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La novedad infiel

En el videofilm InFielicidad (Jorge Z. López - La DiBina Providencia, 76 minutos, 2015), hiperteatralizado quickie testamentario en cuatro actos bien definidos y confesamente rodado de emergencia en sólo dos días del veterano autor total aguascalentense oficialmente archiapapachado hasta con la Medalla Salvador Toscano de 73 años Jaime Humberto Hermosillo (del ejercicio cuequero heroico Los nuestros, 1969, a Juventud, desengaños y anhelos de Hernán Cortés Delgado, 2010, pasando por La pasión según Berenice, 1975, y sus incursiones pioneras en el seudoplano único Intimidades en un cuarto de baño, 1989, y La tarea, 1990), con fotografía y guion improvisado suyos pero colaborando en ambos rubros su productor y sus cuatro actores protagónicos, el histérico profesorcito de natación Nicolás (Tizoc Arroyo) acude a su sesión psicoanalítica de los miércoles a las cuatro con un joven terapeuta de doctas gafas distanciantes Joaquín Azúcar (Jonathan Silva) para exponerle entre gritos, exasperaciones, retorcimientos, aullidos, gimoteos, y un llanto verdadero que enjuga con pañuelos desechables de la caja estratégicamente colocada a un lado del diván, las novedades circulares de su conflictiva relación con una brillante conferencista foránea diez años mayor, con quien cuenta ya un lustro viviendo como pareja estable, correosa e indesligable, si bien sosteniendo escasos contactos sexuales a últimas fechas, lo cual ha convertido al patético varón en un onanista compulsivo, por compensación, aunque dependiendo de su dinero para pagar la terapia y sin dejar de sentir por ella celos patológicos, vigilar los movimientos de su tarjeta de crédito y sus llamadas por celular, y acosarla con decenas de telefonemas, sin obtener respuesta alguna, sobre todo cuando se halla trabajando fuera (“Estoy seguro de que está con alguien más”) o cambia de ciudad sin avisarle (“Ya no aguanto, es una hija de su puta madre, es una puta, le vale madres, la quiero matar, ¿entonces por qué cambió su contraseña?”), a sabiendas que él mismo, tarde o temprano, acabará por serle también infiel, en vista de su diferencia de edades, y dando eso como un inevitable hecho futuro por ambas partes, cosa que inquieta profundamente al doctor (“Cuando la ves a los ojos, ¿qué sientes?”), quien reiteradamente le recomienda al paciente asumir sus responsabilidades (“Estás dejando de ser tú”), pero que cederá a las demandas y caprichos neuróticos del atribulado Nicolás, cuando éste le pida que conozca en persona a la celada Laura (Lisa Owen carismática comme d’habitude), la reciba en su consultorio, aún bella y muy segura de sí misma, para constatar la evidencia de que se trata de una madre instintiva que renunció voluntariamente a tener hijos pero que sostiene una protectora relación maternal con su compañero (“Es un hijo crecido y hermoso”), imponiéndose ahora como corolario lógico agendar una reunión entre los tres, en la que Nicolás y Laura acabarán confesándose que se son infieles mutuamente y, para sorpresa del grupo, con el mismo tipo, un bisexual asiduo de gimnasio que lanza por delante sus tatuajes de espalda para hacer plática, hecho que saldrá a relucir cuando, en una siguiente sesión, únicamente se presente al consultorio del doctor Azúcar ese personaje (Emiliano Flores) y se le encuere de inmediato al facultativo sobre el diván y empiece a agasajarlo con su infalible Rito de seducción, consiguiendo en efecto socavar e inquietar al serio varón.

