Kitabı oku: «Espejo de historias y otros reflejos», sayfa 4

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Martilio Cantera, el Estatuario

Nacido irónicamente en Marfil, Guanajuato, Martilio Cantera es quizá el promotor más entusiasta de nuestra historia monumental, aquella que ha quedado fundida en las estatuas de nuestros paisajes urbanos, misma que se ha colado hasta las entrañas de nuestros sentimientos cívicos. Desde los primeros años de su juventud, Martilio Cantera decidió que su vocación sería la de historiador, pero no a secas, sino historiador monumental, cronista de las estatuas, tallador intelectual de las formas y figuras que nos han dado patria.

Descendiente de arrieros esforzados, Martilio goza de una corpulencia poco común: torso minero, hombros soviéticos, bíceps de interés social, tríceps con agua caliente y estacionamiento para dos coches, cuello americano, tipo acerero de Pittsburgh... en fin, musculatura olímpica. A esto habrá que agregar sus facciones de litografía bélica, tez de calendario de taller de hojalatería, mirada felina, inexplicablemente clara, y una cabellera digna de una fábrica de brochas y pinceles. ¡Ah: los pies!, como dos canoas de bronce, con dedos perfectos y uñas impecables.

Lo conocí en la Preparatoria de Guanajuato cuando apenas iniciaba sus alardes estatuarios. Lejos de pasar las tardes en la biblioteca, Martilio posaba en el cerro del Pípila, imitando al ídem, debidamente ataviado, horas y horas sin cambiar de postura. Decían que la piedra que traía sobre sus espaldas no pesaba lo que aparentaba y decían que tanta hora desaprovechada sólo se podía deber a un desorden mental. Lo cierto es que algunos empezamos a notar en Martilio ya no sólo una declaración divagante de principios, sino la auténtica formulación de una teoría histórica. Desde entonces se le quedó el apodo de El Estatuario y se volvió referencia recurrente en toda tertulia cantarle, en broma, aquello de "A las estatuas de Marfil, una, dos y tres, así. El que se mueva baila el twist".

En efecto, Martilio Cantera —días antes de ser expulsado para siempre del sistema escolar guanajuatense— lanzó un breve pero intenso discurso en plena aula magna de la prepa en donde enfatizó su pasión por las estatuas. Decía que "el tiempo es inmóvil" y que los hechos de los hombres son hechos incólumes y que "el verdadero heroísmo sólo lo traduce y entiende la piedra". Fue por aquellos días que, para celebrar su expulsión, se aventó tres días inmóvil, vestido de Miguel de Cervantes Saavedra a las afueras de la Alhóndiga de Granaditas. (Los funcionarios de la XXXVII Muestra Cervantina lo tuvieron que consignar ante las autoridades municipales.)

En la cantina de Chencho, escuché la despedida de Martilio Cantera. Decía, con los ojos más brillosos que nunca, que se iría a la Ciudad de México, "urbe donde todavía le tienen respeto a las estatuas, y además, abundan. De ahí a París y ya verán quién es Martilio Cantera". Los allí presentes alzamos la copa en señal de despedida, convencidos de que nunca más oiríamos hablar de El Estatuario.

Sin embargo, hay quienes lo vieron —diez días seguidos— vestido de Cura Hidalgo y parado en el entronque que lleva al Santuario de Atotonilco, entre Dolores Hidalgo y San Miguel de Allende, inmóvil, hierático y monumental con un colorido estandarte guadalupano. Hay otros testigos que aseguran haberlo visto, inmóvil, con patillas y lujosamente uniformado en la esquina de la casa de Ignacio Allende en el centro de San Miguel. Dicen que su pose monumental sirvió para que más de un turista norteamericano se fotografiara con él y que, a la manera de un guardia inglés, Martilio ni chistaba.

Las obvias preguntas "¿de dónde saca los disfraces?", "¿quién le enseñó mímica inmóvil?" y "¿de qué vive este facineroso?" de los transeúntes sanmiguelenses quedaron para siempre sin respuesta. Lo cierto es que a las dos semanas fue localizado en un jardín de Querétaro personificando a la perfección a la Corregidora Josefa Ortiz de Domínguez y que en el Cerro de las Campanas fue fotografiado con barba rubia y levita imperial, representando fielmente los últimos instantes de Maximiliano de Habsburgo.

