Kitabı oku: «Relación y amor»
Título original del inglés: THE ONLY REVOLUTION
© 1970 KRISHNAMURTI FOUNDATION TRUST
Brockwood Park. BRAMDEAN, Hampshire SO240LQ. ENGLAND
© de la presente edición en lengua española:
2008 by Editorial Kairós, S.A.
Recopilación: Mary Lutyens
© Fotografía: KFT/KFA
© Traducción: FKL
La presente edición en lengua española ha sido contratada –con la licencia de
la Krishnamurti Foundation of America (KFA) www.kfa.org, e-mail: kfa@kfa.org y la Krishnamurti Foundation Trust Ltd (KFT) www.kfoundation.org, e-mail: kft@brockwood.org.uk– con la Fundación Krishnamurti Latinoamericana (FKL), Apartado 5351, 08080 Barcelona, España, www.fkla.org, e-mail: fkl@fkla.org.
Primera edición: Septiembre 2008
Primera edición digital: Diciembre 2010
ISBN-13: 978-84-7245-676-1
ISBN epub: 978-84-7245-902-1
Composición: Replika Press Ltd. Std. India
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución,
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SUMARIO
LA INDIA 1970
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
CALIFORNIA
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
EUROPA
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Fundaciones
LA INDIA 1970
CAPÍTULO 1
La meditación no es un escape; no es una actividad que uno practica para aislarse del mundo y encerrarse en sí mismo, sino el acto de comprender el mundo y su forma de actuar. El mundo tiene poco que ofrecer aparte de alimento, ropa y techo, así como placer con su gran desdicha.
Meditar es vagar, alejándose de este mundo hasta ser un extraño por completo. Entonces el mundo adquiere un sentido y es constante la belleza de los cielos y de la Tierra; entonces el amor no es placer, y de ese amor emana esa acción que no es resultado de las tensiones y contradicciones, ni de la búsqueda de satisfacción personal o de la arrogancia que el poder otorga.
La habitación tenía vistas a un jardín, y diez o doce metros más abajo fluía el caudaloso y ancho río, sagrado para muchos y, para otros, una bella extensión de agua abierta a los cielos y a la gloria de la mañana. Se podía divisar la otra orilla, con su aldea rodeada de árboles frondosos y, en esta época, el trigo de invierno recién sembrado. Desde la habitación aún se distinguía el lucero del alba mientras el Sol se elevaba lentamente por encima de los árboles; el río se convertía entonces en un sendero dorado, gracias a los rayos del Sol.
Por la noche, cuando la habitación quedaba totalmente a oscuras, la amplia ventana mostraba el cielo inmenso del Sur. Una noche, con sonoro batir de alas, un pájaro entró en la habitación. Encendí la luz, me levanté, y lo vi bajo la cama; era un búho. Tenía casi medio metro de alto, los grandes ojos extremadamente abiertos, y un pico aterrador. Nos observamos fijamente, muy cerca el uno del otro. El búho estaba asustado por la luz y por la proximidad de un ser humano. Nos quedamos mirándonos sin pestañear largo rato y en ningún momento perdió su porte ni su fiera dignidad. Se podían apreciar sus crueles garras y las delicadas plumas con las alas apretadas fuertemente contra el cuerpo. Uno hubiera querido alargar la mano y acariciarlo, pero él no lo hubiese permitido. De modo que finalmente apagué la luz y durante unos instantes la habitación quedó en calma, pero pronto hubo un batir de alas –uno sintió el aire en el rostro– y el búho emprendió el vuelo a través de la ventana. Nunca más regresó.
Era un templo muy antiguo; se decía que posiblemente tenía más de tres mil años, pero ya se sabe que a la gente le gusta exagerar; sin embargo era muy antiguo. Había sido un templo budista, pero hace alrededor de siete siglos pasó a ser un templo hindú, y en vez de una imagen del Buda colocaron una hindú. El interior estaba muy oscuro y se respiraba una atmósfera peculiar. Había varias salas con el techo sostenido por columnas y largos corredores bellamente esculpidos con un olor a murciélagos y a incienso.
