Kitabı oku: «La sombra que pasa», sayfa 2

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Una mañana, mientras mi madre molía maíz sobre la piedra para preparar unas ruyas, salí como se solía hacer en el campo antiguamente, al baño, a pleno campo abierto, cerca de una piedra grande. Por el camino iba pensando infinidad de cosas. Mi mente de tan solo ocho años era demasiado inquieta y pensaba las cosas más absurdas. Me acordé de los cuentos que los más viejos le contaban a uno de niño en el llano. Eran historias sobre seres fantásticos, mundos mágicos, hadas, duendes, engendros y espantos. En ese momento recordé específicamente una leyenda del diablo. Hacía poco había oído decir que si uno se encuentra con el diablo y le pide plata, se puede llegar a un trato con él. Como en aquella época uno de mis sueños de niña era tener mucha riqueza, sentí un deseo terrible de probar si las cosas que había oído realmente sucedían. Al llegar a la piedra aquella, si se miraba montaña abajo, se veía el camino del Tequendama. Llevaba ese nombre por el famoso salto que hay a las afueras de Bogotá, y porque cuando era invierno, allí se formaba una gran caída de agua que, guardando las proporciones, se le asemejaba notablemente. Cuando uno estaba allí, a veces veía pasar por aquel camino a don Fidel Pérez, un amigo de la familia, montado en una mula oscura. Era el camino que llevaba a su casa. Aquel día era víspera de los angelitos, fiesta que se celebraba en grande. Pensando en los manjares de la fiesta, empecé a gritar con todas mis fuerzas:

—¡Don Fidel!, ¿cuándo me invita a su casa a que me dé la parte de angelitos?

Y yo misma, suplantando a don Fidel me respondía.

—¡Vaya!, que allá en la casa Carmelita la está esperando —Carmelita era la esposa de don Fidel, y cocinaba como muy pocas personas podían hacerlo.

Estuve gritando un rato, cuando de repente me quedé en silencio y me pareció ver algo a lo lejos. Miré el camino, eché un rápido barrido con la mirada sin poder ver a nadie. Había sido mi imaginación. Sin darme cuenta por qué, me vino a la mente la historia del diablo que había recordado mientras caminaba hacia la piedra un rato antes, y por un impulso involuntario, me escuché a mí misma, como si fuese otra persona, gritando.

—¡Diablooo, vengaaa, diablooo! —gritaba con todas mis fuerzas en un estado de enajenación.

Y me dieron muchas ganas de pedirle plata al diablo, así que seguí gritando.

—¡Diablooo, vengaaa!

Después de un rato esperando allí, petrificada en medio del silencio, miré nuevamente el camino y empecé a perder interés en la situación. Todo era mentira, pensaba. Embustes de los viejos. Al rato, sin que hubiese una asociación de ideas aparente, me acordé de un obrero de la finca llamado Severino. Era un hombre simple, de vestimenta humilde, desaseado, y a quien yo consideraba feo y repugnante. Siempre andaba descalzo con los pies llenos de callos y niguas; producto de años sin usar calzado. Después miré nuevamente hacia el camino del Tequendama y vi que venía una mula que pertenecía a mi papá. Se llamaba Nutria y era oscura, casi negra. Caminaba parsimoniosamente justo hacia donde yo estaba. Me quedé mirándola fijamente un rato, mientras pensaba en otras cosas. Al cabo de unos minutos, después de que la mula subió el último tramo de la montaña para llegar a donde me encontraba, y cuando estaba a una distancia en que podía ver su cara, ya no tuve dudas, era la Nutria; pero había algo raro que no podía distinguir bien. En un instante supe que era la forma como caminaba. Una mula no camina así, pensé. Entonces le miré las patas y las patas no eran las de la Nutria, eran los pies de Severino con las piernas forradas en su típico pantalón lleno de remiendos de colores y los pies burdos que tanto rechazo me provocaban. Miraba una y otra vez de manera hipnótica las piernas de Severino, detallando el pantalón andrajoso, los pies sucios, callosos, descalzos, que haciendo de patas de mula me mantenían atornillada al piso. No podía creerlo, quedé paralizada mirando a la cara de la mula y a los pies de Severino, alternativamente.

