Kitabı oku: «Juana la enterradora»

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Co863

S162

Juana la enterradora / John Saldarriaga. Medellín, Colombia : Ediciones UNAULA, 2021.

239 páginas (Tierra Baldía)

ISBN: 978-958-5495-81-4

I. 1. Novela colombiana

2. Literatura colombiana

II. 1. Saldarriaga, John

Juana la enterradora

JOHN SALDARRIAGA

Serie: Tierra Baldía

Ediciones UNAULA

Marca registrada del Fondo Editorial UNAULA

© Universidad Autónoma Latinoamericana

Primera edición: octubre de 2021

ISBN: 978-958-5495-81-4

ISBN-e: 978-958-5495-82-1

Hechos todos los depósitos legales

Derechos de autor reservados

Edición general:

Jairo Osorio

Diagramación e impresión

Taller Artes y Letras S. A. S.

Universidad Autónoma Latinoamericana UNAULA

Cra. 55 No. 49-51 Medellín - Colombia

PBX: [57+604] 511 2199

www.unaula.edu.co

Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Advertencia

Esta es una novela de ficción.

Personajes, hechos, circunstancias y escenarios tienen origen o, más bien, datos inspiradores en sus similares reales, pero no se puede decir que los resultados sean históricos. Lo anterior también puede explicarse así:

Tomé puntos de partida reales y acudí a la imaginación para construir la obra. Entonces, el resultado es una fusión de realidad y ficción, y resulta imposible determinar dónde comienza una y termina otra.

La novela es un conjunto de cuentos. Esta es una de las primeras definiciones que aprendí, cuando aún cursaba la primaria en la escuela Fernando González. Y en esta obra he intentado que cada uno de los capítulos tenga vida propia, mediante el relato de una historia redonda y completa, al tiempo que se dejan unir mansamente para contar entre todos la historia de Juana la enterradora.

Esta obra es también un acercamiento al cementerio de Envigado, del que no se ha escrito tanto como debiera.

¡Ahí lo van a enterrar!... A las dieciocho y media… Oscurece ya… No vino gente rica, poca gente…

Apenas siete personas: los dos hijos y cinco parientes obligados… El enterrador Urquijo está afanado… Se alumbra con lámpara Cóleman… Levántala para alumbrar el interior de la bóveda… Cargan al muerto y lo empujan… sonido de arrastrar madera sobre granitos de cemento y cal…

“¡Enderécelo!” dice alguien a Urquijo, “pues quedó atravesado en la bóveda”… “Está muy tarde”, responde Urquijo… Colocan la tapa del hueco… Urquijo cuña los resquicios con cantos de ladrillo…

Coge una mano de cemento y la pega a los cantos… La extiende luego en círculo, de una manotada… “Ya está”, dice. “No está aún”, responde uno de los hijos… “Está muy tarde, contesta Urquijo, mañana acabaremos”…

Fernando González, en Revista Antioquia

Y yo voy a su tumba a soñar… Guy de Maupassant, en Las sepulcrales

Memorias de la melancolía
·

Hoy, revisando cosas viejas, botando lo inservible, sacando el diablo como se dice, encontré algunos de mis Diarios. Mejor dicho, mis memorias, ya que no los escribía tan pronto iban sucediendo los hechos, es decir, mis vivencias, sino después, cuando habían pasado. Los había perdido de vista entre tantos trebejos que tienen todos los de esta casa de locos, casi veinte personas entre tíos y sobrinos, una manada de dinosaurios, no solo porque la mayoría estamos viejos, sino porque ya olvidamos o no nos importa cuáles son hijos de quién: los de Luz Elena, los de Alfonso, y el mío; cuáles somos los hijos de Víctor Molina y María Evangelina Medina —siete, si mal no estoy— ni cuáles los vástagos de mi papá con otra mujer con quien estuvo antes; cuáles de los hermanos míos no tuvieron ni uno. Lo cierto del cuento es que todos —padres, tíos, hijos, hermanos, nietos, sobrinos; todos— nos hemos tratado como iguales. Parecemos hermanos que deambulan por la casa como fantasmas y como auténticos desconocidos.

