Kitabı oku: «La ñerez del cine mexicano», sayfa 8
La ñerez reciclada
En Oso polar (Zensky Cine - La Torre y el Mar, 70 minutos, 2017), insólito tercer largometraje independiente del experimentado TVserialista y ambicioso autor total capitalino en Madrid y Vancouver formado de 40 años Marcelo Tobar (Dos mil metros (sobre el nivel del mar), 2008, y Asteroide, 2014), filmado a lo prángana seudodemocrático con dos iphones y un Nokia vetarro pero con millonarias producción y posproducción y consiguiendo un extraveloz lanzamiento comercial, mejor largometraje de ficción en el Festival de Morelia 2017 (merced a un curioso aunque quizá apantallable o paternalista jurado-coctel culturalmente de lujo institucional-marginal que integraron Cristian Mungiu, Karel Och, Bela Tarr, Christoph Terhechte y Charles Tesson), el sonriente perpetuo grabador celular compulsivo (“A ver, ¿qué grabas?” / “Me gusta grabar cosas, caminos, momentos”) y afable desempleado treintón medio traumatizado medio flamantemente recuperado Heriberto Heri (Humberto Busto aún más formidable que en El incidente) recién regresa de un seminario del cual desertó y de cosechar fresas gracias a las cuales se regeneró para reconciliarse con la vida, ha heredado de su aplastante madre Miss repartidora escolar un añejo Ford 1982 jodido que se detiene quizá para siempre cada que se enfría (“Está bien Mad Max tu carro”) y con ella se acomide a darles un aventón, cruzando Ciudad de México de norte a sur hacia un generacional festejo rutinario al que nunca ha asistido (“Oye, ¿viste el video de la reunión pasada?” / “No, se ve que estuvo buena” / “Estuvo increíble, ¿por qué no fuiste? Mira” / “No, pero ahorita...”), a dos excondiscípulos a los que no ve desde la escuela primaria hace 25 años: la dipsómana divorciada sexosamente destartalada a semejanza del auto Flor (Verónica Toussaint sorprendente), quien antes de partir le pide perdón a su hijito por dejarlo con la ultraedipizante abuela sobreprotectora a quien ambos detestan (Blanca de Albornoz), y al reprimidazo solterón futbolero entre desmadroso y transa con mastín en ristre Trujillo (Cristian Magaloni), pero en el camino, rumbo a un pueblo llamado Tlalpuente por la salida a la carretera federal a Cuernavaca, al desviarse de Tlalpan para tomar por otras vías rápidas alternas, sacar fotos o conchabarse pomos de tequila en un minisuper cuyo gerente (Luis Alberti) corre de inmediato a la ya alcoholizada repelente Flor por su prepotencia, todo empieza a fallar, tanto la tensa convivencia plena de agresiones veladas bajo una finta relajienta, como el vehículo problemático, que se descubre inútil para viajar de forma fluida, motivando que los invitados fracasen al intentar seguir su trayecto en un taxi que exige 300 pesos por la dejada, y todos los antiguos conflictos secretos, subrepticios e inconscientes comienzan a aflorar renovados cuando Flor revela todavía exasperada que una archienemiga compañera ojeta hizo acopio de firmas para expulsarla del colegio acusándola de ladrona (incluso Heri confiesa haber firmado), Trujillo reconoce que siempre se le antojaron el trasero descomunal y los suculentos labios carnosos de Flor pero que ella nunca le hizo caso, y el traumatizadísimo en calma aparente Heri, apodado aviesamente El Ruso por malas mañas criptográficas infantiles deformadoras de palabras, revive otra vez en carne viva y de la manera más cruelmente gratuita el bullying que padeció en su infancia, a raíz de un telefonema burlón de Flor a un tal Luis Andrés que encabezaba esa acción psicológicamente depredadora, algo terrible y expansivo que acabará estallando, sobre todo cuando la eufórica irresponsable Flor, jalando a sus cuates, se haga conducir por chavos lúmpenes a través de callejones suburbiales hacia una fiesta clandestina de azotea, donde cierta turbamulta etílica y drogada, bajo la guía de una provocativa chava fiestera con atuendo sexoaleopardado (Alexandra Dunnet) y su novio fiestero madreador (Marcelo Cerón), somete a una humillación colectiva al inerme y hasta entonces abstemio Heri, para hacerlo ingerir licor y terminar abestiadamente, al igual que sus dos amigos, tumbadísimo de noche en el automóvil zozobrado, apenas con ánimo rencoroso para liquidarlos de modo inmostrable, dejándolos dormidos y encerrados dentro del vehículo con el motor encendido en una cochera, esperando el estallido y el aniquilamiento por fuego de los cuerpos y, ahora sí, continuar hacia la reunión escolar de su escuela primaria, a la que va a llegar tarde, trastabillante y con ánimo de acuchillar en una habitación aparte, de una vez por todas, al inofensivo actual Luis Andrés (Fernando Álvarez Rebeil), pero renunciando a ello por cobarde vocación sagrada de simulador o Gesticulador nato, como lo exige, dicta e inspira la ñerez reciclada.
