Kitabı oku: «Perros sí, negros no», sayfa 2
La madre de todas las guerras no es la del centro contra la periferia, sino — como en el ajedrez— de la lucha por el centro. Para ello, una de las fracciones en el centro deberá mantener en jaque permanente al resto y así lograr el dominio y el statu quo, que para Occidente significa retroceso, decadencia.
En los últimos doscientos años, el poder de un individuo o de un sistema radicó en su “representatividad política”. Representar significa asumir y ejercer un poder que otro no puede ejercer por sí mismo. Esto, si bien fue un logro en el siglo XIX, resultará un anacronismo en el siglo XXI. Las masas que lucharon por obtener esta representatividad, naturalmente reclamarán hablar por voz propia, dejando de ser considerada masa para pasar a ser humanidad. Mientras esta realidad histórica no encuentre una nueva traducción social e institucional, la violencia continuará en todas sus formas. El viejo centro de poder, cada vez más cerrado sobre sí mismo, hará responsable a la víctima de su propia opresión. Pero tarde o temprano la democracia representativa dejará paso a la democracia radical de la Sociedad Desobediente. Los gobiernos y los parlamentos del mundo entero —con sus cámaras representando las antiguas clases sociales de lores y comunes— serán a los pueblos desobedientes lo que hoy son los reyes de Inglaterra al parlamento. Oriente se sumará a este inevitable proceso, apenas deje de consumir el discurso antagonista que comparte con Occidente, y se integre a un verdadero diálogo de culturas. La desobediencia, entonces, no estará en la violencia sino en el abandono del odio que tanto trafican hoy quienes se resisten a los cambios. ¿No fue acaso esa, la principal enseñanza social de Jesús —igualdad, fraternidad, liberación, universalidad—, que la política y la Cultura del Odio contradicen en Su propio nombre?
En mi recorrida por el mundo, siempre me sorprendió lo que debía ser lo más obvio: la gente, en sus aspiraciones más profundas, somos radicalmente iguales. Las diferencias culturales, de mentalidades son parte de la riqueza, no parte del problema. Somos iguales porque somos diferentes. Pero sufrimos un defecto universal: antes que el factor común que nos une, vemos las diferencias. Y convertimos estas diferencias en la razón de nuestros odios, de nuestras malditas guerras que benefician siempre a unos pocos en el nombre de muchos.
2006
Los verdaderos muros de la democracia estadounidense
Los muros de la democracia estadounidense son de dos géneros: uno es cultural y el otro estructural. Ambos, con un antiguo objetivo: mantener el poder en manos de una minoría que se representa como mayoría.
Veamos el muro cultural, primero, pero empecemos por su lado positivo. Los llamados Padres fundadores fueron una élite de intelectuales, reflejo de las nuevas y radicales ideas europeas que, más o menos, encontraron un espacio en el nuevo continente que no tenían en el viejo, de la misma forma que lo hizo el cristianismo en Europa y no en la Palestina judía. Es decir, un territorio menos codiciado por los imperios del momento y menos acosado por la tradición milenaria de ideas fosilizadas. Thomas Jefferson se había hecho ciudadano francés antes de ser presidente de Estados Unidos y todos los demás tenían, de alguna forma, una profunda admiración por los filósofos de la ilustración, sino directamente por la cultura francesa. Las ideas de Jefferson, como la de los otros fundadores, no sintonizaban mucho con el resto de la población, al extremo de que sus libros fueron prohibidos en muchas bibliotecas bajo la exagerada acusación de ser ateo. La idea de crear un muro espeso que separase religión de gobierno era demasiado radical.
Sin embargo, esta elite fundacional compartía con el resto la desgracia del racismo y de la doble vara. El genio de Benjamín Franklin no quería una inmigración que no fuese blanca y anglosajona. El sabio de Thomas Jefferson no sólo abusó de una menor a la que hizo madre varias veces, sino que, además, nunca la liberó por ser mulata. La hermosa esclava, Sally Hemings, era la hija ilegítima de su suegro con otra esclava. Por no entrar en la larga y persistente historia de leyes racistas que van desde la idea de la no humanidad de los negros hasta el desprecio de los latinoamericanos por su condición de hibridez, como las mulas, algo que, según los periodistas y congresistas del siglo XIX, no agradaba a Dios. El asco por los chinos, por los irlandeses (antes de convertirse en blancos asimilados), por los indios y por los mexicanos completó el mapa del desprecio y el despojo a todo lo que no era anglosajón y protestante. La hermosa frase “We the people” asumía, de hecho, que con eso de “el pueblo” no se referían ni a los negros, ni a los indios, ni a nadie que no perteneciera a la “raza” de los fundadores. Pero Jefferson estaba en lo cierto cuando dijo que “la tierra les pertenece a los vivos, no a los muertos”.