Sin saber cuántos segundos o minutos pasaron así, en ese estado de congelamiento, estuve mirando cómo se acercaba sin ninguna prisa hacia mí, aquel ser extraño. Cuando reaccioné fue cuando ya no tuve la menor duda de lo que estaba viendo, cuando el terror y la proximidad a la locura pesaron más que mi desvanecimiento muscular, y supe que eso que venía caminando con decisión hacia mí, era el diablo. Corrí sin mirar atrás. No supe cómo lo hice, no supe nada de nada después de eso, porque gran parte de lo que pasó, se borró de mi memoria. Según me contó mi madre, llegué a la puerta de la cocina, donde ella estaba terminando de asar las ruyas, totalmente pálida, ya con fiebre elevada, y caí privada sin poder hablar durante el resto del día.

Desde los ocho años se me asignaban trabajos de la casa como parte de mis responsabilidades. Eran pequeñas cosas, nada complicadas, pero eran mis deberes. Pasaba días enteros con mi hermano Augusto haciendo diversos oficios, mientras mi madre se iba a sabanear. Una tarde estábamos encargados de cuidar a mi hermana Rosalba, que tenía dos años y empezaba a gatear. La casa tenía un cole—pato y un corredor largo, allí se guardaba la leña. Nosotros estábamos atrás, cruzando el patio, alimentando a Rosalba en la cocina con arroz de leche, cuando los vimos. Eran hombrecitos pequeños, de unos cuarenta centímetros de estatura, negros y con la cabeza puntuda en forma de cono. Se asomaban desde el borde de una puerta entreabierta y nos observaban silenciosamente. Sin entender lo que pasaba nos mirábamos entre los dos con Augusto, incrédulos pero llenos de emoción. No nos movíamos por temor a espantarlos.

Cuando los hombrecitos tomaron más confianza, empezaron a salir de atrás de la pared moviéndose con sus piernas cortas. En total eran cuatro y me imaginé inmediatamente que eran una familia, porque dos de ellos eran grandes, y de atrás suyo salían y se ocultaban los dos restantes, que medirían la mitad de la estatura de sus padres. Se movían despacio, con cautela, dándose cuenta de que los estábamos observando. De repente, como si lo hubiésemos planeado de antemano con mi hermano, totalmente sincronizados, corrimos lo más rápido posible para tratar de atrapar al menos uno de ellos. Con agilidad increíble, corrieron por el corredor hasta la leña, y al llegar allí, de repente desaparecieron. Los hombrecitos volvieron a asomarse rato después y nosotros los intentamos atrapar de nuevo, pero otra vez pasó lo mismo. Toda la tarde estuvimos dedicados a la tarea de capturarlos, y ellos a la tarea de desaparecer entre la leña.

Nunca sentimos miedo, al contrario, estuvimos tan felices, que cuando mi madre llegó con mi hermano Alcibíades, salimos corriendo a contarles. Cada uno adoptó una actitud diferente. Alcibíades no nos creyó y con la típica actitud de hermano mayor, nos dijo que lo que decíamos eran cañas huecas (mentiras). Mi madre sí nos creyó, pero en ese momento fingió que no lo hacía. Mi padre le compró a Rosalba una medalla bendita al siguiente día y al poco tiempo la hizo bautizar. Nunca más volvieron a dejar los niños pequeños sin la compañía de un adulto, y nosotros tampoco volvimos a ver a los “cabecipuyudos”, como los habíamos empezado a llamar, y también a añorar, con mi hermano Augusto.

*

A los once años empecé a ir a la escuela. Mi padre por su cuenta, nos había enseñado a leer y a escribir a todos desde muy pequeños. Él había sido criado en el campo pero con un nivel de cultura muy particular. Mantenía una considerable colección de libros en su biblioteca, y tenía un interés especial por la música y la historia. Era un aficionado a la lectura y le gustaba inculcar el amor por los libros a sus hijos. En su biblioteca, que protegía celosamente, había libros de literatura universal, filosofía, historia, y temas de cultura general.

Mi timidez me marcó porque siempre tuve que luchar contra el miedo de enfrentarme al público, de hacer el ridículo, o de ser objeto de burla de mis compañeros. La profesora, la misma de la obra de teatro, me estimulaba para que siguiera la carrera de maestra, cosa que tristemente, con el tiempo, se transformó en uno mis sueños truncados. Ella me ayudó para que mi padre me permitiera seguir yendo a la escuela, porque él era muy difícil y no permitía que sus hijas tuvieran demasiado estudio.

