Kitabı oku: «La Santa Biblia - Tomo III», sayfa 6
La seguridad del amor del Salvador era cosa que muchas de estas pobres almas agitadas por los vientos de la tempestad no podían concebir. Tan grande era el alivio que les traía, tan inmensa la profusión de luz que sobre ellos derramaba, que se creían arrebatados al cielo. Con plena confianza ponían su mano en la del Mesías; sus pies estaban afirmados sobre la Roca de los Siglos. Todo temor de la muerte había sido desechado. Ya podían ambicionar la cárcel y la hoguera si de este modo podían honrar el nombre de su Redentor.
Así se sacaba la Palabra de YAHWEH en lugares ocultos y era leída a veces a una sola alma, y en ocasiones a algún pequeño grupo que deseaba con ansias la luz y la verdad. Con frecuencia se pasaba toda la noche de esa manera. Tan grandes eran el asombro y la admiración de los que escuchaban, que el mensajero de la misericordia, con no poca frecuencia se veía obligado a suspender la lectura hasta que el entendimiento llegara a darse bien cuenta del mensaje de salvación. A menudo se proferían palabras como éstas: "¿Pero sserá verdad que Dios aceptará mi ofrenda?" "¿Me mirará con ternura?" "¿Me perdonará?" La respuesta que se les leía era: "¡Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados [trabajados y cargados], y yo os daré descanso!" (S. Mateo 11:28)
La fe se agarraba de las promesas, y se oía esta alegre respuesta: "Ya no habrá que hacer más peregrinaciones, ni viajes penosos a los santuarios. Puedo acudir a Yahshua, tal como soy, pecador e impío, seguro de que no desechará la oración de arrepentimiento. 'Perdonados te son tus pecados.' ¡Los míos, sí, aun los míos pueden ser perdonados!"
Un raudal de santo gozo llenaba el corazón, y el nombre de Yahshua era ensalzado con alabanza y acción de gracias. Aquellas almas felices volvían a sus hogares a derramar luz, para repetir a otros, lo mejor que podían, su nueva experiencia, de que habían encontrado el verdadero Camino. Había un poder extraño y solemne en las palabras de la Santa Escritura que hablaba directamente al corazón de aquellos que anhelaban la verdad. Era la voz de Dios que llevaba el convencimiento a los que oían.
El mensajero de la verdad proseguía su camino; pero su apariencia humilde, su sinceridad, su formalidad y su fervor profundo se prestaban a frecuentes observaciones. En muchas ocasiones sus oyentes no le preguntaban de dónde venía ni adónde iba. Tan embargados se hallaban al principio por la sorpresa y después por la gratitud y el gozo, que no se les ocurría hacerle preguntas. Cuando ellos insistían en que él los acompañara a sus casas, contestaba que debía primero ir a visitar las ovejas perdidas del rebaño. Entonces se preguntaban se sería un ángel del cielo.
En muchas ocasiones no se volvía a ver al mensajero de la verdad. Se había marchado a otras tierras, o su vida se consumía en algún calabozo desconocido, o quizá sus huesos blanqueaban en el sitio mismo donde había muerto dando testimonio a la verdad. Pero las palabras que había pronunciado no podían desvanecerse. Hacían su obra en el corazón de los hombres, y sus preciosos resultados no se conocerán debidamente más que en el día del juicio.
Los misioneros valdenses invadían el reino de Satanás incitando los poderes de las tinieblas a mayor vigilancia. Cada esfuerzo que se hacía para que la verdad avanzara era observado por el príncipe del mal, y éste atizaba los temores de sus agentes. Los jefes papistas vieron peligrar su causa debido a los trabajos de estos humildes viandantes. Si se le permitía que la luz de la verdad brillara sin impedimento, había de hacer desaparecer las densas nieblas del error que envolvía a la gente; había de guiar hacia Dios solo los espíritus de los hombres, y destruiría al fin la supremacía de Roma.
