Kitabı oku: «El concepto de justicia en la filosofía de Epicuro»

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Diseño: Gerardo Miño

Composición: Eduardo Rosende

Edición: Primera. Noviembre de 2021

ISBN: 978-84-18095-97-9

Depósito legal: M-24048-2021

Códigos IBIC: HBLA1 (Historia clásica/civilización clásica); 1QDAG (Antigua Grecia); 1QDAR (Antigua Roma)

Lugar de edición: Buenos Aires, Argentina

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Prólogo

Este libro, que nace de una genuina inquietud erudita –elaborado pacientemente, y confeccionado a partir de múltiples lecturas y perspectivas científicas en debate–, involucra en su indagación también a otro tipo de lector. Esta otra audiencia implícita, mucho más vasta, también podría preguntarse, con simple curiosidad humana, cómo sería posible –si lo fuera– fundamentar una filosofía para la cual sean compatibles (1) la reivindicación del impulso natural a una vida de placeres satisfechos, (2) la tendencia, por lo general menos espontánea, a la convivencia política con otros, pares, y (3) la afirmación de la justicia como virtud, con la renuncia altruista que esa afirmación comporta. Para esta última clase de lector, epicureísmo se identifica con un hedonismo sin matices, que difícilmente pueda justificar contemporáneamente su compromiso con el pensamiento de lo político, y vuelve problemático también el vínculo de esa visión hedonista con la virtud de la justicia. Esta lectura se explica por la preeminencia que han tenido en la historiografía del epicureísmo lecturas, como la ciceroniana, que han proyectado la imagen del individualismo epicúreo y, sobre todo, su lectura en clave apolítica. Habrá que decir también que para los lectores más agudos de Epicuro –entre ellos, el autor de este libro– algunas fórmulas que encontramos asociadas a su filosofía, como láthe biósas (“vive ocultamente”, que puede verse reflejada en Máximas Capitales XIV) o como oude politeúsesthai (“no participar en política”, referida por Diógenes Laercio), no son fáciles de comprender en el marco de un pensamiento propiamente político.

La argumentación que aquí se propone lleva a los lectores a descubrir en la teoría epicureísta de las pasiones el fundamento de su filosofía política; esto es, en las pasiones primarias, placer y dolor, y las secundarias, que son emociones políticas como la ambición, la cólera, el miedo, el odio, la envidia, el desprecio y el amor. Pero el eje de esta teoría está, indudablemente, en la caracterización que hace Epicuro del placer; esto es, la determinación precisa de qué lugar le cabe al placer entre los bienes para la buena vida, qué credenciales tiene para ser considerado el bien supremo. Ahora bien, este fue uno de los temas centrales del debate ético-político que plantearon las diferentes líneas filosóficas en Grecia entre fines del siglo V a.C. y comienzos del siglo IV a.C. La cuestión debía formar parte de las inquietudes de Sócrates y fue reformulada de modos diferentes por los intelectuales de su círculo. Es posible que, tal como aparece en los testimonios, el motivo central en Sócrates fuera el del autodominio (enkráteia) y desde allí la cuestión terminara por diseminarse en múltiples perspectivas éticas que de alguna manera u otra incluyen al placer.

Para el socrático Aristipo, que entendía al placer como bien supremo –y a la felicidad como una simple metáfora para referir a la colección de experiencias placenteras, particulares e inmediatas–, ser sabio consistía en advertir con precisión las dosis de placer y dolor que involucran las propias pasiones, asegurando así el relativo dominio de las propias tendencias y estados. En cambio, Antístenes, que consideraba al deseo erótico como una suerte de degeneración de la rectitud natural, negaba que el placer pudiera tener alguna función positiva en el autodominio. Antes que sentir placer, mera “distorsión de la satisfacción” de auténticas necesidades (la cita es del análisis de Claudia Mársico, en su traducción de los fragmentos), Antístenes prefería enloquecer.