La novedad infiel se divide muy explícita y retadoramente en cuatro actos escénicos, cual descarada e inepta y contrahecha pieza teatral o arcaico ejercicio de teatro filmado, pero lo hace de una manera nada vergonzante, deliberadamente anacrónica, en las antípodas de aquellas sabrosas y popularísimas seudosesiones psicoanalíticas que ofrecían los 78 capítulos de la ingeniosilla TVserie gringa En terapia (2008) del fallidísimo cineasta Rodrigo García (acaso su único logro y obvia fuente de inspiración de InFielicidad con sus líos cruzados entre doctores y pacientes), pues en éstas sus nuevas mingitoriales Intimidades en un cuarto de baño psiquiátrico, Hermosillo se solaza traicionando las reglas que parecía haberse fijado, de vez en vez, cada que se le da la gana, cual guiño de ojo o distanciamiento / extrañamiento respecto a sus propios materiales, a modo de leves insinuaciones perversas o de plano epifanías, acumulando un poco sin ton ni son diversos procedimientos heterogéneos con respecto al planteamiento mismo de la obra, así se forma el título de la cinta con base en un juego de palabras que tan insinuante cuan obviota y esperpénticamente funde la palabra Infidelidad con Felicidad (pero implicando también Infelicidad y un poco más allá u oculta en su aliteración una Fidelidad vuelta aquí ausente por anticlimática o acaso subversivamente paradójica ¿o paradójicamente subversiva?), así se filma en plomizo blanco y negro la casi totalidad del metraje (pero de pronto la imagen cobra ¿o recobra? por un momento gloriosos colores al final del último tercio cuando los secretos burlonamente se han develado entre los personajes por una vez besándose y abrazándose amorososamente botados de resplandeciente risa nerviosa), así se arman mecánica y monótonamente las hiperdialogadas secuencias a base de masters shots con chaplinianas protecciones en paralelo sobre el eje hasta para la entrevista a Laura con cámara chueca (salvo en los casos de los reencuentros con la verdad o con el perturbador ligón de gimnasio), así se inserta un terceto de indiscretas frases clave escritas sobre pantalla entre paréntesis y puntos suspensivos cual globitos de historieta para traducir el pensamiento de los contendientes en la sesión al emerger por un instante de su caparazón gestual y revelar su auténtico sentir (...no me entiende, no sé para qué vengo..., reflexiona Nicolás; ...ambos ocultan algo..., colige el terapeuta; ...mejor hubiera seguido el consejo del bufón al rey Lear de cómo llegar a sabia en vez de a vieja..., regurgita Laura), así lo intelectual o culterano (“Un tema muy importante: el fantasma tiene cara” / “La risa libera” / “Tendremos que hablar de la desconfianza y otros temas”) codeándose con lo pedestre explicativo ( “Eso no es amor” / “Por lo menos nos dijimos la verdad”) o lo reprochoso improvisatorio telenovelero (“Tú lo propiciaste”) de muchos diálogos (“Ya no podrá tener hijos conmigo”) y con la pavorosa melaza musical de un cierto Patricio Orden (menos expresiva que el imperturbable diseño sonoro a base de claxonazos en off), así se sujeta y comprime la trama en planos adocenados y sin ambiente que sólo aportan cierta molicie (pero de pronto Nicolás espía a través de la persiana o el Psicoanalista escucha tras la puerta de su consultorio a la desasosegante sexcriatura-gag que entrará en dos ocasiones para desquiciar a todos los personajes supuestamente normales tanto como al relato en sí).

La novedad infiel confía en la delicia per se de las súbitas salidas del clóset, ahora, a estas alturas desinhibidas, demostrando de paso, por enésima vez, que Las apariencias engañan (Hermosillo, 1977) y situándose a contrario de esa defensa a brazo partido del clóset que era la exitosa en su sexoscurantista tiempo Doña Herlinda y su hijo (Hermosillo, 1984), disfrutando las posibilidades de un juego a las escondidas y fingimientos de la cuarteta compuesta por paciente masoquista de camisa floreada, mujer fálico-sádica de tentadora blusa blanca, curiosón psicoanalista-voyerista ambiguo, y ese cínico objetote sexual de todos y autoasumido como tal, por encima de un simple “¿Pretendes formalizar un trío?”, porque “Me gusta mi libertad”, con descaro suficiente para meter en crisis al conjunto y ponerse a psicoanalizar al mismísimo facultativo (“¿Tú eres casado?”).