La sola existencia de estos creyentes que guardaban la fe de la primitiva grey {asamblea} era un testimonio constante contra la apostasía de Roma, y esta circunstancia era lo que despertaba el odio y la persecución más implacables. Era además una ofensa que Roma no podía tolerar el que se negasen a entregar las Sagradas Escrituras. Determinó raerlos de la superficie de la tierra. Entonces empezaron las más terribles cruzadas contra el pueblo de YAHWEH en sus hogares de las montañas. Lanzáronse inquisidores sobre sus huellas, y entonces la escena del inocente Abel cayendo ante el asesino Caín repitióse con frecuencia.
Una y otra vez fueron desolados sus feraces campos, destruídas sus habitaciones y sus capillas, de modo que de lo que había sido campos florecientes y hogares de cristianos sencillos y hacendosos no quedaba más que un desierto. Como la fiera que se enfurece más y más al probar la sangre, así se enardecía la saña de los papistas con los sufrimientos de sus víctimas. A muchos de estos testigos de la fe pura se les perseguía por las montañas y se les cazaba por los valles donde estaban escondidos, entre bosques espesos y cumbres roqueñas.
Ningún cargo se le podía hacer al carácter moral de esta gente proscrita. Sus mismos enemigos la tenían por gente pacífica, sosegada y piadosa. Su gran crimen consistía en que no querían adorar a Dios conforme a la voluntad del papa. Y por este crimen se les arrojaba toda clase de humillaciones, insultos y torturas que los hombres o los diablos {demonios}podían inventar.
Una vez que Roma resolvió exterminar la secta odiada, el papa expidió una bula en que los condenaba como herejes y los entregaba a la matanza. (Véase el Apéndice.)
EL Apéndice: EDICTO CONTRA LOS VALDENSES. - El texto completo del expedido, en 1487, por Inocencio VIII contra los valdenses (cuyo original se halla en la biblioteco de la universidad de Cambridge) puede leerse en latín y francés en la obra de J. Léger, "Histoire des églises vaudoises," lib. 2, cap. 2, págs. 8-10 (Leide, 1669).
No se les acusaba de holgazanes, ni de deshonestos, ni de desordenados, pero se declaró que tenían una apariencia de piedad y santidad que seducía "a las ovejas del verdadero rebaño." Por lo tanto el papa ordenó que si "la maligna y abominable secta de malvados," rehusaba abjurar, "fuese aplastada como serpiente venenosa." (Wylie, lib. 16, cap. 1.) ¿Esperaba este altivo potentado encontrarse otra vez con estas palabras ? ¿ Sabría que se hallaban archivadas en los libros del cielo para confundirle en el día del juicio? "En cuanto lo hicisteis a uno de los más pequeños de éstos mis hermanos," dijo Yahshua, "a mí lo hicisteis." (S. Mateo 25:40.)
En esta bula se convocaba a todos los miembros de la iglesia en una cruzada contra los herejes. Como incentivo para persuadirlos a que tomaran parte en tan despiadada empresa, "absolvía de toda pena o penalidad eclesiástica, tanto general como particular a todos los que se unieran a la cruzada, quedando de hecho libres de cualquier juramento que hubieran prestado; declaraba legítimos sus títulos sobre cualquiera propiedad que hubieran adquirido ilegalmente, y prometía la remisión de todos sus pecados a aquellos que mataran a cualquier hereje. Anulaba todo contrato hecho a favor de los valdenses; ordenaba a los criados de éstos que los abandonasen; les prohibía a todos que les prestasen ayuda de cualquiera clase y los autorizaba para tomar posesión de sus propiedades." (Wylie, lib. 16, cap. 1.) Este documento muestra a las claras qué espíritu satánico obraba detrás del escenario; es el rugido del dragón, y no la voz del Mesías, lo que en él se dejaba oír.