Alcibíades, Augusto y yo, nos levantábamos a las tres de la mañana a ordeñar las vacas. Después debíamos hacer el desayuno, lavar los platos, y luego sí podíamos salir para la escuela, a quince minutos caminando desde la casa. Ese era el régimen de formación para todos, tanto hombres como mujeres. No podíamos llegar tarde porque la profesora acostumbraba golpear a los impuntuales. Salíamos al medio día a almorzar en casa y volvíamos a las dos. Cuando el reloj daba las cuatro de la tarde, mi padre salía a una pequeña loma para vigilar la salida de la escuela con sus propios ojos. No podíamos quedarnos jugando por el camino. Salíamos directo y sin retrasos. La ley era clara. Llegábamos a encerrar las vacas de ordeño y a apartar los terneros, de tal manera que dormían en otro corral y así durante la noche no podían amamantarse. Cenábamos temprano y después de limpiar la cocina, rezábamos el rosario. Cuando mi padre estaba de humor, nos reuníamos en el patio a contar cuentos, especialmente en las noches de luna. Eran siempre cuentos de miedo. A todos nos encantaban las historias de terror y mientras mi padre las contaba yo me abrazaba a mi madre aterrorizada, mientras ella me acariciaba la cabeza lentamente, susurrándome al oído, “mi mechuda”, como solía llamarme. Otras veces él tocaba el tiple y cantaba canciones, o nos enseñaba juegos como ‘las escondidas’, ‘el repollo’, ‘enredar la pita’, o ‘en el banquillo’. Era increíble pasar el tiempo con él cuando tenía la disposición.

Nuestra familia se mantenía con la ganadería, lechería, siembra y venta de tabaco, además del comercio de mercancías, y el trueque por ganado, morrocotas de oro, carne de chigüiro y café. La gente destilaba de la caña su propio aguardiente, pero no era permitido venderlo al público y mi padre lo compraba en una vereda llamada Minas para llevarlo a El Tablón y comercializarlo entre sus innumerables clientes de manera clandestina. Llevaba joyas de oro y plata, y toda clase de telas y cotizas desde Bucaramanga para el llano, donde las cambiaba por carne oreada. También cambiaba la panela que producíamos en casa por vacas que llevaba a la finca para agrandar el hato. Teníamos horno y harinas para amasar el pan una vez por semana. En algunas épocas la casa era posada de cuchanos. Venían de un pueblo cerca de Sogamoso llamado Cuche, llevando harinas, cerveza, y toda clase de mercancías para La Trinidad del Pauto. Mi padre les cobraba el potrero para las bestias. Era gente de costumbres muy arraigadas. A mí me gustaba mucho verlos, porque me parecían extraños, muy diferentes a nosotros. Por esa razón husmeaba en sus cosas tanto, que llegué a conocer bien su forma de vivir. Eran nómadas por el mundo. Ellos me contaban sus historias de viajes a través de las montañas y así fui alimentando un fuerte deseo de querer viajar.

En las fiestas de San Juan tomábamos chicha, guarrús, y otras bebidas fermentadas a partir de maíz y arroz. Comíamos hayacas, pan de arroz y mantecadas. Durante la violencia de los cuarenta la sal escaseó tanto que se convirtió en un lujo y los más pobres enloquecían por tenerla. Cuando se acercaban estas fechas, llegaban indígenas desde las montañas a pedir sal. Casi todos eran amigos de mi madre, porque en escondidas de mi padre, corriendo el riesgo de ser descubierta, les regalaba no solo sal, sino también alimentos de la despensa principal. Ella se alimentaba del sentimiento de poder servir a quien lo necesitaba. Porque bien es cierto que cada vez comía menos. Sus raciones se parecían día por día más a las de un niño pequeño mal alimentado. Su problema fue siempre la úlcera que la fue consumiendo lentamente. Se preocupaba demasiado, siempre pendiente de mi padre y de nosotros. Nunca se preocupó por su bienestar. Con el paso del tiempo se aceleró su enfermedad, y las peleas con el viejo la fueron llevando lentamente a la postración. Él era muy severo con todos nosotros, pero especialmente con ella. No tanto quizás, como lo había sido mi abuelo Adolfo con su esposa Rosaura, pero su trato tirano, a mi madre la afectó profundamente.

