Kitabı oku: «La sombra que pasa», sayfa 3
La fiesta familiar de fin de año en El Paraíso era simplemente feliz, pero también era nostálgica. Cada uno de los miembros de la familia, instintivamente, experimentaba un trance introspectivo, donde se hacía un repaso de la vida durante el año que acababa de terminar. Yo los escuchaba y trataba de entender por qué algunos lloraban y se abrazaban y, me daba algo que no puedo explicar, pero terminaba abrazándolos también, solo que no sentía ganas de llorar, aunque también quería hacerlo. Era el momento de recordar a los que no estaban y producía una sensación parecida a la tristeza, que lentamente se iba convirtiendo en una melancolía dulce y suspendida, como la que acompaña a los hombres que han vivido con la intensidad suficiente para sentirse tan unidos al mundo, tan parte de la tierra como podría sentirse una yuca o una batata y por tanto tan temerosos de dejar de pertenecer a ella por alguna fortuita causa del destino.
Críspula y EnriqueII
El 4 de marzo de 1945 cumplí quince años. Esa tarde mientras hablábamos tonterías con Augusto, entre chistes y chanzas me dijo:
—Ángela, Antonio quiere hablarle, ¿por qué no le recibe una carta que él quiere escribirle? Yo se la traigo si usted me autoriza.
La carta obviamente ya estaba escrita y mi hermano solo quería tentar el terreno. Le dije que no. ¿Qué estaría pensando al proponerme algo así? Ellos trabajaban mano cambia, que era una costumbre en la que Antonio iba a trabajar para mi papá una jornada completa y después Augusto devolvía el favor sirviendo en la otra finca. Así iban cooperándose unos a otros. Un intercambio de mano de obra sin tener que pagar un hombre más, porque en esa época casi no circulaba moneda que permitiese contratar obreros. De esa forma pasaban mucho tiempo juntos durante largas temporadas. Luego de algunas semanas, a pesar de todo, un día me llegó Augusto con la carta, pero nuevamente me negué a recibirla. Se la devolví varias veces. Sin embargo, él fue porfiado y por muchos días me estuvo insistiendo, lo hacía diariamente, era desesperante e intenso con la propaganda que le hacía a Antonio.
—Recíbala, el loco quiere hablarle, no sea así. Usted siempre tan orgullosa, no lo trate de esa forma que él es bueno. Además, solo quiere hablarle, eso no le cuesta nada a usted. Si no quiere que le vuelva a decir nada, pues bien, yo me encargo de eso, pero recíbale esta carta al menos —me dijo.
Fue muy convincente Augusto y me hizo ver que el hecho de recibirle la carta no iba a ser algo grave. Tanto da el agua al cántaro hasta que por fin lo rompe. Terminó suavizando mis prejuicios, y así, recibí la carta. Pero fue terrible. Se la mostré inmediatamente a mi mamá porque me asusté cuando la leí. En la carta me proponía matrimonio y como si fuera poco, quería que fuera lo más pronto posible. No sé por qué tenía tanto apuro, pero quería que nos casáramos a la siguiente semana. Esas cosas no se proponen de una manera tan alocada y tan irresponsable, dijo mi madre cuando la leyó. A pesar de todo lo loco que era, ella lo quería mucho porque se daba cuenta de que era buen hijo con la señora Eufemia, su mamá, y claro, también quería mucho a mi mamá y se lo hacía notar con detalles; humilde pero muy detallista, educado y atento, así siempre fue. Tenían un ranchito en un sitio llamado El Copey, cerca de El Tablón de Támara. Era una familia tan pobre, que a Clemencia, una de las hermanas de Antonio, les había tocado llevarla de dieciséis años al orfanato en Támara. Allá se acabó de formar porque ellos no tenían modos económicos de mantenerla y mucho menos de educarla. Antonio había quedado sólo después de morir su hermano Benjamín de mordedura de culebra. Vivían en el ranchito la señora Eufemia, su padrastro Silvio, que era un hombre menor que ella, y él. Los viejos siempre salían a trabajar, a veces semanas enteras, y desde niño quedaba él como encargado de la casa. Así se formó desde pequeño, y así, durante toda su vida siempre le gustó estar, solo. Claro, si uno se cría así, es natural que le guste tanto la soledad. Era por eso que él disfrutaba estar en la sabana, en medio del llano, con la vista perdida en el horizonte, siempre pensando en cosas que solo compartía consigo mismo.
