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Capítulo III
LOS PROLEGÓMENOS DE LA BODA DE PEPONA

Después de múltiples vacilaciones, de serias dudas, de noches enteras casi en blanco, Pepona tomó la decisión de contestar a la carta de Gabriel, aquel viudo, veinte años mayor que ella, que se había presentado en su vida de improviso y con el que jamás tuvo el menor trato, dejando aparte las miradas que le había lanzado aquella tarde, unos meses atrás.

La muchacha, un tanto atribulada, fue varias veces a hablar con don Elías, el párroco del pueblo, para que le aconsejara. Este tipo de consultas eran muy frecuentes en aquellos tiempos.

Don Elías era un hombre de mediana edad, baja estatura, complexión fuerte, cabello negro, abundante y rizado, cabeza de buen tamaño, cejas espesas y piel morena, muy prudente y bondadoso.

Cuando vio a la joven sumida en aquel mar de confusiones a causa de los problemas que le podría acarrear el matrimonio, le aconsejó, aparte de otras cosas, que hablara con su madre:

—Creo, hija mía, que es la que mejor te puede orientar en estos temas. Desahógate con ella, con toda confianza, si es que sientes algún tipo de reparo en… conocer a un hombre íntimamente. ¡Verás qué tranquila te quedas!

Pepona, a pesar de su larga experiencia en realizar los menesteres propios de una casa de familia numerosa, sabía muy poco del mundo y le tenía un profundo respeto a conocer el estado matrimonial, que para ella era como un intrincado laberinto, mezclado con una buena dosis de temor. Hasta aquel momento no se había preocupado de ello porque la hipotética vida de casada la consideraba como algo ajeno a su vida.

La inocentona Magdalena, que era como una niña grande, desde que se enteró del asunto no cabía en sí de gozo al pensar que su hija mayor se casaría con alguien «de lo mejor del pueblo».

Pepona esperaba esta lógica reacción materna; pero, en un momento tan crucial, hubiera deseado que su madre, en lugar de irse por las ramas, le supiera aconsejar, orientar, hablar con ella a fondo de la vida matrimonial antes de dar el sí a un hombre al que apenas conocía.

Pero a Magdalena, lógicamente, le daba vergüenza pormenorizarle a su hija ciertos detalles y optó por lo más cómodo, diciendo entrecortadamente:

—Mira, Pepona: esto del matrimonio —¿cómo te lo diría yo…?— es una cosa… muy natural. El cariño lo hace el roce, como dice el refrán. En tu caso, como el hombre que se quiere casar contigo sabe muchísimo más que tú de la vida, déjate llevar por él y verás como todo sale bien. Olvida esos temores. ¡No me gusta que vayas al casamiento como el que va al paredón, hija mía!

A continuación, de lo nerviosa y excitada que estaba —dándose tortazos en las caderas mientras resoplaba una y otra vez—, Magdalena empezó a soltar una sarta de refranes sin orden ni concierto, como una especie de retahíla inconexa:

—¡No por mucho madrugar amanece más temprano; a quien madruga Dios le ayuda; si te he visto no me acuerdo; quien más hace menos merece; no hay mal que por bien no venga; no es oro todo lo que reluce; de tal palo, tal astilla; como te quise te quiero…!

—¡Madre, por Dios —dijo Pepona, que, a pesar de la paciencia que solía tener, estaba a punto de estallar—, cállese usted de una vez, que parece loca! Además, Como te quise te quiero no es ningún refrán, sino el título de una película.

—¡Bueno, hija! ¡No seas tan exigente! Todo el que tiene boca se equivoca. ¡Piensa en la suerte tan grandísima que vas a tener si te casas con Grabielillo el de la señá Paca…, y déjate de pamplinas!

La muchacha la dejó por imposible y siguió con sus tareas. Al contrario de lo que opinaba el señor cura, no se quedó tranquila con las poco explícitas palabras de su madre, sino todo lo contrario: mucho más inquieta y desasosegada que antes.

Se veía a la legua que el espinoso tema de la educación sexual no era la especialidad de Magdalena.

***

Pepona, no demasiado convencida, autorizó a Gabriel para que fuera a hablar con ella. Le contestó por carta que, de momento, no se comprometía a nada serio y que le daría la respuesta definitiva cuando se fueran conociendo mejor.