De sus poses en la Ciudad de México mencionaré que las más célebres fueron las dos semanas que posó como Lázaro Cárdenas —con inexplicable parecido facial— en el cruce del Eje Central con Arcos de Belén; las siete noches seguidas que, vestido de charro y con la boca abierta, se paró afuera de El Tenampa, en plena Plaza de Garibaldi, rindiéndole homenaje a Pedro Infante y el ya célebre malabarismo que se aventó —sólo por cuatro horas, ya que lo bajaron a la fuerza— en el barandal del Castillo de Chapultepec, envuelto en una bandera y vestido de cadete heroico.

Antes y después de sus congelamientos históricos, Martilio expresaba los fundamentos de su teoría monumental y cerraba su discurso con un "¡Vivan los héroes y las piedras!". En cada representación, y ante cualquier foro, sorprendía la nitidez y precisión de sus disfraces y hasta parecía que sus facciones se transformaban según el personaje que representaría. De hecho, su repertorio no tenía límite: se le ha visto de Musa desnuda a las afueras del restaurante Konditori de la Zona Rosa, recostado en sueño secular sobre la tumba de Benito Juárez en el Panteón de San Fernando y hasta de militar republicano sobre una de las aceras del Paseo de la Reforma.

Cualquiera pensaría que el final de Martilio Cantera sería quedar petrificado en algún parque público, transformado en bronce y destinado a ser refugio de palomas por décadas, sujeto a los vaivenes del "reordenamiento urbano". Sin embargo, su destino, como el de las estatuas, está sujeto a los vaivenes del presente, al tiempo móvil, acelerado e impredecible de la actualidad. Hace unos días, Martilio Cantera fue arrestado en las inmediaciones de la Columna de la Independencia, pintado de oro y con el pecho al aire. Mientras unos enardecidos y futboleros jóvenes le querían arrancar la corona de laurel que llevaba en una mano, un enloquecido aficionado de sombrerote le tiraba de la cadena-símbolo de su mano izquierda. Martilio gritaba "No me toquen, ¡soy la Independencia!" cuando intervinieron los guardianes del orden que lo llevaron a la delegación y consignaron como "travesti irreverente".

Lorenza Caballero

Fiel a su apellido, Lorenza Caballero cabalga por los corredores de los archivos históricos, trota por cuanta biblioteca le quede abierta y galopa literalmente sobre todo parlamento, párrafo, página o portadilla de los libros de nuestro pasado. Aunque no ha publicado ni una sola línea de sus hallazgos, Lorenza le ha dedicado más de treinta años a la exploración archivística como un gambusino de la memoria, minera del pretérito, aventurera del ayer.

Su blonda cabellera —que recibe el burlón calificativo de crin— es ya parte del mobiliario de las salas de lectura y, debido a una antigua lesión en los meniscos, Lorenza Caballero se hace notar por el redoblado paso con el que interrumpe los silencios de las bibliotecas. Quienes la conocen, coinciden en que desde el primer momento Lorenza infunde una mirada equina, que acompañada de los destellos de una dentadura inmensa e inmaculada, incitan a acariciarle la crin. En los tiempos estudiantiles nadie se ganó mejor el epíteto de caballona, aunque pocos reconocieron la imbatible lealtad y los incansables esfuerzos de esta distinguida compañera.

La obra ilusoria pero febril de Lorenza Caballero es una confirmación más de las ilimitadas posibilidades de la investigación histórica. Lejos de dedicarse a la acumulación inútil de datos y fechas, Lorenza prefiere más que un libro, una revelación: La historia equina de México. Esta obra —que cubrirá en siete tomos la historia de México desde 1519— no es una insípida cronología del caballo, ni una apología ilustrada. Aunque más de una Asociación de Charros verá en la obra de Lorenza el sustento teórico-cultural a sus actividades, Lorenza Caballero se ha propuesto brindarnos una auténtica mirada alternativa a nuestro pasado histórico y no un mero elogio de la charrería.

