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EL LABERINTO

DE LA SOCIALIZACIÓN

A todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como una secuencia particular, intransferible, de compromisos forzados.

Víctimas de la historia y esclavos de la época, desesperados, en busca de identidad, ridículos, con tal de encontrar sentido de pertenencia, los pantanenses no están solos porque no sabrían cómo estarlo. En soledad no existen, son un ente enajenado. En cambio, son sociables, necesitados de atención y validación, al grado de ponerse penachos. Los penachos son símbolos de nuestro mal gusto para las fiestas de XV años.

¿Cuáles son las características distintivas del ser pantanense? ¿Por qué engalanan sus carros con cuernos afelpados de alce durante la temporada navideña? Esas son la clase de preguntas que me propongo responder.

La cultura, el modelo social de los pantanenses, sus costumbres, su comprensión de lo político y lo afectivo, se instituyeron en cuatro o cinco pestañeos que duraron siglos. Ellos no se dieron cuenta. Estaban ahí, ensimismados, en el juego de pelotas, mientras la historia violentaba sus destinos.

La socialización no es sino un complejo proceso de estratificación. Grupos organizados en función de infinidad de motivos absurdos, algunos clandestinos y otros constituidos fiscalmente. Ser social es procurar un estatus. Según la teoría sociológica de Lukas Doblwëbber, se han identificado más de 307 tipos de estatus. Estudios posteriores de Oliver Triplwëbber demostraron que, sin importar a cuál pertenezcamos, terminaremos muertos y, lo más probable, nada de lo que nos ocurra será en realidad importante.

FIESTA Y MATRIARCADO

Todos, en algún momento, fuimos niños de dos años y tuvimos el privilegio de habitar un mundo abierto en posibilidades, sin conciencia de que nuestra voluntad es endeble, la casualidad, vigorosa, y nuestra capacidad de elegir se va mermando en el transcurrir de cada semana. Lo mismo sucede con las civilizaciones. Nacen inocentes, se ilusionan, le piden al ratón de los dientes que les conceda el poder de volar, escalan hasta la cumbre de un árbol, aletean un poco, y se van de bruces contra la tierra.

Los pantanenses precolombinos, impolutos de la influencia de otras culturas, instauraron costumbres y rituales, modos de ser e interactuar con el mundo, que divergían del modelo occidental.

Basta fijarse en su esquema familiar para intuir los alcances de ese mundo, arcilla de neblina, que no pudo ser. Los antiguos pobladores se organizaron mediante paternidades y maternidades colectivas. Mientras las mujeres pasaban semanas tomando grandes y pequeñas decisiones, los hombres eran felices quedándose con los críos, salvo por ciertos críos francamente insoportables que ofrendaban a Ixquihualcan, Diosa de la Cosecha de Rábanos. Los rábanos nunca se dieron pero la selección de niños era excepcional. Los rábanos son signo de ensalada.

El matriarcado fue un orden familiar que devino en orden social. Adelantadas a su época, las féminas gobernantes consideraron que las pirámides resultaban poco prácticas e implicaban un desperdicio de recursos. Sus esfuerzos, en cambio, se usaron en cultivar su literatura, la invención de los números negativos, y extensas asambleas para recordar cómo fue que los hombres habían errado décadas atrás.

Como las mujeres suelen ser más diestras en el habla, la tarde entera podía irse conversando. En sus primeros años de vida, el pantanense estuvo inmerso en una dinámica que concibió la sociabilidad como valor imperante, y la ejerció de modo recreativo. Su dialéctica de la otredad estimulaba el desarrollo a través del desacuerdo.

Durante siglos, los altos mandos implementaron sesiones diarias de baile después del desayuno, a la hora del atardecer y antes de dormir. El resto eran opcionales. El rito de extraer el corazón de los machos que no sabían bailar las coreografías de las fiestas puede ser interpretado como la extracción del corazón de una sociedad que no sabe bailar en la fiesta. La fiesta es la vida. Bailar es anhelada e insostenible simpleza, desertar del imperio de la razón.

A veces los niños se mueren a los tres años de nacidos. A veces, por accidente, ruedan por escaleras en espiral, y fallecen de golpe. A veces alguien los empuja.

CORDIALIDAD, CONQUISTA Y COLONIA

La posibilidad de un mundo paralelo, con otra cosmogonía, otro lenguaje, se interrumpió de manera abrupta. Los conquistadores homogeneizaron las formas culturales, políticas. Se borró de la faz otra mitología fundacional. Nunca germinó en el aire la semilla de los mil frutos.