Al estar el hombre viudo, a los padres de Pepona no les pareció adecuado que hablaran por la ventana, como todavía era la costumbre entre los novios del pueblo. En este caso, Julián permitió —loco de contento, por cierto— que el hombre visitara su casa y que, dentro de sus muros, hablara con su hija.

Gabriel se presentó a eso de las diez y media de la noche, muy bien vestido y repeinado, como tenía por costumbre. Olía desde una legua a jabón de baño, a fijador y a una colonia buenísima, de aquellas que costaban tan caras.

Los presuntos futuros esposos se sentaron muy cerca de la puerta de entrada, un poco apartados de los demás para poder hablar en voz baja. Los hijos pequeños ya se habían acostado. El abuelo Manuel, muy callado, miraba la escena con sus ojillos hundidos y pícaros —tan negros como el carbón y de arrugados y enrojecidos párpados— sin perderse detalle.

Pepona, al principio, permanecía en silencio con la cabeza baja, sin saber qué hacer ni qué decir.

—Voy a parecerle tonta —pensó—.

Pero Gabriel, un hombre con sobrada experiencia, con un matrimonio a sus espaldas y un montón de vivencias amorosas acumuladas, tras charlar de cosas triviales, supo encandilar a la muchacha hablándole con un lenguaje desconocido para ella, salpicado de palabras de amor que empezaron a embriagarla.

A la cuarta o quinta noche, al salir ella a despedirlo, ya dadas las doce y encontrándose ambos en el angosto zaguán, iluminado por una brillante luna en cuarto creciente, el pretendiente la obsequió con su primer beso, al tiempo que la apretujaba contra su cuerpo.

Pepona tembló, estremecida por aquella sensación nueva e inquietante. A punto estuvo de desmayarse —según pensaba ella, exagerando un poco—, pero supo disimular y, tal como su madre le había aconsejado, se dejó llevar.

Aquella misma noche, antes de que él se marchara, un poco mareada aún, le dio el sí.

Al día siguiente, la boda se planeó para dos meses después. Estando él viudo, no era normal un noviazgo largo.

Gabriel dijo que correría con todos los gastos, que sus futuros suegros no tenían que preocuparse de nada y que, incluso, costearía el vestido de novia de Pepona y su ajuar completo. No habría celebración numerosa, ni nada de eso, por ser él viudo. Ni hubiera estado bien visto en el pueblo ni a Gabriel le apetecía. Solo darían una comida familiar en la vivienda que el hombre compartía con su madre —una hermosa casona, muy antigua— y en la que pensaba continuar viviendo después de casado.

Julián y Magdalena querían que el padrino fuera el amo del cortijo, don Eufrasio. Les parecía a ellos que aquel padrinazgo sería el culmen de la categoría social y el broche de oro de la próxima boda. Pero don Eufrasio no quiso aceptar, pretextando que ese día estaba de viaje: una excusa manida, que solían emplear con frecuencia los grandes señores cuando no les apetecía ir a un evento. Además, el hombre andaba mal de la próstata —por lo que tenía que ir al baño con una frecuencia inusual— y temía comprometerse. Se lo confesó a Julián por lo bajito, teniendo cuidado de que Magdalena no le oyera. Le daba vergüenza hablar de ciertas intimidades delante de una mujer.

Pero, en el fondo, tampoco le apetecía lucirse por el pueblo en el papel de padrino, por mucho que Julián llevara tantos años trabajando para él; de modo que se limitaría a hacerles un buen regalo en efectivo —tampoco se excedería mucho, porque no era, precisamente, un hombre generoso—.

Y la cosa quedó así: el padrino sería Julián; y la madrina, la señá Paca, la madre del novio.

Esta última era una matrona de rompe y rasga, bastante chapada a la antigua en sus costumbres y forma de pensar, casi a la vieja usanza del siglo XIX —aunque contrastando sus rancias ideas con cierto modernismo, del que ella se jactaba a veces—, que, como era de esperar, se había puesto las manos en la cabeza al conocer la elección de su hijo. Incluso se vieron obligados a llamar a don José, el médico del pueblo, cuando se enteró, porque sufrió una fuerte subida de tensión a causa de la «terrible sorpresa» que se había llevado, aunque no tuviera más opción que transigir: no era Gabriel ningún chiquillo para poderlo manejar a su antojo. Y la señora comprendía, además, que si se oponía, en lugar de conseguir su objetivo, la perjudicada sería ella.