Me contaba que de niño él hacía cosas como sentarse cerca del camino a ver pasar la gente en medio del sol quemante, y habiéndose preparado con un táparo3 lleno de agua del jagüey4, les brindaba agua fresca y así lograba obtener algo de dinero o un poco de comida. Durante los días que Eufemia jornaleaba en las fincas, se veía obligado a cazar palomas y perdices con caucheras y hondas que él mismo construía. Aprendió a cultivar ahuyamas y así logró sobrevivir a la hambruna que se desató antes de que cumpliera los diez años de edad. Estas experiencias lo convirtieron, a largo plazo, en un hombre decidido. El rancho de El Tablón Alto lo hizo ya de muchacho, cuando empezó a tener diferencias con Silvio, el padrastro. Años después, ya de viejos cuando vivíamos juntos en Bogotá, después de vender la última finca ganadera que tuvimos, una de las cosas que me decía era que él no podía sentirse bien en la ciudad sin poder ver la sabana y con tanta gente alrededor todo el tiempo. Extrañaba los caballos y el ganado, la grandeza del horizonte, y claro, lo más importante, la sensación de soledad.
La madre de Eufemia se llamaba Encarnación. Era una mujer de piel oscura y rasgos indígenas. El padre era Santos Hurtado, de quien nunca se supo mayor cosa, excepto que fue un forastero de piel blanca, al parecer de buena familia, que embarazó a Encarnación y desapareció de la región sin dejar mayor rastro. Encarnación, tiempo después de haber dado a luz a la niña, se casó con un hombre de apellido Tive, de origen indígena al igual que ella. Se dice que tenía un carácter muy fuerte y trataba al señor Tive de forma terrible. Contaba Antonio que se hacía solo lo que ella disponía y ella dispuso que Eufemia fuese hija del señor Tive. Así, Eufemia creció viéndolo como su papá y haciendo uso de su apellido. Muy dentro suyo siempre se preguntaba por qué su piel era blanca y sus rasgos tan diferentes a los de sus padres, hasta que su madre, años después, le contó la verdadera historia. La vida de Encarnación y su familia estuvo rodeada por la pobreza. Muy joven aún, Eufemia se fue de la casa con un hombre de apellido Hernández y de esa unión fue que nacieron Delina y Clemencia, las dos hermanas de Antonio.
Después de Delina y Clemencia, Eufemia tuvo a Lino de un padre diferente; un niño que desapareció misteriosamente porque, según dicen, se lo llevó el duende cuando tenía solo quince meses. Luego vendría Benjamín, quien moriría mordido de culebra a los catorce años de edad. Y finalmente, el 5 de marzo de 1925, en El Tablón de Támara, nacería Antonio, el menor de todos. Cuando Carlos Peñuela supo que Eufemia había tenido un hijo suyo, quiso quitárselo para educarlo al lado de su hijo y su esposa, pero ella nunca aceptó alejarse del pequeño Antonio. Cuando Eufemia fue a casarse con Silvio, años después, se dio cuenta de que en su partida de nacimiento, Encarnación le había dejado su apellido materno, Moreno, y no aparecía Tive por ningún lado, como ella suponía. Antonio no se enteró de esto hasta mucho tiempo después y llevó el apellido Tive en la primera parte de su vida hasta el año 1955, cuando, durante el gobierno de Rojas Pinilla, pudo obtener cédula. En ese tiempo, en el campo se registraba un hijo con el cura en la parroquia más cercana, se sacaba una partida de bautismo y eso era todo. A veces los niños crecían acostumbrados a ser llamados bajo un nombre y cuando iban a casarse, se daban cuenta de que estaban registrados con otro nombre.
