Kitabı oku: «El cine actual, confines temáticos», sayfa 10
La adolescencia aferrada
Perro muerto
Chile, 2010
De Camilo Becerra
Con Rocío Monasterio, Daniel Antivilo, Rafael Ávila
En Perro muerto, contenida ópera prima del cinegraduado universitario y exasistente de dirección de 29 años Camilo Becerra (intrigante documental previo: Esperando México, 2008), con guion suyo y de Sofía Gómez Vergara, la huraña joven madre soltera sin oficio ni apenas beneficio Alejandra (Rocío Monasterio soberanamente hosca) vende hipotéticamente ropas (robadas, recolectadas so pretexto de una fundación caritativa) en un puesto callejero de cualquier periferia miserable del inmostrable Santiago y vive de arrimada con su ochoañero niño redondito aún con mamila Nicolás (Rafael Ávila) en casa del duro abuelo cocinero de restaurantes Braulio (Daniel Antivilo), un día aparece adoptado un perrito que entusiasma al chicuelo pero ella lo desaparece mortíferamente en un baldío ante el previsible desconsuelo infantil (“¡Quiero a mi Chilote, quiero a mi perro Chilote!”) y otro día el viejo comunica a la chava que pondrá a la venta su casa a una compañía industrial, por lo que pronto deberán desalojarla. La adolescencia aferrada hace un agudo estudio psicosocial de los jóvenes marginados, varados en el mundo social sobrepoblado, física y moralmente paralizados, sin perspectivas ni ambiciones, que se niegan a crecer, imposibilitados para asumir ninguna responsabilidad como nuestra infeliz Ale (“¿Qué te pasa, huevona?”) cuyo único ánimo de protesta apenas le alcanzará para derribar clandestinamente de pasada un anuncio de “Se vende” o entrar por fractura a su propia morada, y cuyos reflejos contextuales serán un cierto Pájaro (Cristián Parker), el compañero conforme a rabiar pero dispuesto a botar la plata ajena, la remilgosa amiga clasemediocre de absurdos proyectos vitales Josefina (la coguionista Sofía), viajándose sin cesar de lo autoirrisorio a lo irrisorio. La adolescencia aferrada genera un drama laxo que se manifiesta como en secreto deliberadamente segundón, inconfesable y casi oblicuo, a través de la fotogenia grisaceamente espesa de las fábricas de cemento o en obra permanente, la anémica omnipresencia de horizontes amarillentos y terregales plagados de yerba seca, las letárgicas deambulaciones por puentes interminables con un invendible panda de peluche gigantesco colgado de la mano, el leitmotiv de una máquina de coser inutilizada / usada, el llamado de los juegos de maquinitas y de la fiesta con cueca danzarina en torno a una botella por parte del hijito con perpetuo gorrito blanco tejido y de su madre ávida de amoríos ocasionales para remediar por un momento las ausencias vividas, los continuos enfrentamientos del viejo irritado por la pasividad y la ineptitud de la chava en la cocina, las cortas escenas solitarias desdramatizadas, y un lenguaje toscamente elíptico, entre otras eminentes deflaciones narrativas minimalistas. Y la adolescencia aferrada irá transformando suavemente la convivencia forzada entre el viejo rudo y la muchacha bloqueada en un cultivo feraz del difícil arte del reencuentro / descubrimiento de los demás y de sí mismos, para reconstruir un tejido relacional, una cotidianidad lastrada, una ejemplar desidentificación con el perro muerto (en su doble acepción: el hallazgo del cadáver del can en sí y el perro muerto del afecto inexpresable), una posibilidad del placer compartido entre los dos ante el bailable escolar con el hijo-nieto y una tajante caricia concluyente al cachorrito hallado en la tierra baldía de un principio de ternura por fin ya no ensimismada.