Platón se aproxima a la cuestión del autodominio en la primera época: en el Cármides, la indagación sobre la sensatez, sophrosýne, va acompañada de algunas observaciones relevantes (aun en el nivel dramático, teatral de su aproximación) sobre lo placentero y lo deseable. El tratamiento del placer gana profundidad en diálogos como Gorgias y República, donde se ponen en relación explícitamente la dimensión psicológica y la ético-política del tema. Pero el análisis más detallado del placer (sus especies, su carácter psico-somático) está en el Filebo, diálogo tardío en el que Platón imagina a Sócrates discutiendo con el hedonista Protarco en qué medida el placer y el intelecto contribuyen a la vida buena y al bien superior. En un ensayo que tituló, con un guiño provocativo, “Epicurus the Platonist”, Marcelo Boeri explica, sobre una sólida base argumental, que la teoría de Epicuro “probablemente estaba reaccionando” a algunos desafíos planteados en el Filebo y que, “al elaborar algunos aspectos de su propia agenda hedonista”, el maestro del Jardín sigue muy atento “las críticas de Sócrates al hedonismo crudo”. Además de retomar del Filebo la importancia que tienen la memoria y la expectativa como factores que aumentan o producen placer, Epicuro –apunta Boeri– afirma “platónicamente” que la carne considera los límites del placer como ilimitados, mientras que la mente es capaz de calcular la meta y los límites para la buena vida.

La recepción crítica que hace la filosofía de Epicuro de varios aspectos del tratamiento aristotélico del placer (así como de la philía, en sus tres especies: por interés, por utilidad y por sí misma) aparece reconsiderada y discutida en diversos tramos de la argumentación de este libro. Como se sabe, estos temas ocupan más de un quinto de la exposición de las Éticas, y aparecen allí entrelazados con la discusión de naturaleza política y también con la cuestión de la justicia en la pólis. Ocurre que algunas de las clases de philía –sobre todo la que se identifica con el placer, pero también la que es en vistas de la utilidad– son para Aristóteles genuinamente egoístas, y no altruistas, como se debería esperar de la condición del ciudadano justo. El análisis que lleva a cabo Fernando Navarro permite entender el valor de estos planteos para la filosofía de Epicuro y también, en contexto, para la Atenas en proceso de vertiginosa transformación en la que transcurrió una parte importante de su vida de maestro. Sabemos que la escuela del Jardín se fundó unos dieciséis años después de la partida de Aristóteles de la ciudad (que huía, tras la muerte de Alejandro Magno, de un movimiento anti-macedónico y de la amenaza de un proceso cruento). La Academia seguía en plena actividad, pero ya no estaban al frente los que habían sido discípulos directos de Platón. Pero sobre todo era el proyecto filosófico de la pólis como centro de la vida el que estaba en crisis terminal.

En la Epístola a Meneceo, Epicuro define el placer como principio y como fin de la vida bienaventurada (tou makaríos zên), pero este fin de la vida buena consiste, para el ser humano, en volverse autárquico, autosuficiente e invulnerable a los saltos de la fortuna por medio del placer. Ahora bien, Epicuro intentaba demostrar –como señala Pierre Aubenque, a cuya explicación Fernando acude, en un tramo central de su libro– que la justicia, entendida como virtud individual, se identifica con el placer, a contracorriente de la communis opinio, que la concibe destinada al beneficio de los demás. Al identificar a la virtud de la justicia con la ataraxia, al concebirla como virtud que es también capaz de “tranquilizar” con eficacia a quien la posee y la practica (porque es precisamente su contrario, la injusticia, la que provoca la turbación del alma), la noción epicúrea de justicia queda unida también a su singular teoría del placer. Que no es mero disfrute personal sino actividad que extirpa las opiniones equivocadas y las sustituye por estados mentales verdaderos y adecuados.