La ñerez reciclada fácilmente se convierte con gran celeridad en un film-objeto gracias a una edición acelerada y trepidante en exceso ¡qué prisa te traes para no dejar ver! de Patrick Danse que se precia de ser superelíptico inclusive en el transcurso de cualquier acción expositiva, que aunada a una naturalista limítrofe dirección de arte de Karen Torres, tanto como el sonido de Emilio Cortés y una música hípster populachera pero también efectista con rebosantes seudocampanadas acústicas de Adán Herrera, logra que, más que intensificar, enriquecer o crear el drama, se lo inventan, con trozos y momentos de gran cine como el laberíntico pasadizo entre despojos inmobiliarios rumbo a la fiesta de azotea o el descenso a los infiernos de la fiesta entre cortinas de colgajos relampagueantes color solferino, ya en el tremebundismo elíptico de la parte conclusiva.
La ñerez reciclada se despliega como una vasta parábola que apenas logra incluir en su trama relativa y relativista una serie de microhistorias, muchas de éstas apenas referenciales o meramente orales, a modo de simples escenas, situaciones, esbozo de cuadros breves, trazas metafóricas deliberadamente atropelladas que van tejiendo un extraño trasfondo significativo jamás totalizador, dentro y fuera de un eje cronológico demasiado elástico y horadado, sin importar mucho la verosimilitud anecdótica o realista en primeras instancias, siempre precipitadas e histriónicas en seco, con rasgos, ambientes y hasta características vestimentarias que sólo a los personajes pueden resultarles arcaicas, pero que tornan actuales sus traumas insuperables y sus planteos acuciantes, para que el relato en presente les conceda modo de acción, ejemplar continuidad y destino personal.
La ñerez reciclada rompe intempestivamente a cada tercera secuencia la estructura lineal del relato mediante un bombardeo periódico de flashbacks, entre mentales y objetivos, entre insertos subjetivos y explicativos o desplazados, sin responder a ningún orden ni asociación de ideas alguna, siempre enigmáticos, súbitos y arbitrarios, que irrumpen e interrumpen de continuo la ya demasiado salteada y elíptica anécdota, posResnais y postSergio Leone, en racimo, intermitentes, al mostrar imágenes fijas o móviles, de álbum familiar o de cine amateur, del héroe y la heroína cuando niños o de grupos escolares, en abundancia y a veces invertidas de cabeza, descendiendo por extraños muros exteriores, de Heri cosechando fresas con verdaderos campesinos, pero sobre todo en el seminario al lado del ensotanado Raúl (Harold Torres) con quien parece haber sostenido una relación ambigua en exceso y a la defensiva contra los abusos de un poderoso o pederasta cura autoritario (el realizador en persona), pero eso apenas se sospecha y nunca se hace demasiado explícito, volviendo a la ficción en sí una metáfora de su desamparo o del Desamparo a secas (según su autoconsciente intérprete Humberto Busto).