Los jefes papistas no quisieron conformar sus carácteres con el gran modelo dado en la ley de YAHWEH, sino que levantaron modelo a su gusto y determinaron obligar a todos a ajustarse a éste porque así lo había dispuesto Roma. Se perpetraron las más horribles tragedias. Los sacerdotes y papas corrompidos y blasfemos hacían la obra que Satanás les señalara. No había cabida para la misericordia en sus corazones. El mismo espíritu que crucificara al Mesías y que matara a los apóstoles, el mismo que impulsara al sanguinario Nerón contra los fieles de su tiempo, estaba empeñado en exterminar a aquellos que eran amados de Dios.
Las persecuciones que por muchos siglos cayeron sobre esta gente temerosa de Dios fueron soportadas por ella con una paciencia y constancia que honraban a su Redentor. No obstante la guerra que se les hizo y la inhumana matanza a que fueron entregados, siguieron enviando a sus misioneros a derramar la preciosa verdad. Se les cazaba hasta darles muerte; y con todo, su sangre regó la semilla sembrada, que no dejó de dar fruto. De esta manera fueron los valdenses testigos de Dios siglos antes del nacimiento de Lutero. Esparcidos por muchas tierras, arrojaron la semilla de la Reforma que brotó en tiempo de Wicleff, se desarrolló y echó raíces en días de Lutero, para seguir creciendo hasta el fin de los tiempos mediante el esfuerzo de todos cuantos estén listos para sufrirlo todo "a causa de la Palabra de YAHWEH y del testimonio de Yahshua." (Apocalipsis 1:9.)
Extraído de: "El Conflicto de los Siglos durante la Era cristiana," por Señora Elena G. White, Pacific Press Publishing Assn., 1913, págs. 69-87
Editor: El santísimo nombre del Padre, YAHWEH, fue utilizado en vez de la denominación 'SEÑOR' o 'Dios'; y en el texto: el nombre del Hijo 'Yahshua el Mesías'. [...], {...}
Juan Wicleff
ANTES de la Reforma hubo tiempos en que no existieron sino muy pocos ejemplares de la Biblia; pero Dios no había permitido que su Palabra fuese completamente destruída. Sus verdades no habían de quedar ocultas para siempre. Con igual facilidad podía quitarles las cadenas a las palabras de vida como abrir las puertas de las cárceles y quitarles los cerrojos a las puertas de hierro para poner en libertad a sus siervos. En los diferentes países de Europa hubo hombres que se sintieron impulsados por el Espíritu de YAHWEH a buscar la verdad como un tesoro escondido, y que, siendo guiados providencialmente hacia las Santas Escrituras, estudiaban las sagradas páginas con el más profundo interés. Deseaban adquirir la luz a cualquier costo. Aunque no lo veían todo a las claras podían sí echar de ver muchas verdades que hacía tiempo yacían sepultadas. Iban como mensajeros enviados del cielo, rompiendo las ligaduras del error y la superstición, y exhortando a los que por tanto tiempo habían permanecido esclavos, a que se levantaran y afirmaran su libertad.
Fuera de lo sucedido entre los valdenses, la Palabra de YAHWEH había quedado confinada dentro de los límites de idiomas conocidos tan sólo por la gente instruída; pero llegó el tiempo en que las Sagradas Escrituras iban a ser traducidas y entregadas a gente de diversas tierras en propio idioma. Había ya pasado la obscura media noche para el mundo; fenecían las horas de tinieblas, y en muchas partes aparecían señales del alba que estaba para rayar.