Carlos Peñuela era un músico popular, fiestero y alegre. Tocaba instrumentos de cuerda y cantaba. Fruto y prueba de sus muchos amores, fue mi marido. Trabajaba de médico en la región donde vivía, porque tenía conocimientos de medicina rudimentaria. Era un tegua reconocido, sin título, pero con el reconocimiento de la gente para curar enfermedades cuando aún no había médicos graduados. Lo mataron en Labranzagrande una noche que llamaron a la puerta de su casa para que fuera a prestar un servicio médico a un enfermo que requería ser atendido inmediatamente. Dicen que salió con el maletín médico y nunca más volvió. Al parecer el asesinato tuvo que ver con posibles venganzas por amoríos, pero el hecho de haber encontrado el cadáver sin los dedos de las manos, arroja también la sospecha de un asesinato por robo, para quitarle los anillos de oro.
*
Mi madre me decía que le dolía morirse tan pronto porque yo quedaría sola y tendría que afrontar una vida llena de sufrimientos con mis hermanos aún pequeños. Después de su muerte todo esto se empezó a hacer realidad: mi vida se convirtió en cocinar y lavar. Sacando tiempo de aquí y de allí, lograba algunos ratos libres en los cuales podía aprender a coser. Eso era lo que más me gustaba hacer. Si hubiera podido estudiar diseño de modas o modistería, habría hecho realidad ese sueño, pero en esa época eran impensables los sueños para las mujeres.
Después de dar a luz a Mario, mi hermano menor, mi madre se agravó. A pesar de sus dolores, trabajaba todo el día sin descanso, pero cada vez se le veía más acabada. Lentamente se fue quedando sin fuerzas y el dolor, cada vez más fuerte, fue ganándole las ganas de vivir. Comer le producía espasmos tan agudos, que se fue muriendo lentamente de hambre. Algunos días la veía que vomitaba sangre y con el tiempo, rápidamente se redujo a la cama. Solo podía comer espumilla de clara de huevo que don Marcelino, un tegua amigo de la familia, me había recomendado que le preparara con un poquito de aceite de cocina y cola granulada. Yo la cuidaba todo el tiempo preparándole todos los remedios posibles, pero nada parecía servirle. En una ocasión tuvo una descomposición estomacal que la aniquiló en una sola noche. Al final vomitó algo parecido a un pedazo de estómago. Nunca supe de qué se trataba su enfermedad exactamente. Después de esa noche no volvió a pararse de la cama. Cada día se asemejaba más a un esqueleto. Duró así tres meses; tres meses de sufrimiento y no lo digo solo por ella, sino también por mí. Una de las peores cosas que hay es ver a la mamá muriendo lentamente sin uno poder hacer nada por ayudarla. Solo podía comer espumilla y cuando intentaba comer algo más, le daba un dolor tan fuerte que hasta perdía el conocimiento. Era tan grande su sufrimiento, que siendo ella una persona tan creyente y piadosa, en medio de las lágrimas, me llamaba y me decía con voz apagada:
—No sé por qué mija, ¿por qué todos estos dolores? No he hecho daño a la gente, he tratado de ser buena con todos y me estoy muriendo de hambre ¿Por qué mi Dios me tiene así?
Se revolcaba por los retorcijones cada tanto y después rezaba el credo y la salve cuando sentía que iba a morirse. Las oraciones la calmaban un poco. Yo lloraba en silencio y la miraba, escondiendo mis lágrimas, desesperada y presa de la impotencia. Solo había teguas. Si hubiera sido en esta época las cosas habrían sido diferentes.