Cuando digo “la casa”, no me refiero a una construcción con paredes y techo, donde metemos nuestras miserias para protegerlas de la intemperie y esconderlas de los ojos del mundo. Bueno, también, pero no solo a eso, a una vivienda semejante a la de cualquier familia; la nuestra incluye el cementerio, la cantina y todo.

Al recuperar estos cuadernos empastados en terciopelo negro —les ponía esmero, nadie puede dudarlo—, eché de ver que comencé a escribirlos de manera tardía. No a los quince años, como las mujeres afanadas por apuntar sus modestas hazañas, sus incipientes experiencias, sus idilios etéreos y sus sueños bobos, sino después de los cuarenta y cinco, cuando ya había vivido; había pasado por tantas estupideces que, una tras otra, van haciendo la vida.

La idea la tomé de El diario de Ana Frank, que leí a medias. Un volumen raro que le regalaron a mi papá no sé cuándo; ah, no, que se encontró entre las flores de la tumba sin identidad y sin fechas del ala occidental, un día de esos cuando en el cementerio hay más vivos que muertos… No, no fue así; ahora lo tengo claro… No lo de la tumba antigua y olvidada, la cual es otra historia… tal vez… Me refiero al libro: se lo dio a mi papá una mujer judía, una tal Molka Eidelman, quien, al tiempo de llegar a estas tierras, cambió el nombre por Marta. Con la señorita Débora Arango, fue la primera mujer que manejó carro en Envigado y todo… Ella alcanzó a contarnos su historia a mi papá y a mí un día, no el mismo en que le regaló el libro, sino otro, pues estaba triste. Mi padre dejó el azadón; yo abandoné la regadera. Nos quedamos como hipnotizados oyendo a esa mujer. La observé con detenimiento, demorándome en apreciar ese rostro suyo dueño de una belleza exenta de delicadeza, gobernado por unos ojos oscuros, profundos y brillantes, sus mejillas pobladas a medias por pecas rojas que recordaban el mapa de un territorio insular, su frente amplia sin ninguna arruga que la surcara. No pude dilucidar ese aire suyo de mujer desparpajada que lo ha vivido todo. Me resultó imposible calcularle la edad… Y, modestia aparte, he sido buena para eso.

Vino huyendo del odio. Estudió en La Presentación. La llamaban la Niña Judía… Se le veía orgullosa de ser paisana de Nuestro Señor Jesucristo y repitió varias veces esta circunstancia en los contados minutos de la conversación. Sus padres, de origen rumano y religión judía, la concibieron en altamar, a finales de 1929, a bordo del barco carguero que los trajo hasta Buenaventura, en un recorrido de cuatro meses, huyendo de los rigores del antisemitismo rumano. “No había empezado la guerra —decía y las palabras resonaban en mi mente infantil como un trueno a medianoche, y siguen retumbando ahora cuando vuelven a mi memoria— y la situación para nuestro pueblo era difícil”. Nació en el año treinta y la nombraron Molka. Molka Eidelman. Ella, para evitar confusiones “y peligros, con ese antisemitismo que había”, más tarde se hizo llamar Marta. Así de simple. Su madre, Paya Doñetz, no habría de durar mucho tiempo. En la precariedad hospitalaria de entonces, murió cuando Molka tenía tres años, a causa de una infección. Su padre, Peicer, conocido después como Pedro, quedó a cargo de la chiquilla, sin dominar el español. Él había venido antes, en el veinticuatro, como polizón.

A Molka la crio una mujer dueña de un hostal, conocida de su padre y a la que la judía consideraba una santa o, más aun, un ángel. Las monjas de la Presentación decidieron para ella un bautizo católico y tramitaron permiso ante el papa. Fue entonces cuando cambió de nombre. Al crecer, no estuvo a salvo de persecuciones. Una vez, la sacaron escondida en una caja de galletas, como si fuera un gato, para escurrirla de las garras de la policía y, en otra, cavaron un foso en un extremo de una finca, la sentaron allí en un cojín y pusieron una tapa de tablas para que no la encontraran.

Cuando su papá murió, el velorio lo hicieron en la colonia judía. Marta, casada ya, asistió y observó el cuerpo de su padre tendido en suelo y cubierto con sábanas negras, como ha sido costumbre entre ellos. Después, ella dio la vuelta al mundo y trajo mariposas de cristal y todo.