En el siglo XIV salió en Inglaterra "el lucero de la Reforma," Juan Wicleff, que fue el heraldo de la Reforma no sólo para Inglaterra sino para toda la cristiandad. La gran protesta que contra Roma le fue dado lanzar, no iba a ser nunca acallada, porque había despertado la lucha que iba a dar por resultado la emancipación de los individuos, las greyes {asambleas} y las naciones. Había recibido Wicleff una educación liberal y para él el amor de YAHWEH era el principio de la sabiduría. Se distinguió en el colegio por su ferviente piedad, a la vez que por su talento notable y su profunda erudición. En su sed de saber trató de conocer todos los ramos de la ciencia. Fue educado en la filosofía escolástica, en los cánones de la iglesia y en la ley civil, especialmente en la de su país. En sus trabajos posteriores le fue muy provechosa esta temprana enseñanza. Debido a su completo conocimiento de la filosofía especulativa de su tiempo, pudo exponer los errores de ella, y el estudio de las leyes civiles y eclesiásticas le preparó para tomar parte en la gran lucha por la libertad civil y religiosa. A la vez que podía manejar las armas que encontraba en la Palabra de YAHWEH, había adquirido la disciplina intelectual de las escuelas, y comprendía la táctica de los hombres de escuela. El poder de su genio y sus conocimientos extensos y profundos le granjearon el respeto, tanto de amigos y enemigos. Sus partidarios veían con orgullo que su campeón sobresalía entre los intelectos más notables de la nación; y sus enemigos se veían imposibilitados para arrojar desdén sobre la causa de la Reforma, exponiendo si lo hubieran podido la ignorancia y debilidad de sus adherentes.
Estando Wicleff todavía en el colegio se dedicó al estudio de las Santas Escrituras. En aquellos remotos tiempos cuando la Biblia existía sólo en los idiomas primitivos, érales permitido sólo a los eruditos allegarse a la fuente de la verdad, que a las clases incultas les estaba vedada. De esta suerte, quedaba preparado el camino para el trabajo futuro de Wicleff como reformador. Algunos hombres ilustrados habían estudiado la Palabra de YAHWEH y habían encontrado la gran verdad de su gracia gratuita, revelada en ella. En lo que enseñaban ponían de manifiesto esta verdad e inducido a otros a aceptar los oráculos divinos.
Cuando la atención de Wicleff fue dirigida a las Sagradas Escrituras, se consagró a escudriñarlas con el mismo empeño que había desplegado para adueñarse por completo de la instrucción que se impartía en los colegios. Hasta entonces había experimentado una necesidad que ni sus estudios escolares ni las enseñanzas de la iglesia habían podido satisfacer. Encontró en la Palabra de YAHWEH lo que antes había buscado en vano. En ella halló revelado el plan de la salvación, y vio al Mesías representado como el único abogado para el hombre. Se entregó al servicio del Mesías y determinó proclamar las verdades que había descubierto.
A semejanza de los reformadores que se levantaron tras él, Wicleff en el comienzo de su obra no pudo prever hasta dónde ella le conduciría. Su actitud no fue de abierta oposición contra Roma, pero su devoción a la verdad no podía menos que ponerle en conflicto con el error. Conforme iba discerniendo con mayor claridad las falsedades del papado, presentaba con creciente ardor las enseñanzas de la Biblia. Vió que Roma había abandonado la Palabra de YAHWEH cambiándola por las tradiciones humanas; acusó desembozadamente al clero de haber desterrado las Santas Escrituras y exigía que la Biblia fuese restituída al pueblo y que se estableciera de nuevo su autoridad dentro de la iglesia. Fue maestro entendido y abnegado y predicador elocuente; su vida cotidiana era una demostración de las verdades que predicaba. Su sconocimientos en las Sagradas Escrituras, la fuerza de sus argumentos, la pureza de su vida y su integridad y valor inquebrantables, le atrajeron la estimación y la confianza de todos. Muchos de entre el pueblo estaban descontentos con su antiguo credo al ver las iniquidades que prevalecían en la iglesia de Roma, y con inmenso regocijo recibieron las verdades expuestas por Wicleff, pero los caudillos papistas se llenaron de ira al observar que el reformador estaba ganando una influencia superior a la de ellos.