La ñerez reciclada asimismo se transforma en una reflexión en acto acerca de los registros con dispositivo celular hoy hechos posibles dentro del arte aún denominado cinematográfico, con terca fotografía estridente de Mauricio Novelo con base en varios tipos de teléfonos celulares, a diferencia de la cinta estadunidense pionera en su género Tangerine: chicas fabulosas de Sean Baker (2015) que sólo usaba un sofisticado iphone 5s con lente anamórfico, es decir, Oso polar quiere pasarse de listo ostentando un iphone 4 para las vistas narrativas normales, un smartphone muy manipulable como el que emplea en todo instante Heri, un Nokia lumpenoso para incidentales esencialistas como corresponde a las clases sociales menos favorecidas, ultramaquilladas darketas, punketas, cargando bebé, fiesteros con máscara de luchador, architatuajes hasta el cotidiano desfiguro esperpéntico, y last but not least un iphone-reservorio atroz de imágenes archivadas, muy semejante al de la femimórbida cinta de horror alegórico Vuelven (Issa López, 2017), duplicando la manía del protagonista de grabarlo todo aprovechando el don de la ubicuidad de teléfonos celulares, para brindis colectivos hacia el espacio del filmador, el campo solitario de los seminaristas vagabundos, pasos de objetivo a subjetivo de los dispositivos móviles con diferentes texturas y funciones, gestos del solitario seminarista Heri viendo al objetivo, reacciones instintivas del novio del claustro para tapar la lente grabadora, el flashazo de un beso en la boca dado por galanes-tentación como Luis Andrés, la captura de algún furtivo gesto delator de melancolía, y alguna selfi al semidesnudo sugerente en el cuarto baldío sólo poblado por crucifijos.
La ñerez reciclada cree firmemente en el sentido único: la persistencia de los recuerdos dolorosos de la infancia vueltos imborrables y lastrantes en la edad adulta, la traumatología al final vengativa que domina al protagonista masculino pero es análoga a la de sus dos acompañantes amigos / enemigos, y los apuntala por todas partes, al develar y volver virulenta la hostilidad y el recóndito rencor, el resentimiento y la vulneración que no se ven a simple vista, pero se deja adivinar a través de una subtrama de disimuladas agresiones soterradas, para ofrecer un repertorio de personajes poco habituales en el cine nacional, como Flor, esa tipeja tequilera aún dependiente de la madre a la que visceralmente repudia pero a quien sin embargo utilitariamente se somete, la madre soltera in obbligato, misteriosa perturbada, frustradaza, neurótica frágil pese a todo, psicológicamente inestable, medio compulsiva medio demente aficionada al jueguito de taparle los ojos al conductor del vehículo en medio de bestiales carcajadas erotanáticas, a quien su excelente intérprete (la coactriz de TVseries casi fílmicamente inédita Verónica Toussaint) parece complacer al límite en su juego irresponsable, secundando cada uno de sus impulsos y deseos, como si sintiera hacia ella una empatía extrema, para reivindicar cada uno de sus actos, cual Isabelle Adjani demasiado poseída y desechada por el demonio Zulawski (mínimo homenaje a Posesión, 1981), o como Heriberto, ese tipejo lamentable quizá en las antípodas conductuales de Flor, aún dependiente de los compañeros que lo bulearon en la infancia y queriendo quedar bien con ellos como si de ellos siguiera dependido su seguridad y valoración personales, tímido e hipócrita a rabiar, guardando y casi coleccionando recuerdos negativos grabados que aloja en su smartphone a modo de única posibilidad de resguardo contra la fragilidad de la propia conciencia vulnerada, tanto como de una memoria viva y feraz en la impudicia desventurada.