La macrocrisis inducida
El precio de la codicia (Margin Call)
Estados Unidos, 2011
De J. C. Chandor
Con Kevin Spacey, Zachary Quinto, Jeremy Irons
En El precio de la codicia, debut como autor total del publicista y documentalista J. C. Chandor (corto previo: Despacito, 2004; guion de un Portofino aún en proceso), basado en hechos reales (acerca del desplome-desplume de Lehman Brothers hacia 2008), el estoico solitario jefe de mercadeo en altas finanzas con mascota agonizante Sam Rogers (Kevin Spacey) representa una figura fundamental para verificar el riesgo ya cumplido semanas atrás que ha descubierto el analista novato Peter Sullivan (Zachary Quinto), para convocar en la madrugada a ejecutivos superiores como el putañero elegante Will Emerson (Paul Bettany) e incluso como el intimidante magnate al despiadado mando general John Tuld (Jeremy Irons) cuya divisa ética es “Tu pérdida es mi ganancia”, y para hacer retornar bajo presión a la compañía en problemas al verdadero descubridor del estropicio a prueba de corrupción recién despedido Eric Dale (Stanley Tucci), por lo que logrará sacrificarse como culpable a la maldita jefa de riesgos Sarah Robertson (Demi Moore) y venderse todos los créditos hipotecarios sin valor alguno a la mañana siguiente, en unas cuantas horas, poniendo en inducida macrocrisis ¿evitable? a todo el sistema financiero de la nación, hasta el naufragio final que arrastró al mundo entero. La macrocrisis inducida plantea como fundamento teórico que “En este negocio hay tres maneras para sobrevivir: siendo el primero, siendo el más listo o haciendo trampas”, para colocar la gravedad de su thriller financiero con ritmo de drama siniestro entre la sucia pugna de prepotencias por el puesto burocrático de Éxito a cualquier precio / Glengary Glen Rose (James Foley, 1993) y las aberraciones antisociales de la legalidad / ilegalidad estadunidense tan pormenorizadamente exhibidas ya en Una acción civil (Steven Zaillian, 1998), si bien aterrizando ahora casi humanamente los contenidos de Dinero sucio (Charles Ferguson, 2010), aquel abstruso documental-denuncia especulativa contra especuladores. La macrocrisis inducida se erige como conato de tragedia in vitro y ab ovo sobre una acezante acuciante estructura-bitácora de 24 horas con música alucinante, sobre detonantes informes confidenciales en USB en tiempos de recorte masivo, caminatas preocupadas por los pasillos, el telefonema urgente a medianoche, cifras fatales en monitores sumisos, detección de 8 trillones de dólares en el universo sin respaldo real, tranquilidad comunal pendiendo del hilo de una simple ecuación, búsqueda de errores a la evidencia irrefutable, reporte del brusco descenso del 25% de las acciones, pérdidas mayores al valor total de la poderosa compañía, mar de escritorios baldíos a lo Vidor / Wilder aunque computarizados, juntas para decidir en falso la sobrevivencia propia, vileza radical en las decisiones a contrarreloj, más la contagiosa sensación de ver criaturas-piezas clave de rompecabezas agitarse sobre arenas movedizas. Y la macrocrisis inducida hace el retrato de un desalmado Wall Street, mediante el triunfo final del ruin espíritu de grupo y de las 7 primas prometidas por vender el 93% del monto antes del escándalo, con telefonemas perforando la neblina matinal de NY y un héroe sin futuro excavando la tumba de su perra (¿simbólica, espiritualmente la suya propia?) en el jardín de la fortificada exmujer odiosa, acaso emblemas últimos del capitalismo como cáncer incurable.