—Ser judío no es únicamente decirlo: ¡Se lleva en la sangre!

Desde entonces deseé con ansia ser dueña de una parte de aquellas aventuras o de otras semejantes para escribirlas en un diario, o para contarlas por ahí a los conocidos. Pero, qué va, las cosas interesantes no me suceden a mí. La vida pasa por mi lado como una tangente. En fin; no sé por qué a mi papá y a mí se nos metió que ella, la señora Eidelman, era la misma visitante desconocida de la tumba sin nombre. Hablábamos de ella a veces. Jamás volvimos a encontrarla…

Volviendo al cuento, al mío, ese libro, que fue a parar entre mis cosas, estaba escrito por una muchacha judía. Se escondía con su familia en una buhardilla o algo así. Como Marta, huía de los nazis. Se me antojaba encontrar semejanzas entre mi vida y la de Ana, al menos en cierto sentido, el de estar escondida en un cementerio y en la casa aledaña a este, huyendo, no de una guerra, sino del destino… como si fuera posible. Ella le puso nombre a su diario: le decía Kitty. Yo no les puse nombre a mis escritos. O tal vez sí: les he dicho Diarios, a pesar de ser memorias. Pero, ¿a quién le importa que no sean diarios? Son los nombres del corazón y este tiene sus razones para nombrar las cosas a su gusto y, en general, para hacer cuanto le venga en gana. Y aunque mi existencia no fuera intensa como la suya, me dije, al menos, al escribirla, podría conseguir que a mí misma no me pareciera tan aburrida e insípida. Al leerla después, me prometía ilusionada, podría imaginar que era la vida de otra, y cualquiera otra es mejor que yo. Y desde entonces escribía casi todas las noches, así fueran dos líneas, hasta hace más o menos diez años. Es una dicha volver a verlos; sinceramente, creía que se habían ido una mañana cualquiera en el carro de la basura con tantos otros trebejos, cuando me ha dado por sacar el diablo.

Cosa curiosa: los hechos consignados en mis memorias corresponden a la juventud. ¿Será acaso que ya a una nada nuevo le sucede? ¿Nada de lo que pasa le suscita un comentario, una emoción? ¿Pocos asuntos le afectan y, menos aún, le sorprenden? En fin, recogí esas libretas con silenciosa y contenida premura, no fueran a verme los demás y me acosaran a preguntas: “Juana, ¿qué tiene ahí? Déjenos leerlo”. Y por más que les hubiera contestado: “No señores, esto es personal, esta es mi vida privada”, no se hubieran resignado y no me los hubiera quitado de encima. Yo lo sé.

Además, ¿no han dicho siempre que estoy loca? Los leerían con morbo, solo para burlarse de mí. Sé que no estoy loca; la gente tiende a confundir situaciones y emociones con, cómo se dice, desequilibrios mentales: la soledad en que habito, a pesar de compartir el espacio con tantas personas… vivas y muertas; la alegría excesiva, la rabia excesiva, la tristeza cuando se queda instalada en el alma, como una nata, para formar lo que se llama melancolía… Melancolía: mi palabra favorita desde la primera vez que la oí. Fue al doctor Restrepo, en una de sus venidas a tratar de una diarrea crónica a uno de los menores. “No sé, a veces me agarra la melancolía, se me queda como tres semanas y no hay quién me aguante”, le contaba ese hombre alto y de cara grande y rectangular a mi padre, su amigo, mientras yo le miraba asombrada sus dedos índice y del corazón de la mano derecha, amarillentos de tanto fumar cigarrillos sin filtro. El de la melancolía es mi caso. Yo, Juana Molina, soy una mujer melancólica. Tengo el corazón seco como un corcho y espinoso como un cactus. Contra él apreté los Diarios recuperados, los llevé a mi pieza, donde los acabé de esconder bien escondidos.