Los devotos, recién bañados, iban entrando desordenadamente y con las manos juntas recorrían los pasillos, postrándose cada vez que pasaban frente a la imagen cubierta de sedas brillantes. En el altar más oculto un sacerdote cantaba y resultaba agradable escuchar aquel sánscrito tan bien pronunciado. Recitaba sin prisa, y las palabras llegaban con gracia y fluidez desde las profundidades del templo. Había niños, mujeres ancianas y hombres jóvenes. Los seguidores habían sustituido sus pantalones y chaquetas de estilo europeo por dhotis y, con las manos juntas y los hombros desnudos, permanecían sentados o de pie en actitud de gran devoción.
También había una poza llena de agua –era sagrada– con una larga escalinata que bajaba hasta el fondo y pilares de roca cincelada a su alrededor. Uno dejaba a su espalda la carretera polvorienta, el ruido ensordecedor, el Sol cegador y ardiente, y entraba en la sombra del templo en el que reinaban la oscuridad y la quietud. No había ni velas ni gente arrodillada, salvo aquellos que hacían su peregrinaje alrededor del altar moviendo silenciosamente los labios en oración.
Aquella tarde vino a vernos un hombre y dijo que creía fielmente en el Vedanta. Debido a que había cursado estudios en una de las universidades, hablaba muy bien el inglés, y tenía un intelecto brillante y agudo. Dijo que era abogado, con una posición económica desahogada, y sus ojos penetrantes le miraban a uno hurgando, midiendo, y con cierta ansiedad. Aparentemente había leído mucho, incluyendo algo de teología occidental. Era un hombre de mediana edad, alto y más bien delgado, con la dignidad del abogado que ha ganado muchos casos.
Empezó diciendo: «Le he escuchado hablar y lo que usted expone es puro Vedanta, extraído de la antigua tradición y adaptado a esta época». Le preguntamos qué entendía él por Vedanta, y contestó: «Señor, nosotros sostenemos que sólo existe Brahman, creador del mundo y de la ilusión del mundo, y el atman –el cual existe en todo ser humano– que pertenece a ese Brahman. El ser humano tiene que despertar de esta conciencia cotidiana de la pluralidad y del mundo aparente, igual que si despertara de un sueño. De la misma manera que este soñador crea la totalidad de su sueño, la conciencia individual crea la totalidad del mundo aparente y el resto de personas. Usted, señor, no explica todo esto, pero sin duda quiere decir lo mismo, ya que ha nacido y se ha criado en este país y, aunque ha pasado la mayor parte de su vida en el extranjero, forma parte de esta antigua tradición. Tanto si le gusta como si no, esta tierra le ha visto nacer; de modo que es producto de la India y posee una mente india. Sus gestos, esa posición erguida sin movimiento que mantiene mientras habla y su misma apariencia forman parte de esta antigua herencia. Sus enseñanzas son sin lugar a dudas continuación de lo que nuestros antecesores han enseñado desde tiempo inmemorial».
Dejemos a un lado la idea de si quien le habla es un indio educado en esta tradición, condicionado por esta cultura, y de si es una síntesis de estas antiguas enseñanzas. En primer lugar, él no es indio, es decir, no pertenece a esta nación ni a la comunidad de los brahmanes, aunque naciera en ella. Él niega que tenga ninguna validez esa tradición con la que usted lo ha investido; niega que sus enseñanzas sean la continuación de las antiguas; y no ha leído ninguno de los libros sagrados de la India ni de occidente, puesto que son innecesarios para el hombre que se da cuenta de lo que está sucediendo en el mundo, del comportamiento de los seres humanos con sus teorías interminables, de esa forma aceptada de proselitismo que data de hace dos o cinco mil años, y que se ha convertido en la tradición y en la revelación de la verdad.
Para este hombre, que se niega total y rotundamente a aceptar la palabra, el símbolo y su condicionamiento, para él la verdad no es un asunto de segunda mano. Si le hubiera escuchado, señor, sabría que desde el principio ha dejado bien claro que aceptar cualquier autoridad es la negación misma de la verdad, y ha insistido en que uno debe dejar atrás toda cultura, tradición o moralidad social. Si le hubiese escuchado, no diría entonces que es indio, o que sus palabras son una continuación modernizada de la antigua tradición, porque él niega absolutamente el pasado, a sus maestros e intérpretes y sus teorías o sistemas.