La novedad infiel se asume como un objeto derivativo de cinefilia pura, anacrónica, vetusta, muy al gusto de la vieja generación-especie echeverrista en vías de extinción, pero vivazmente estacionada en los años sesenta para dar todavía inapreciables coletazos y zarpazos fuera de su época, cuando Laura invoca a La felicidad de Agnès Varda (1964) cual paradigma de la aceptación de la infidelidad ajena como algo natural y sin remordimientos, o cuando el violento final trágico de El rito (1969) de Ingmar Bergman (¿qué no era Birdman?) comparece para afirmar que la voz represora muere en un instante o de un infarto, porque “Woody Allen también admiraba a El Rito de Bergman”, o séase que, de la armoniosa utopía idílico-amorosa con dos chavas (la Felicidad según Varda) a la inarmónica negrura zozobrante del Rito psicologista que mata (la Infiernalidad según Bergman), y de ahí a la irresistible hegemonía de un nuevo amante-Teorema pasoliniano para la gimnasia de diván (la InFielicidad según Hermosillo), sólo hay un cortísimo trecho, hecho nudo digno de Ronald Laing para paliar la falta de sabiduría en un envejecimiento que se sueña shakespeariano, al interior de una cinefilia revalidada como estética de lo prestigioso ajeno, medio megalómana (“Varda, Bergman, Pasolini, Woody Alien y yo pensamos que...; híjoles qué club tan exclusivo”) y medio chafona estancada.

Y la novedad infiel demuestra al fin que ¡por fin! Hermosillo ha tenido el septuagenario valor de filmar un abierto chiste gay, un monumental chiste homosexual, como todos los suyos (principalmente los velados recién aludidos) a la búsqueda de cómplices y aliados incondicionales, un chiste al mismo nivel que el colosal pedo-imagen de lo divino con que culminaba aquella gigantesca irrisión irónica del camionero de Ruta Camus (Homero Gibrán Bazán, 2005), un chiste que se prepara y se traiciona en cada larga escena, un chiste que verbaliza hacia la cámara el psicoanalista de apellido polaco sacarinosamente traducido al castellano “¿Y ustedes en mi lugar, qué harían?”, un chiste de cara al falo ofrecido que aparece erecto en la pantalla dividida junto al rostro titubeante del socavado psicoanalista Azúcar en montón de glucosa desplomado, para cerrar enviando un hábil deseante escopetazo / escupitajo a quien le toque, o le alcance, en esta póstuma “creación colectiva”.