El estupro potencial
Memoria de mis putas tristes (Erindring om mine bedrovelige ludere) Dinamarca-México-Estados Unidos-España, 2011
De Henning Carlsen
Con Emilio Echevarría, Ángela Molina, Geraldine Chaplin
En Memoria de mis putas tristes, décimo sexto largometraje del semirretirado danés de 84 años Henning Carlsen (Dilema, 1962; Hambre, 1965; Pan, 1995), con ineptovivales guion suyo y de Jean-Claude Carrière basado en la novela homónima del premionobel Gabriel García Márquez que planchaba sin piedad La casa de las vírgenes dormidas del japonés también premionobel Yasunari Kawabata, el periodista solterón exputañero apodado el Sabio (Emilio Echevarría inconvincente a deprimir) decide agasajarse con una virgen para festejar sus 90 años, pero, pese a que la madrota de un burdel del militarizado villorrio locombiano donde vegeta Rosa Cabarcas (Geraldine Chaplin momificada) le proporciona una linda púber sedada e irreconocible (Paola Medina cual desnudo trozo de carne), tiene pavorosas regresiones edípicas, la voyeuriza, la toquetea, la exige varias noches, le canta, se enamora por primera vez en su vida acariciándola (“Mi niña, eso eres para mí”), la sublima como su Delgadina en exitosos artículos periodísticos, la alucina, la pierde por razones truculentas, la recupera y se decepciona al verla emputecida. El estupro potencial medra sin posibilidad de aliento ni vivacidad dentro de un retrógrada e insufrible tedio ripsteiniano (tipo El coronel no tiene quien le escriba, 2002, que volvía reivindicador cristero a un exmilitar liberal), al interior de una estructura deambulatoria, en un interminable ir y venir de personajes cansinos por el espaciotiempo fotogénico, sin ritmo ni medida ni sentido, para acabar entregándose a tautológicos bla-bla-blas infratelenoveleros en campo-contracampo, siempre muy bien sentaditos, acicalados y declamatorios. El estupro potencial realiza el prodigio negativo de que ningún actor, a la deriva, dejado a sus escasas fuerzas, parezca mínimamente dirigido, cual si la película estuviese realizada por un zombi sordiciego que no se enteró nunca de nada (sin duda Carlsen no es precisamente un Manoel de Oliveira escandinavo, aunque haya pasado a la historia del cine por sus versiones del desesperado premionobel noruego Knut Hamsun), al grado de poder afirmarse que el realizador más mediocre del cine mexicano (Sariñoña, Bolado, quien sea), un asistente de director o el más tarado estudiante de primer año de cualquier escuela on line de cine, podría haberlo hecho mejor. Y el estupro potencial se consuma al fin porque, gracias a la generosidad romántica de su ajadísima exgalana jubilada Casilda Armenta (Ángela Molina pésima) actuando cual conmovida y lacrimosa arma secreta, el anciano se convence de la maravilla de tirarse a la chica “por amor”, en grande y cursi, entre esfumados vomitivos y Chopin ad náuseam, si bien aun así políticamente incorrecto y humanamente alevoso, rejuvenecido, exultando a gritos desde una azotea sobreexpuesta al día siguiente, para regocijo seudopoético del más nefasto machismo latinoamericano, y clavando, eso sí, una duda en el espectador menos avieso: ¿no será ese pedófilo chocho una glorificación del Góber Precioso descorchando botellitas de coñac?
La alegría subversiva
No
Chile-Francia-Estados Unidos, 2012
De Pablo Larraín
Con Gael García Bernal, Alfredo Castro, Antonia Zegers
En NO, prominente cuarto largometraje del cinepublicista y productor chileno de 37 años Pablo Larraín (Tony Manero, 2008; Post mortem, 2010), con guion de Pedro Peirano (ya presente en La nana), el exsocialista exiliado hoy exitosamente refugiado en la publicidad comercial más rancia René Saavedra (Gael García Bernal con acento santiaguino de súbito regiomontano) es convencido por su antiguo camarada hoy semiclandestino Urrutia (Luis Gnecco) para que asesore y prácticamente encabece la campaña del NO durante los quince TVminutos libres diarios (en cadena nacional pero en el peor horario e hipercensurados) que en 1988 ha autorizado a la oposición el dictador militar golpista Pinochet para decidir, por inusitado plebiscito motivado por la presión internacional, su permanencia en el poder de Chile, lo cual motivará una sagaz e ingeniosa lucha mediática, no basada en el dolor de muertos y desaparecidos y torturados y violencias cotidianas, sino en el arco iris de la alianza multipartidista y en la alegría de liberarse de la opresión (“¿Hay algo más alegre que la