La ñerez reciclada retrata y relata las presuntas mentalidades y la descompuesta situación social de un país entero, presuntamente llamado Ciudad de México, gracias a una circunscrita, divagante y atropellada travesía medianamente erótica, pues parece haberse tomado en serio la apreciación del clown seudofilosófico-neofreudiano esloveno Slavoj Zizek según la cual Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001) no era una travesía erótica a través de la cual se narraba a un país, sino la narración de un país a través de una travesía erótica, por lo que, tomando además peripecias e ideas de ese film, aunado a ciertos paralelos con el road movie urbano y macrodeambulatorio sin rebasar de las fronteras de periféricas de la ciudad, al estilo de Vivir mata Juan Villoro / Nicolás Echevarría, 2001) y Generación Spielberg (Gibrán Bazán, 2014) y la emblemática Güeros (Alonso Ruizpalacios, 2014), sin la excelencia plástica de estos dos últimos filmes en alucinado blanco / negro, he ahí los letreros que ubican la trama en un sábado por la mañana o contemplan las letras de las definitorias palabras clave acusadoras e infelices (Los Abusivos / Los Ingratos / Los Corruptos) recomponiéndose en un criptograma entre infantil y malvado (animación de Maribel Martínez), las digresiones auditivas en voz en off territorial (“La temperatura en Ciudad de México es de 26 grados”), la afanosa limpieza del auto viejito, un humilde barrendero matutino, tránsito pesado por viaductos a cualquier hora y plano cenital, profusas fotofijas para recuperar irónicamente el pasado en montaje acelerado, los signos y señales callejeras, los pasos por túneles cortitos aunque por un momento-memento amenazantes de negrura, y esa decisiva metáfora premonitoria del escupefuego de semáforo horadando en triunfo la noche del alma.
Y la ñerez reciclada sabe que a fin de cuentas tantos matices y tanta agitación sólo van a servir para demostrar, one more time, que todos los mexicanos acaban siendo traidores aunque se esfuercen por demostrar lo contrario a lo largo y a lo ancho de una película, tal como lo prueba el finalmente incendiario cobarde Heri, acorde con ese reduccionista tratado de estereotipada mexicanidad ridifolclórica supuestamente anti-Trump llamado Coco (Lee Unkrich y Adrian Molina supervisados por John Lasseter para Pixar / Disney, 2017), una mexicanidad llamada Heri y sus excompañeros subrepticiamente odiados (¿cómo podría reconectarse con quienes nunca se ha conectado?) y eliminados que nunca deja de hacer visajes de thriller emocional, inclusive al precipitarse el antihéroe con body camera acosadora hacia la puerta de escape entre llamas o de esta fiesta en que sólo pudo herirse las manos ante el aborrecido antes deseado Luis Andrés, rumbo al clash más absoluto, irremediable e irredimible, en un país-mosaico tóxico, país-criptograma de la ignominia, un indeslindable Oso Polar que se ufana en ocultar plantígrados secretos congelados e inconfesables.
La ñerez sobajada
En el heroicamente ciberfondeado film independiente Histeria (Mr. Blue & Colateral, 82 minutos, 2016), destemplado tercer largometraje del prolífero cortometrajista de la New York Film Academy egresado Carlos Meléndez (cortos: La Nueva Atlántida, 2003; Chalino Rivera, 2008; El amargo exilio, 2008; Estrella de plata, 2009; Bestia, 2010; Foco rojo, 2011, y El huésped, 2013; TVserie: Paracinema, 2013; largometrajes: Hombre de negro 2, 2013, primer film de la plataforma Cinelatino, y After School / Después de clase / After School: Lockdown at Harbor School, 2014), con guion suyo y de Gabriel Reyes, el talentoso arquitecto joven de carácter demasiado blando hasta lo pusilánime Federico Anduaga (Héctor Kotsifakis lamentosa y lamentablemente tieso) consigue por fin un prominente