En las varias ocasiones en que me he reunido con ella —evidentemente en un restaurante del Hipódromo de las Américas— Lorenza me ha confiado la magnificencia de sus hallazgos y el perfil de su obra. En una de estas tardes lluviosas —en donde la pista lodosa permitió el milagroso triunfo de Arabella a dos cuerpos de Boston Derby— Lorenza me explicó cuán diferente es la comprensión de la Conquista de México una vez que se conocen no sólo los tamaños y pintas de los caballos que montaban Hernán Cortés y Pedro de Alvarado, sino que incluso se encontró con los nombres: según Lorenza, don Hernán entró a la Gran Tenochtitlán montando a la yegua Afortunada, mientras que Alvarado traía al alazán Desdichado.

Lorenza se ha encontrado con las biografías detalladas de los seis caballos que tiraban de la carroza de la Virreina de Alburquerque que aparecen en el biombo "Alegoría de la Nueva España" e incluso se sabe el nombre y triste final de un caballo que tumbó al Virrey Conde de Moctezuma provocando la caída de su larga y canosa peluca.

Aficionada a las botanas con alfalfa y tiras de soya, Lorenza Caballero no tiene reservas en compartir conmigo sus hallazgos mientras le retribuya estos favores con largos paseos a Chapultepec o buenos cargamentos de dulces de azúcar. De hecho, en su casa he visto más de siete bomboneras repletas con cubitos y bolsitas de azúcar de los más diversos restaurantes a donde hemos ido: los pequeños sobres del Prendes, en donde me contó que Miguel Hidalgo no siempre cabalgó sobre un caballo bayo y que por allí hay papeles que avalan que el caballo de Iturbide era, en efecto, un alazán tostado, pero capado; los cubitos de un restaurante en Puebla, en donde me narró la coincidencia de que un caballo de Antonio López de Santa Anna se había quebrado una pata en los mismos días en que se enterraba la pierna de su polémico dueño y que en un diario del caballerango constaban los cuidados que se le daban en la hacienda de Manga de Clavo.

Recuerdo un paseo que dimos a las afueras de Cuernavaca y que, antes de emprender un auténtico galope en pos de unos helados, Lorenza me presumía de las listas de caballos franceses que se habían sacrificado en la Batalla del Cinco de Mayo. En otra ocasión, a paso lentísimo, me narró las diferentes alzadas de los caballos que montó Porfirio Díaz, al grado de que sabe que para principios de este siglo y en el ocaso de su vida don Porfirio prefería cuacos de gran alzada, para imponer. Quizá sobra mencionar que Lorenza Caballero se tiene bien estudiados los nombres, nacencias, pintas, biografías y destinos de los más célebres caballos de nuestra historia reciente: el místico corcel con el que entró Francisco I. Madero al Zócalo —y que ni se inmutó con el terremoto de aquel día—, los coreografiados corceles del H. Colegio Militar que también jugaron su papel en la "Marcha de la lealtad", el infortunado rocín de Bernardo Reyes que huyó despavorido a las puertas de Palacio Nacional, el revolucionadísimo garañón con el que entró Pancho Villa a Torreón o el noble y pajarero corcel con el que entró Emiliano Zapata al corazón de la Ciudad de México.

La magna investigación de Lorenza Caballero llega hasta la biografía de Misionero, montura incansable que, en más de una gira, llevó a Lázaro Cárdenas por los confines de México. Su interés historiográfico, sin embargo, no se limita solamente a los cuadrúpedos célebres: también incluye solípedos anónimos y olvidados, potros y jacas desconocidas, potrillos y potrancas cuyas carreras, trotes y pasitos han quedado en la noche de los tiempos. De igual manera, su investigación —aunque destaca y respeta las biografías equinas individuales— también atañe y espulga las circunstancias e intervenciones en tropel, los estragos de las caballadas, las cabalgatas colectivas (en parada, maniobra, revista o procesión) y los desfiles en peregrinación o en retirada. Por lo mismo, la investigación de Lorenza Caballero delata los tropiezos y malpasos de cuanto matalote, penco, asno y mula ha cabalgado por los vericuetos de nuestra historia.