alegría?”), que confrontará al audaz estratega publicitario con su avieso jefe Lucho (Alfredo Castro) comandando en sus narices la contracampaña del SÍ e incluso con comandados suyos como su fotógrafo partidario respetuoso de la enfriadora línea radical Fernando (Néstor Cantillana), dejándolo solo para enfrentar amenazas, combatir tensiones y miedos (colectivos, propios), lidiar con su indómita exmujer activista aún deseada Verónica (Antonia Zegers) y proteger ante todo a su pequeño hijito Simón en asedios y represiones callejeras, hasta el apoteótico triunfo político final para todos tan ansiado pero imprevisto. La alegría subversiva entona un insólito canto encomiástico (o ¿autoencomiástico?) al lenguaje publicitario y a su semiótica manipuladora, como un discurso esotérico e iniciático, excluyente y atropellante, aunque hegemónico y todopoderoso, usufructuado en pródiga profusión hilarantes tomas epocales de archivo y rodando con cámara de época para obtener texturas deliberadamente granulosas, para dar la impresión exacta de esa “copia de una copia de una copia” en que se basa, por excelencia o por fatalidad, mecánica y temática e ideológicamente, contando con el eficaz apoyo de las editoras Andrea Chignoli y Catalina Marín Duarte y su gran capacidad de síntesis, mediante saltos espaciotemporales a lo bestia y a lo virtuosístico, de manera brillante, sistemática, arbitraria, discursiva, metaestética. La alegría subversiva acomete a la vez el retrato, la vivisección y el encomio ambiguo de un hombre acosado y atrapado por su oficio y por sus límites (los límites de un hombre son los límites de su lenguaje: Wittgenstein), y no es que la cámara de pronto y para siempre haya enloquecido de amor loco en la contemplación de Gael, con Gael en big close-up 80% del tiempo en pantalla y Gael hasta en la sopa, sino porque ese admirable especimen referencial más que protagónico pese a todo, heroico a su manera aunque contradictorio, está atrapado real y metafóricamente hasta por el encuadre: Gael preocupado o reflexivo o agitado o titubeante, Gael como león enjaulado dentro de planos cerradísimos. Y la alegría subversiva ha hecho la crónica ultrasubjetiva de un referéndum liberador y del desplome de una feroz dictadura latinoamericana (“Se acabó, ya cayó, ya cayó”), aprovechando un error de cálculo suyo, invirtiendo su prepotencia, revertiendo sus datos y llevándolos a sus últimas consecuencias, desmontando su lógica, derrotándola en su propio terreno, y todo ello a través de un ciudadano equis, ya de vuelta a su agua sucia, que sólo quería (¿o podía?) pasear sobre su patineta en libertad.
La argucia rescatista
Argo (Argo)
Estados Unidos, 2012
De Ben Affleck
Con Ben Affleck, John Goodman, Alan Arkin
En Argo, genérico film 3 del eminente actor-realizador californiano de 40 años Ben Affleck (tras el suspenso secuestrador de Desapareció una noche, 2007, y el suspenso barrial Atracción peligrosa, 2010), con férreo guion de Chris Terris basado en un reportaje de Jeshuah Bearman, el arrebatado comandante de la CIA experto en extracciones Tony Mendez (Affleck mismo) urde un plan al parecer descabellado para rescatar a seis empleados estadunidenses clandestinos en la buenaonda embajada canadiense en Teherán durante la revolucionaria toma de rehenes en la representación estadunidense exigiendo la entrega del odiado Sha y, aleccionado por el desternillante maquillista oscareado John Chambers (John Goodman) y el agrio productor en decadencia Lester Siegel (Alan Arkin), organiza una fuga bajo el disfraz-señuelo de falso equipo de inocua filmación aventurera para engañar agentes de los ayatolahs durante la riesgosa cita en el Gran Bazar y cruzar los infernales retenes aeroportuarios iraníes. La argucia rescatista recrea la crisis de rehenes de 1979 para revelar pormenores hasta hoy ocultos a la opinión pública y aprovechar con rutilante eficacia la moda paranoica del thriller de suspenso paramilitar, invocando en la teoría y desbordando en la trepidante práctica la lucidora opacidad del cine lacónico de Clint Eastwood, aunque confirmando su refulgente aunque superficial ideología conservadora, a partir de una concepción geopolítica que va de la justeza en la complejidad justiciera tercermundista del inicio antimaniqueo, al esquematismo caricaturesco de los ladrantes sabuesos iraníes en el aeropuerto. La argucia rescatista resucita los mecanismos de un suspenso múltiple, operando con virtuosística