La verdad no pertenece al pasado. La verdad del pasado son las cenizas de la memoria, y la memoria pertenece al tiempo, ¿qué verdad puede haber en las cenizas muertas del ayer? La verdad es algo vivo, no puede estar recluida en los límites del tiempo.
Por tanto, una vez desechado todo eso, podemos considerar ahora el asunto básico sobre Brahman, que es lo que usted postula. Su misma aseveración, señor, con toda seguridad es una teoría inventada por una mente imaginativa –ya sea la de Shankara o la de un teólogo erudito de hoy en día–. Puede que uno experimente una teoría y la considere prueba irrefutable de la verdad, pero es el mismo caso del hombre que, educado y condicionado en el mundo católico, tiene visiones de Cristo. Es evidente que dichas visiones son la proyección de su propio condicionamiento y que aquellos que se han criado en la tradición de Krishna tienen experiencias y visiones relacionadas con su cultura. De modo que la experiencia no prueba nada. El aceptar una visión como Krishna o como Cristo es producto del conocimiento condicionado y, por tanto, no es algo real en absoluto; es una mera fantasía, un mito fortalecido por la experiencia y sin valor alguno.
¿Por qué necesita tener teoría alguna y por qué postula una creencia? Esa reiterada aseveración de creer en algo es indicio de temor –temor al vivir cotidiano, al sufrimiento, a la muerte y al sinsentido absoluto de la vida–. Al darse cuenta de todo eso uno inventa una teoría, y cuanto más astuta y rebuscada sea, más valorada será. Y después de dos o de diez mil años de propaganda, esa teoría, invariable y estúpidamente, se convierte en “la verdad”.
Pero si uno no postula dogma alguno, entonces se encuentra cara a cara con lo que realmente es; y lo que es, es pensamiento, placer, dolor y miedo a la muerte. Cuando comprenda la estructura de su vivir cotidiano –con su competitividad, egoísmo, ambición y ansia de poder–, entonces no sólo se dará cuenta de lo absurdo de las teorías, de los salvadores y los gurús, sino que quizá también descubra el fin del dolor, y la terminación de toda la estructura creada por el pensamiento.
Profundizar y comprender esta estructura es meditación. En ese momento se dará cuenta de que el mundo no es una ilusión, sino una realidad terrible que el hombre ha edificado por su forma de relacionarse con sus semejantes. Comprender esto es lo importante, y no esas teorías suyas del Vedanta, con sus rituales y toda la parafernalia de la religión organizada.
Cuando el hombre es libre, cuando no tiene ningún motivo para sentir miedo, envidia o dolor, sólo entonces la mente de forma natural tiene paz y silencio; entonces puede no solamente percibir la verdad a cada instante en la vida diaria, sino ir más allá de toda percepción; y, por tanto, ése es el final de la división entre el observador y lo observado, es el final de la dualidad.
Sin embargo, más allá de todo esto y sin relación alguna con esta lucha, con esta vanidad y desesperación, hay una corriente –y no se trata de una teoría– que no tiene principio ni fin; hay un movimiento inconmensurable que la mente nunca podrá apresar.
Al escuchar estas palabras, señor, seguramente las convertirá en una teoría, y si esta nueva teoría es de su agrado la divulgará, pero lo que divulgue no será la verdad. La verdad se manifestará únicamente cuando esté libre del dolor, de la ansiedad y la agresividad, que ahora llenan su corazón y su mente. En el instante en que comprenda todo esto y descubra esa bendición llamada amor, entonces se dará cuenta de la verdad de lo que se ha dicho.