puesto de diseño creativo (“El arquitecto será el líder del proyecto más importante de esta constructora”) en la transísima compañía infladora de costos que dirigen el confianzudo corrupto desatado Ramiro (Noé Hernández en plan de bigotón norteño cerdazo) y su cómplice de a bordo el ingeniebrio Leonardo Guerrero (Enrique Arreola halagüeño sin jamás descomponer la figura), cuando ya la vida privada del pobre tipo anuncia un desastre debido a su falta de temple, y lo condena a la mediocridad, sobajado por todos, sobajado por los ruidosos vecinos hamponcetes pedos tipo El Too (Erick Cañete) y El Rana (David Cañete) siempre liderados por El Chaka (Omar Ceballos) a quienes apenas logra observar fijamente desde una ventana superior de su nuevo hogar sin atreverse a ponerles un alto nocturno, sobajado por la valerosa esposa embarazada Sonia (Sharon Zundel airosa roñosa) que lo avasalla (“Esto es para nosotros y nuestros hijos”) sobre todo porque ella sí se atreve a reclamarles a los torpes mudanceros rompetodo (Isi Rojano, Alejandro Delarosa) y a correr de la calle (“O los quitas tú, o los quito yo”) mediante histéricos insultos a los ñeros abusivos (“Que te quites, cabrón, o llamo a la policía”), sobajado por el hostil padre viejo Rafael (Fernando Becerril autoritario descompuesto) que lo desprecia profundamente y lo humilla aun en la celebración de un enésimo cumpleaños o en su lecho de hospitalizado enfermo terminal (“Siempre fuiste muy bondadoso, hoy eres un pendejo”), y hasta sobajado involuntariamente por una guapa hermana Graciela (Amaya Bas) amorosa incapaz de hacer algo por él, pues también en la nueva chamba todo se precipita muy pronto en contra suya con infame rapidez, pues durante una cena de negocios con el maduro colmilludo Stephen (Roger Cudney) y otro avezado socio gringo que se niegan al clásico tequilazo engullendo chilles en nogada, el tímido reticente Fede se atreverá a salvar una agria y enfadosa sesión de regateos acerca de “los números”, amenazada incluso con la ruptura del trato, proponiendo un moderado presupuesto sin amañar que le ganará una salvaje patiza por parte de su jefe en el mingitorio del restaurante (“Te voy a romper tu pinche cara”), lo cual, aunado a una posterior borrachera rebosante de consejos cínicos al lado del inge putañero de piochita afilada Leo, servirá para sacudir de su modorra relacional al iluso héroe buenazo por una imprudente vez, convirtiéndolo en un monstruo de corrupción que, sobre la marcha y entre otras ahorrativas modificaciones sustanciales, ordenará disminuir criminalmente el grueso de las varillas de sustentación de un edificio en el Estado de México, provocando el derrumbe homicida de la obra en proceso a la hora del primer sismo rutinario, causando enorme escándalo mediático y ser él mismo obligado, por sus ominosos superiores, a ocultarse en su discreto domicilio personal, mientras ellos intentan acallar la situación, hasta tener que achacarle cobardemente toda la culpa a un acosado Federico que, zurrándose de miedo, abandonado por su mujer y sabiéndose buscado por la ley, sorprenderá por azar metiéndose a robar en su auto a un especimen cualquiera de los abominables raterillos de su calle, lo secuestrará calladamente, lo apabullará, lo sentará atado y amordazado sobre un sofá de su sótano como rehén, lo torturará a golpes cual punching bag o chivo expiatorio (“No eres más que un pinche animal”) y, sintiendo vengarse así de todos aquellos que solían hostilizarlo, acabará por ultimarlo de un tubazo y tirará el cadáver al fondo del cubo de un edificio en construcción, para después apostarse frente a su propio departamento, en espera del temido arribo de sus captores policiales para castigar los residuales sobresaltos vitales de su ñerez sobajada.