De modo que, como primera medida, doña Paca, con su tensión arterial ya más normalizada y asumiendo lo inevitable, estuvo comprobando —mientras rebuscaba en los cajones de una cómoda panzuda que tenía en su dormitorio— el estado de sus velos de lujo, los que reservaba para los días festivos y solemnidades importantes. Vio con satisfacción que estaban en perfecto estado. Se pondría uno muy bonito, grande, de finísimo encaje, el más lujoso de todos. Y vestiría de negro, como siempre.

Contaba con un vestido apropiado para la ocasión, que solo se había puesto una vez. Y como no le gustaba derrochar, lo llevaría en la boda.

Para lucir mantilla y peina se encontraba muy mayor; y, además, siendo su hijo viudo no le parecía apropiado.

La verdad es que, aunque jamás había poseído un rostro hermoso, la señá Paca conservaba aún una elegante figura e indudable prestancia. Y su cabello cano, con reflejos azulados, lo llevaba siempre muy bien peinado, distribuido en artísticas ondas.

Doña Francisca de Asís de Guzmán y de Posadillo, viuda de De Calvete, como a ella le gustaba que la llamaran —aunque los «de» y el «y» se los había sacado de la manga—, solía presumir entre la gente del pueblo de ser una dama de rancio abolengo, y hasta se jactaba de tener unos parientes de título. Ella los llamaba «mis primos», aunque daba la casualidad de que nadie los había visto jamás, ni se sabía dónde vivían, ni si el título del que hablaba era real o solo producto de su imaginación.

Capítulo IV
LAS COSAS DE MAGDALENA

La vivienda de Magdalena y Julián, humilde y anticuada, con bastantes años sobre sus toscas paredes y carente de toda clase de comodidades, estaba orientada al oeste, por lo que al llegar los primeros fríos —y, sobre todo, los días más crudos del invierno— se agradecían las tardes de sol, cuando sus rayos, más o menos débiles, entraban por la amplia ventana del «cuerpo de casa», que hacía, además, las veces de comedor y cuarto de estar.

Al acercarse el verano, en cambio, el calor empezaba a hacerse insoportable. Sobre todo por las tardes. Y no digamos si se encontraban en plena canícula. En tal caso, la casa se convertía en un horno.

Hacía pocos meses que había comenzado el año 1950.

Todavía, se notaban los últimos coletazos de la posguerra, pero, quizás, empezaba a vislumbrarse algo distinto: daba la impresión de que se iba entrando en una nueva etapa, en la que se notaba algún leve indicio de una prosperidad de la que se había carecido durante mucho tiempo.

Hasta el aire parecía llegar más fresco aquel año, como renovado, e incluso se diría que se respiraba un ambiente más optimista, de una relativa modernidad, en el que se iban avistando nuevos horizontes. ¡No había que olvidar que habíamos llegado a la segunda mitad del siglo XX! Aunque en los pueblos pequeños, adormecidos en su rutina diaria, en su permanente modorra, no se notaran apenas los cambios del progreso.

Magdalena —muy alterada y nerviosa ante la perspectiva de la próxima boda de su hija—, como primera medida, empezó a plantearse los atuendos que deberían llevar su familia y ella ese día. ¡Sobre todo, ella!

No le importaba gastar la mayor parte de sus exiguos ahorros en tal acontecimiento: y, si era preciso, podría recurrir a su cuñado Frasquito, el marido de su hermana Dolores —que, además de poseer una bondad fuera de serie, tenía fama de ser muy generoso—, para pedirle dinero prestado. Y si él, en vez de prestárselo, se lo regalaba, ¡pues muchísimo mejor!

Frasquito y Dolores eran un matrimonio acomodado, dueños de una pequeña tienda de comestibles en la que él entró —siendo casi un niño— como dependiente, y que, después, por las vicisitudes de la vida, pasó a sus manos. El negocio, aunque modesto, les daba para ir viviendo y para que les sobrara algo. Como no tenían hijos y el hombre era tan desprendido, su cuñada, cuando se encontraba en algún apuro, veía en él su tabla de salvación.