CAPÍTULO 2
Lo que importa en la meditación es la cualidad del corazón y de la mente; no es lo que consigue o lo que espera alcanzar, sino la cualidad de una mente que es inocente y vulnerable. Es a través de la negación como se llega al estado positivo. El limitarse meramente a acumular experiencias o a vivir en ellas, niega la pureza de la meditación. La meditación no es un medio para alcanzar un fin, es ambas cosas: el medio y el fin. La mente nunca puede ser inocente por medio de la experiencia; es la negación de la experiencia lo que da origen a ese estado positivo de inocencia que el pensamiento no puede cultivar, porque el pensamiento nunca es inocente. La meditación es el fin del pensamiento, no porque el meditador le ponga fin, sino porque el meditador es la meditación. Sin meditación, uno es como un ciego en un mundo de gran belleza, de inmensa luz y color.
Camine sin rumbo fijo por la orilla del mar y deje que esta cualidad meditativa le envuelva. Si eso sucede, no trate de apresarla, porque lo que capture sólo será el recuerdo de lo que fue, y lo que fue es la muerte de lo que es. o cuando vague por los montes deje que todo le hable de la belleza y del dolor de la vida, de modo que uno despierte a su propio dolor y a la finalización del dolor. La meditación es la raíz, la planta, la flor y el fruto. Son las palabras las que dividen el fruto, la flor, la planta y la raíz. La acción que nace de esa separación no puede generar bondad, porque la virtud es la percepción del todo. Era una carretera larga y sombreada, con árboles a ambos lados; era estrecha y serpenteaba a través de los verdes campos relucientes de trigo en sazón. El Sol proyectaba densas sombras y a ambos lados había aldeas sucias, descuidadas y sumidas en la pobreza. Las personas mayores tenían aspecto enfermizo y triste, pero los niños jugaban en la tierra polvorienta con alboroto, y arrojaban piedras a los pájaros posados en las copas de los árboles. Era una mañana fría, muy agradable, y sobre las montañas soplaba una brisa fresca.
Los loros y los mirlos formaban una gran algarabía esa mañana. ocultos en el verde espesor de los árboles, los loros apenas se distinguían; habían excavado varios agujeros en el tamarindo y los utilizaban como su hogar. Su vuelo zigzagueante era siempre ensordecedor y chillón. Los mirlos, mucho más mansos, se paseaban por el suelo y dejaban que uno se aproximara a ellos bastante cerca, antes de emprender el vuelo. La verde y dorada áurea cazamoscas estaba posada en los cables del tendido eléctrico que atravesaban la carretera. Era una hermosa mañana y el Sol aún no calentaba demasiado. En el aire flotaba una bendición y se sentía esa paz que antecede al despertar del hombre.
Una carreta tirada por un caballo transitaba por la carretera. Tenía dos ruedas y una plataforma con cuatro postes y un toldo; sobre la plataforma, colocado en sentido transversal y envuelto en un paño blanco y rojo, llevaban un cadáver para ser incinerado a orillas del río. Junto al conductor viajaba un hombre, posiblemente un pariente, y debido al traqueteo por el mal estado de la carretera, el cuerpo del difunto saltaba arriba y abajo. Aparentemente venían de algún lugar lejano, porque el caballo estaba sudoroso, y el cuerpo del difunto con las sacudidas a lo largo de todo el viaje, daba la impresión de estar muy rígido. El hombre que vino a vernos unas horas más tarde dijo que era instructor de artillería en la marina de guerra. Parecía muy serio, y llegó acompañado de su esposa y sus dos hijos. Tras saludarnos explicó que deseaba encontrar a Dios. No se expresaba muy bien, probablemente era algo tímido, y aunque sus manos y su rostro denotaban capacidad de trabajo, había cierta dureza en su voz y en su aspecto, porque después de todo, era un instructor en las artes de matar. Dios parecía estar muy lejos de su actividad cotidiana y todo resultaba un tanto extraño; por un lado, allí estaba aquel hombre que afirmaba ser sincero en su búsqueda de Dios, pero, para ganarse la vida, se veía obligado a enseñar a otros diferentes métodos de matar.