Wicleff denunciaba los errores con mucha sagacidad y se opuso valientemente a los abusos que sancionaba la autoridad de Roma. Mientras que desempeñaba el cargo de capellán del rey, adoptó una actitud atrevida oponiéndose al pago de los tributos que exigía el papa del monarca inglés, y demostró que la pretensión del pontífice al asumir autoridad sobre los gobiernos seculares era contraria tanto a la razón como a la Biblia. Las exigencias del papa habían provocado profunda indignación y las enseñanzas de Wicleff ejercieron influencia sobre las inteligencias más prominentes de la nación. El rey y los nobles se unieron para negar el dominio temporal del papa y rehusar pagar el tributo. Fue éste un golpe certero asestado a la supremacía papal en Inglaterra.
Otro mal contra el cual el reformador sostuvo largo y reñido combate, fue la institución de las órdenes de los frailes mendicantes. Pululaban estos frailes en Inglaterra, comprometiendo en gran manera la prosperidad y la grandeza de la nación. Las industrias, la educación y la moral fueron afectadas directamente por la influencia enervante de dichos frailes. La vida de ociosidad de aquellos pordioseros era no sólo una sangría que agotaba los recursos del pueblo, sino que hacía que el trabajo fuera mirado con menosprecio. La juventud se desmoralizaba, cundiendo en ella la corrupción. Debido a la influencia de los frailes, muchos fueron inducidos a entrar en el claustro y consagrarse a la vida monástica, y esto no sólo sin contar con el consentimiento de los padres, sino aun sin que éstos lo supieran, o en abierta oposición con su voluntad. Uno de los primitivos padres de la iglesia romana colocando las necesidades de la vida conventual por sobre las obligaciones y los lazos del amor a los padres, había hecho esta declaración: "Aunque tu padre se postrase en tierra ante tu puerta, llorando y lamentándose, y aunque tu madre te enseñase el seno en que te trajo y los pechos que te amamantaron, deberías hollarlos y seguir tu camino hacia el Mesías sin vacilaciones." Con esta "monstruosa inhumanidad," como la llamó Lutero más tarde, "más propia de lobos o de tiranos que de cristianos y del hombre," se endurecían los sentimientos de los hijos para con sus padres. (Barnas Sears, "The Life of Luther," págs. 70, 69.) De esta manera los caudillos papistas, a semejanza de los fariseos de antaño, hicieron nulo el mandamiento de YAHWEH, trocándolo por las tradiciones de ellos, y los hogares eran desolados, viéndose privados los padres de la compañía de sus hijos e hijas.
Aun los mismos estudiantes de las universidades eran engañados por las falsas representaciones de los monjes e inducidos a incorporarse en sus órdenes. Muchos se arrepentían a poco de haber dado este paso, al echar de ver que perjudicaban sus propias vidas y que causaban congojas a sus padres; pero, una vez cogidos en la trampa, les era imposible recuperar la libertad. Muchos padres, temiendo la influencia de los monjes, rehusaban enviar a sus hijos a las universidades, advirtiéndose luego una notable diminución en el número de alumnos que asistían a los grandes centros de enseñanza; así decayeron estos planteles y prevaleció la ignorancia.
El papa había investido a estos monjes con el poder de oír confesiones y de otorgar absolución, lo que vino a convertirse en mal incalculable. Dispuestos como lo estaban a incrementar sus ganancias, estaban listos para conceder la absolución al culpable, y, de esta suerte, toda clase de criminales se acercaba a ellos, notándose, en consecuencia, un gran desarrollo de los vicios más perniciosos. Dejábase padecer a los enfermos y a los pobres, en tanto que los donativos que pudieran aliviar sus necesidades eran depositados a los pies de los monjes, quienes con amenazas exigían las limosnas del pueblo y denunciaban la impiedad de los que las retenían. No obstante su voto de pobreza, la riqueza de los frailes iba en constante aumento, y sus magníficos edificios y sus mesas suntuosas hacían resaltar más la creciente pobreza de la nación. Y mientras que ellos pasaban el tiempo en el fausto y en los placeres, mandaban en su lugar a hombres ignorantes, que sólo podían relatar cuentos maravillosos, leyendas y chistes, para divertir al pueblo y hacerle cada vez más de los engaños de los monjes. Así siguieron estos conservando su dominio sobre las muchedumbres supersticiosas, haciéndoles creer que todos sus deberes religiosos se reducían a reconocer la supremacía del papa, adorar a los santos y hacer donativos a los monjes, y que esto era suficiente para asegurarles un lugar en el cielo.