Entre algunos historiadores, compañeros de su generación, predomina el desprecio cuando se habla de Lorenza. La consideran una loca, que para saciar los vaivenes de su psiqué —y justificar su parecido— se inventó los relinchos y trotes propios de una yegua de archivo. Otros ven en ella la encarnación del mítico Pegaso, caballo alado que encierra los símbolos de México y de su pasado o la reencarnación de los más célebres caballos que han atestiguado nuestra historia. Lo cierto es que Lorenza Caballero es una más de los incansables rastreadores de nuestro pasado, historiadora sin más pretensión que buscarle más ventanas al pretérito para brindarnos el placer de conocerlo, pastar en sus datos y cabalgar sobre sus circunstancias. Nobilísimo empeño por el cual le perdono sus arranques repentinos, su masticación resonante, su lógica aversión a la tauromaquia —en particular, la suerte de varas y el arte del rejoneo— y sus intempestivos viajes a los pastizales de Kentucky o Querétaro.

Apostilla equina

Debo a la conjunción de varios afortunados azares más noticias de Lorenza Caballero. La primera coincidencia: mi amigo Adolfo Morán se la encontró en la librería Gandhi, comprando un ejemplar de la exitosa novela El hombre que le susurraba al oído a los caballos. Dice Adolfo, que La Caballona se puso algo nerviosa no sólo porque sabe de nuestra amistad, sino porque quizá le daba pena verse comprando novelas, cuando ya es bien sabido que ella sólo cabalga por largas lecturas de historia.

Me contó Adolfo que Lorenza me mandaba agradecer el artículo que le dediqué en el periódico y que incluso parecía que arqueó su cuello y acomodó su crin como yegua orgullosa. Ya entrados en gastos, se tomaron un café en la planta alta de la librería y, según Adolfo, Lorenza le regaló una de las pláticas más sabrosas que él recuerde.

Sucede que La Caballona expuso todo un tratado de historia literaria de México, en menos de cuarenta minutos, que dejó atónito y sin comentarios a mi amigo. Empezó por revelar el profundo sentido psicoanalítico que tuvo para Alfonso Reyes la muerte su padre, el general Bernardo Reyes, a lomo de un corcel en pleno Zócalo. "Eso lo marcó para siempre, Adolfo", dijo Lorenza. "Para mayor confirmación, ahora explícate por qué don Alfonso se refería al ensayo como 'el centauro de los géneros literarios'. Sabía de caballos, Adolfo, y por eso... sabía de letras. Revisa el Quijote, relee a Quevedo, retoma a Faulkner o cualquier autor de tus anaqueles y te aseguro que no entenderás su verdadera dimensión literaria, en tanto no sopeses su vida con caballos, carruajes, calesas y berlinas".

Se despidió de Adolfo con el clásico relincho que la hizo famosa en la Universidad: "Te regalo mis ideas" y agregó: "Ojalá te sirvan para un centauro... digo, ensayo". Cuando Adolfo me platicó de este encuentro, bromeábamos sobre el equívoco: a lo mejor le dijo centauro con claras intenciones de ligárselo, o bien, le insinuó lo de "Te regalo mis ideas" en alusión a mi artículo. Lo cierto es que pocos meses después, hubo otra coincidencia con La Caballona.

Me tocó a mí encontrármela, ¿en dónde más podría ser?: en el Palacio de los Deportes, ¡la noche que se presentaron los famosos Corceles Blancos de Vienna! "Quiúbole —me dijo Lorenza, como si nos viéramos muy seguido—, ya me imaginaba encontrarte aquí. Con tu artículo parece que ya reconoces que mis hipótesis equinas realmente ayudan a los historiadores. Por cierto, ¿no te dijo Adolfo que nos encontramos en Gandhi? En una de esas y también le sirven mis rollos para sus libros".

Durante el espectáculo casi no intercambiamos palabra. Lorenza miraba a los caballazos austríacos como si fueran miembros de su familia. Yo le miraba sus inmensos ojotes, convencido que en vez de aplaudir relincharía, mientras ella permanecía casi inmutable, si no fuera por el constante acomodo de sus rodillas y sus taconeos al ritmo de un vals. Cuando terminó la función, comprobé que Lorenza sigue haciendo ese ruidito con los labios, como trompetilla, que tantas burlas le costó en la Universidad.