Dijo que era una persona religiosa y había seguido varias doctrinas de diferentes hombres que se consideraban santos; debido a que todos lo habían dejado insatisfecho, venía ahora de un largo viaje en tren y autobús para vernos, porque deseaba saber cómo alcanzar ese extraño mundo que hombres y santos han buscado. Su esposa y sus hijos permanecían muy callados, sentados sin moverse y con actitud respetuosa. Afuera, en una rama próxima a la ventana, una paloma de color castaño claro se arrullaba suavemente. El hombre no la miró en ningún momento, y tanto los niños como la madre permanecieron tensos, nerviosos y con semblante serio.
No se puede buscar a Dios; no hay ningún camino que conduzca a él. El hombre ha inventado muchos métodos, muchas religiones, muchas creencias, salvadores y maestros que, según cree, le ayudarán a encontrar una dicha que no sea pasajera. El infortunio de la búsqueda es que conduce a una fantasía, a una visión que la mente proyecta y mide basándose en lo que ya conoce. El comportamiento del ser humano, su forma de vivir, destruye el amor que busca. No es posible llevar un arma en una mano y a Dios en la otra. Dios ha perdido todo su significado, no es más que un símbolo o una palabra, porque las iglesias y los lugares de adoración lo han destruido. Por supuesto, no importa si uno cree o no cree en Dios, ambos sufren y pasan por la agonía de unas vidas vacías y estériles; y la amargura de cada día hace que la vida no tenga ningún sentido. La realidad no está al final de la corriente del pensamiento y, sin embargo, son las palabras del pensamiento las que llenan el corazón vacío. Hemos llegado a ser muy hábiles inventando nuevas filosofías, pero más tarde o más temprano viene la amargura del fracaso. Inventamos teorías para poder alcanzar la realidad suprema, y el devoto acude al templo a fin de perderse en las propias fantasías que su mente elabora. El monje y el santo jamás descubrirán esa realidad, porque ambos forman parte de una tradición, de una cultura, que los reconoce como santos y monjes.
La paloma había emprendido el vuelo, y la belleza de la montaña y las nubes descendía sobre la Tierra –la verdad está aquí, donde nunca miramos.
CAPÍTULO 3
Era un viejo jardín mogol con muchos árboles enormes. Había grandes panteones, oscuros en su interior y con sepulcros de mármol. La lluvia y la intemperie habían vuelto negra la piedra y más negras aún las bóvedas, las cuales servían de refugio a cientos de palomas, que solían pelearse con los cuervos por un lugar; y en la parte más baja se aposentaban los loros, que llegaban en grupos desde todos partes.
El césped estaba primorosamente cuidado, regado en abundancia y cortado con esmero. Era un lugar tranquilo y sorprendía que no hubiera demasiada gente. Al atardecer, los sirvientes del vecindario llegaban en bicicleta y se sentaban juntos sobre el césped a jugar a las cartas. Era un juego que sólo ellos entendían; para alguien que no sabía, aquello no tenía ni pies ni cabeza. En el parterre que rodeaba otra de las tumbas había grupos de niños jugando.
Uno de los mausoleos era singularmente majestuoso, con grandes arcos de proporciones armónicas. En su parte posterior había una pared asimétrica, hecha de ladrillo, que el Sol y la lluvia habían oscurecido, casi era negra; también había un letrero advirtiendo de la prohibición de arrancar flores, pero la gente hacía caso omiso y a pesar de todo las arrancaba.
Había también una avenida de eucaliptos y, tras ella, un jardín de rosas rodeado de muros ruinosos. Estaba cuidado con gran esmero, sus rosas eran magníficas, y el césped siempre verde y cortado regularmente. Había algunos gitanos entresacando las malas hierbas del césped, pero por lo demás, poca gente venía a este jardín; se podía caminar por todas partes en completa soledad, viendo ponerse el Sol detrás de los árboles y de la bóveda de la tumba. Especialmente al atardecer, a esa hora en que las sombras son largas y oscuras, reinaba una gran paz, lejos del ruido de la ciudad, de la pobreza, y de la ridícula ostentación de la gente rica. En su conjunto era un lugar muy hermoso, pero, poco a poco, el hombre lo estaba deteriorando.