Primero supuse que el mejor sitio para ocultarlos era debajo de la baldosa floja al lado del nochero sobre el cual tengo la imagen de la Virgen de Guadalupe, la palmatoria con la vela empezada, la Biblia, El diario de Ana Frank, Cuando el mundo era joven, la Novena de las Ánimas del Purgatorio y una camándula bendecida por el padre Julio Jaramillo, el que pintaba gatos. Pero después se me ocurrió que no, que tal vez a alguna de las mujeres de la casa, esas buenas para nada, impulsada por un espíritu maligno, le diera por entrar con el pretexto de limpiar y, al pasar la trapera y notar el desperfecto, retiraría la baldosa y, claro, hallaría mi secreto. Nada más mirá a esa Lourdes. ¿Esquizofrénica es que se dice? Tiene la casa llena de huecos, las paredes, el suelo; los abre con una varilla cuando está abatida. Pero, todo hay que decirlo, desde la muerte de su hijo, hace un año, no le han vuelto a dar los ataques. Debe ser que él la está cuidando, sí, los muertos siempre cuidan a los vivos, así funciona esto. En fin, entonces eché un vistazo a mi habitación: vi la cómoda donde guardo la ropa y cierra el paso al otro cuarto, el de las mellizas, cuyo hueco nunca ha tenido puerta y en su lugar cuelga una cortina de flores desteñidas más vieja que yo; el cuadrito del Ánima Sola, entre llamas, con su mirada en lo alto, en la pared de la entrada; la ventana que da a la calle y mantengo cerrada para evitar la entrada del ruido de los carros y el polvo y las miradas impertinentes…

¡Ay, cómo no se me había ocurrido! El antepecho de la ventana, de más de sesenta centímetros de tapia, es un buen lugar… Pero de inmediato descarté la idea. Si aquí la gente respetara lo de una… Ni el Cristo negro de la cabecera de la cama ni nada intimidaría a ningún entrometido. Al rato de pensarlo decidí encaletarlos más bien debajo del colchón de mi cama. Tengo planeado leerlos despacio y en desorden en el cementerio, de tarde en tarde, cada vez que me pueda dar una escapadita. No tengo ningún afán.

Los leeré para contarme la historia de mi vida, esa que ha pasado por mi lado como una sombra ajena. A ratos dudaré si en realidad esas cosas me han sucedido a mí. Por eso me gusta mirar mi letra despatarrada y torcida, fea sí, peor que la del doctor Restrepo: me hace sentir mías y nada más que mías esas vivencias. Me revelaré la historia de La Última Lágrima, que es la cantina, y también de la casa, sí, la casa, un lugar donde el más viejo, mi padre, fue un enterrador de leyenda, y una de sus hijas, esta que viste y calza, cavila y narra, es Juana Molina la Enterradora. Así me llaman, a mi pesar. Reconoceré un lugar donde la muerte no es causa de desasosiego y los espantos son juego de niños.

La muerte es un lugar oscuro y solitario
·

Descubrí la muerte cuando tenía unos cinco años. Fue con la de mi amiga Isabel, dos años mayor que yo. Antes, no pensaba en eso. No sospechaba siquiera la existencia de un término para todo esto, un punto final a la circunstancia de estar aquí. No me pasaba por la mente que este cuerpo mío, el cual no dejaba de sorprenderme y al cual comenzaba a acostumbrarme y todo, debiera abandonarse, como los caracoles cuando vacían su concha y esta no sirve ya más que para oír el mar. Y en mi caso, ni para esto siquiera. Era como si pensara, aunque de manera inconsciente, que si estábamos aquí, en la Tierra, caminando por la vida con ropa y zapatos; los viejos fumando, los muchachos silbando canciones, los niños jugando, las comadres hablando… si íbamos por el mundo como si fuera el asunto más natural, este planeta girante era el lugar de la humanidad, de quienes conformábamos la humanidad. Y así permanecerían las cosas per saecula saecolorum. Daba por sentado que así funcionaba esto y así funcionaría por siempre. Y este por siempre se sentía tan cómodo como un maldito sillón de plumas, mullido y amplio, del que no nos queremos levantar. Pero no, ¡ahora resultaba que nada de eso era cierto!