En la adolescencia mi vida cambió de forma radical. Mi padre se volvió más severo en sus normas. Mi madre por su parte, se iba volviendo día a día más sensible y su salud se deterioró tan rápido, que en cuestión de unos meses tuvo que cambiar sus hábitos. No podía trabajar, y cada vez yo tenía más trabajo y responsabilidad. Un día mi padre no me dejó seguir asistiendo a la escuela. Me dijo que las mujeres no necesitábamos, ni debíamos estudiar. En lugar de eso debíamos aprender las cosas de la casa y prepararnos para tener un hogar. Llegué hasta tercero de primaria. Él era demasiado celoso con nosotras y con catorce años, yo despertaba las miradas de muchos compañeros de la escuela, cosa que no lo dejaba estar tranquilo. Era la ley de antes. Mujeres formadas para el hogar, única y exclusivamente.

El poder del liberalismo casi terminaba, era el año 1945 y se acercaba a su fin el segundo periodo de mandato del presidente Alfonso López. Pronto llegaría otra vez la violencia con el gobierno de Mariano Ospina y la posterior dictadura conservadora de Laureano Gómez. En esa época escuchaba a mi padre hablar, con la gente que llegaba a la casa, acerca de la segunda guerra mundial o escuchaba las noticias de la radio, y pensaba en las atrocidades del nazismo como algo lejano, cosas que no pertenecían al mundo en que vivía. Los límites de mi mundo eran los alrededores de Támara, la vereda de El Tablón y los sitios de los que mi padre me hablaba. Muy dentro de mí, sin embargo, ansiaba conocer algún día el mundo, viajar por tierras desconocidas, visitar países lejanos y ver costumbres diferentes. Desde estos años, se me fue forjando el amor por viajar, un amor que nunca he perdido.

El ciclo y la renovaciónI

Justo después de la media noche salimos en dos jeeps. No había tiempo que perder y sin más posibilidades para viajar, decidimos que esa sería la más rápida. Una de mis hermanas venía viajando desde New York junto con su pequeña hija y volarían horas después de Bogotá a Yopal con los últimos pasajes que habían logrado conseguir en una aerolínea. Tomamos la vía que de Bogotá conduce a Tunja, para desviarnos enseguida del embalse del Sisga por la carretera que se aparta de la autopista hacia Guateque y la represa de Chivor, evitando así el corte de ruta hecho por las FARC en la vía que de Sogamoso conduce a Yopal.

Veía a mi madre reclinada en la silla de la parte trasera del jeep y pensaba en la dureza de la vieja. Esa dureza propia de una vida llena de experiencias. Experiencias como la muerte de mi hermano Roney nueve años atrás, mientras conducía su moto rumbo a la casa donde vivía con su esposa y sus hijos. Había salido hacía pocos minutos de Yopal y antes de cruzar el puente del río Cravo sur, justo saliendo de una curva, se le había aparecido de frente el camión que lo mataría de manera fulminante. En ese funeral me había quedado impresionado por la cantidad de gente que se hizo presente, y por la actitud de mi madre. Eso fue lo que más me marcó, lo que se quedó en mi recuerdo. Ella parecía no quebrarse nunca, como en este momento, en el jeep, silenciosa y sosegada, tantos años después de aquella tragedia, tantos años después de tantas tragedias que le marcaron la vida.

Mirando dentro de mí, recordaba, trataba de revivir. Eso era lo más importante, revivir. Veía la ruta y los carros que se cruzaban de frente como fugaces líneas de luz, el pavimento húmedo a esa hora de la madrugada y la planicie del páramo cundinamarqués totalmente ensombrecida por la niebla. Pensaba cómo la cercanía de la muerte cambia totalmente la percepción de la realidad. Había pasado por aquella carretera infinidad de veces durante diversos momentos de mi vida, pero ahora la razón del viaje la hacía totalmente diferente. La hacía una ruta nunca antes recorrida que me dirigía a algo incierto, hacia una gran sombra, hacia un lugar donde me esperaba algo desconocido, si se le puede llamar así a la experiencia con la muerte. Quería que la vía fuera muy larga, que nunca terminara. No quería finalizar aquel viaje, no quería tener que bajarme del jeep jamás. El sonido del motor me anestesiaba. Mi cabeza era un bombardeo de imágenes de infancia y recuerdos de El Paraíso. Ese irónico nombre con que mis padres habían llamado a la última finca que tuvieron. Nombre que solo tuvo sentido para mí porque fue el escenario de mi infancia y mi adolescencia. Allí aprendí las cosas que definieron mi vida. De niño y también de adolescente, lo viví como un lugar mágico y aislado del mundo, allí conocí la felicidad y todos los días de mi vida lo recuerdo como mi paraíso. No sé por qué venían estos recuerdos a mi mente, de repente, sin poder dominarlos, mientras trataba de sobrellevar el insoportable silencio que imperaba en aquel jeep, quizás era una forma de revivir los felices momentos junto al viejo.