La investigación que da origen a este libro había mostrado, con sólidas herramientas de análisis de las fuentes y exhaustiva discusión de la literatura sobre el tema, que el concepto epicúreo de justicia no puede escindirse del entramado de la lógica, la física y la ética del maestro de Samos. Al confeccionar los capítulos que se ofrecen ahora, se parte entonces de esa trama compleja y, con delicadeza y generosidad, la argumentación va deshilvanando los motivos que han llevado tradicionalmente a una interpretación convencionalista o naturalista de la filosofía epicúrea. Justamente Fernando nos propone considerar el concepto de justicia subrayando la posición excéntrica que insinúa Epicuro respecto de la contraposición nómos - phýsis en la que se venía dirimiendo la cuestión desde finales del siglo V a.C. El análisis que propone no sólo se abre a la posibilidad de una reconstrucción global de la filosofía política epicúrea sino que permite reformular, a partir del eje naturaleza-convención, tanto su teoría física, como su gnoseología (con una lúcida revisión de la noción de prólepsis) y reconstruir su concepción acerca del origen del lenguaje. En cuanto a los aspectos específicamente políticos de la filosofía de Epicuro, la argumentación va, de los comienzos de la asociación humana, al estatuto de las leyes, el progreso de la historia y el papel de la prólepsis como criterio de lo justo.

A juicio de Lucrecio, Epicuro fue el primero “capaz de echar luz clara a partir de tanta oscuridad, iluminando los bienes de la vida” (De rerum natura 3.1-2), por eso –dice– él buscó dar a conocer su pensamiento, porque sólo a través de esa visión nocturna y penetrante sería posible alcanzar una vida tranquila y placentera. Lucrecio admite también que llegar a conocer y a poner en versos esa filosofía demandó esfuerzos e insomnios, pero lo hizo con un estímulo y una meta insuperables. Sus palabras, en el libro primero del gran poema de la naturaleza, podrían ilustrar muy bien el sentido de este libro: el propósito de su autor, la profundidad de su mirada, su actitud de sereno poeta de los argumentos, y la experiencia que espera a sus afortunados lectores:

Pero tu valía, pese a todo, y el gusto que espero

de tu grata amistad me anima a sobrellevar cualquier fatiga

y me arrastra a pasar en vela noches tranquilas,

buscando las palabras y los versos con que

poder abrirle por fin claras luces a tu mente

para que un día contemples en su hondura la realidad oculta.1

Ivana Costa

Universidad de Buenos Aires

Índice

Prólogo, por Ivana Costa

Introducción

PRIMERA PARTE. El naturalismo epicúreo

Capítulo I. El pensamiento de la naturaleza en Epicuro

Capítulo II. La estructura del alma

1. El alma, determinaciones físicas e implicaciones éticas

2. Placer y creencia: la sensación

3. Placer y creencia: la prólepsis

Capítulo III. El placer. La división de los placeres

1. El placer como fin connatural

2. El argumento epicúreo de la cuna

3. La crítica de Cicerón al hedonismo epicúreo

4. Entre el hedonismo psicológico y el hedonismo ético

5. División de los placeres: placeres cinéticos y katastemáticos

Capítulo IV. La ética

1. La ética epicúrea, una filosofía del límite

2. La phrónesis como síntesis entre virtud y placer

3. La philía epicúrea

SEGUNDA PARTE. Justicia y política en Epicuro

Capítulo V. El devenir de la sociedad humana. De la justicia a la política en Epicuro

1. La génesis de la sociedad humana dos visiones: Hermarco y Lucrecio

2. La filosofía política de Epicuro

3. La polémica sobre phýsis y nómos

4. Naturaleza y convención en Epicuro

Capítulo VI. Naturaleza y convención. Una ética política en Epicuro

Bibliografía

Introducción

Diógenes Laercio ofrece un testimonio valioso, Epikouros —según manifiesta el doxógrafo— era un nombre poco utilizado. El término evocaba el sentido de “aquel que va en ayuda de otro”; así, pues, indicaba que un hombre resultaba ser un aliado o un camarada.2 Platón, en la República, había presentado a los epíkouroi como aquellos jóvenes que se subordinaban a los verdaderos guardianes de la ciudad ideal que Sócrates diseñaba.3

Epicuro fue el nombre que recibió un filósofo ateniense que, sin embargo, había nacido al otro lado del Egeo, en la isla de Samos, el día 10 del mes de Gamelión del 341 a. C. Sus padres eran atenienses que habían emigrado cuando la isla fue recuperada por la pólis de Atenas y transformada en una colonia (cleruquía). Este origen insular lo convirtió más de una vez en objeto de burla, como las de Timón —que Diógenes Laercio refirió en X, 3—, quien lo escarnecía al llamarlo “el que viene de Samos, ese filósofo de la naturaleza, el hijo de un maestro de escuela”. Tal vez la referencia se deba a que, en la Antigüedad, se tenía a los habitantes de la isla como entregados a los placeres y faltos de carácter.