En uno de los rincones más apartados del césped había un hombre sentado con las piernas cruzadas y la que era su bicicleta junto a él; tenía los ojos cerrados y sus labios se movían. Había estado en esa posición más de hora y media, completamente ajeno al mundo, a los transeúntes, y al chirriar de los loros. Su cuerpo permanecía inmóvil, aparte de los labios, sólo se apreciaba el movimiento de los dedos de la mano que sostenían un rosario cubierto con un pedazo de tela. Venía a este lugar todos los días al atardecer, seguramente después del trabajo diario. Parecía ser pobre, estaba bien alimentado, y siempre acudía a ese rincón para desconectarse de todo. Si uno le hubiera preguntado, habría respondido que estaba meditando, repitiendo alguna oración o algún mantra; para él eso era más que suficiente, porque aquí encontraba el consuelo de la monotonía de la vida diaria. Seguía sentado sobre el césped y detrás de él había un jazmín en flor, el suelo estaba repleto de flores, y la belleza del momento le rodeaba. Era incapaz de ver esa belleza, porque estaba perdido en la belleza que él mismo se había construido.
La meditación no es repetir palabras, no es la experiencia de una visión, ni cultivar el silencio. Es cierto que la palabra y rezar el rosario aquietan la mente charlatana, pero eso no es más que una forma de autohipnosis; es lo mismo que tomarse un somnífero.
Meditar no es centrarse en un patrón de pensamiento o en la fascinación del placer. La meditación no tiene principio y, por tanto, tampoco tiene fin.
Si uno dice: «Empezaré hoy a controlar mis pensamientos, a sentarme muy quieto en posición meditativa, a respirar con ritmo regular,” entonces quedará atrapado en los trucos que se hace a sí mismo. La meditación no consiste en fascinarse con alguna idea o imagen grandiosa, eso sólo aquieta momentáneamente, del mismo modo que un niño fascinado por un juguete se aquieta durante unos momentos, pero en cuanto pierde el interés por el juguete comienzan de nuevo la inquietud y las travesuras.
La meditación no es perseguir un camino invisible que conduce a una dicha imaginaria. La mente meditativa está viendo, observando, escuchando sin palabras, sin comentarios, sin opiniones; está muy atenta al movimiento de la vida en todas sus relaciones a lo largo del día. Y por la noche, cuando el organismo descansa, la mente meditativa no tiene sueños, porque durante todo el día ha estado despierta. Sólo el indolente tiene sueños, únicamente quien vive medio dormido necesita insinuaciones de su propio estado interno; sólo la mente que observa, que escucha el movimiento exterior e interior de la vida, entra en ese silencio que no es producto del pensamiento. No es un silencio que el observador pueda experimentar, porque si el observador lo experimenta, deja de ser silencio. El silencio de la mente meditativa no está dentro de los límites del reconocer, porque ese silencio no tiene límites –únicamente hay silencio, un silencio en el cual cesa el espacio de la separación.
Los montes se ocultaban tras las nubes y la lluvia pulía las grandes rocas alisadas por la erosión que yacían esparcidas por las vertientes. El granito gris tenía una veta negra, y aquella mañana la lluvia lavaba el oscuro basalto, que iba ennegreciendo cada vez más. Las charcas se iban llenando y las ranas croaban ruidosamente, y mientras el color de la tierra oscurecía, un grupo de loros venía de los campos en busca de abrigo y los monos trepaban a lo alto de los árboles.
Cuando llueve hay un silencio peculiar, y esa mañana parecía que todos los ruidos del valle hubieran cesado –los sonidos de la granja, del tractor, el hacha golpeando la madera–, sólo se escuchaba el gotear del agua en los tejados y el gorgoteo de los canales.
Era realmente extraordinario experimentar la sensación de la lluvia en el cuerpo, calarse hasta los huesos, y sentir cómo la tierra y los árboles la recibían con inmenso deleite; no había llovido desde hacía tiempo y ahora las pequeñas grietas de la tierra se iban cerrando. Con la lluvia, los ruidos de numerosas aves habían cesado y las nubes que provenían del Este, oscuras y cargadas de agua, eran empujadas hacia el oeste; los montes iban alejándose con ellas y el olor de la tierra se esparcía por todos los rincones. Llovió durante todo el día.