Isabel fue a la Ayurá con su familia un seis de Reyes, como es la usanza. Según contaron durante el velorio, se bañó en la quebrada, chapoteó el agua como los demás niños, y, como los demás niños, jugó a mojar las piedras secas, ignoradas por la corriente, para salvarlas de una muerte por sed. También yo me compadecía de ellas cuando iba. Era grato percibir ese olor a tierra, agua corriente y piedras mojadas bajo el sol. A la hora del almuerzo desempacaron los fiambres. Una roca junto al agua, inmensa como un animal prehistórico varado en la orilla, sirvió de comedor. Los demás de la casa se hicieron sobre la gran mole; en cambio, Isabel, siempre distinta, se sentó en su base y la usó de espaldar. De pronto, antes de que nadie pudiera advertirlo, la piedra rodó tal vez agobiada por el peso, derribó a los comensales y aplastó a la niña como si el animal hubiera cobrado vida de repente, hubiera decidido marcharse y a su paso quebrara con su pata una rama seca del camino sin siquiera darse cuenta de ello.

En el velorio, Isabel permaneció metida en un cajón blanco, brillante, con enchapes dorados y cubierto de flores. Yo veía el cajón, cómo no, pero estaba clavado por todas partes y no se podía ver su interior. Los grandes comentaban: “ya no estará más entre nosotros”. Mi mamá me advertía: “nunca más volverás a verla”. Sin embargo, yo no entendía a qué demonios se referían. ¡Son bobadas de viejos! Cómo puede ser posible. Chava estará mal un tiempo, me decía interiormente, y después volveremos a estar juntas. Ya ha ocurrido antes. Una vez, ella contrajo paperas, la encerraron en su casa, en su cuarto, y no pude verla por varios días ni nada; en otra, a mí me dio sarampión. Tampoco fue a visitarme. Así sería esta vez: dejaría de verla por un tiempo y, una vez transcurrido, ella me buscaría para contarme entre risas cómo fue eso de sentirse bajo la roca.

Además del tono perentorio en las palabras de mi madre, el cual sembró cierta inquietud en mi alma, lo que me ayudó a comprender un poco más este asunto un tanto anómalo del final definitivo fue el funeral, esa misa larga y cantada del día siguiente. No la celebraron cuando tuvo paperas. Los himnos, entonados por el sacerdote y contestados por un organista dueño una voz afónica y profunda, comparable con ruidos procedentes de una caverna rocosa, me apretaban el corazón como con unas tenazas en cuyos brazos trabados hubiera, de un lado, angustia y, del otro, placer, es decir, una combinación de doloroso goce:

—Mil años ante tus ojos como el día de ayer que ya pasó, como una vigilia de la noche.

Al Rey adoremos para quien todo vive

Isabel permanecía metida en el cajón blanco. Adentro debía estar oscuro.

En el cementerio, su mamá gritó desconsolada. Mi padre, ocupado en sepultarla en el pabellón de los niños, se vio obligado a sacar siete veces el cofre para darle gusto a ella en el deseo de tocar la madera laqueada. Era como si palpara, no el madero, sino a la niña, con suavidad y ternura.

Y creo haber entendido todo completamente cuando él puso cemento a la bóveda, como si quisiera evitar una eventual fuga de la niña. No podrá respirar, me dije, pero de inmediato sospeché, esta circunstancia hacía parte de lo mencionado por los grandes y me reservé el comentario.

Yo, Juana, aprendí a caminar entre bóvedas, lo sé. Gateaba en las criptas y todo. Uno de mis más antiguos recuerdos es el de la gozosa sensación al pasar mis manos chicas por los altorrelieves y bajorrelieves de las lápidas más bajas. En mi mente sigo percibiendo una con nitidez, la de un viejecito. Estaba hecha de hierro y forrada con estaño. Tenía su cara, alta nariz y arrugas en la frente, grabada y superpuesta. Faustino Arango. 1852-1937. Hice leer el letrero y lo retuve para no olvidarlo. Tocaba ese rostro como lo hacen los ciegos, con los dedos deteniéndose en cada ondulación para aprenderse de memoria las formas. De su florerito incrustado en la losa pendían sin falta dos siemprevivas muertas. Una noche venía caminando con mi madrina. Vi a la vieja Gabriela en su puesto de flores en la puerta del cementerio. En ese momento recordé el comentario de aquella emitido esa misma tarde, de que la vendedora no había vuelto a trabajar en cuatro o cinco días. Me le solté de la mano sin decirle nada y fui corriendo a preguntarle a esa mujer:

—¿Qué hacés a esta hora de la noche? ¿Quién va a comprar flores con el cementerio cerrado?