Epicuro decidió instalarse en Atenas hacia el 307-306 a.C. con el propósito de transmitir sus enseñanzas. Para ello compró una casa en las afueras de la ciudad, en la cual se concentraron rápidamente numerosos adeptos. Allí se encontraban reunidas, por entonces, las grandes escuelas filosóficas de la época; la de Epicuro se conoció como el Jardín por los huertos que se hallaban alrededor de la construcción central. La primera escuela filosófica en ser fundada, situada en los extramuros de la urbe ateniense, al noroeste, había sido la Academia de Platón; próxima a ella, se ubicó el Liceo de Aristóteles; en la zona este —siempre extramuros—, se construyó el Jardín (Kêpos); finalmente, los estoicos eligieron establecer el Pórtico intramuros, en las cercanías del ágora.4

Poco se sabe de la vida de Epicuro durante el período anterior a su llegada a Atenas. Solo se conoce que pasó un tiempo en Mitilene y Lámpsaco. De hecho, tal como lo atestiguan las cartas, estas comunidades jugaron un papel decisivo en la difusión del epicureísmo. Este se desarrolló a lo largo del período helenístico, tradicionalmente delimitado entre la muerte de Alejandro y la conquista romana, cuyo órgano cultural era la lengua griega bajo la forma de koiné o dialecto común. En aquel momento, la civilización griega había alcanzado a los pueblos mediterráneos y recibía, a su vez, fuertes influencias orientales. El vínculo entre civilización y pólis se vio debilitado, y ese proceso culminó con el ocaso de la autonomía de las ciudades-estado ante los imperios masivos de los sucesores de Alejandro. En el año 146, finalmente, Grecia quedó reducida a una provincia romana con el nombre de Achaea.

En estas circunstancias, como bien lo advirtió Víctor Goldschmidt (1986, pp.274-275), al verse privado de la pólis, que era el marco político natural del hombre griego, el individuo se vio, como nunca antes, expuesto a la experiencia de su soledad. La cuestión de la felicidad individual adquirió entonces una preponderancia inusitada. Así, las escuelas filosóficas de la época la asociaron con la naturaleza, el origen del cosmos y el universo mismo, que ofrecía una “réplica a la vez filosófica y religiosa del cosmopolitismo político”. Sin embargo, hubo que esperar a los romanos para que, tras recoger la herencia de Grecia, realizaran el proyecto de un imperio universal.

Hacia la época en la que se produjo la muerte de Epicuro, su nombre se encontraba ya envuelto en una serie de polémicas filosóficas y de detracciones propiciadas por discípulos que habían abandonado sus enseñanzas. Sin embargo, no menos cierto es que, por efecto del uso que los primeros discípulos habían hecho de este patronímico al impartirlo a sus hijos, habían logrado popularizar el nombre propio del Maestro, y su filosofía era ampliamente reconocida.5 Más aun, Diógenes de Enoanda, discípulo del siglo II d. C., quien inscribió las enseñanzas de Epicuro sobre las piedras de su casa, llegó a utilizar el verbo epikourein para designar la misión de la filosofía epicúrea: el anuncio de la felicidad dirigido a todos los hombres.6

Diógenes Laercio es la fuente privilegiada para la reconstrucción del pensamiento de Epicuro y de la primera generación de epicúreos. Resulta oportuno citar el incipit del Libro X de la Vida de los filósofos ilustres:7 “Epicuro escribió muchísimo (polygraphótatos) superó a todos en el número de libros; son cerca de trescientos rollos de papiros (kýlindroi)”.