La ñerez sobajada se estructura como un largo flashback del antihéroe perfecto del hipercorrupto e inevitable e ineluctable e indemne México actual apostado dentro de su automóvil en un rincón de su propia calle inabordable, contemplando el panorama de su corriente y común desolación, articulando un desarmante relato mental en torno a su aislamiento humillado, su acechada sandwichiza al volante mañanero por infestadas avenidas en top shot mientras escucha por radio rutinarias noticias contrastantes (“Sus cuerpos fueron incinerados antes de ser enterrados, su identidad se desconoce hasta el momento; de acuerdo con la investigación, la policía actuó en conjunto con la delincuencia organizada”), su estoicismo en ecuánime suéter gris ante las risotadas del prieto jefe encorbatado con camisa rosada, su obsedente asomarse y mirar impasibles (“Te van a ver”) tras la abstinente cortina amarilla del melancólico ventanal mirando insistentemente hacia abajo (“Míralos, parecen animales”), su ideosincrática incapacidad para decir o sostener un no (“Vámonos por unos drinks” / “No puedo” / “¿A poco le pegan?”), su afanosa decoración del futuro cuarto infantil con ayuda de la mujer preñada a punto de estallar (“¡Que me abras, carajo!”), su sorprendente cambio de actitud por la fuerza de las circunstancias, su acre revuelta familiar contra el tronido de conyugales dedos acezantes (“Hey, te estoy hablando” / “¡Ya deja de estarme chingando!”), su intempestivo sumarse de uñas metidas a la violencia cotidiana para sobrevivir práctica y anímicamente, su colindar impetuoso e indeliberado con el horror / terror macabro (apenas por debajo de la Piel rota de Leopoldo Laborde, 2014), su inerme sentimiento de ajenidad respecto a su propia decadencia, su autoacorralamiento físico y moral cual si se tratara del detonador de la víctima / verdugo instantáneamente psicotizada de Un día de furia (Joel Schumacher, 1993) o del lento aflorar de las frustraciones calladas junto con el sinsentido de la vida en pos de El séptimo continente (Michael Haneke, 1989), su desatada abyección cual aprovechamiento para sacar lo peor de sí mismo o cual insospechado descubrimiento de una vocación alternativa que inconscientemente se hallaba reprimida aunque acaso medrando por emerger de su recóndita oscuridad (al nivel del cobarde abyecto Max von Sydow de Vergüenza de Ingmar Bergman, 1968), su doliente imagen ahora barbuda hirsuta cargando la bolsa negra con el producto de su catártico crimen gratuito cual si fuera una gigantesca bomba mortífera a punto de explotarle en los brazos.
La ñerez sobajada encuentra el equivalente simbólico de su aventura espiritual y de su proceso de acelerada degradación en el paralelismo de los eventos con los avatares de una gigantesca maqueta del fatídico edificio mexiquense en construcción que con gran cuidado cargaba en brazos Fede a su oficina y luego traslada a casa como un emblema subrepticio y vencido, que se modifica y se desmantela, a rabiar y a placer, incólume, tan distante de la supercasa en trance de edificación romántica por el arquitecto adúltero Kirk Douglas en Vecinos y amantes (Richard Quine, 1960) como de la construcción funeraria de La tumba india (Fritz Lang, 1959) a la monumental memoria de un amor admirable, como una esperanza que se arma y se desarma, como la traslación y el entierro en vida de una integridad moral vuelta mortal y mortífera, apestada y pestífera, al sádico gusto del azar objetivo.
La ñerez sobajada quiere dar para mucho, para la fábula sostenida y sus transformaciones, ya que involucra a la ojetez íntima y a la deshumanización social paulatina en un solo trazo, al interior de un morosísimo thriller urbano meditabundo que no teme las sobreactuaciones en los lindes de la caricatura guiñolesca, teniendo como epicentro la sobriedad casi inerte del multibuleado / autobuleado arquitecto Anduaga (¿hasta cuánto puede aguantar un individuo humillado?) y su evolución súbita ya que ¡cuidado con los cainitas pero aún más con los abelitas! (advertía ya Miguel de Unamuno en el Abel Sánchez), pues se cuenta con el apoyo de un formidable y equilibrado aunque caprichoso trabajo de fotografía de Iwao Kawasaki en general muy contrastado en sus búsquedas plásticas, pero también pleno de enfáticos acercamientos feroces a sus figuras, o de picados y contrapicados en las secuencias violentas (auténticas Historias de locura ordinaria en la cauda de Charles Bukowski filmado en 1981 por el genio antisocial con urgencia reivindicable Marco Ferreri), y con el auxilio de la certera dirección de arte de Odette Iñigo y de la música efectista de Dan Zlotnik, si bien de nuevo lo preponderante en la composición / cosmovisión del film vienen a ser los constantes ruidos en oprobioso off, como los jadeos y gruñidos de los flamantes vecinos inmostrables (al estilo del Así de Jesús-Mario Lozano, 2005), y la edición de Jorge El Porri García, su falso ritmo somnífero y contemplativo que a veces se agencia por corte aceleres de montaje fragmentario para precipitar algunas situaciones, como el rediseño frenético del edificio pronto colapsado, la madriza en el baño, la golpiza catártica al secuestrado con mordaza de cinta canela que admite insertos de los rostros de todos los seres abusadores contra los que el héroe piensa que se está desquitando, hasta la absoluta grotecidad desquiciada y sobrecompensadora.