El 28 de agosto de 1947 llegó a casa muy temprano Carmen Amelia, una de mis primas. Había ido a visitar a mi madre. Entró en la habitación y me encontró cuidándola. No la dejaba sola porque temía que algo terrible le pasara. Ese día mi padre, mis tíos y mis hermanos estaban recogiendo la cosecha de tabaco para ponerla a secar el siguiente verano. Mis hermanos pequeños Mary y Mario estaban fuera de la casa, en la tasajera cuidando la carne para que no se la llevaran los chirigüares. A pesar de mi repulsión al tabaco que sentía de niña, tuve que aprender a masticarlo para poder masajearle el cuerpo. Eso le calmaba el dolor de huesos. Ya le había frotado todo el cuerpo con tabaco cuando Carmen se acercó a su cama y le tomó una mano entre las suyas. La estaba mirando silenciosamente, mientras yo le daba gotas de aceite con huevo en la boca, cuando de pronto mi madre hizo una muequita muy chica, un pequeño mohín, y dejó de moverse. Nunca había visto morir a nadie y no sabía qué estaba pasando. Le pregunté entonces a Carmen y ella empezó a gritar diciendo que María Juanita había fallecido. Yo no le creí. No quería creerlo. Tampoco podía. Yo pensaba que la muerte llegaba de una manera diferente, que la vida de una persona no era algo tan frágil. No sabría cómo decirlo, todo fue tan simple, tan sutil. Le toqué la frente y luego se la froté suavemente esperando que volviera en sí, que empezara a moverse como lo estaba haciendo hacía unos segundos, que parpadeara siquiera. Pero no pasaba nada, tenía una sensación muy extraña, era como si no estuviera sucediendo de verdad, como si la realidad fuera otra y eso que estaba viviendo fuera un sueño del cual despertaría cuando se volviera insoportable. Pero no volvió en sí y cuando todo se volvió insoportable, me quedé esperando despertar, con los dientes apretados, muy apretados, sintiendo la amargura del tabaco y el sabor de mis lágrimas totalmente diferente, en silencio, abrazada a su cuerpo, desolada.
Mi padre llegó un rato después con mis hermanos. Ya tenía lista la mortaja que había cosido una amiga de la familia y, como siempre mantenía un ataúd en la casa, la amortajaron y la metieron en el cajón. Todo pasó muy rápido. Estaba tan flaca que pesaba tanto como un niño raquítico. No mereció tanto sufrimiento. Al otro día la enterraron en el cementerio de El Tablón Alto. Le di el último adiós, mientras sentía que me quedaba sola en el mundo, con una tristeza que nunca más dejé de sentir, porque el dolor de su muerte no se me curó nunca.
Mi padre cambió totalmente luego de aquel día. Me siguió queriendo como siempre pero rápidamente se buscó una querida, una indígena con la cual tiempo después tendría a Rafael, mi medio hermano. A mí no me gustó su actitud y me hirió de manera mortal. Esa fue una de las razones por las cuales terminé tomando la decisión de irme para hacer mi vida en otra parte, aun sintiendo en el alma tener que dejar a Mario y Mary en la casa, siendo aún tan pequeños. La vida que me tocaba llevar era muy dura. Estaba casi totalmente a cargo de la casa de un día para otro, y mi padre empezó a beber mucho. Cuando estaba tomado no tenía respeto por los niños ni por la memoria de mi madre, metiendo a su nueva concubina en la casa. La suma de todas las cosas me superó y decidí renunciar.