Nada me dijo. Al llegar a la casa, le conté a mi madrina lo ocurrido y me aseguró no haber visto nada ni a nadie. Al mañana siguiente me enteré que Gabriela había muerto en la clínica la noche anterior, más o menos a la hora en que la vi, y que allí, recluida, pasó los últimos días. Me había espantado.

Veía a mi papá sepultando los cajones… pero no había caído en la cuenta de que esos cajones estaban habitados por gente. O, bueno, tal vez sí lo sabía, pero no le había dado trascendencia al tema. Total, se trataba de otra gente, desconocida y ajena; nada mía.

En síntesis, para continuar con la idea de mi descubrimiento de la muerte, nací entre muertos y crecí con la muerte misma en escena permanente… Sin embargo, hasta entonces no había hecho conscientes tales asuntos ni que tales asuntos significaran el final.

Desde aquel lejano instante de mi hallazgo he pasado por distintos sentimientos. Al principio, me sentí defraudada; después, confundida; más tarde, resignada y, al final, conforme.

Defraudada, porque yo, Juana Molina, me sentí traicionada por Dios. Él no me había prometido nada; ni más faltaba. Pero era como si lo hubiera hecho.

Tan apegada a algunos seres, especialmente a mi papá y a mi madrina, y ¡saber que habría de arrebatármelos de un manotazo artero! Pasaba los mejores momentos en el cementerio viendo a ese hombre sabio limpiando lápidas y abonando el jardín y, al lado de ella, en la casa, horneando galletas de mantequilla o, en alguno de los patios del sitio santo, observando cómo adelantaba un tejido tal vez indeterminado y con seguridad interminable, y yo, entre tanto, le acariciaba una rara inflamación de la rodilla izquierda o desenredaba un ovillo de lana. Estando con él o con ella, oía distraída los cantos de los alcaravanes o los rezos monótonos de los visitantes.

Requiem aeternam dona ei Domine.

Et lux perpetua luceat ei.

Requiescant in pace.

Esas cosas, ay, habrían de terminarse de un momento a otro, sin que yo pudiera hacer nada al respecto; sin que se tuviera en cuenta mi opinión. Era injusto. Y me enojé con Dios en una rabieta que alcancé a comentarles a ellos dos, entre sollozos, en distintas ocasiones, tres o cuatro años más tarde.

—Te falta aprender tanto, Juanita… —Suspiró ella sin apartar los ojos del tejido.

—Ya tengo ocho —le dije—. Voy a la escuela.

—Cuando hayas vivido tanto como yo, te darás cuenta de que todo está bien. La muerte es como irse a vivir con Dios. Entonces, ¡no puede ser tan malo!

—La muerte no es una cosa horrible, como algunos creen, muchacha —bramó él, en su momento, sin apartar los ojos de la bóveda que encalaba.

—¿Ah, no? Entonces, por qué todos tiemblan al nombrarla y lloran cuando llega.

—Solamente tiene mala fama, incluso para quienes la consideran un invento de Dios. No es más. Es como irse a dormir, aunque más profundamente. Andá, más bien, a traerme un florero de la bodega. Ah, y un tarro de pintura negra que dejé detrás de la escalera chiquita —antes de alejarme, añadió—: la muerte es solo un lugar oscuro y solitario.

Andando los tiempos fui conformándome. Aceptando las cosas de mejor manera.

Tuve una recaída, y fuerte, cuando ella murió. Yo era entonces una muchacha de… no sé, tal vez diecisiete años; había rumiado como nadie este ejercicio nada sencillo de entender la muerte, había visto y asistido a mi papá miles de veces en el cementerio. Total, él ha sepultado a medio pueblo y yo he estado ahí, las más de las veces, para asistirlo. Y hasta comenzaba a hacerme a la idea de que la labor del sepulturero es divina, o sea, uno de los negocios de Dios: despacha las almas al más allá para su viaje por el Purgatorio. Él o un ángel suyo o quién sabe quién, estaba del otro lado, recogiendo lo que mi papá le enviaba. Lo había visto sacar restos e incluso le había sostenido la bolsa docenas de veces para que vertiera esqueletos, no pocos de ellos enteros tras cuatro años de espera, y mi papá no podía partirlos ni con el hacha, como si fueran árboles petrificados durante centurias. Había mirado frente a frente las momias más tenebrosas y, así, se me fue formando un cayo en el espíritu… Pero cuando mi madrina murió… ¡Ay, Dios! Fue como si la costra que cubría la herida y conseguía, poco a poco, cicatrizarla, se hubiera desprendido de golpe, dejaba la carne viva y volvía a sangrar y arder. Y yo grité de dolor.