Tal como se puede apreciar, Diógenes Laercio reconoce que Epicuro escribió “muchísimo”, pero además y, fundamentalmente, destaca que en toda su obra no se encuentran citas o paráfrasis de otros filósofos. Allí radica la razón por la cual considera que Epicuro es un verdadero autor. Otra de las precisiones que ofrece Diógenes Laercio es el título de los escritos del Maestro del Jardín (tà syggrámmata); aunque aclara inmediatamente que solo se trata de los mejores (tà béltista) de ellos y no de su totalidad.

Por último, transmite, de modo completo, cinco obras. En primer lugar, el Testamento (§16-§21) de Epicuro, que si bien no tiene en sí un valor filosófico ayuda a ubicar en contexto la obra. Luego deja el testimonio de tres epístolas doctrinales destinadas, respectivamente, a Heródoto (§35-§83), a Pítocles (§83-§116) y a Meneceo (§121-§135). Por último, el testimonio de Diógenes se corona con una serie de cuarenta Máxima Capitales (§139-§154).8

La primera de las epístolas, dirigida a Heródoto, trata de la phýsis epicúrea. Por ello, resulta ser un escrito fundamental, ya que muestra el sentido que tiene para el hombre llevar adelante una investigación sobre la naturaleza. Además, presenta argumentos contundentes que marcan las diferencias de fondo que se establecen entre la doctrina atomística epicúrea y la democrítea. Asimismo, presenta el esquema fundamental de su doctrina del conocimiento.

En segundo lugar, la Epístola a Pítocles expone, a la manera de un breve compendio, problemas de los fenómenos celestes y, más específicamente, aquellos que se refieren a lo fenómenos atmosféricos (tà metéora). Cabe señalar que, durante cierto tiempo, ya desde el epicureísmo romano, fue considerada una carta espuria. La crítica, sin embargo, ha logrado demostrar su autenticidad. El argumento probatorio sostiene que emerge, en esta carta, un aspecto cardinal de la metodología de la inferencia epicúrea, el método de las explicaciones múltiples.9

La carta por excelencia es la dirigida a Meneceo, puesto que determina la finalidad del sistema filosófico epicúreo. Allí se explicitan las razones por las cuales el placer es el fin connatural del hombre. El análisis de esta carta resulta imprescindible por facilitar una adecuada comprensión de la relación que los hombres establecen con los dioses; por su clasificación de los deseos; y por mostrar a la prudencia como culmen dentro del catálogo de virtudes que la filosofía griega había consagrado como tradicionales.

El ordenamiento propuesto por Diógenes Laercio se cierra con las cuarenta Máximas Capitales, cuyo eje es la presentación de la ética epicúrea en relación con los grandes tópicos de su filosofía: el tiempo, el placer, el cuerpo, el sentido del filosofar. Hacia el final, desde la Máxima Capital XXXI a la XXXVIII, se expone el núcleo del juicio de Epicuro sobre la justicia.

El ordenamiento temático, no obstante, no indica un orden de datación. En este sentido, los trabajos de reconstrucción de la obra mayor de Epicuro testimoniada por Diógenes Laercio (X, 27) —nos referimos al Perí phýseos, al cual, dada su complejidad, hemos resuelto dejar de lado en este trabajo— han permitido confrontar los escritos y lograr una probable fecha de producción de las epístolas. Así pues, si los primeros libros de los treinta y siete del Perí phýseos fueron, según Sedley, íntegramente escritos en su estancia en Lámpsaco —entre el 310-311 a.C y el 307-306 a.C—, se deduce que la Epístola a Heródoto tendría una datación aproximadamente simultánea o, a lo sumo, posterior al arribo de Epicuro a Atenas ya decidido a establecer allí su residencia —acontecimiento fechado en el 306 a.C.—.10 En relación con la Epístola a Pítocles, podemos afirmar, sin vacilación, que se escribió con posterioridad a la de Heródoto, puesto que, en su §85, se lee una referencia al “breve epítome [que hemos enviado] a Heródoto” (míkra epítome pròs Herodóton). Por ello, parece verosímil establecer como el momento de su composición una fecha entre el 306 y el 304 a.C. Finalmente, la datación de la Epístola a Meneceo aún permanece incierta; sin embargo, hay un consenso en ubicarla entre 296-295 a.C.