Pero volviendo a los «problemas» acuciantes de Magdalena, el primero que se le presentaba era el volumen de su pecho: aquella pechera enorme, descomunal, ya un poco caída a fuerza de amamantar, que habría que intentar subir a su sitio con un armazón adecuado.

Aprovechó que Gabriel y Pepona iban a la capital para acompañarles y visitar una buena corsetería.

—Señora —le dijo la dependienta, esbozando una sonrisita en la que Magdalena creyó percibir un punto de ironía—, su talla… en este momento no la tenemos. No es frecuente que vengan señoras «tan bien dotadas» como usted. Pero, desde luego, podemos hacerle un sujetador a medida.

Se lo entregaron al cabo de dos semanas. Magdalena se lo probó y, al verse delante del espejo y saberse tan rejuvenecida y exuberante, quedó muy satisfecha con el resultado.

Estaba deseando ver la reacción de su marido.

Cuando Julián la vio aparecer con la nueva prenda ajustada a su cuerpo estaba tomando un café muy caliente, casi hirviendo, como siempre solía hacer, y por poco se quema de la impresión que se llevó al ver a su mujer de aquella guisa. En primer lugar se atragantó; y, a continuación, estalló en carcajadas:

—Pero, chiquilla, ¿esto qué es? ¿Tú te has mirado bien al espejo? A mí me da mucha fatiga de que te presentes así delante de la gente, con esos pechos en la boca, como si fueras una mocita. ¡Y con el pedazo de mostrador que tienes! ¿Qué van a pensar de ti? ¿Y de mí, que soy tu esposo y te lo consiento…?

Antoñillo, uno de los hijos pequeños, entró en ese momento a desayunar y se quedó absorto.

—Madre, ¿qué le ha pasado a usted? ¿Por qué se ha puesto tan gorda… por la parte de arriba?

Julián redobló sus carcajadas.

—Sí, hijo, sí. Tu madre ¡a la vejez, viruelas! —le decía con mucha sorna al niño.

—¡Eso podría decírtelo yo a ti! ¡Mira quién va a hablar! —contestó la mujer, bastante picajosa y desilusionada—. ¡Cría cuervos…!

—Pues nada, mujer. No hay más que hablar. ¡Si yo en el fondo soy un cacho de pan, un infeliz, como nos pasa a la mayoría de los hombres! Ponte lo que quieras, siempre que vayas a gusto. Ahora, si la señá Paca se escandaliza al verte, no me vengas luego con lagrimitas ni quejas.

Pepona, que acababa de entrar en ese momento, intervino:

—Padre, no sea usted así, que madre no tiene la culpa de tener tanto pecho. No me la vaya a acomplejar ahora… Ella, lo mismo que usted, tiene que ir a la boda de acuerdo con la categoría de Gabriel.

—¡Uy, uy, uy…! ¡A ti se te están subiendo los humos y el tonteo a la cabeza, hija! —le respondió su padre—. Esto de casarse con gente de más categoría que nosotros tendrá sus ventajas, no digo yo que no, pero también acarrea inconvenientes. ¡Y temo que muy pronto nos vas a hacer de menos, Pepona!

—Pero, padre, ¿cómo puede pensar así? ¡Si usted supiera lo sencillo que es Gabriel…! A propósito, ¿no podrían pronunciar bien su nombre? A él no le gusta nada eso de que le llamen Grabiel. Y a su madre, todavía menos.

—¿Lo ves, hija? —intervino Julián—. Ya empezamos con tiquismiquis y pamplinas.

—¡Haced el favor, si podéis! Intentad pronunciarlo bien, dadme ese gusto —insistió Pepona.

—Bueno, vamos a dejarnos de tonterías sin importancia, ¡que en lo que hay que pensar es en mi vestido! —dijo Magdalena, muy práctica, haciéndose la protagonista, cosa que le encantaba—. ¿Os parece bien de color granate, de brocado? ¿O un gris perla tirando a humo?

—Hija, con ese mostrador… con cualquier cosa que te pongas vas a resultar llamativa, no te preocupes —respondió Julián entre risas.

—Pues tú, en vez de tomarme a broma, ¡bien que debías haberte encargado ya el traje!