Me pidió la llevara a cenar (obviamente, a donde hubiera muchas ensaladas) y luego de que masticara alrededor de siete cubitos de azúcar, que nos trajeron con el café, me soltó una de sus ya famosas peroratas. En el mismo tono en que le lanzó a Adolfo aquello de "Si no sabes de caballos, no sabrás de letras" a mí me endilgó toda una cabalgata de conceptos que, hasta el momento, me hacen reflexionar. Me dijo que había avanzado muchísimo en la redacción de La historia equina de México y que ya se andaba animando a dejar que se lo publicaran, ("Hay que ser como los caballazos austríacos y dejarse lucir en público, ¿no crees?”). De aquí que me contara que, a medida que iba completando los siete tomos de su magna investigación caballar, "se me ha ido revelando un nuevo giro en la historia reciente de México y hasta en las noticias de actualidad. Estoy convencida de que la historia del siglo xx mexicano, simplemente, no se entiende, si no se entiende de caballos".

Lorenza notó mi incredulidad y, al tiempo que pedía una extemporánea orden de zanahoria, me regaló las siguientes pistas: "Emiliano Zapata era caballerango de la Hacienda de Chinameca, propiedad de Ignacio de la Torre, yerno de don Porfis. Todos sabemos que a Nachito le gustaba vestirse de mujer… ¿Quién te dice a ti que en alguna visita a las caballerizas de Chinameca, Nachito no le haya visto rasgos antojables a Emiliano? ¿Imagínate si lo llegó a pellizcar? ¡Ái tienes otra explicación para el levantamiento en armas!". Tenía ganas de decirle que ya parecía Caballo Loco, pero Lorenza ni me dejó: "Ái te va más: ¿No crees que la debilidad de Maximino Ávila Camacho por los caballos y las rejoneadoras explica muchos misterios de quién llevaba realmente las riendas del poder en el sexenio de su hermano? y ¿no te acuerdas de José López Portillo cabalgando en un rocín imponentemente blanco, cuando

entregó tractores en Teotihuacán? ¡Se creía Quetzalcóatl y si no le rascamos a su teatralidad hípica, jamás entenderemos sus verdaderas intenciones!".

Pedí la cuenta, convencido de que Lorenza perdió ya todas las canicas o, mejor dicho, los estribos. La encaminé al metro, no sin antes tener que soportar sus últimos comentarios. "Te regalo una super para otro de tus artículos: si quieres, ponme La llanera solitaria, pero ahora ando tras la pista del único Presidente de la República que ha competido profesionalmente en concursos hípicos. ¿Será cierto que mató a su caballo en los Juegos Panamericanos? ¿Será cierto que su hermano fue detenido cuando regresaba de un espectáculo hípico en Estados Unidos? ¿No es coincidente que el asesino del secretario del pri haya sido un caballerango traído de Tamaulipas? ¿Por qué dicen que Irlanda —esa noble tierra donde aún se respeta y ama a los caballos, como si fueran iguales a los hombres y en donde, además, se fabrican los mejores aparejos para caballistas— es el mejor refugio para mexicanos que buscan asilo?".

Era ya tarde y me despedí de Lorenza como quien se despide de un miedo que jamás se quiere volver a vivir, como quien se baja de un caballo desbocado. Desconozco qué resultados tengan las investigaciones equinas de La Caballona, pero reconozco que no dejo de pensar en sus elucubraciones. Hoy salió Bill Clinton, en una foto del periódico, montando un caballo idéntico al de Toro o Tonto, compañero inseparable del Kemosabe enmascarado... ¿Andará por allá La llanera solitaria?

El terrorífico Mendiolea

A falta de libros oficiales y gratuitos para impartir su curso de historia de quinto y sexto años, el profesor Leonardo Mendiolea recurrió al bello arte de los paseos didácticos. Esta sería la crónica de un éxito pedagógico, si no se tratara de Mendiolea, un historiador enfermo e intolerante, rencoroso y amargado, para quien sus alumnos no eran más que prófugos del sano juicio de Herodes. Desde hacía varios lustros Leonardo Mendiolea se había ganado a pulso el rumor generalizado de que era un auténtico monstruo, que tenía doble personalidad —como si fuera un Jeckyl-Hyde mexicano— y de que confundía la antropología con la antropofagia.

Sus facciones y su misterioso aspecto justificaban los rumores: Mendiolea tenía un notable parecido con Bela Lugosi —aunque con rasgos netamente traídos de la cerámica tolteca—, vestía de levita negra y una inexplicable bufanda que a más de uno hacía pensar: "con eso me va ahorcar". Sus botines estaban siempre polvosos y enlodados, "como si la pasara desenterrando cadáveres en el Panteón San Fernando" y ocasionalmente soltaba unas carcajadas que alcanzaban el timbre del gran Mauricio Garcés, pero que en realidad recordaban al temible Vincent Price.