Retomemos ahora el centro de nuestras disquisiciones y recordemos que, en las Máximas Capitales XXXI a XXXVIII, Epicuro, al presentar de un modo global su idea de justicia, la define como el resultado de un pacto entre los hombres y, por ello, como algo que no existe por sí; pero allí mismo considera, también, que posee un fundamento natural. Se enfrenta, pues, sin ambages al conflicto entre naturaleza y convención, para el cual la tradición filosófica griega ya había ofrecido diferentes tipos de soluciones.

No existe una oposición verdadera entre naturaleza y convención en lo que respecta al concepto de justicia propuesto por Epicuro, y es con el fin de demostrarlo que dicha noción se inscribe aquí en el entramado de su canónica, su física y su ética. Para Epicuro, las nociones de phýsis y nómos no se presentan como contrapuestas y excluyentes, sino que operan más bien como dimensiones que logran articularse. Así, el carácter sólo aparente del conflicto queda en evidencia al abordar también otros conceptos, tales como los de utilidad y seguridad.

Las leyes de la vida en común sólo son convenciones para Epicuro, quien niega la posibilidad de una justicia absoluta y que sea la naturaleza el fundamento de ella. En las Máximas Capitales XXXI, sin embargo, afirma que la naturaleza es el fundamento de la justicia, la cual funciona como garante de que los hombres no se dañen los unos a los otros. De este modo, introduce el referido dilema entre phýsis y nómos que resulta necesario elucidar en virtud de establecer su verdadera dimensión.

En sus consideraciones sobre el origen de la justicia, el filósofo enfatiza que no se trata de un simple contrato iniciado por el compromiso de no causar ni recibir un daño, pero ello tampoco significa que la justicia exista en sí y por sí. Según Epicuro, se origina en el desarrollo de una disposición humana hacia lo útil; tal lo manifiestan los argumentos que demuestran que la utilidad o conveniencia en las relaciones recíprocas entre los hombres exige de la convención. Sin embargo, esta no resulta una negación pura y simple de la naturaleza, sino que, por el contrario, la presupone como garantía de la obtención del placer; dicho rol demanda una explicación de los alcances de la ética epicúrea en la medida en que se presenta como una ética de conformidad a la naturaleza.

Epicuro exhorta a cada hombre a considerar sus actos de modo tal que obren el fin (télos) último y connatural de la vida, que es el placer. Advierte, no obstante, que, aun cuando el placer es el bien primero, muchas veces resulta necesario no realizar ciertos placeres si de éstos se sigue un dolor mayor. Ciertamente, en el sistema filosófico epicúreo, el placer es entendido como ausencia de dolor en el cuerpo (aponía) y de turbación en el alma (ataraxía), mientras que la justicia actúa como garante de su consecución.

Ahora bien, Epicuro señala, en diversos contextos de su obra, que la naturaleza debe ser entendida como la totalidad de las cosas, pero, también, como aquello que constituye a cada una de ellas. Por lo tanto, el naturalismo epicúreo no se resuelve ni en un providencialismo finalista ni, menos aún, en un finalismo interno. En tal sentido, la gran tarea del hombre no puede consistir sino en hallar para sus actos un fin acorde a la naturaleza, aunque esta nunca prescriba normativamente lo que debe realizarse.

En lo que respecta al estatuto ontológico de las comunidades sociales y al lugar que ocupan en el proceso de la naturaleza, el epicureísmo ha narrado en detalle su génesis e institución y ha descrito que se desarrollan y evolucionan por la capacidad adaptativa que el hombre ha cultivado. Es decir, el hombre no se opone a la naturaleza, sino que, por el contrario, aprende de ella por la experiencia y desarrolla así los medios adecuados para lograr su adaptación. En este marco, resulta atendible que, en relación con el problema central acerca de un fundamento natural y convencional del concepto de justicia, Epicuro argumente que la justicia no puede ser definida únicamente como una virtud que desarrolla el hombre replegado sobre sí para satisfacer su deseo de una vida feliz. Se trata, ante todo, de una virtud social, la cual se presenta como propia del hombre inserto en una determinada comunidad.