*

El largo corredor de la finca que mi padre había construido para que de niño corriera, constituye uno de mis primeros recuerdos. Después está la voz de caporal del viejo, potente, hablándole a los obreros y tomando decisiones con mi madre. Yo no solía entender nada de lo que hablaban los grandes y seguía en mis juegos con los pocos juguetes que no habían sido devorados por las llamas, en el incendio de La Giralda, la anterior finca de Macuco en San Luis de Palenque. Mis juegos eran totalmente solitarios. Crecí sólo por ser el último de la camada, creando mundos donde yo era poderoso y protegido por la magia. Siempre me sentía inspirado por los cuentos que mi padre me contaba. Cuentos de reinos perdidos, de hombres humildes que llegaban en busca de trabajo a la entrada de palacios de reyes pretéritos y despiadados, que asesinaban a sus lacayos por no cumplir sus deseos. Historias sobre comarcas fantásticas en las que siempre había una reina heredera, inevitablemente seducida por el humilde lacayo, que investido de magia por obra de un hada o de un encantamiento extraño, lograba conquistarla. Yo siempre con mi investidura de protegido, con poderes sobrenaturales, estaba continuamente salvándome a mí mismo y a los míos, mezclando la realidad con la fantasía de las palabras del viejo, que eran la fuente que mantenía viva la magia; esos mundos fantásticos que él creaba a través de sus cuentos durante innumerables noches de chinchorro, noches de historias, de espantos y de cosas imposibles, durante toda mi infancia.

¿De dónde sacaba tantas historias mi padre? ¿Cómo hacía para elaborar los detalles de cada rostro y de cada situación que me narraba por las noches? ¿Dónde vislumbraba esos mundos? ¿Cómo había sido su infancia? ¿Eran esos los mundos que él imaginó en su niñez, también solitaria como la mía? Me preguntaba, luego de su muerte. Eran mundos que mi padre había compartido espontáneamente conmigo y hasta cierto punto también con mis hermanos, por medio de las sesiones íntimas en las noches de El Paraíso, acostados en el chinchorro con mi cabeza apoyada en su pecho, con el olor del humo del tabaco, cuando él me dedicaba ese precioso tiempo antes de dormir, cuando, quizás sin quererlo, el viejo construía lentamente, noche a noche, la felicidad de su pequeño hijo a través de sus palabras.

*

La novia de mi hermano iba silenciosa al volante, la monotonía del motor adormecía el ambiente del jeep. Rápidamente mis pensamientos volvían a mi interior, a mi mundo perfecto de recuerdos donde nada malo estaba pasando, donde todo había sucedido y de maldad quedaban solo cicatrices y recuerdos. Allí la muerte no podía entrar y eso me daba la tranquilidad suficiente para continuar el viaje.