—Tiempo tenemos, mujer. De todas formas le pediré permiso al amo. ¡Qué remedio me queda…! Tendremos que ir los dos a la capital a preparar nuestra ropa —respondió Julián suspirando hondamente, como si se tratara de un gran sacrificio.

Pepona, mientras los escuchaba parlotear, no hacía más que darle vueltas a su próximo matrimonio: estaba obsesionada con el tema de la noche de bodas, pero se guardaba para sí su preocupación.

Aquella tarde —se encontraban en la segunda quincena de mayo—, Magdalena estaba planchando en la cocina cuando sufrió un desmayo.

Acudieron, rápidas, las vecinas y se lo achacaron al calor, que había llegado demasiado pronto.

Pero tardaba en volver en sí.

Como Julián estaba trabajando en el cortijo, uno de sus hijos, muy asustado, fue a galope tendido en busca del médico.

Tuvo suerte, porque don José, aunque estaba pasando consulta, cogió enseguida su viejo coche, muy alarmado por si lo de Magdalena era grave.

Cuando llegó a la casa, la mujer, rodeada de comadres, estaba empezando a volver en sí. La habían llevado entre todas a la alcoba matrimonial y la habían acostado. El abuelo Manuel no hacía más que llorar a moco tendido.

La verdad es que Magdalena no tenía buena cara. Todas las mujeres que la acompañaban, al unísono, se empeñaban en que tomara algo: que si tila, que si manzanilla, que si un té, que si un zumo…

Don José les pidió que se salieran todas, porque tenía que reconocer a la enferma. Cuando, después de un rato, salió de la alcoba, lo notaron satisfecho, casi sonriente:

—No os alarméis por lo de Magdalena. Esta mujer no tiene ningún mal. Lo que le pasa es que está, de nuevo, preñada. De más de dos meses. Lo que ella creyó la llegada de la menopausia no era más que el comienzo de un nuevo embarazo. ¡Bueno, os dejo, que tengo en mi consulta un montón de enfermos que atender! Pepona, díselo a tu padre y dale mi enhorabuena. Y las demás, aunque no dudo de vuestra buena intención, haced el favor de dejarla tranquila, que la vais a agobiar.

—¡Uy, don José! —dijo Pepona—. ¡Qué fatiga me da decírselo a mi padre! Yo no me atrevo. ¡Que se lo diga ella misma!

—Pues hija, ¿qué quieres que te diga? Ya os arreglaréis.

Se fue en busca de su coche casi a la carrera, con su raído maletín en la mano.

A Pepona le prepararon una tila las vecinas. La muchacha, como es natural, se había quedado pálida con la sorpresa. ¡Cuántas emociones y novedades en tan poco tiempo! ¡Si es que no salían de una para entrar en otra…!

¿Qué diría su padre cuando se enterara? Era tan particular, tan suyo…

El abuelo, cuando vio que le habían preparado a su nieta aquella infusión, dijo, muy inocente:

—¿Y si me hicierais a mí un tazoncito de chocolate?

Rieron las vecinas con la ocurrencia del viejo y, cuando menos lo esperaban, apareció Magdalena hecha una trágica: desmelenada, ojerosa, sin delantal y con el vestido a medio abrochar.

Las comadres y algunos de sus hijos, que andaban por allí, esperaban que se echara a llorar, que se quejara, que se lamentara por lo impropio de aquel embarazo tan tardío e inesperado.

Pero en lugar de eso, se le ocurrió decir:

—¿Quién me iba a decir a mí que, a mis años, iba yo a llevarme esta alegría tan grandísima?

Las vecinas, a coro, estallaron en carcajadas cuando la oyeron, mientras la abrazaban, enternecidas. ¡Qué cosas tenía Magdalena…! ¡Desde luego, era única!

Los hijos se quedaron petrificados con la noticia.

Pepona, por su parte, agachó la cabeza y, sin querer, se sintió un poco avergonzada: como si sus padres hubieran hecho algo prohibido. Pero enseguida rechazó este pensamiento.

Aunque, sin poder evitarlo, pensó:

—Sin duda, mi madre no está bien. Es buenísima, lo sé, pero sus reacciones me hacen pensar que no está muy centrada de la cabeza. Y lo peor es que no sé si lo habrá estado alguna vez…

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9788417845780
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