La novedad intercambiadora

En Rumbos paralelos, ostentando como subtítulo Amor de mamá (Balero Films - Chacharitas Studios - Eficine 226 / 189, 100 minutos, 2016), sentimentalón largometraje ficcional número 20 del otrora exitoso excuequero capitalino de 62 años Rafael Montero (El costo de la vida, 1988; Cilantro y perejil, 1998; Corazones rotos, 2001; Fachon Models, 2014), con guion original de la videoactriz Sharon Kleinburg (quien se reserva aquí un incidental papelito de enfermera amable), la treintona madre soltera con exóticos ojos azules y acomodada dueña de un magnífico espectáculo actoral combinado con títeres Gabriela Mendoza Gaby (Ludwika Paleta enfáticamente insóplida) se apoya sobre su nuevo galán barboncillo omnicomprensivo Francesco (Arturo Barba) para celebrar en grande y por sorpresa el décimo cumpleaños de su cariñoso hijito actor por herencia Fernando Fer (Julián Fidalgo), mientras en otro rumbo de la ciudad el sufrido matrimonio clasemediero compuesto por los comedidos padres Silvia (Iliana Fox) y el asimismo barbón Armando Saucedo (Michel Brown) presencia el desmayo de su encantador niño pianista aquejado de una crónica deficiencia renal terrible Diego (Santiago Torres) durante el soplado de velas de su decenal pastel onomástico, sin sospechar siquiera, ni una ni otra microfamilias, que los dos niños han nacido el mismo 22 de septiembre de 2005 en el mismo hospital y que, tal como ahora lo admite en medio de un alud de disculpas medio sinceras medio reparadoras en lo monetario su atribulado director (Juan Ignacio Aranda), fueron intercambiados por un involuntario error pedestre, un reconocimiento que al parecer llega demasiado tarde, pues la especialista nefróloga Zúñiga (Diana Lein ciertamente doctoral) ha dictaminado que Diego requiere de un urgente trasplante de riñón y que los donadores ideales son sus genuinos progenitores biológicos de acuerdo con los exámenes de ADN, es decir (“Ninguno de ustedes está biológicamente relacionado con el niño”), una Gaby de inmediato a la defensiva, pero que al calmarse se descubre inelegible para donar el órgano porque sufrió de una hepatitis sin darse cuenta, o el célebre actor soberbio de regia hacienda Ricardo (Mauricio Valle) que hace sin proponérselo el mal tercio en ese certamen de galanes barbudos y nada quiere saber de la mujer que rompió con él sin decirle que estaba embarazada, pero que a la muy larga acabará compadeciéndose de su hijito carnal.

La novedad intercambiadora logra que todo pueda suceder luego de que los niños Fer y Diego hayan hecho buenas migas de inmediato, luego de que fracasen todos los intentos en suspenso para conseguir un riñón alternativo, luego de que los decepcionados Silvia y Armando se aceleren recurriendo a una tosca abogada (Pilar Ixquic Mata) para demandar en los tribunales la custodia de su hijo genuino, luego de que una jueza (Pilar Boliver) aplique la Ley en toda su dura inhumanidad para dictaminar que los niños deben ser recuperados por sus verdaderos progenitores (“La ley protege a los padres biológicos” hasta lo indeseable), luego de que Diego sea internado a causa de una crisis bárbara acaso terminal y que al salir de ella desconecte sus aparatos quirúrgicos para suicidarse cuanto antes, después de que Fer demuestre ser un estupendo actorcito pero aún mejor goleador en un semiprofesional campo de futbol infantil, y así, creyendo llegar de esa anecdótica manera a la punta más inervada del superficialísimo organismo fílmico.

La novedad intercambiadora plagia, deriva, se basa, rehace, glosa, se inspira, recrea, remite, reinterpreta o refríe, de manera flagrante y descarada, la situación base del inopinado intercambio de bebés que sobrevenía en la excelente cinta De tal padre tal hijo del alígero nipón Hirokazu Kore-eda (2013) y de sus imprevistas consecuencias antifolletinescas pese a sobrevenir otros intercambios y reacomodos y reajustes sobre intercambios antifamiliaristas convencionales y sugerentes rearreglos heterodoxos jamás definitivos y al infinito, aunque no para competir con esa parábola fílmica en lozana ligereza etérea, ni en desternillante ingenio entrañable, ni en suave ironía respecto a las férreas diferencias de clase en Japón (los enajenadazos, los jodidos), sino para revisar, reducir al absurdo tranquilizador y reenfilar melladamente aquellas deliciosas consecuencias hacia el más basto, inculto, ordinario, chabacano y previsible melodrama mexicanito acomplejado de situaciones extremas, reciclables y reblandecidas de antemano (“Ahora me vas a decir cómo le explicamos a Diego que no es nuestro hijo”), en torno a una amenaza física a un niño y su sensiblera inminencia de agonía ya con suero hiperchantajista y urgentes diálisis para limpiar de toxinas su sangre envenenada, pero un melodrama que se cree exacto lo contrario: un sutil, culto, pulido, excepcional y sorpresivo drama intimista y depurado en torno a las emotivas situaciones cotidianas de un pudoroso intercambio de bebés ya irremediable.

