

El pecado, al final de cuentas, es una rebelión en contra del soberano Creador, Gobernador y Juez del universo. Es una resistencia a la correcta prerrogativa de que un Gobernador soberano exija obediencia de sus súbditos. Le dice a un Dios absolutamente santo y justo que su ley moral, que es un reflejo de su propia naturaleza, no es digna de nuestra completa obediencia.

El pecado no es solo una serie de acciones, es también una actitud que ignora la ley de Dios. Pero es incluso más que una actitud rebelde. El pecado es un estado del corazón, una condición de nuestro ser interno. Es un estado de corrupción, vileza y, sí, incluso inmundicia a los ojos de Dios.

Esta perspectiva del pecado como corrupción, vileza e inmundicia es simbólicamente presentada en Zacarías 3:1-4:

Me mostró al sumo sacerdote Josué, el cual estaba delante del ángel de Jehová, y Satanás estaba a su mano derecha para acusarle. Y dijo Jehová a Satanás: Jehová te reprenda, oh Satanás; Jehová que ha escogido a Jerusalén te reprenda. ¿No es éste un tizón arrebatado del incendio?

Y Josué estaba vestido de vestiduras viles, y estaba delante del ángel. Y habló el ángel, y mandó a los que estaban delante de él, diciendo: Quitadle esas vestiduras viles.

Y a él le dijo: Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala.

Notemos a quién se describe aquí. No es una imagen del hijo pródigo, sino de Josué el sumo sacerdote, la persona que ejercía el puesto religioso más alto en Israel. Sin embargo, es mostrado en vestiduras viles, una representación de sus pecados y los pecados del pueblo que representaba como sumo sacerdote. La vileza de sus vestiduras no representa la culpa por sus pecados, sino su contaminación. Como Josué, todos estamos, en un sentido espiritual, vestidos con vestiduras viles. No solo somos culpables delante de Dios; también estamos corrompidos en nuestra naturaleza, contaminados y viles delante de él. Necesitamos ser perdonados y limpiados.

Por esta razón, la Biblia nunca dice que la gracia de Dios simplemente compensa nuestras deficiencias, como si la salvación consistiera en muchas buenas obras (o incluso una cantidad variable de buenas obras) más otro tanto de la gracia de Dios. En lugar de ello, la Biblia habla de un Dios que “justifica al impío” (Romanos 4:5), que es encontrado por aquellos que no lo buscan y que se revela a sí mismo a quienes no preguntan por él (ver Romanos 10:20).

El recolector de impuestos en la parábola de Jesús no le pidió a Dios que simplemente compensara sus deficiencias. En lugar de ello, golpeaba su pecho (que es una señal de angustia profunda) y decía, “Dios, se propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13). Él se declaró en total bancarrota espiritual y, en base a ello, experimentó la gracia de Dios. Jesús dijo que ese hombre descendió a su casa justificado, fue declarado justo por Dios (ver Lucas 18:9-14). Como el recaudador de impuestos, nosotros no necesitamos que la gracia de Dios tan solo compense nuestras deficiencias; necesitamos que su gracia provea un remedio para nuestra culpa, limpieza para nuestra contaminación. Necesitamos que su gracia provea la satisfacción de su justicia, que cancele una deuda que no podemos pagar.

Podría parecer que estoy sobreabundando en el tema de nuestra culpa y nuestra vileza delante de Dios. Pero nunca podremos comprender correctamente la gracia de Dios hasta que entendamos la situación de aquellos que la necesitamos. Como el Dr. C. Samuel Storms ha dicho,

La primera y posiblemente la más fundamental característica de la gracia divina es que presupone el pecado y la culpa.

La gracia solo tiene significado cuando se mira a los hombres en un estado caído, indignos de la salvación y sujetos a la ira eterna…

La gracia no contempla a los pecadores simplemente como indignos, sino como merecedores de maldad… No es simplemente que no merezcamos la gracia; sino que sí merecemos el infierno.3

Respondiendo a la gracia

Anteriormente en este capítulo, mencioné un incidente en donde un individuo otorgó una muy inadecuada, quizá hasta fatalmente incorrecta, definición de la gracia. Sospecho que la mayoría de los lectores respondieron negativamente a la sugerencia de que la gracia de Dios simplemente compensa lo que nos falta para ser aceptos ante Dios. Probablemente respondiste como lo hizo una persona, “No, eso no es correcto. Incluso nuestras buenas obras son trapos de inmundicia a los ojos de Dios”.

No mencioné ese incidente simplemente para refutar una postura mal planteada de forma intencional. Utilicé ese incidente porque creo que es la manera en que la mayoría de los cristianos viven la vida cristiana. Actuamos como si la gracia de Dios solo compensara lo que le falta a nuestras buenas obras. Creemos que las bendiciones de Dios son al menos parcialmente ganadas por nuestra obediencia y nuestras disciplinas espirituales. Sabemos que somos salvos por gracia, pero pensamos que debemos de vivir por nuestro “sudor” espiritual.