En realidad, a nadie le consta que el polémico Mendiolea comiera niños y nunca se ha dicho que su mal humor y talante deleznable se debiera a su vocación histórica. Lo cierto es que se trataba de un auténtico malhumorado en toda la extensión de la palabra. Nunca toleró ni un chiste, y no se le vio jamás una sonrisa: sus carcajadas sólo retumbaban ante un hecho nada risible como cuando narraba la matanza del Templo Mayor, el fragor de las batallas decimonónicas o el asesinato de Álvaro Obregón.

Sin embargo, su intolerancia tenía un ingrediente mágico, pues aunque su encono feroz llegaba a ser espectacular, nunca se llegó a comprobar que lastimara a sus alumnos. En ocasiones, ante una respuesta equivocada e infantil, Mendiolea lanzaba miradas espeluznantes que algunos llegaron a comparar con los rayos láser de las películas del Santo, y hay niños que lo recuerdan con espuma en la boca y humo negro en el aliento. Con todo, por mucho que los niños se quejaran ante la Dirección Escolar o ante la Junta de Padres nunca se le pudo imputar el cargo de abuso de menores, tortura o infanticidio.

Así, por ejemplo, en el tradicional ascenso a la Pirámide del Sol en Teotihuacán y, ante el inocente comentario de "no será todo esto un invento, para convencernos de que somos muy chidos" que murmuró el niño Fabricio López Ornelas, Mendiolea alargó su delgadísimo índice y con un "¡Sáaaaquese, qué!" lo arrojó en vuelo prehispánico hacia la Calzada de los Muertos. Cuando bajaron los compañeritos, lo encontraron en perfecto estado físico y mental, e incluso con una paleta de limón en la mano.

En otra ocasión, al salir de una visita a Palacio Nacional la Nena Garmendia tuvo la ocurrencia de sugerir que Benito Juárez "ha de haber sido superchaparrito, comparado con Maximiliano. Su camita se parece a la mía". El profesor Leonardo Mendiolea, en plena pose de defensor de la ortodoxia cívico-histórica de México y con sólo el poder de su flamígera mirada, lanzó a la Nena hasta el campanario de la Catedral. Inexplicablemente, a la Nena Garmendia no le pasó absolutamente nada y los únicos estragos que suscitó el arranque de Mendiolea fue la explicación que le tuvo que dar a un vendedor de lotería que, no sólo presenció el curioso y volador regaño, sino que incluso lo aplaudió.

La culminación del año escolar tuvo su correspondencia en una ya mítica visita al Museo Nacional de Antropología e Historia. Aunque no se han podido corroborar los testimonios de los quince infortunados alumnitos que hicieron el recorrido y, a pesar de que no hay ni una pizca de evidencias que avalen su historia, todos concluyen en que se trató de una auténtica excursión del terror en donde Mendiolea dio rienda suelta a su apasionada intolerancia pedagógica. Todo empezó al ingresar al impresionante patio central del Museo, cuando el niño Eusebio Canelón preguntó si la columna monumental que sostiene el techo era obra de los olmecas en honor del Dios del Agua. Inmediatamente, Mendiolea lo petrificó, adhiriendo la figura de Canelón a la mentada columna y, por el resto de la visita, el pobre niño recibió la cascada de agua.

El ya mencionado Fabricio López tuvo la mala fortuna de que Mendiolea estuviera a sus espaldas cuando observaba la maqueta a escala de "La Caza del Mamut". Sin considerar la presencia del Ogro Antropológico, Fabricio le comentó al hijo de Rebolledo que estaría “más padre si pusieran a los Picapiedra" a lo que instantáneamente, Mendiolea los redujo al tamaño de los muñequitos y los encerró en la vitrina. Más de un turista consideró a nuestro país como uno de los más adelantados en museografía interactiva, al observar que dos de las figuritas corrían despavoridas por los rincones de la maqueta.