*

En El Paraíso me despertaba tarde. Los grandes ya se habían levantado horas antes y entonces abría los ojos perezosamente, miraba alrededor las camas hechas mientras escuchaba las voces del trajín diario de la finca. A medio despertar aún, me quedaba quieto debajo de la sábana. Si mi padre estaba, su voz sobresalía siempre por encima de las otras. Después, aguzando el oído buscaba la voz de mi madre, la de mi hermana mayor o la de algún obrero. Así establecía un escenario sonoro. La voz de mi madre nunca me fallaba, siempre estaba; mi padre se ausentaba constantemente a sus jornadas de arreo, a sus travesías con ganado y volvía una o dos semanas después, cargado de historias como las mulas de los chocoteros, y a veces herido por lo fuerte de la faena. La voz de mi madre resonaba siempre del lado de la cocina junto con la de mi hermana Mirtha y seguramente la de alguna cocinera. Se escuchaba relinchar un caballo, una orden de un lado a otro de la casa cuando mi padre estaba, el bramar de una vaca en busca de su ternero, una gallina que se paseaba por el largo corredor, cerca de mi cama, cagando el piso y llamando a sus polluelos, crac—crac—crac, cuando encontraba algún marisco para alimentarlos. Todo, todo esto junto, sobre el telón sonoro del canto mañanero de los toldos y la sinfonía de decenas de pájaros más, era el común denominador de las mañanas de mi infancia en El Paraíso. Así permanecía hasta que me daban ganas de levantarme por aburrimiento, o por necesidad de ir al baño. Entonces empezaba a gritar con todas mis fuerzas llamando a mamá. Podía hacer mis necesidades solo, pero aun así gritaba hasta que ella escuchaba y respondía desde lejos, de en medio de sus quehaceres, acudiendo enseguida a ver cómo había amanecido su pequeño hijo. Me daba un beso y me llevaba a bañar. Casi siempre me despertaba de mal genio, totalmente desorientado y con rabia por tener que incorporarme a la vida diurna, pero me duraba solo un momento. Después del desayuno quedaba totalmente renovado. Cuando mi papá me compró la primera silla para montar a caballo, sentí que era la persona más feliz del mundo. Previamente me había regalado también un caballo amarillo oscuro, ‘Porra’e tungo’ lo llamaba, porque su cabeza se me hacía demasiado grande y tenía la forma cónica de un tungo de arroz. Era muy manso y se dejaba acariciar. Me recibía la comida en la mano y yo me quedaba quieto, como hipnotizado mirando sus parpadeos de largas pestañas, cuando iba a buscarlo al potrero para darle las conchas de topocho que salían de las manos de la cocinera. Los caballos fueron mis más grandes amigos de infancia y quizás de toda mi vida, porque cuando nos quedamos sin la última finca, lo que más recordaba y lo que más me dolía, era el recuerdo de los tres caballos que tuve: ‘Porra’e tungo’, el caballo amarillo; ‘Paraulata’, la yegua criolla que mimaba como si fuera un perro; y ‘Navidad’, una potra que no llegó a vivir lo suficiente para llegar a yegua, porque una serpiente la mordió y se la llevó al cielo, según me decían de niño, porque estaba seguro de que los caballos eran los únicos animales que tenían un cielo.

Desde muy niño mi padre me llevaba con él a dar vueltas al potrero, a revisar las cercas o a poner sal en los pozuelos que había en todos los ranchitos que servían de saleros. Él ya me preparaba para que yo manejara la finca cuando ya no pudiese hacerlo en su vejez. Eso me lo confesaría tiempo después en el yucal, mientras arrancábamos las yucas para llevar a la despensa. Cuando me llevaba a dar vuelta a los potreros lo hacía de cabresto las primeras veces, pero rápidamente le perdí el miedo a los caballos y entonces quería montar sin ayuda de nadie. El viejo siempre llevaba en su silla de montar un zurrón de cuero —hecho de la piel de las criadillas de un toro viejo— lleno de grapas junto con el martillo, un frasquito de creolina para curar becerros y un cuchillo lengua de oso en una cubierta de cuero, pegado a la cintura, justo al lado de la cacha que sobresalía del revólver calibre 38. En su cabeza siempre estaba el sombrero.

Mientras paseábamos por los potreros me hablaba tanto de las plantas y los árboles que encontrábamos, como de los animales que íbamos viendo. De niño, yo sentía que mi padre conocía todo acerca del mundo, todos los nombres y los usos, así como los peligros que cada animal o vegetal representaba, todo, absolutamente todo, lo sabía él. Casi siempre terminaba contándome una historia, diciéndome que cuando creciera, tenía que ser un hombre fuerte y un verdadero llanero. Cuando me confesó que yo sería su sucesor en la finca, quien iba a mandar en esas tierras, me daba risa nerviosa y me hacía sentir avergonzado. Mirándome las manos frágiles, los dedos huesudos y mi cuerpo de niño, sentía demasiado lejanas las palabras del viejo, pero no me atrevía a contradecirlo. Tenía la certeza de que nunca podría hacer nada como mi padre, ni lograr su sabiduría. Juntos tapábamos bachaqueros1 con barro y veneno, evitando así que se comieran los conucos de yuca y batata. También lo acompañaba a sacar yuca y lo observaba con admiración cuando halaba las negras raíces del corazón de la tierra, extrayéndolas con singular facilidad mientras que yo no lograba ni mover el tallo de la planta. Yo no tenía la fuerza necesaria para esa tarea y crecí con el anhelo de convertirme en adulto rápidamente, porque admiraba la fuerza de mi padre. Cuando volvíamos a casa desaperábamos los caballos y los llevábamos al rancho de la bomba. Allí estaba el aljibe. Luego de darles de beber los soltábamos al potrero que quedaba pegado a la casa, y a donde se llegaba por uno de los tranqueros. El Paraíso era un rancho gigantesco de forma rectangular. Tenía cuarenta metros de largo por diez metros de anchura. Estaba distribuido en seis cuartos gigantes de los cuales dos se usaban como despensa. En uno de los extremos se había añadido otra construcción, era la cocina equipada con estufa de leña, horno y troja de guadua para lavar los platos.