*
Antonio estuvo porfiando durante mucho tiempo con que nos casáramos, pero en realidad nunca llegué a pensar que me iba a casar con él; aunque a decir verdad algo había cambiado. Ya no despertaba en mí esa repulsión de antes. Tiempo atrás le había dicho a mi madre que yo no me iba a casar ni con él ni con nadie. No me pensaba casar nunca, era algo decidido. Después de su muerte todo cambió y entre esas cosas cambió mi forma de pensar y mi forma de ver la vida. Nosotros llevábamos más de dos años de estar así, de novios, pero no de novios como lo hacen hoy en día, nosotros solo nos escribíamos cartas y algunas veces charlábamos. Nada más que eso. Era una relación epistolar y Augusto era el que atizaba el fuego, el cartero, el celestino. Nunca quise verme con él hasta después de que mi mamá murió. Creo que la muerte de mi madre fue la razón por la cual me acerqué a él. La ausencia de ella fue lo que más marcó mi vida y lo que me obligó a tomar decisiones importantes, a agarrar las riendas con fuerza. Cuando tenía diecisiete años, ya muerta mi madre, él llegaba al corral de ordeño en cualquier descuido de mi padre, y yo corría en medio de las vacas, presa de una sensación extraña, con una emoción muy fuerte, nueva para mí. Todo sucedía muy rápido para que mi papá no se diera cuenta. Él desde afuera y yo desde dentro del corral, hablábamos nerviosamente, con temor, con la voz entrecortada por la angustia porque mi papá era muy delicado y no veía con buenos ojos nuestra relación. Ágil como era, otra vez me devolvía corriendo, con la sensación de que ya me iba a gritar desde el patio. Ese miedo al padre con el que crecimos todos en casa.
Después de la muerte de mi madre quedé con una sensación de soledad absoluta. No tenía a nadie con quien compartir mis angustias. Antonio era muy gracioso y me reía mucho cuando estábamos juntos. Empezó entonces a ir de visita por las tardes después del trabajo y como sabía que a mi papá le gustaba el aguardiente, se presentaba con media botella de Ónix para hablar con él. Era entonces cuando mi papá, como primera medida, le rezaba toda la cartilla acerca del matrimonio. Yo le había dicho que si era en serio que quería casarse conmigo, él tenía que decirle y convencerlo. Con el aguardiente lo aflojaba con mayor facilidad. Le brindaba dos tragos antes y ahí sí le empezaba a tocar el tema. Mi papá nunca estuvo de acuerdo con lo nuestro hasta último momento, cuando ya no tuvo opción. Nos puso todos los obstáculos posibles. Objetaba que Rosalba estaba muy pequeña, que yo era la única de juicio, que él se quedaba muy solo con los hijos; en fin, muchas cosas de ese estilo. Antonio no se daba por vencido nunca, no desfalleció ni un solo momento. Al final le dije que me quería casar y punto, directamente, sin más vueltas, porque hubo algo que no me gustó de mi padre, y es que llevó a vivir de forma definitiva a la casa a su nueva mujer. Dormíamos todos juntos y por tanto me daba cuenta de las cosas íntimas que pasaban entre ellos. Pienso que eso no se debe hacer porque es parte del respeto. Por otro lado, me dolía mucho darme cuenta de que él había tenido relaciones con esa mujer desde antes de la muerte de mi madre y un día lo enfrenté.
—Papá, usted siempre me dice que no quiere que yo me case, entonces le propongo algo: lléveme a Támara a estudiar modistería que yo quiero ser profesora. Es lo que más quiero en mi vida porque quiero ser maestra y no quiero dejar de estudiar —le dije. Porque ese era mi sueño, y en ese momento era también una buena excusa para irme de la casa.
—No mija ¿cómo se le ocurre?, si usted se va a estudiar esto va a quedar solo ¿y quién me va a ayudar aquí con esta casa? ¿Y los muchachos? Olvídelo, eso no es posible —me respondió tajante.
Aunque era mi padre, no puedo desconocer que era un hombre egoísta y machista. Pero así era el mundo donde me tocó vivir. Él, una persona intransigente, su palabra era muy fuerte y su terquedad no tenía límites. Nunca pude convencerlo de que me dejara estudiar en Támara, solo quería tenerme para que le cocinara y le respondiera por la casa. No sé si con más tiempo habría podido persuadirlo, pero no estaba como para esperar más. Por otro lado mi papá sospechaba lo que podría llegar a pasar y hacía intentos por entenderme, por tratar de evitar lo que pasaría, pero todos eran intentos fallidos que no hacían más que aclarar mi decisión día a día.