habilidad varias sorprendentes líneas de acción simultáneas, más cerca de la pluridimensionalidad de Stanley Kubrick (Casta de malditos, 1956) o John Frankenheimer (Domingo negro, 1977) que del unidimensional Alfred Hitchcock (En manos del destino, 1956), en paralelo rizomático y proliferante (gracias a la sagaz edición de William Goldenberg), que toma aire desde el asalto a la embajada visto desde la ventana para destruir documentos confidenciales, se aceita en la alternación monstruosa de los ensayos instructores en producción hollywoodense con los avances de las amenazas exterminadoras iraníes contra los espías yanquis, y estalla en la magistral secuencia con resonantes dimensiones corales del cruce del aeropuerto donde confluyen la confirmación de reservaciones al último minuto griffitheano, las barreras de identificación, los interrogatorios en farsi, la reconstrucción de fotos mediante documentos en tiritas y así, cortando el aliento, en la desazón cardiaca. Y la argucia rescatista reinventa la figura del héroe indómito, hecho para la situación límite, imponiendo su razón y la voluntariosa viabilidad de su iniciativa imposible sobre los miedos y reticencias de sus rescatados, sobre las decisiones arbitrarias de su organización e incluso sobre el presidente de Estados Unidos, siempre al final solo contra todo y contra todos, sólo sostenido por su sangre fría, su audacia y la confianza en el absurdo (“Sólo les pido que confíen en mí”), ciegamente visionario, tanto como la reivindicación, cual bombástica guerra instantánea, de un cine ciencia-ficcional pueril, a base de benditos alieniégenas y robotitos y superhéroes archicondecorados en la vida real.
La marginalidad irredimible
Elefante blanco
Argentina-España, 2012
De Pablo Trapero
Con Ricardo Darín, Jérémie Renier, Martina Gusmán
En Elefante blanco, destemplado séptimo largometraje del cuarentón bonaerense fundador del nuevo cine argentino Pablo Trapero (del fascinante minimalismo hiperrealista de Mundo grúa, 1999, y El bonaerense, 2002, al normalizado vigor genérico de Leonera, 2008, y Carancho, 2010), sobre un guion suyo y de Alejandro Fadel, Martín Mauregú más Santiago Mitre y con dedicatoria al sacerdote progresista Carlos Múgica que fuera abatido por la dictadura castrense en 1974, el enfermo pero aguerrido cura tercermundista vuelto villero porteño Julián (Ricardo Darín increíblemente sobrio) y su vulnerable amigo misionero belga Nicolás (Jérémie Renier) se han conocido en el traumatizante horror castrense centroamericano y ahora acometen un titánico trabajo social organizativo de anticorrupción entre (y a favor de) los miserables habitantes invasores del Elefante Blanco (un esqueleto de megahospital semiabandonado desde la época de la dictadura), antes luchando contra las represiones paramilitares o policiales y hoy además contra los narcotraficantes y sus cárteles, apenas auxiliados, ambos tenaces y estoicos religiosos, por la guapa asistenta-activista atea Lucina (Martina Gusmán), en quien se apoya, incluso amorosa y remordidamente, el cura extranjero cada vez que flaquea, que son muchas y todas expansivas, contagiosas, rumbo al sacrificio inútil o al punitivo retiro espiritual. La marginalidad irredimible avanza con ritmo trepidante, virtuosística fotografía de Guillermo Nieto acosada en covachas inmundas o por laberínticas callejuelas, e hinchada / henchida / chida música repetitiva del inglés Michael Nyman, en estridente y ampulosa marcha en planos largos contra jerarquías e instituciones, hasta el respaldo de violentísimas tomas por asalto, hacia ninguna parte, al parecer sin otro objetivo que morderle la cola narrativa al drama edificante. La marginalidad irredimible se concentra en atufar la imposibilidad de ensotanada redención social, recibiendo en plena cara el tufo colectivo, intentando transformarlo y sustituirlo por otro menos visceral, ahora reverente y bienhechor, si bien insostenible, comprometiendo a la fe y avinagrando tanto al relato como a sus héroes límite. Y la marginalidad irredimible termina construyendo a duras penas, constituyendo con dureza el estudio más pesimista concebible sobre el desespero y la trituración personal, más acá de todo enfoque humanista sobre la jodidez y más allá de cualquier apuesta apostólica o alcance ideológico y político simplistas, en la antiinercia de la inerme bondad inane (“No es lo mismo la violencia de ayer que la de hoy, pero nuestro amor sí que es el mismo”).