A los padres Fundadores (y a los líderes que les siguieron) se los suele disculpar porque eran “hombres de su tiempo”; no se puede juzgar a alguien que vivió hace doscientos años con los valores de hoy. Sin embargo, un par de años después que Jefferson dejara el gobierno en Estados Unidos, un militar rebelde llamado José Artigas, quien estaba contra el abuso militar en el gobierno y a favor de una democracia más directa, apenas tomó control de la Unión de los Pueblos Libres (lo que hoy es Uruguay y parte de Argentina) repartió tierras a blancos, indios y negros bajo el lema “los más infelices serán los más privilegiados”. Un principio y una actitud verdaderamente cristiana de un hombre no religioso.
Tampoco es cierto que Estados Unidos nunca tuvo una dictadura. De hecho, sus leyes necesitaron un siglo, hasta después de la Guerra civil, para reconocer que alguien podía ser ciudadano estadounidense independientemente del color se su piel, aunque luego continuó filtrando, también por ley, a inmigrantes que no eran suficientemente blancos.
Actualmente, hasta los blancos más blancos se han convertido en negros. Pero no lo saben y por eso tanto renacido odio a los negros y marrones. Se sienten los nuevos negros, pero no lo reconocen y, por eso, necesitan despreciar al resto para confirmar su antigua condición de blanco, es decir, de privilegiados.
Mientras tanto, la democracia estadounidense continúa secuestrada por el 0,1 por ciento de su población, por los multimillonarios que financian las campañas políticas, cenan con los ganadores y envían escribas a sentarse en los comités que redactan las leyes que luego aprueban los legisladores, cuya mayoría son millonarios.
Ahora echemos una mirada sobre los muros estructurales de la democracia hegemónica. También estos problemas hunden sus raíces en el racismo y el elitismo social enmascarado en un discurso opuesto.
Veamos esta lógica referida a la obsesión histórica de las burbujas étnicas. La población latina está subrepresentada en extremo porque, al igual que otras minorías como la afroamericana y la asiática, viven en las grandes ciudades y éstas están en los estados más poblados como California, Texas, Florida, Nueva York e Illinois. De estos estados, sólo Texas es un estado con mayoría conservadora sólida. Florida es pivotante y los demás son tradicionales bastiones progresistas (liberals, en el lenguaje estadounidense). Sin embargo, a pesar de que California tiene una población de 40 millones, sólo cuenta con dos senadores. La misma cantidad que Nueva York, otro estado con 20 millones. La misma cantidad de senadores tiene cada uno de los cincuenta estados, como Alaska, un estado cuya población no alcanza los 800 mil habitantes. Una colección de estados centrales como las dos Dakotas, Nebraska, etc. rondan apenas el millón de habitantes (Wyoming apenas llega al medio millón) y cada uno cuenta con dos senadores. Lo que significa que el voto de un granjero en cualquiera de esa docena de estados conservadores y despoblados vale entre 30 y 40 veces más que el voto de cualquier estadounidense que viva en los poblados estados de California, Texas, Florida, Nueva York o Illinois.
Claro, este sistema de elección de senadores no es único en el mundo, pero en Estados Unidos el desbalance poblacional y político a favor de los conservadores rurales, desde el siglo XIX, es notable y consistente.
Por si fuese poco, hay que considerar que su sistema de elecciones presidenciales no solo le niega a Puerto Rico, con casi cuatro millones de habitantes (más que varios estados centrales juntos), la posibilidad de elegir presidente, sino que, además, el sistema electoral vigente, herencia del sistema esclavista que favorecía a los estados del sur con una escasa población blanca, hace posible que un presidente sea elegido habiendo recibido tres millones de votos menos que el perdedor.
Gracias a este sistema (los electores no solo reproducen el número de representantes sino también de senadores), estados más poblados como California, Texas, Illinois o Nueva York (que subsidian económicamente a estados más pobres) necesitan el doble o más de votos que los despoblados estados del centro para alcanzar un elector. Otra razón para entender por qué las minorías, que sumadas no lo son, no son tratadas con la justicia electoral que una verdadera democracia debe garantizar: un ciudadano, un voto.
No por casualidad la población, pese a la vieja manipulación mediática, suele tener opiniones muy diferentes a sus propios gobiernos. Lo cual apenas importa en esta democracia.
2019
Las raíces americanas del nazismo
“Si eres rubio, perteneces a la mejor gente de este mundo. Pero todo se terminará contigo. Tus antepasados han cometido el pecado de mezclarse con las razas inferiores del sur. Como resultado, las mejores cualidades de los rubios, pertenecientes a la raza creadora de la mejor cultura, se ha ido corrompiendo, sobre todo aquí, en Estados Unidos”.