—Mire hija, si quiere tener un hijo téngalo, pero de otro hombre. Aquí, al pie mío a usted y al niño no les va a faltar nada. Eso a mí no me afectaría, pero no se una con Antonio; que usted se case con ese muchacho loco no lo voy a permitir. El papá de ese muchacho siempre ha sido un hombre mujeriego y borracho y así va Antonio. Yo no quiero la desgracia para usted, no quiero que sufra —me decía, y lo hacía con sinceridad, pero eso no era suficiente para mí.
Como yo era su consentida, estas palabras no tenían vuelta atrás, era radical, nunca iba a permitir que me casara. Además las cosas que me decía acerca del señor Peñuela eran verídicas, no era una persona cuerda. Era un loco mujeriego con la peor fama en la región. Después de esos intentos y ante tanta intransigencia de su parte, Antonio me propuso un día que nos voláramos y a mí no me pareció algo malo, pero le dije que nos diéramos un tiempo para planearlo. Así empezamos a preparar todo mientras íbamos arreglando los detalles. Diseñamos toda una sarta de engaños que nos tocaría hacerle a mi papá. Preparamos diferentes tipos de pequeñas mentiras que sustentarían otras más grandes, y terminamos decidiendo que lo mejor era no hablar con nadie, hacerlo de la manera más discreta posible.
Duramos casi un año haciendo intentos, mirando cuándo era el momento oportuno, llenos de ansiedad y miedo, totalmente angustiados. Augusto era quien nos salvaba siempre y quien más nos animaba, nuestro principal aliado. Le terminé contando también a mi hermana Rosalba. Ella estaba pequeña pero a pesar de todo le conté porque la necesitábamos para el plan, y estaba de nuestro lado. Además me parecía muy injusto con ella simplemente desaparecer un día sin dejar rastro. Mi mayor pesar era Mario, mi hermanito menor. Al morir mi madre, como yo lo terminé de criar, él me veía prácticamente como su mamá. Lo cuidaba mucho y nunca pensé en dejarlo desprotegido. Como pensábamos vivir cerca, en el ranchito de Antonio, yo iba a poder seguir viéndolo después de casarnos y eso me dio fuerzas para tomar la decisión definitiva.
A las nueve y media de la noche del 15 de junio de 1949, Rosalba y yo salimos en total silencio del cuarto donde dormíamos, tratando de no despertar a mi papá que estaba durmiendo en el balcón, frente a nuestra habitación. Yo le había dejado una maleta a ella con mi ropa y le había dicho que me la escondiera. Antonio estaba esperándome en un ranchito que había en el cafetal cerca de la casa, donde estaba el horno de asar el pan. Estaba muy nerviosa y me despedí rápidamente de ella tan pronto miré la sombra de Antonio que se asomó cerca del horno. Cuando Rosalba volvió sin mí un rato después, mi papá se dio cuenta de lo que pasaba. A veces creo que él ya sabía lo que iba a suceder.
—¿Y Ángela dónde está? —le preguntó.
—Se quedó por ahí afuera… Ya viene —respondió Rosalba temblando y tratando de disimular el miedo. Mi Padre enloqueció esa noche. Salió a buscarnos por los alrededores y estuvo muy cerca de encontrarnos, porque alumbraba con la linterna y los dos con Antonio, acurrucados, paralizados, veíamos las luces del viejo buscándonos y hablando sólo, en voz muy alta, porque sabía que lo estábamos oyendo.
—Huy Dios mío, yo me fuera para Támara ya, porque seguro se van a casar allá —gritaba y se lamentaba. Hasta que se puso a llorar.
A mí se me partió el corazón de repente, las piernas me empezaron a temblar y en un momento dado pensé en salir de mi escondite y mandar todo el plan al carajo; pero al ver a Antonio asustado y emocionado a la vez, con la cara llena de felicidad y los ojos brillantes mirándome fijamente, me quedé callada y esperé que mi padre se entrara de vuelta a la casa. Esa noche él no pudo dormir. Estaba como loco después de que Rosalba le contó todo. Yo le había mandado a hacer una tinajita de barro para el guarapo tiempo atrás a mi tía Angelita, y se la había regalado a él. Al amanecer la sacó y se puso a tomar guarapo hasta emborracharse. Después, llorando, tiró la vasija lejos y la despedazó contra unas piedras del patio. Él me quería mucho y sentía que lo había traicionado.