La novedad intercambiadora tiene plena e ilusa confianza narrativo-discursiva en la fábula dulzona, pues para eso están ahí la sentimentalista complicidad igualadora de clases sociales, la dirección conformista de archiconvencionales actores de mera pose acartonada, la idea de la felicidad doméstica como apapachadora ñoñez exaltada hasta la euforia y el revolcón, la cegadora confianza ciega en los designios supremos (“A veces las cosas pasan para algo”) y esa supuesta postura ahondadora de emociones esquemáticas y seudohumanista (“Un papel no te va a decir quién eres”) del autobocabajeado director Montero, que no levanta, ni quiere ni puede levantar, por encima de una paratelenovelera e intercambiable factura correcta, con fotografía reacia tanto a inventivas como a estridencias visuales o a prodigiosos malabarismos virtuosísticos o a efectismos o a innovaciones tecnológicas o a cualquier búsqueda expresiva de Erwin Jaquez (el mismo camarógrafo del exquisito Sabrás qué hacer conmigo de Katina Medina Mora, 2016), edición de Óscar Figueroa con morosidad de espaldas a cualquier abuso rítmico sea subliminal o contemplativo, música sacarinosa de Diego Westendarp recurriendo a enmieladas baladitas vehiculares, aterciopelado diseño de arte calurosamente realista epidérmico de Xenia Besora Sala (también de importante colaboración en Sabrás qué hacer conmigo) y sonido chato de Mauricio López que se sueña tan perpetuamente ansiogénico y acezante como el intercambiado relato plasta en sí.

La novedad intercambiadora rompe con lo anodino de su ejecución en algunos momentos privilegiados, tales como el rollo de la luego diluida heroína Gaby durante una verosímil conferencia de prensa en la que hace una articulada defensa vehemente de los títeres como algo más que simples juguetes para enriquecer la imaginación y los valores artísticos del niño, los instantes de comunicación y frescura de los niños a solas mostrándose los tesoros de su alcoba, el póster de un thriller incipientemente violento de Valentín Trujillo para ambientar la condición de ídolo del padre hacendado, los dollies laterales de bienvenida o recorrido o de unión entre dos elementos distantes o de separación-excusión con que se acompaña elegantemente de repente a los personajes para pasar del exterior a un interior o en interiores, el desfile de rostros declarantes en un montaje seriado a punto de la subliminalidad, la puesta en irrisión de las maquinaciones abogansteriles para nada (“Conseguimos la custodia de Fernando, ¿no?”), esa voluntad de ridiculizar con delicadeza distanciante-extrañante ciertos grandes lugar comunes de los viejos culebrones del género “La verdadera familia está en la sangre” y barbaridades por el estilo, o esa engañosa y magnífica elipsis abierta desde el nosocomio que parece remitir a una falsa muerte del debilitado Diego hasta con panning conclusivo sobre un cielo listado.

Y la novedad intercambiadora culmina de manera tan parca cuan apoteótica con un final forzadamente esperanzador, permutable con el de cintas posmilitantes de izquierda como Seguir viviendo de Alejandra Sánchez (2014), aquí también por paradójico y forzado ablandamiento colectivo, tras ver conmovedoramente jugar futbol a los niños y alcanzar su impulso un remate unanimista, en la confluencia de los Rumbos Paralelos, para festejar el undécimo cumpleaños conjunto de los dos vástagos por fin juntos y aliados, al lado de un padre biológico-factótum que muestra la cicatriz de la extirpación de uno de sus riñones con admirable discreción todovinculadora.

2. La novedad summa

Oyendo crujir la vieja madera como si

estuviera oyendo a mis propios huesos.