La apropiación militar del territorio pantanense aconteció en el año 1591, luego de que el capitán Torrente y sus secuaces salieron con rumbo a una despedida de soltero en Ibiza y terminaron en América. Cuando los indios vieron a los hombres blancos y barbudos acercarse, pensaron que eran dioses bajando a la tierra. Luego de que los apuñalaron, violaron, decapitaron, consideraron las prestaciones del islam y la iglesia maradoniana.

Los conquistadores estaban armados con escopetas, mientras que los pantanenses se defendieron con coreografías y manipulación emocional en otra lengua. Uno de los episodios más penosos fue el auto de fe en Lolcum (Tierra del Baile), cuando prendieron fuego a los documentos históricos del matriarcado. Se perdieron cientos de códices, objetos sagrados y todo registro de la literatura prehispánica. Luego asaron salchichas, malvaviscos y contaron historias terroríficas de hombres blancos que no tenían derecho a matar y violar a placer. Los nativos sobrevivientes aprendieron que la socialización también podía ser celebración de la crueldad e imposición de otra normatividad.

Entre las crónicas de la conquista se encuentran las cartas que fray Fermín, un humanista, un hombre sensible a la injusticia y el dolor ajeno, envió al rey:

La causa porque han muerto y destruido tantas y tales y tan infinito número de ánimas los cristianos ha sido solamente por tener por su fin último el oro y henchirse de riquezas en muy breves días y subir a estados muy altos y sin proporción de sus personas (conviene a saber): por la insaciable codicia y ambición que han tenido, que ha sido mayor que en el mundo ser pudo, por ser aquellas tierras tan felices y tan ricas, y las gentes tan humildes, tan pacientes y tan fáciles a sujetarlas; a las cuales no han tenido más respeto ni de ellas han hecho más cuenta ni estima (hablo con verdad por lo que sé y he visto todo el dicho tiempo), no digo que de bestias (porque pluguiera a Dios que como a bestias las hubieran tratado y estimado), pero como y menos que estiércol de las plazas. Y así han curado de sus vidas y de sus ánimas, y por esto todos los números y cuentos dichos han muerto sin fe, sin sacramentos. Y esta es una muy notoria y averiguada verdad, que todos, aunque sean los tiranos y matadores, la saben y la confiesan: que nunca los indios de todas las Indias hicieron mal alguno a cristianos, antes los tuvieron por venidos del cielo, hasta que, primero, muchas veces hubieron recibido ellos o sus vecinos muchos males, robos, muertes, violencias y vejaciones de ellos mismos.

La respuesta del rey también se encuentra en nuestros archivos históricos:

Muy alto e poderoso Señor Fray, la reina y yo preocupad en demasía por misiva con tan atroces y tan muy terribles relatos. No perded esperanza. Como usted mismo dicéis con ánimo de rectitud: Dios mirad y escuchad por encima de todo género, todo bien y mal. La reina y yo practicad infinitos rezos y bendiciones para su santificada persona y la muy fatalísima calamadidad que acontece en las Indias. Así que no os preocupéis más, le he encargao a la Divina Providencia los estragos e perdiciones acontecidas.

Si tenéis ocasión de proveer al reino por sus favores, enviad oro y doce vírgenes en la muy próxima embarcación. Y si así sea, Dios lo preserve e conserve y haga bienaventurado.

El proceso de catequización presentó enrevesados desafíos. Fuese por la barrera del idioma o por el choque cultural, los indios no entendieron el sentido de la religión cristiana y comenzaron a crucificarse los unos a los otros al por mayor, causando particular angustia en fray Fermín, quien pasaba largas jornadas desclavándolos.

La ambigüedad de las parábolas bíblicas se prestó a toda clase de confusiones. Por ejemplo, cuando en el viejo testamento habla de «pájaros de fuego atravesando nubes de marfil», se interpretó como que las mujeres no debían tener derecho a educación, trabajo, voto o exhibición de pantorrilla.

Entre otras notables hazañas del progreso, estandarte de todo gobierno, podemos nombrar la invención del dinero, que tantas alegrías trajo desde entonces al uno por ciento de la población pantanense.

No todas las aportaciones europeas fueron perniciosas, también trajeron cítricos, café, ganado y, lo primordial, no importaron artistas del cante jondo. Además, insistieron durante siglos en que la deformación craneal y la mutilación dental no eran prácticas saludables, hasta que los locales concedieron que tenían un punto razonable, y en consecuencia exigieron la prestación del plan dental. Los españoles concedieron y enviaron a un dentista para removerles las caries con una bala de cañón.