La ñerez sobajada se aleja de cualquier realismo genérico (como el radionovelero del Gutierritos de Alfredo B. Crevenna, 1959, o el renegadamente hawksiano de los Tiburoneros de Luis Alcoriza, 1962, pero recientemente dignificado por La delgada línea amarilla de Celso R. García, 2015), de cualquier naturalismo anacrónico o populachero (el que culminaría en aberraciones como El Milusos de Roberto G. Rivera, 1981, o Ciudades oscuras de Fernando Sariñana, 2002), e incluso de cualquier naturalismo subjetivamente trascendido (el que va de Los olvidados de Luis Buñuel, 1950, a Crónica de un desayuno de Benjamín Cann, 2000, y a Plan sexenal de Santiago Cendejas, 2014), al afirmarse como un cine de la soledad, pues he ahí la pena de una consustancial y radicalizada imposibilidad para adentrarse en las reglas sadomasoquistas y corruptas de la vida circundante, he ahí el arte realista que radica en vibrar con sensibilidad desusada al simple roce de lo cotidiano clasemediero (el empleo degradado, la esposa preñada, el padre odiador, la doliente hermana, el vecindario erizado), he ahí un encuentro súbito en el encapsulado encierro dentro de un mundo enrarecido y poblado por personajes tan hostiles cuan tarados, y he ahí al ser distinto y marginado en un ambiente invivible en el que se ve obligado a seguir viviendo como un condenado a muerte lenta apenas espasmódica.
La ñerez sobajada se sitúa en términos sociomorales al nivel de la persecución de una Parábola con mayúsculas, cuyos antecedentes en nuestro cine nacional habría que buscarlos en el patético arribista barrial Víctor Parra vuelto homicida involuntario con medicamentos inocuos de Los Fernández de Peralvillo de Alejandro Galindo (con libreto basado en una pieza moralista de Juan H. Durán y Casahonda, 1953) o del noble doctor en medicina Ignacio López Tarso enfrentado por interpósita paciente al brutal acaparador de maíz y frijol Pedro Armendáriz de El hambre nuestra de cada día del norteño Rogelio A. González (con guion moralino de Janet y Luis Alcoriza sobre un argumento del actor Alfredo Varela hijo), más todos los edificantes Ríos Escondidos y Rebozos de Soledad y Tarahumaras que en el cine mexicano de crítica social positiva / negativa, aunque ahora de trata de una obra edificante sin moraleja y con final abierto, en la que desde un primer momento empiezan a intervenir elementos tan dispares como la presencia bombástica de los bombardeantes medios de comunicación masiva (la radio, la TV con declaraciones municipales) como vehículo y parte del contexto corrupto, la obviedad de una mudanza caracterológica como sorpresiva elipsis fundada en lo arbitrario, la empatía de pronto rota con un personaje repentinamente distante, la esquemática ausencia de profundidad psicológica utilizada como un atributo distanciante y didáctico, o así.
La ñerez sobajada rebasa con mucho el mero estudio o tributo dramatizado a la histeria que pareciera anunciar el título del film, siempre más allá de una simple enfermedad nerviosa y las constantes alteraciones psíquicas y súbitos cambios emocionales que la caracterizan o acompañan, un más acá de cualquier intensa excitación circunstancial y sus anómalas reacciones excesivas o neuróticas, un estado entre la afección mental y la elección compulsiva y libre, un colapso relacional que tiene algo de sagrado.
Y la ñerez sobajada retorna a su punto de partida para permitirle al individuo escuchar en el callejero aislamiento de su auto la buena noticia evangélica (“Por cierto, es niña; ven pronto”) y trascender su asfixiada parálisis de la voluntad para que la parsimonia del auto al arrancar se funda sobre la impunidad ¿perentoria, transitoria, definitiva? y se confunda con la lentitud musical del momento revivido.