Juan José Saer, Unidad de lugar

La novedad perdedora

En Qué pena tu vida (Bh5 - Balero Films - Sobras International Pictures - Eficine 226 / 189, 98 minutos, 2016), agitadamente avanzado cuarto largometraje del dramaturgo tapatío también telenovelero para Televisa reincidiendo en las andadas fílmicas a los 58 años Luis Eduardo Reyes (tras sus desairadas iniciales incursiones en Amor letra por letra, 2008, y Más allá del muro, 2009), con guion suyo en compañía de Ángel Pulido y Valentín Trujillo hijo basados en el argumento escrito por Guillermo Amoedo y Nicolás López para la exitosa película chilena homónima que dirigió este último en 2010 como parte de una trilogía que todavía incluiría Qué pena tu boda (2012) y Qué pena tu familia (2014) con los mismos protagonistas e intérpretes (Ariel Levy y Andrea Velasco), el inocente publicista de 29 años con pretensiones de director creativo Javier (José María de Tavira) se descubre inepto para aceptar el cortón sentimental que a menos de dos años de relación recibe de su adorada pareja también publicista Sofía (Ilse Salas que semeja duplicarle la edad) y, como de costumbre, se desahoga tan verbal cuan infructuosamente con la graciosa feúcha actricita fallida Andrea la Pinocho (Aislinn Derbez luciendo anacrónicos cabellos a la garçonne), la amiga y alma gemela de toda la vida que le cuestiona y compadece por no poder aguantarse sin ver a la ingrata (“¡Qué pena tu vida!”: esa original expresión chilena santiaguina tan alivianadamente mexicana actual) aunque ella misma vive extraviada en trabajos de botarga viviente y sumida en una recurrente relación denigrante con el promiscuo bruto corpulento al que su amigo apoda El Tigre Toño (Marcus Ornellas), por lo que, al darse cuenta de no poder sacar de su mente la obsesión por la desdeñosa Sofía, quien lo ha cortado al percatarse de que realmente nunca tomó en cuenta sus intereses y ni siquiera conocía el nombre del suegro con quien había convivido en varias ocasiones, el ensimismado Javi trata de llamar la atención de la bella desdeñosa rogándole y gritoneándole por su nombre ante la puerta cerrada de su domicilio (“Ábreme, carajo”) o haciéndose golpear por un irascible vecino (Valentín Trujillo hijo) a quien el mismo héroe le ha destrozado su camioneta al confundirla con la de ella, y luego, sin poder controlar su empecinamiento, comienza a clavarse en su trabajo y a tratar de ligar, o dejarse ligar, por otras mujeres, pero cada acometida habrá de salirle de mal en peor, sea la sexosa divorciada cuarentona Lorena (Fabiola Campomanes) que lo amarra para sexatormentarlo sobre la cama al demostrar acendrados arrestos espontáneos de cruel dominatrix si bien apenas quiere usarlo para darle celos a un exmarido opulento (Arturo Barba) que la repele una vez más al tiempo que limpiamente manda correr a Javier por un portero (Misael Rocha), sea la superbuenona excompañera de chamba Úrsula (Fernanda Castillo) a la que se le va la onda pero pretende hacerse preñar a causa de su rechazo a cualquier método anticonceptivo por juzgar nocivos a todos (“¿Tomas pastillas, verdad?” / “Ay no, hinchan”), sea la obesa examante juvenil a quien llamaban Mariana la Marrana (Adriana Llabrés) que ha sido vuelta a hallar con cuerpo de sílfide y furor uterino listos para tratar de endosarle al pobre varón la paternidad de un bebé ya gestándose en su vientre (“Podemos hacerlo sin condón”), o sea, cuando acompaña en su parranda al tosco Barman amargado (Cid Vela) que en el fondo lo desprecia profundamente (“Ay sí, ¿dónde está el pinche barman para que le cuenten sus penas?”), las violentas tipas de navaja en la liga que resultan las lanzadazas chavas reguetoneras de un antro para lúmpenes (Luz Aldana y Marisol Paredes) que parecían ansiosas de tirárselos, pero lo peor nunca habrá pasado, pues por intentar denigrar y desquitarse contra el nuevo novio de Sofía, un repugnante chavo ruco narcisista que explícitamente semeja “una mezcla de Hugh Grant y cierto güey de Fobia con una pizca de Juanes” aunque rebautizado como Paul Izquierdo (Leonardo de Lozanne en efecto el líder de la banda de rock mexicano Fobia), el rogón extremo Javier será expulsado de su empleo y, lleno de cuantiosas deudas bancarias (“¿En qué momento te gastaste este dinero?”), deberá devolver el flamante automóvil que recién había adquirido, así como ser lanzado a la calle de su depto alquilado, y para colmo, cayendo en la cárcel y egresando, cayendo y apenitas levantándose para poder volver a caer aún más abajo, no pudiendo refugiarse ni en un cuchitril sin llave del Barman que pretende vergonzantemente que la chupe, ni en la casa de su obsequiosa madre sexagenaria Patricia (Rosa María Bianchi) siempre más preocupada por cambiar de proyecto fundamental de vida o por andar de nalgapronta con el canoso comisario policial Rafael Pérez (Álvaro Guerrero), el triste obsexo, repudiado incluso por su celosa amigaza Andrea que aprovecha la ocasión para reconvenirlo por su egoísmo, Javier acabará tirado bajo el juego infantil de un parque público cuando sin trabajo ni auto ni depto ni cuchitril de refugio ni madre amparadora ni novia ni amiga ni nada lo único que le faltaba sería que le robaran la bici, y allí se la roban, logrando recuperarse apenas para ir a pedirle perdón por sus acosos a Sofía y, pasado el tiempo, reconociendo que en el fondo desde hace tiempo estaba enamoradote de su insignificante e incondicional examiga andrógina Andrea la Pinocho.