Tras siglos de sublevación, los pantanenses comprendieron que todo intento de socializar es también un juego de poder. Sucede en el cortejo y el matrimonio, en la escuela y el trabajo, con hijos, padres, amigos. En los anales del pasado, tan profundos y misteriosos, se pueden hallar los orígenes de ciertas conductas de los habitantes contemporáneos de Ciudad Pantano. Se hicieron especialistas en pequeñas charlas porque en eso consistía su única posibilidad de supervivencia. En caso de «Hey, lindo clima, ¿no le parece, General?». Lanza en el pulmón. Lanza en estómago. Lanza en corazón. Y prenderle fuego a la familia. Y decapitar a la familia política. Y violar al gato de la abuelita con una tira de morcilla. De esa sola circunstancia derivan al menos dos consecuencias psicosociales. Por un lado, la labranza de un humor propio, con anhelos impotentes de liberación. En segundo término, el hábito de secundar las impresiones del otro con tal de eludir conflictos. Es por eso que en el presente celebran con desbocado entusiasmo compartir las mismas opiniones, a la vez que condenan burdamente lo que no se alinee con sus creencias.

Todos son simuladores en el pantano.

PRIMERA INDEPENDENCIA

Al cabo de cientos de años de estudiar el comportamiento de los invasores, los pantanenses se percataron, no solo de que las armas europeas podían ser utilizadas por no europeos, sino también de que el cristianismo, a diferencia de su religión anterior, no implicaba en realidad congruencia entre actos y creencias.

El hallazgo los condujo a fraguar un movimiento de liberación, un proyecto de patria que tomó mucho de Europa, poco de sus antepasados, algo del método Stanislavski de improvisación, y otro tanto de una virgen morena que se le apareció al líder para sugerirle que comerciara amuletos, prendas y artesanías de su imagen.

Los mejores bigotes de 1818 se reunieron y convocaron al pueblo a las armas bajo la promesa de una olla titánica de pozole que nunca llegó. El cura Gutiérrez sugirió que no lo consideran una instalación, sino un performance colectivo. Como estandarte patrio escogió una paloma, elección que delata un gusto premonitorio por el arte pop con brotes kitsch. Otro de los héroes que dio su vida para brindar días de asueto a las futuras generaciones, fue el capitán Avellanada, recordado por usar un paliacate en homenaje a Tupac Shakur, y el Pipiolo, quien utilizó a su suegro como escudo para infiltrarse a bases enemigas.

Nuestros signos, ciertamente, encadenan. Y, como la consecución de un gran bien suele implicar la realización de un gran mal, hubo miles de muertes, violaciones, daños patrimoniales; pero al cabo de meses de batallar, los mestizos consiguieron adueñarse de un vasto territorio bombardeado con pantanos y del poder para cometer sus propias atrocidades con inmunidad. Los independentistas continuaron erigiendo su civilización, su nueva patria, sobre una superficie que se hunde dos centímetros por año.

LA SOCIALIZACIÓN

Para entender al pantanense contemporáneo hay que prestar atención a dos mitologías que contienen todas las respuestas sobre nuestra identidad, el presente y el futuro. Primero, los carritos chocones, ese juego de feria en el que un grupo de gente, confinada a un espacio determinado, colisiona e intersecta el trayecto de los otros. Segundo, la lucha libre, en particular esa reiterada escena en que un greñudo noquea a un enmascarado y, mientras celebra su victoria, el otro rueda a discreción debajo de la lona, toma un asiento del público y le tunde un sillazo en la espalda al supuesto vencedor.

Otras explicaciones podemos encontrarlas en el estudio del habla. Por ejemplo, cuando alguien dice «Come verga de toro, pinche pendejo, hijo de tu rechingada madre», lo que en verdad quiere expresar es «Soy un sujeto colonizado, cuyo lenguaje y conducta mediocre fueron determinados por eventos que sucedieron cuatrocientos años antes de mi nacimiento».

El pantanense está condenado a la socialización. No puede con su horrible mismidad. Se ha inventado a sí mismo para pertenecer. Por eso, su única esperanza reside en el amor. El amor a estarse a solas, a no responder el teléfono, a inventar pretextos para no salir, a conocerse. El amor a encerrarse en una cueva, bailar solo por semanas, y recrearse en soledad.

EL GRAN PONCHO,

DE LINDO BACHE

Vine a Lindo Bache porque me dijeron que acá vivía el Gran Poncho. Me lo dijo un tal Pecas, que era más negro que el carbón, y yo le dije que sí como bien pude haberle dicho que no. Mi carro agonizaba desde que abandoné Ciudad Pantano, llevaba apenas hora y media en la carretera libre, cuando se detuvo y supe que probablemente había muerto.