Así que, ¿quién necesita la gracia? Todos nosotros, tanto el santo como el pecador. El cristiano más dedicado y trabajador necesita la gracia de Dios tanto como el pecador más disoluto y testarudo. Todos necesitamos la misma gracia. El pecador no necesita más gracia que el santo, tampoco el creyente inmaduro e indisciplinado necesita más gracia que el piadoso y celoso misionero. Todos necesitamos la misma cantidad de gracia porque la “moneda” de nuestras buenas obras está devaluada y no tiene valor para Dios.

Tampoco nuestros méritos, ni nuestros deméritos, determinan cuánta gracia requerimos, porque la gracia no proporciona méritos ni compensa los deméritos. La gracia no toma en cuenta los méritos o deméritos. En lugar de ello, la gracia considera a todos los hombres y mujeres como totalmente no merecedores e incapaces de hacer nada para ganar la bendición de Dios. Nuevamente, como C. Samuel Storms ha escrito,

La gracia deja de ser gracia si Dios está obligado a otorgarla en presencia del mérito humano… La gracia deja de ser gracia si Dios está obligado a quitarla en presencia del demérito humano… [La gracia] es tratar a una persona sin esperar nada a cambio, sino solo de acuerdo a la infinita bondad y al propósito soberano de Dios.4

Notemos que la descripción del Dr. Storms de la gracia de Dios tiene dos aspectos: no puede ganarse por tus méritos ni puede perderse por tus deméritos. Si en ocasiones sientes que merecemos una respuesta a tu oración o una bendición particular de Dios debido a tu arduo trabajo o sacrificio, estás viviendo por obras, no por gracia. Pero también es cierto que si pierdes la esperanza de recibir la bendición de Dios debido a tus deméritos, lo que debías hacer, pero no hiciste y lo que hiciste, pero no debías hacer, también estás haciendo a un lado la gracia de Dios.

Francamente, la segunda declaración del Dr. Storm es de más ayuda para mí. Rara vez pienso en mis méritos, pero frecuentemente soy muy consciente de mis deméritos. Por tanto, me deben recordar frecuentemente que mis deméritos no obligan a que Dios retire su gracia de mí, sino que él no me trata conforme a mi maldad. Preferiría mil veces depositar mi esperanza de obtener su bendición en su infinita bondad que en mis buenas obras.

John Newton, el comerciante de esclavos descarado y disoluto, después de su conversión escribió el maravilloso himno “Sublime gracia”. Él nunca cesó de maravillarse al contemplar la hermosura de la gracia que lo alcanzaba incluso a él. Pero la persona que creció en una familia cristiana piadosa, que confió en Cristo a una temprana edad y nunca ha caído en los llamados pecados “horrendos”, debería estar tan maravillado con la gracia de Dios como lo estaba John Newton.

He aquí un principio concerniente a la gracia de Dios: en la medida en que te aferres a cualquier vestigio de justicia propia o pongas cualquier confianza en tus logros espirituales, en esa misma medida no estás viviendo por la gracia de Dios en tu vida. Este principio aplica tanto en la salvación como en la vida cristiana. Permíteme repetir algo que dije en el capítulo 1. La gracia y las buenas obras (es decir, las obras hechas para ganarse el favor de Dios) son mutuamente excluyentes. No podemos pararnos con un pie en la gracia y el otro en nuestros méritos.

Si estas confiando en cualquier medida en tu propia moralidad o logros espirituales, o si crees que Dios reconocerá de alguna forma tus buenas obras como meritorias para tu salvación, entonces debes considerar seriamente si eres un verdadero cristiano. Entiendo que algunos pueden sentirse ofendidos por esto, pero debemos ser absolutamente claros sobre la verdad del evangelio de la salvación.

Hace cerca de doscientos años, Abraham Booth (1734-1806), un pastor bautista en Inglaterra, escribió,

Los actos más brillantes y las cualidades más valiosas que pueden ser encontradas entre los hombres, aunque pueden ser muy útiles y verdaderamente excelentes, cuando son puestas en su lugar adecuado y se utilizan para fines correctos, son, para el tema de la justificación, tratadas como insignificancias…

La divina gracia desdeña ser ayudada por el pobre e imperfecto desempleo de los hombres en la realización de esa tarea que particularmente le pertenece. Los intentos por completar lo que la gracia comienza, traicionan nuestro orgullo y ofenden al Señor; pero no pueden promover nuestro interés espiritual. Que el lector, por tanto, recuerde cuidadosamente que la gracia es absolutamente gratis, o no es gracia: y que aquel que profesa buscar la salvación por gracia, o cree en su corazón que es completamente salvo por ella, o actúa inconsistentemente en los asuntos de suma importancia.5

Los pensamientos de Abraham Booth son tan válidos y necesarios como lo eran doscientos años atrás. Aquellos que son verdaderamente salvos son aquellos que han venido a Jesús con la actitud expresada en las palabras de un antiguo himno, “Nada traigo en mis manos, solo a tu cruz me aferro”.6

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