Se nos ha revelado, pues, que la justicia se da por convención en el seno de una comunidad, ya que el hombre no se encuentra separado y aislado, sino que reconoce a otros hombres. Por lo tanto, el logro de la virtud individual de justicia no se alcanzaría completamente si no fuese posible establecer una justicia convencional. Las argumentaciones epicúreas referidas a la justicia en tanto virtud individual y en tanto convencional están guiadas por el placer. Esto significa que el principio de que no se debe dañar al otro ni aceptar ser dañado por él se fundamenta en la reciprocidad existente entre los hombres, así como en la búsqueda del placer. Habrá que mostrar, sin embargo, que el acto de dañar a otros comporta un dolor a evitar, por lo cual se hace necesario, en primer término, extirpar el deseo de su realización. Aunque también deba tenerse en cuenta que el acto de dañar a otros lleva implícita la posibilidad del castigo.

Para Epicuro, es posible sostener que todo daño produce una perturbación del alma, y ello es, precisamente, lo que hay que desterrar para tener una vida feliz. Si perjudicar a los otros trae aparejada una serie de dolores que requieren ser suprimidos y si los hombres, no obstante ello, se han mostrado incapaces de no ocasionarse dolor unos a otros, entonces, la justicia convencional de una comunidad —expresada en sus leyes— resulta necesaria y beneficiosa por el potencial castigo derivado de su aplicación.

En este punto afloran, pues, los argumentos que le permiten a Epicuro confrontar su filosofía política con el conflicto entre phýsis y nómos. El filósofo considera que la justicia, en un primer momento, es el resultado de un proceso natural y que luego, en una etapa avanzada de la evolución, se establece convencionalmente, para concluir afirmando que, en el ámbito comunitario, la justicia convencional —garantizada por la naturaleza— se presenta como una ventajosa utilidad que favorece a todos los hombres.

Las corrientes interpretativas sobre la filosofía epicúrea —particularmente, desde los inicios del siglo XX— han adoptado, en general, una lógica binaria. La concepción epicúrea de la justicia ha sido insertada, en consecuencia, dentro de una matriz teórica restrictiva —o bien naturalista, o bien convencionalista—, ya que se la ha vinculado de modo directo con el conflicto entre phýsis y nómos analizado en detalle por la sofística.

Usener (1887) fue quien propuso en primer lugar, en su monumental obra Epicurea, una exégesis por la cual no se les reconocía a las Máximas Capitales sobre la justicia más que un papel secundario, dado que la filosofía epicúrea invitaba a vivir ocultamente (láthe biósas). Y fue la marcada impronta de esta interpretación la que llevó a Diels a atribuir erróneamente la autoría de las Máximas Capitales al discípulo del Jardín Hermarco, quien —tal como quedó testimoniado por Porfirio— se había interesado por los orígenes de la sociedad.

Philippson (1910; 1983), por su parte, ha defendido la tesis de que es la phýsis (naturaleza) la que fija una generalidad a la cual también la justicia debe atenerse. Es por ello que define la virtud de la justicia como una disposición natural y se centra, además, en la Máxima Capital XXXI para justificar la traducción de la expresión katà phýsin como “según naturaleza”. Esta línea hermenéutica interpretó que el derecho y la justicia epicúreos se fundamentan, de modo unilateral, en la naturaleza y que ella constituye el único marco normativo y de universalización de todas las leyes y costumbres de la pólis. No se puede desconocer que el mérito de Philippson fue llamar la atención sobre el concepto de justicia, que era un tópico no considerado a la hora de abordar este problema respecto del epicureísmo. No obstante, la gran dificultad que presenta es la de argumentar sobre la existencia de un derecho natural que resulta ser congénere del proceso de constitución de la racionalidad.

Quizás la limitación más importante de esta línea hermenéutica sea la de haber desatendido el carácter convencional de la justicia epicúrea, lo cual condujo a que el problema central de la articulación entre la índole convencional y natural de la justicia quedara sin explicación. En efecto, nunca se problematizó la perspectiva epistemológica que Epicuro desarrolla a través del concepto de prólepsis para exponer su noción de justicia ni la complejidad del naturalismo epicúreo.