Ella no murió de nada, quiero decir, no estaba enferma. Solo se fue apagando un día, desde el amanecer. Cuando me levanté, la luz del Sol apenas comenzaba a dibujar los utensilios de la cocina. Preparaba chocolate, como de costumbre. Terminó de batirlo. Me dio una taza. Desde que me lo entregó, noté en ella un raro temblor. Era leve, sí, pero también inusual. Se lo advertí.

—No es nada. Mis manos quedaron agitadas por batir el chocolate; eso debe ser.

Volvió a la cocina y tomó un par de analgésicos “por si las moscas”, como solía decir. Yo salí al patio de atrás para tomar la bebida despacio, recostada al paredón del cementerio. Esa mañana, ella no hizo los destinos en la casa ni nada. Se sentó no más a observar las cosas, las plantas, la escoba parada en el cabo, las personas cuando estaban ahí, los perros rascándose o sacudiendo su pereza, la ropa colgada secándose al viento, el espacio en general, con la mirada de quien acaba de llegar a un lugar nuevo y lo viera todo por primera vez. No hizo nada más.

Después de almuerzo, en vez de irse a tejer, se fue a la cama a hacer una siesta, luego de tomarse otro par de analgésicos. El almuerzo le había caído pesado, me dijo. En la tarde, no se levantaba. Fui a despertarla, pero nada. Su semblante era tranquilo y todo. Grité desesperada y mi papá llegó a quitármela de las manos para que no la sacudiera más. Estaba muerta. Le puso un espejo ante los labios y la nariz, y no se empañó en absoluto.

—¿Voy a buscar al doctor Restrepo? —Le pregunté casi echando a correr.

—No. Más bien andá a buscar al padre —contestó, con una tranquilidad comparable con la reflejada en el rostro de mi madrina en aquel instante—. Pero primero traéme un pañuelo del nochero mío. Le amarraré la mandíbula para que no quede con la boca abierta.

Fue un golpe bajo. Los seres bondadosos deberían merecer la inmortalidad. Era una viejecita dulce y tierna. Dueña de una agradable habladuría, siempre con historias para contar. Vivencias que parecían fábulas o simplemente contadas de manera tal que uno creía encontrar al final una enseñanza, como esos paquetes de recortes de obleas que alegraban las horas de mi niñez, en cuyo fondo solía haber una bolita dulce. Fue una mujer maravillosa. He aspirado ser como ella… tan siquiera un poco.

Casi me volví loca, esa vez de verdad. En silencio, rumié mi dolor y volvió a renacer mi furia… Pasé días pensando qué diría ella en tales momentos. Al cabo de, decí vos, dos meses, seis, un año, hallé la respuesta: —Qué tal que no existiera la resignación...

Aposté que esto hubiera dicho y hubiera seguido tejiendo como si tal cosa. Y sí, todo pasa, el dolor por su pérdida también. Se me fue convirtiendo en un agridulce peso en mi corazón que nunca merma. Soporté la sacada de sus restos, sola con mi padre. Lo vi retirar la losa, halar los leños de lo que fue su ataúd, hacer a un lado los jirones de los forros del mismo y de la mortaja. Ninguno de los dos dijo nada sobre el olor a vainilla, como cuando horneaba galletas, como si no nos extrañara. Tampoco al ver aquel esqueleto completo. Estaba momificada por los fármacos engullidos como si fueran golosinas. Sostuve con firmeza la bolsa y él la metió completa. En las cuencas de los ojos notamos sendos asteriscos dorados, resplandecientes, como estrellas instaladas en el fondo de la calavera.

—Recemos un Padrenuestro, muchacha —ordenó mi papá mientras le hacía un nudo al fardo.

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