Hubo hombres instruídos y piadosos que en vano habían trabajado por realizar una reforma en estas órdenes monásticas; pero Wicleff, que tenía más perspicacidad, descargó el golpe sobre la raíz del mal, declarando que de por sí el sistema era malo y que debería ser suprimido. La discusión y la investigación se despertaron luego. Cuando los monjes atravesaban el país vendiendo indulgencias del papa, muchos había que dudaban de la posibilidad de que el perdón se pudiera comprar con dinero, y se preguntaban si no sería más razonable buscar el perdón de Dios antes que el del pontífice de Roma. (Véase el Apéndice.)
EL Apéndice: INDULGENCIAS. - Para una historia detallada de la doctrina de las indulgencias, véase art. Indulgencias, en el "Diccionario de ciencias eclesiásticas," por los Dres. Perujo y Angulo (Barcelona, 1883-1890); C. Ullmann, "Reformatoren vor der Reformation," tom. I, lib. 2, sec. 2, págs. 259-307 (Hamburgo, ed. de 1841); M. Creighton, "History of the Papacy," tom. V, págs. 56-64, 71; L. von Ranke, "Deutsche Geschichte im Zeitalter der Reformation," lib. 2, cap. 1, párs. 131, 132,139-142, 153-155 (3.° ed., Berlin, 1852, tom. I, págs. 233-243); H. C. Lea, "A History of Auricular Confession and Indulgences"; G. P. Fisher, "Historia de la Reformación," cap. 4, pár. 7 (traducida por H. W. Brown, catedrático del seminario teológico presbiteriano de Tlalpam, México. Filadelfia, E. U. A., 1891); Juan Calvino, "Institución religiosa," lib. 3, cap. 5, págs. 447-451 (Obras de los reformadores antiguos españoles, No. 14, Madrid, 1858).
En cuanto a los resultados de la doctrina de las indulgencias durante el período de la Reforma, véase el estudio en inglés del Dr. H. C. Lea, intitulado, "Las indulgencias en España" y publicado en los "Papers of the American Society of Church History," tom. I, págs. 129-171. Refiriéndose al valor de la luz arrojada por este estudio histórico el Dr. Lea dice en su párrofo inicial: "Sin ser molestada por la controversia que se ensañara entre Lutero y el Dr. Eck y Silvestre Prierias, España seguía tranquila recorriendo el viejo y trillado sendero, y nos suministra los incontestables documentos oficiales que nos permiten examinar el asunto a la pura luz de la historia."
No pocos se alarmaban al ver la rapacidad de los frailes que nunca parecía saciarse. "Los monjes y sacerdotes de Roma," decían ellos, "nos están comiendo como el cáncer. Dios tiene que librarnos o el pueblo perecerá." (D'Aubigné, lib. 17, cap. 7, pág. 91.) Para disimular su avaricia estos monjes pedigüeños pretendían seguir el ejemplo del Salvador, y declaraban que Yahshua y sus discípulos habían sido sostenidos por la caridad de la gente. Esta pretensión resultó en perjuicio su causa, porque indujo a muchos a investigar la verdad por sí mismos en la Biblia, - siendo esto lo que más temía Roma. Los hombres con su inteligencia acudían directamente a la Fuente de la verdad que aquella trataba de ocultarles.