—Por aquí no hay mecánicos, tendría usted que regresar a la ciudad —afirmó el Pecas, un sujeto que pasaba por ahí, por la ruta al sur, pidiendo aventón hacia el norte—. Pero si camina una hora por la dirección que llevaba y vira a la derecha pasando la segunda narcofosa, una grandota, como pa´cincuenta petateados —continuó mientras apuntaba a la izquierda— llegará usted a Lindo Bache.

—Y ahí, ¿por quién pregunto? ¿Quién es el macizo?

—Diles que vas a ver al Gran Poncho y le recuerdas al jueputa que me pague lo que me debe. No sabe nada de mecánica, pero es un gran llantero.

Emprendí rumbo sobre una plancha de asfalto. La temporada de calor, que se había prolongado por siglos, evaporaba el oxígeno del aire. La humedad selvática dotaba a la atmósfera de la consistencia de una pesadilla. Postes de luz intersectaban el vuelo de las mariposas que enturbiaban el recorrido de color naranja. Eran tiempos del reggaetón y el aire de agosto olía a Tonayán. A la deriva había espectaculares que anunciaban aerolíneas, autos de lujo, Las Vegas. Uno de ellos tenía la imagen de una familia de rubios jugando con una costosa máquina para revolver lechugas.

Atravesé Puerto Prohibido y llegué a San Carajito, población conquistada por aves de corral. Apandilladas aguardaban en cables, ceibas, azoteas, a punto de embestir. A la entrada, cual arco del triunfo, dos cantinas cubiertas por polvo, una de cada lado de la carretera. Ambas vacías, salvo por un chamaco de unos 16 años que hacía malabares con una navaja. Esos ya no juegan a las canículas, me dije, y lo abordé con cautela, desventajado por vestir cangurera y usar crema para el sol.

—Disculpe, joven ilustre, ¿podría usted darme información sobre el Gran Poncho?

—Eey —negación.

—¿Sabe de quién hablo?

—Ey —afirmación.

—Es que necesito un mecánico y me dijeron que él es un maestro en eso de la cambiada de llantas.

—Eeeey —resignación.

—Me contaron que en ese pueblo los han ido matando a todos.

—Eeeeeeey —dolor desgarrador.

—Me dijeron que los queman vivos.

—Eeeey —arrepentimiento.

—Si algún día me topo con uno de esos bárbaros...

—Eyyyy —tentativa amenaza de muerte.

—Oiga —respondí apresurándome a cambiar el tema—, y entonces, ¿cómo ubico su taller?

—Detrás de un árbol bien chido hay un paisaje chidísimo con mucho pajarraco del más chido. Ahí está el Poncho, que es bien chingón siendo chido.

En ese momento pensé que nunca llegaría. La luz del sol coloreó la mañana de averno, los pájaros caían del cielo intoxicados por el esmog de la zona industrial que se extendía desde el periférico de la ciudad hasta las comisuras de las poblaciones cercanas.

En las cercanías, se erigió una columna de humo, densa como el pozole de la tía Bertha, a causa de la tradicional quema de la selva que celebran los constructores cada mes.

Me hallé en mitad de ninguna parte, junto a un puesto de artesanías con cientos de ranas portando sombrero, huipil, atuendo de la Virgen. Una, en particular, estaba disfrazada de Michael Jackson. No recuerdo cómo se dieron las negociaciones pero terminé llevando a todos los hermanos Jackson en contra de mi voluntad.

—¿Conoce usted al Gran Poncho? —pregunté de salida al artesano.

—¿Qué si lo conozco? ¡A huevo! Es como el diablo mismo. Una vez hicimos un cambalache. Le cambié una vaca enferma por cuatro llantas ponchadas. La vaca se murió a los dos días pero mis llantas, hasta el día de hoy, siguen ponchadas. —Hizo una pausa como para maldecir hacia adentro—. De él se dice mucha cosa. Cuenta un compadre que está loco, solito se coronó como rey de ese pueblo jodido.

Con la sed de un desierto llegué a Lindo Bache, sitio abandonado no solo por Dios, sino por el hombre; un pueblo fantasma que olía a guanábana en descomposición y cuyo único indicio de vida, no de civilización, era un sinfín de propaganda política de los últimos treinta años, colgando de cables y postes de luz, estampada en las paredes de las casas construidas con guano. Me acerqué a la única persona que encontré, un viene–viene en mitad de ninguna parte, pero no pude entender su lengua.

—Buenas tardes, me dijeron que aquí puedo encontrar un llantero.

—Ix cahuich puk le mok chak tu lek —Sal de aquí cuanto antes, si no quieres ser atocinado.

—Disculpe, no le entiendo. ¿Llan-te-ro? ¿Un llan-te-ro?