Y en la quietud de la noche, los búhos ululaban de un lado al otro del valle.
Era un maestro de escuela, un brahmán. Vestía un dhoti muy limpio, iba descalzo y llevaba puesta una camisa de estilo occidental. Tenía la mirada penetrante y directa, modales aparentemente afables, y su saludo fue una demostración de su humildad. No era demasiado alto y hablaba muy bien el inglés, debido a que era profesor de este idioma en la ciudad. Dijo que no ganaba mucho y que, como a todos los maestros del mundo, le resultaba difícil cubrir sus necesidades. Estaba casado –por supuesto– y tenía hijos, pero parecía dejar todo esto de lado como si no le importara en absoluto.
Era un hombre orgulloso, ese orgullo peculiar que no es resultado del éxito, ni de la alta sociedad o del rico, sino el orgullo de pertenecer a una raza antigua, de ser representante de una vieja tradición, y de un sistema de pensamiento y de moral que, de hecho, nada tenían que ver con lo que él era en realidad. Su orgullo residía en el pasado que representaba y en la tendencia a dejar a un lado las complicaciones de su vida presente, mostraba la actitud del hombre que las cree inevitables, pero por completo innecesarias. Tenía la dicción del Sur, de acento marcado y tono alto. Dijo que durante muchos años había escuchado las charlas, aquí, bajo los árboles; de hecho, su padre lo había traído cuando era todavía un joven estudiante universitario y, luego más adelante, tras conseguir su miserable empleo actual, había empezado a venir regularmente todos los años.
«Llevo escuchándole hace muchos años y, aunque quizás comprenda intelectualmente lo que dice, no parece que penetre a gran profundidad. me gusta el entorno de los árboles bajo los que se sienta mientras habla y observo la puesta de Sol cuando lo señala –como hace a menudo en sus charlas–, pero no soy capaz de sentirla, sentir la hoja y experimentar el júbilo de las sombras que danzan en el suelo; en realidad, no puedo sentir nada. He leído mucho, tanto literatura inglesa como, naturalmente, la de este país, puedo recitar poemas, pero se me escapa la belleza que reside tras la palabra. me estoy volviendo rudo, no sólo con mi esposa y mis hijos, sino con todo el mundo; en la escuela cada vez grito más. me pregunto cómo puedo haber perdido el deleite de contemplar una puesta de Sol –¡si es que alguna vez lo tuve!–, y me gustaría saber por qué no siento intensamente los males que hay en el mundo; todo lo percibo desde el punto de vista intelectual y puedo discutir sensatamente con cualquiera –o al menos eso creo–, pero ¿cuál es la causa de este vacío que separa el intelecto del corazón? ¿Por qué he perdido el amor, ese sentimiento de piedad e interés genuinos?»
mire esa buganvilla que hay fuera de la ventana. ¿La ve? ¿Ve la luz que la envuelve, su transparencia, su color, su forma y su cualidad?
«La miro, pero no me dice nada. Creo que hay millones de personas como yo. De modo que vuelvo a la pregunta, ¿cuál es la causa de esta separación entre el intelecto y los sentimientos?»
¿No es acaso porque nos han educado mal, hemos cultivando únicamente la memoria y, desde nuestra infancia, nunca nos han enseñado a mirar un árbol, una flor, un pájaro o un remanso de agua? ¿Se debe a que hemos convertido la vida en algo mecánico? ¿Es la causa el exceso de población, debido al cual, por cada empleo, hay miles que lo necesitan? ¿o es la causa el orgullo, el orgullo por la propia eficiencia, el orgullo de la raza, el orgullo del pensamiento sagaz? ¿No cree que es todo esto?
«Si quiere saberlo, soy orgulloso…, sí lo soy.»
Bien, pero ésa es sólo una de las razones del porqué nos domina el llamado intelecto. ¿No es debido a que las palabras se han vuelto demasiado importantes y no lo que está por encima o más allá de ellas? ¿o, porque está frustrado, bloqueado en diversos sentidos, y puede que no sea consciente de ello en absoluto? En el mundo de hoy se rinde culto al intelecto y cuanto más ingenioso y astuto es uno, más progresa.