Wicleff empezó a publicar folletos contra los frailes, no tanto para provocarlos a discutir con él como para llamar la atención de la gente hacia las enseñanzas de la Biblia y hacia su Autor. Declaró que el poder de perdonar o de excomulgar no le había sido otorgado al papa en grado mayor que a los simples sacerdotes, y que nadie podía ser verdaderamente excomulgado mientras no hubiese primero atraído sobre sí la condenación de Dios. Y en realidad hay reconocer que Wicleff no hubiera podido acertardo mejor a dar en tierra con la mole aquella del dominio espiritual y temporal que el papa levantara y bajo el cual millones de hombres gemían cautivos en cuerpo y alma.
Wicleff fue nuevamente llamado a defender los derechos de la corona de Inglaterra contra las usurpaciones de Roma, y habiendo sido nombrado embajador del rey, pasó dos años en los Países Bajos conferenciando con los comisionados del papa. Allí estuvo en contacto con los eclesiásticos de Francia, Italia y España, y tuvo oportunidad de ver lo que había entre bastidores y de conocer muchas cosas que en Inglaterra no hubiera descubierto. Se enteró de muchas cosas que le sirvieron de argumento en sus trabajos posteriores. En estos representantes de la corte del papa leyó el verdadero carácter y las aspiraciones de la jerarquía. Volvió a Inglaterra para repetier sus anteriores enseñanzas con más valor y celo que nunca, declarando que la codicia, el orgullo y la impostura eran los dioses de Roma.
Hablando del papa y de sus recaudadores, decía en uno de sus folletos: "Ellos sacan de nuestra tierra el sustento de los pobres y miles de marcos al año del dinero del rey a cambio de sacramentos y artículos espirituales, lo cual es maldita herejía simoníaca, y hacen que toda la cristiandad mantenga y afirme esta herejía. Y a la verdad, si en nuestro reino hubiera un cerro enorme de oro y no lo tocara jamás hombre alguno, sino solamente este recaudador sacerdotal, orgulloso y mundano, en el curso del tiempo el cerro llegaría a gastarse todo entero, porque él se lleva cuanto dinero halla en nuestra tierra y no nos devuelve más que la maldición que Dios le manda para castigar su simonía." (Rev. Juan Lewis, "History of the Life and Sufferings of J. Wiclif," pág. 37, ed. 1820.)
Poco después de su regreso a Inglaterra, Wicleff recibió del rey el nombramiento de rector de Lutterworth. Esto le convenció de que el monarca, cuando menos, no quedaba descontento con la franqueza con que había hablado. Su influencia se dejó sentir en las determinaciones de la corte tanto como en las opiniones religiosas de la nación.
Pronto fueron lanzados contra Wicleff los rayos y las centellas papales. Tres bulas fueron enviadas a Inglaterra, - a la universidad, al rey y a los prelados, - ordenando todas que se tomaran inmediatamente medidas decisivas para obligar a guardar silencio al maestro de herejía. (Neander, "History of the Christian Religion and Church," período 6, sec. 2, parte I, pár. 8. Véase el Apéndice.)
EL Apéndice: WICLEFF. - El texto original des las bulas papales expedidas contra Wicleff, con la traducción inglesa, hállase en la obra de J. Fox, "Acts and Monuments," tom. III, págs. 4-13 (ed. de Pratt-Townsend, Londres, 1870). Véase además J. Lewis, "Life of Wiclif," págs. 49-51, 305-314 (ed. de 1820); Lechler, "Johann v. Wiclif und die Vorgeschichte der Reformation," cap. 5, ces. 2 (Léipzig, 1873); A. Neander, "Allgemeine Geschichte der christlichen Religion und Kirche," tom. VI, sec. 2, parte 1, pár. 8 (págs. 276, 277, ed. de Hamburgo, 1852).