La casa estaba rodeada por un prado gigantesco que hacía más o menos tres hectáreas, encerrado a su vez por un gran cerco. El extenso prado era podado cuidadosamente y sembrado en diferentes zonas con árboles de guayaba, mango, papayo, guásimo, mata ratón, guanábana, azucena, mandarina, naranja, limón y palmas africanas. Los jardines que cultivaba mi madre rodeaban la casa y todo aquel que llegaba no podía dejar de admirarlos. Tenía tantos tipos de flores que no podría nombrarlas. Casi siempre había alguna florecida, cuando no era que estallaba todo en colores y aromas, porque muchas de ellas lo hacían al mismo tiempo de acuerdo con la época del año. El cerco que rodeaba el prado gigantesco tenía tres tranqueros principales que daban al potrero de la ceiba uno, a una cuadra pequeña donde se encerraban los caballos cuando tocaba madrugar el segundo, y el tercero, daba a la gran sabana que colindaba con el camino real. Cerca del rancho de la bomba, a unos ochenta metros de la casa, en el borde del cerco, estaba el rancho de las ovejas, y allí también estaba ubicado el chiquero de los marranos. De niño, después de los cinco o seis años de edad, debía cumplir con algunas pequeñas labores; servía de aguatero cargando el líquido desde la bomba hasta la cocina y por las tardes regaba las matas y los jardines, con la ayuda de alguna de mis hermanas que estuviese de vacaciones o de un mensual. Otras veces llevaba agua a los bebederos de las gallinas que estaban ubicados por todo el gran prado. En el verano ayudaba a barrer el patio de tierra por las tardes, para evitar que llegaran las serpientes cerca de la casa.

Siempre soñaba con estar montado en un caballo. Era mi delirio recorrer el llano de esa forma. Desde los tres años de edad me imaginaba mis propios caballos montando sobre un mandador2 y usando el rejo como azotador, galopando alrededor del rancho, adentrándome en los árboles frutales arriaba las gallinas del patio y con una cabuya larga construía mi cabo de soga, que cagaleriaba y amarraba a la parte trasera del palo del mandador a manera de arrebiate; muchas gallinas fueron enlazadas y lajiadas de esta manera, soñando con ser un hombre para poder ser vaquero. Esto sucedía hasta que mi madre se daba cuenta y se ponía furiosa por jugar así con esos animales. Todo aquello lo hacía presa de una eufórica ensoñación infantil que se disipaba con la voz de algún adulto.

En el patio de tierra blanca era donde, durante las noches veraniegas de luna, paseaba después de la cena agarrado de la mano de mi padre mientras él me hablaba de las estrellas y de la inmensidad del universo. Cuando él se cansaba de pasear la cena, pasábamos a la segunda parte de la noche, previa a la cama. Era la sesión de cuentos en el chinchorro. Allí, el viejo esperaba que me viniera el sueño contándome las historias que años después llegarían a mi memoria solo como un montón de imágenes y fuertes emociones; porque a decir verdad, con todos aquellos retazos de recuerdos, nunca he logrado hilar una sola de ellas de manera coherente.

Lo que más me gustaba era el verano, a pesar del calor. La brisa de verano en las tardes era fresca. Además, era la época en que se reunía toda la familia en la finca. Todo era alegría y gente querida. Era la época de los parrandos y las novillas asadas, el año nuevo. Todos felices, la pólvora, los disparos al aire a la media noche. Costumbres con las que recibíamos el nuevo año. La familia llegaba algunas veces en avioneta o en jeeps, cuando la carretera lo permitía, llevando regalos, víveres importados, dulces, vinos, galletas, chispitas mariposa y juguetes que yo disfrutaba durante todo el año que arrancaba. Unos días previos a las fiestas de fin de año mi padre se aprovisionaba muy bien en los almacenes de Yopal, con cajas de aguardiente, cerveza, víveres y mercado en grandes cantidades.

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ISBN:
9789585228429
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