Caminamos sin descanso toda la noche. Yo sentía una mezcla de miedo y emoción. Llegamos muy tarde a Yere y nos quedamos en las sabanas de ese hato. No podíamos caminar hasta Támara porque era muy lejos y necesitábamos descansar. En medio de la oscuridad encontramos una casa abandonada donde pudimos pasar lo que quedaba de la noche. En ese rancho de Yere pasé mi primera noche, con quien horas más tarde se convertiría en mi esposo. A la madrugada nos fuimos. Los dos estábamos muy asustados porque creíamos que mi papá iba a seguirnos para evitar nuestro matrimonio. Cuando llegamos a Támara, Antonio había mandado a hacer mi vestido de bodas y se había encargado prácticamente de todas las cosas. Era muy detallista conmigo. Los padrinos fueron Jova Bohórquez y Fidel Rosas, su esposo. Antonio era muy amigo de ellos y en Támara tenía mucha gente conocida que lo quería. Para mí todo era nuevo. Los padrinos nos dieron la posada y también fue donde nos hicieron el desayuno esa mañana. Todo fue muy rápido porque no se podía perder tiempo. Era posible que mi papá llegara a Támara en cualquier momento. Le contamos todo al padre Martín, y al otro día, el 17 de junio, él mismo nos casó en la iglesia de Támara. La noche de bodas la pasamos donde nuestros padrinos, en el pueblo. Al siguiente día nos volvimos al Tablón. Yo tenía una sensación muy rara, como sentimientos encontrados. Mucha alegría por un lado y una tristeza muy grande por otro, porque quería mucho a mi familia y sentía que había renunciado a todos ellos. Pensaba mucho en mi hermanito Mario. Era un cambio grande, y comenzar una nueva vida me daba miedo.
Estuvimos viviendo tres meses sin ver a mi familia ni hablar con ellos. Lo hicimos como habíamos planeado. La casa que Antonio había construido en El Tablón Alto ahora era nuestra casa de recién casados, y nos llevamos a vivir a la viejita Eufemia con nosotros, porque cuando Silvio, el padrastro de Antonio la dejó, le robó lo poco que le quedaba. Durante esos meses que vivimos allí, siempre estuve con unas ganas terribles de ver a mi papá, pero mi marido no permitía que fuera. Le teníamos miedo aunque a pesar de todo, yo quería verlo. Presentía que él no podía ser tan cruel como lo imaginábamos. Un día me encontré con Silvina, la madre de Jersaín, un amigo de nosotros. Me preguntó por qué no había ido a la casa de mi papá. Después me contó que él estaba muy triste porque yo no lo visitaba. Él ya sabía dónde vivíamos y todo lo concerniente a la boda. La noticia no había tardado en llegarle. Le conté entonces acerca de mis temores y le dije que no pensaba ir. Ella sacó un papel que mi papá me había escrito y me lo entregó. Ahí me decía que por favor fuera, que él no tenía nada contra Antonio y que estaba muy triste por no haberme visto. Inmediatamente fui a la casa y me alisté para irme. Decidimos que iría con Hilda, una niña hija de una amiga. Antonio temía que mi padre me hiciera algo y si eso llegase a pasar, ella tendría que volver a avisarle. Nos fuimos las tres con Silvina y cuando llegamos, salió a saludarme, me miró a los ojos, me abrazó y se puso a llorar. Lo abracé entonces con fuerza, también llorando, como si estuviera perdida, agua abajo en la creciente de un río y de pronto lograra abrazarme desesperadamente a un tronco flotante para no ahogarme. Sentí que volvía a tener familia una vez más.
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