Sin embargo, antes de que se recibieran las bulas, los obispos, inspirados por su celo, habían citado a Wicleff a que compareciera ante ellos para ser juzgado; pero dos de los más poderosos príncipes del reino le acompañaron al tribunal, y el gentío que rodeaba el edificio y que se agolpó dentro de él dejó a los jueces tan cohibidos, que se suspendió el proceso y se le permitió a Wicleff que se retirara en paz. Poco después Eduardo III, a quien ya entrado en años procuraban indisponer los prelados contra el reformador, murió, y el antiguo protector de Wicleff vino a ser el regente del reino.
Empero la llegada de las bulas pontificales traían para toda Inglaterra orden urgente de arresto y prisión del hereje. Esto equivalía a una condenación a la hoguera. Ya parecía pues Wicleff destinado a ser pronto víctima de las venganzas de Roma. Pero Aquel que había dicho a un ilustre patriarca: "No temas, ... yo soy tu escudo" (Génesis 15:1), volvió a extender su mano para proteger a su siervo, así que el que murió, no fue el reformador, sino Gregorio XI, el pontífice que había decretado su muerte, y los eclesiásticos que se habían reunido para verificar el juicio de Wicleff se dispersaron.
La providencia de Dios dirigió los acontecimientos de tal manera que ayudaron al desarrollo de la Reforma. Muerto Gregorio, eligiéronse dos papas rivales. Dos poderes en conflicto, cada cual pretendiéndose infalible, reclamaban la obediencia de los creyentes. (Véase el Apéndice.)
EL Apéndice: INFALIBILIDAD. - Réspecto a la doctrina de la infalibilidad, véase el art. Infalibilidad, en el "Diccionario de ciencias eclesiásticas" por Perujo y Angulo; Geo. Salmon, "The Infallibility of the Church"; cardenal Gibbons, "The Faith of Our Fathers," cap. 7 (ed. 49 de 1897); C. Elliott, "Delineation of Roman Catholicism," lib. 1, cap. 4.
Cada cual pedía el auxilio de los fieles para hacerle la guerra al otro, su rival, acompañando sus exigencias con terribles anatemas contra los adversarios y con promesas celestiales para sus partidarios. Esto debilitó notablemente el poder papal. Harto tenían que hacer ambos partidos rivales en pelear uno con otro, de modo que Wicleff pudo descansar por algún tiempo. Anatemas y recriminaciones volaban de un papa al otro, y ríos de sangre corrían en la contienda de tan encontrados intereses. La iglesia rebosaba de crímenes y escándalos. Entre tanto el reformador vivía tranquilo retirado en su parroquia de Lutterworth, trabajando diligentemente por hacer que los hombres apartaran la atención de los papas en guerra uno con otro, y que la fijaran en Yahshua, el Príncipe de Paz.
El cisma, con la contienda y corrupción que produjo, preparó el camino para la Reforma, pues de ese modo se dió a conocer el papado tal cual era. En un folleto que publicó Wicleff sobre "El cisma de los papas," exhortó al pueblo a que se fijara en que ambos sacerdotes no decían la verdad al condenarse uno a otro como anticristos. "Dios," decía él, "no quiso que el enemigo siguiera reinando tan sólo en uno de esos sacerdotes, sino que ... puso enemistad entre ambos, para que los hombres, en el nombre de Cristo, puedan vencer a ambos con mayor facilidad." (R. Vaughan, "Life and Opinions of John de Wycliffe," tomo 2, pág. 6, ed. 1831.)
A semejanza de su Maestro, predicaba Wicleff el evangelio a los pobres. No dándose por satisfecho con hacer que la luz brillara únicamente en aquellos humildes hogares de su propia parroquia de Lutterworth, determinó hacerla extensiva por todos los ámbitos de Inglaterra. Con este fin organizó un cuerpo de predicadores, todos ellos hombres sencillos y piadosos, que amaban la verdad y no ambicionaban otra cosa que extenderla por todas partes. Para darla a conocer enseñaban en los mercados, en las calles de las grandes ciudades y en los sitios apartados; visitaban a los ancianos, a los pobres y a los enfermos impartiéndoles las buenas nuevas de la gracia de YAHWEH.
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