—Col Moloch tik pakmek cucurish, le cojok narco puk mak tok col —En serio, cabrón, es importante que me escuches. Si te quedas te van a hacer barbacoa.

Probé distintas estrategias —conductismo, psicología a la inversa, soborno—, pero ninguna funcionó.

Caminé hasta encontrar mi destino, no toqué la puerta porque no había. Frente al taller del llantero aguardaba un cementerio cuya población era diez veces más numerosa que la de habitantes en el pueblo. Muertos decapitados, disueltos en ácido, fusilados, cercenados por el Cártel del Nuevo Emprendurismo. Alrededor: un mundo baldío. La pequeña casa de Poncho, de las pocas cuyo material era cemento, estaba pintada con una docena de colores. En un muro lucían un autorretrato, un tigre y el escudo de los Cachirules de Puerto Prohibido. En la fachada, entre trazos azarosos de morado y amarillo, su apodo escrito a gran escala: EL GRAN PONCHO DE LINDO BACHE. Nadie respondía a los llamados pero alcancé a escuchar la televisión encendida. Después de algunos gritos, un sujeto que estaba tirado en su hamaca, viendo programas de concursos con volumen ensordecedor, despertó para atenderme.

—Me llamo Javier, pero me dicen Poncho porque soy deportista —informó mientras sobaba su prominente y soberana panza cervecera.

Poncho, un tipo negro y obeso que rondaba los cuarenta años, estaba acompañado por un amigo tan viejo que de pronto, cuando lo miraba, me parecía que estaba muerto. El compañero era de pocas palabras, nos recordaba su nombre a cada oportunidad y repetía cada frase al menos dos veces. Era de corazón noble, pensaría un optimista, pero lo más probable es que estuviera senil. La dinámica que mantenían ambos era desconcertante: el Poncho conversaba pletórico, se reía con alboroto de sus propios chistes, mientras el viejo sonreía en silencio, asintiendo de repente, como si estuviera sosteniendo una charla en otra dimensión.

—Si quieren encontrarlo, pregunten por el marido del Poncho —informó nuestro anfitrión al presentarlo—. Y si quieres encontrarme a mí, pregunta por tu papá —concluyó con grotesca carcajada.

Tras ponerlo al tanto de las desventuras de mi carro, Poncho abrió su caja de herramientas. Nada más tenía martillo, desarmador y montón de trozos de metal rotos que había recogido de la carretera. Realizamos el recorrido de regreso en tricicleta, demoramos el doble de tiempo que a pie. Cuando por fin llegamos al auto, Poncho estuvo dándole vueltas por diez minutos, como si nunca hubiese visto uno, hasta que finalmente se enfrentó al motor, habiendo resuelto martillar el desarmador en lo que quizás fuera el radiador o la bujía o el amortiguador. Cuando terminó, el auto emitió un aullido de muerte y nunca volvió a encender.

El precio fue barato, doscientos pesos y media botella de ron que guardaba para el viaje.

—Siéntate, chingada madre —dijo el Poncho, hospitalario, ya de regreso en su hogar.

Después vació la botella sobre una cubeta de veinte litros, donde mezclaba el alcohol que cayera en sus manos con agua de la llave y saborizantes artificiales, a pesar de que en su pueblo abundaban frutales. Sumergió tres vasos en el caldo y me convidó uno. Apenas me percaté de que su nombre estaba escrito con plumón sobre la pantalla de la tele, cuando me sacó de la narcosis para mostrarme su arte: docenas de trozos de madera sin forma sobre las que pintaba vírgenes que se entremezclaban con serpientes, calaveras e iconografía del futbol. Para que pudiera apreciarlas mejor, me pasó unos catalejos fabricados con botellas rotas y cinta aislante. Las vírgenes, tal cual advirtió, parecían salirse del cuadro.

Y así, de pronto sin camisa, portando un collar con un chupón colgando, permaneció sentado en un banco de madera cual rey en su trono, mientras el viejo lo bañaba con una mucosidad extraña que concluí era grasa de auto.

—Mira mi pipa —agregó con espontaneidad mientras mostraba un tronco devorado por comején, sin aparente boquilla, de unos cincuenta centímetros de largo y treinta de diámetro, relleno con un puño de marihuana—. Fuma la pipa.

Luego contó de una ocasión en que unos turistas alemanes se sentaron a beber tequila con él. Cuando vieron su espalda desnuda, ellos quedaron impactados, le dijeron que tenía la figura de una virgen en su espalda, como en sus pinturas —que también hacía sobre piedras y espejos— y que debía ser una especie de milagro tercermundista.

—No, solo estoy sucio —respondió con ligereza.

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