La novedad perdedora delinea el retrato de un perfecto perdedor mexicano actual, y se burla de él hasta el escarnio y el sadismo, un perdedor nato a lo Woody Allen, un inusitado antimacho alfa, un pobre tipo pavorosamente vulnerable e incapaz de recuperarse de una ruptura amorosa o siquiera de asumirla, un iluso insulso que se autoexcita para parecer optimista y positivo hasta de cara a la ciudad monstruosa que lo engulle y devora (“Odio a la gente que dice que la Ciudad de México es una mierda: tiene sus cosas padres”), un torpe insustancial que arrasa con su propio mundo a consecuencia de sus fallidos impulsos amatorios por recuperar lo que ha perdido, un infortunado ingenuo sin autocrítica del que en efecto da pena su vida, un cursi historietista frustrado que vive rodeado por los esbozos a gis de las mujeres ideales que irán siendo tachadas una a una (“Eso es una cursilería”), un masoquista intenso que no puede ver ni aceptar la cruda realidad (“Solamente quieres regresar con Sofía porque no la puedes tener, pero, para tu información, eso no es amor: es obsesión”) y que sólo puede comunicarse con su amiga malacopa (“¿Sofía?” / “No idiota, soy Andrea”), un infeliz chavo crecido que va a acabar pidiendo perdón hasta de lo que no ha hecho, un noctámbulo con llorosos ojos “enrojecidos de mariguana” en opinión de cualquier agente policiaco (Alex Ricco) que pueda encarcelarlo sin apelación ipso facto, un empecinado patético y fatal y autoirrisorio, un vástago jodido por una inestable madre adicta al aprendizaje que cambia de intereses en cada secuencia donde aparece (siempre tomando lecciones de algo nuevo porque ¿hay algo malo en eso?), una víctima ideal de la modernidad digitalizada, un fragilísimo Max Linder sin frac ni habilidad escapista alguna para extraviarse en el mundo milenial, un vivo sentimiento de pérdida y extrañeza y de inutilidad desplomada que encarna y acaso emblematiza todos los arruinados estados anímicos inherentes a su generación adolescente perpetuada o no.