El festín terrorífico de Mendiolea se llevó a cabo en la Sala Mexica en donde a cinco niños los integró a la maqueta del Mercado de Tlatelolco: uno en tiesto de víboras, otro que fue rápidamente azotado por un vendedor de esclavos, Fidencito Torres Anaya, que dice haber recibido una cachetada de la vendedora de escuincles y los hermanos Zamudio que lograron refugiarse en un granero de la maqueta. De los siete niños que le quedaban en su recorrido, hay dos que aseguran haber quedado plasmados en una reproducción del Codex Mendocino, otros dos que también aseguran haber quedado temporalmente inmóviles —en posición hierática y de perfil— en plena Tira de la Peregrinación. Aquí conviene señalar que le falló la magia a Mendiolea, pues los engarrotó en la mencionada tira-crónica del peregrinaje mexica desde la mítica Aztlán, pero sin asignarles el cambio de atuendo. Esto provocó que una pareja de alemanes considerara los dibujos prehispánicos del museo como una burla al visitante y un descarado desdén al turista.

Quizá sobra mencionar el castigo que le tocó a Susanita Espejel cuando, queriendo quedar bien con el profe Mendiolea, suspiró lo de "¡Qué romántico, morir sin el corazón por ofrendarlo junto al más guapo de los guerreros!" Por el espeluznante e ilusorio espacio de quince minutos, Mendiolea la hizo sentir el martirio, amarrada a la Piedra de los Sacrificios con la forzosa compañía de Alejandrito Boquerones. Boquerones ni debía, ni temía y ni merecía el castigo —siempre había sido un alumnito ejemplar—, pero además ni le gustaba estar cerca de Susanita.

A la salida del Museo, en el patio de los voladores de Papantla, y una vez saciado su frenesí antropológico de venganza magisterial, Mendiolea juntó a su grupo e inició la perorata de fin de año en donde les aseguraba, con carcajadas diabólicas, que quedaban todos aprobados y que no intentaran delatarlo ante las autoridades, pues también era capaz de provocar daños permanentes, y no sólo los "temporales coscorrones" que les había dado durante todo el año. "Con la historia no se juega, ni se comenta —decía el Ogro Antropológico— y sólo se aprende para memorizarla. Conmigo ya vieron lo que les espera a los que jueguen a inventar el pretérito, burlarse de los próceres, olvidarse de sus fechas...", y con una mirada francamente delirante concluyó con un: “Revísense y verán que no guardan ni un solo rasguño de estos paseos que sustente sus acusaciones, pero reconocerán que guardarán para siempre el recuerdo perenne e imborrable de los grandes momentos de nuestra historia."

El niño Fabricio, ya reintegrado a su estatura normal, fue el único que se atrevió a replicarle, gritándole que "Así pa' que nos sirve la historia: a fuerza, de tarabilla como mensos, sin chiste y sin nada que nos guste. ¡Yo sí lo voy a acusar, viejo baboso!". Mendiolea no tuvo tiempo de ejercer sus mágicos pases del encono y del coraje, pues antes de que pudiera lanzar su mirada infernal, el hijo de Rebolledo, hincándose, le hizo de banquito que con el enfurecido empujón de Susanita provocó la caída del odiado maestro. En un acto de verdadero heroísmo colectivo, Boquerones, Fidencito y los hermanos Zamudio amarraron los botines enlodados de Mendiolea a la cuerda de un volador de Papantla y, con la ayuda de un vendedor de chicharrones, otro de hot-dogs y una señora gordota que vende artesanías de imitación prehispánica, lo pusieron a dar vueltas en un maravilloso carrusel de venganza infantil.

Con el vuelo de los voladores papantlecos que se solidarizaron espontáneamente, Mendiolea agarró tal velocidad que cuando finalmente logró desamarrarse ya andaba volando como a veintidós metros del suelo. Unos niños dicen que cayó del otro lado del Paseo de la Reforma, en una de las fosas de los osos polares que pronto lo devoraron. Otros alumnitos aseguran que su lógico final fue caer inmóvil al pie del Cerro de Chapultepec, como el último de los Niños Héroes. Lo cierto es que nunca más se supo de Mendiolea, pero en la Sala Maya del Museo de Antropología e Historia hay una figurilla de barro cuya enigmática mirada y su espeluznante postura brujeril recuerdan las terribles cátedras de Leonardo Mendiolea.

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