La novedad perdedora comporta, exporta e importa un importante y malportado compendio de gags de comedia infratelevisa y un homenaje de nunca es tarde a cierta ferocidad sexual de la tradicional comedia sofisticada al uso de nuestros nuevos años treinta neohollywoodenses, idiosincrásicamente clasemediera novísima (aunque siempre llena de ideas mezquinas, diría Alberto Moravia), y para probarlo allí están las humillaciones salvajes que recibe tanto el feminizado héroe como su inverosímil amiguita increíble Pinocho (“¡No es que tenga la nariz tan grande, es que tengo la cara muy chiquita!”, clama en el colmo de la exasperación ante el desarticulador bullying generalizado en una fiesta) cual si ambos compitieran castradamente por ganarse con creces y sexo abierto la arcaica madriza a bofetadas y empujones y puntapiés que le propinaba a incipientes colores el periodista Fredric March a la impostora moribunda Carole Lombard en La divina embustera / Nothing Sacred (William Wellman, 1937), y para auxiliarlos en su abortado proyecto vital ahí está la plana resplandeciente fotografía de Edwin Jaquez sin imaginación ni atmósfera pero revelando todas las deficiencias y arrugas de las intérpretes, así como la escolar edición sin ritmo posible de Óscar Figueroa y la dirección de arte de Alfonso de Lope sin posibilidad de ambiente aunque haya una sagaz DJ en el bar sofisticado (Viviana Pérez) o un eufórico animador en el antro de reguetón (Adrián Carreón).

La novedad perdedora enarbola por primera vez en el cine nacional y en grande la ya aludida modernidad digitalizada y del predominio de los Twitter-Facebook-Instagram-WhatsApp y omnipresentes las fotos maniacas para subirlas a la red social (no hay secuencia pública en el film donde no aparezcan sujetos aprovechando cualquier circunstancia para tomarse la foto con smartphone mediante un selfie stick o sin él) por encima de la intimidad y la auténtica vida privada vuelto virtual reflejo arrasado (¿o favorecida o desviada por él?) en donde hasta los globitos de todo mensajeo visualizado de los personajes aparece acompañado del respectivo signo de “visto” (dos palomeadas azulosas) en el WhatsApp, ja-já, al servicio de una realización con rigor pero sin vigor, con extremado rigor pero sin demasiado vigor, con rigor esforzado pero sin el vigor indispensable, como la enorme ligereza y el gran carisma que el simpatical José María de Tavira pretende convocar por pura hipertrofia de actuación impostada aunque destemplada e inconvincentemente continúa careciendo de ellos, hélas.

La novedad perdedora se regodea sexistamente en una monstruoteca femenina que va de la cateadísima Sofía obligada a aparecer en videoclips que no le quedan, a una Lorena que sin fortuna se le aferra arrodillada e intenta sacársela al marido que la rechaza inmisericorde, y así sucesivamente, pero en cambio la ficción nunca es homofóbica, dándose incluso el lujo de presentar cínica y jocosamente a un contradictorio tipo de homosexual, muy nuevo en el timorato cine mexicano hipermachista: ese rudo Barman expresidiario sin nombre que histérica e impositivamente exige al aterrado Javier jugar con él a “Esconderlo en la boca”, pero que jamás aceptaría su verdadera orientación sexual (“Bájate los pantalones”), a la vez que se ostenta como mujeriego y homófobo golpeador (“No me toques, pendejo, pinche maricón”), transfiriéndole al otro sus deseos y titubeos profundos (“Se me hace que no está muy seguro de su sexualidad”) de manera en realidad hilarante.

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0+
Hacim:
731 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9786073004503
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Bookwire
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