Así comienza el New York Times su artículo destacado del 22 de octubre de 1916 basado en el nuevo libro de Madison Grant The Passing of the Great Race (El final de la Gran Raza) quien, “en palabras mucho más científicas”, alerta del fin de la raza rubia a manos de los blancos de pelo castaño y, peor, de los de pelo castaño de piel oscura. Según el autor, el problema de los nórdicos era que no disfrutaban del frío y preferían el calor y la calidez soleada del sur, pero sólo podían subsistir en estas regiones tropicales como dueños de las tierras sin tener que trabajarlas. Los habitantes de India hablan la lengua aria pero su sangre ha perdido la calidad del conquistador. El autor, en una de sus conclusiones más moderadas, descubre que la solución está en las prácticas del pasado. “Ninguna conquista puede ser completa si no se extermina a las razas inferiores y los vencedores llevan a sus mujeres con ellos… Por estas razones, los países al sur del cinturón negro de Estados Unidos, y hasta los estados al sur de Mississippi deben ser abandonados, es decir, libres, dejados a la suerte de los negros”.
Las ideas de superioridad de la raza blanca para explicar y justificar el imperialismo moderno fueron moneda común durante el siglo XIX en ambos lados del Atlántico, generaciones antes que apareciera la excusa del comunismo. En Estados Unidos, las justificaciones científicas eran necesarias para mantener a su numerosa población negra (primero como esclavos y luego como ciudadanos segregados) en el lugar que supuestamente les correspondía según las reglas del orden, la civilización y el progreso.
Ya avanzado el siglo XX, los memorandos y los informes de diferentes políticos, senadores y embajadores continuaron con esa tradición. El jefe para América Latina y eventual embajador, Francis White, durante décadas escribió reportes y dio conferencias a futuros diplomáticos explicando que “con algunas excepciones, los gobiernos de América latina, sobre todo aquellos en los trópicos, poseen muy poca sangre blanca pura y mucha deshonestidad”. Para White, Ecuador era un país retrógrado porque tenía “apenas cinco por ciento de sangre blanca; el resto son indios o mestizos”. Su consejo a los futuros cónsules y embajadores que lo escuchaban en una conferencia en 1922 fue: si les toca un país de indios, sepan que “la estabilidad política está en proporción directa a la cantidad de blancos puros que ese país posea”.
Según Grant, y según muchos otros, la raza blanca ha sobrevivido en Canadá, en Argentina y en Australia gracias a que ha exterminado a las razas nativas. Si la raza superior no extermina a la inferior, la inferior vencerá. “Por mucho tiempo, América se ha beneficiado de la inmigración de la raza nórdica, pero lamentablemente, en los últimos tiempos también ha recibido gente de las razas débiles y corruptas del sur de Europa. Estos nuevos inmigrantes ahora hablan el idioma de la raza nórdica, usan la misma ropa, han robado sus nombres y hasta comienzan a aprovecharse de nuestras mujeres, aunque apenas entienden nuestra religión y nuestras ideas.
The Passing of the Great Race no se convirtió en un best seller inmediato, pero sí en uno de los clásicos del racismo científico del siglo XX que encontrará eco fácil en las élites económicas y en sus aspirantes pobres de raza blanca. Entre sus ávidos lectores se contarán Theodore Roosevelt y Henry Ford, futuro admirador y colaborador de Adolf Hitler, quien lo recomendará. The Boston Transcript publicará que todas las personas pensantes (es decir, blancas) deberían leerlo. El libro produjo un fuerte impacto en la clase dirigente y ayudó a definir las categorías que los elegidos usaron luego para redactar las leyes de inmigración en Estados Unidos en 1924: arriba se ubica la raza nórdica, más abajo los judíos, españoles, italianos e irlandeses y, aún más abajo, todo el resto de apariencia oscura. Según el autor, “la capacidad intelectual de las razas varía como varían los aspectos físicos de cada una… A los estadounidenses les ha llevado cincuenta años para comprender que hablar inglés, usar buena ropa, asistir a la escuela y a la iglesia no transforma a un negro en un blanco”. El autor no aclara si los racistas procedentes de las razas superiores no son las inevitables excepciones a la regla, ya que es bien sabido que entre los blancos también existen los integrantes con aguda discapacidad intelectual que, por obvias razones, no se consideran como tal y son los primeros en adoptar esta teoría de la superioridad por asociación que no requiere méritos individuales.
Unos años después, en 1924, del otro lado del Atlántico, un soldado en su celda llamado Adolf Hitler leerá con pasión el libro de Madison Grant y comenzará a escribir Mi lucha. Hitler reconocerá The Passing of the Great Race como su biblia. Cuando Hitler se convierta en el líder de la Alemania nazi, su ministro de propaganda, Joseph Goebbels, leerá con la misma pasión el libro Propaganda, del estadounidense judío, doble sobrino de Sigmund Freud, Edward Bernays. Berneys no inventará las fake news pero las elevará a la categoría de ciencia. Diferente a su tío Freud, probará que estaba en lo cierto cuando, en 1954, por pedido de la CIA, logre hacer creer al mundo que el nuevo presidente de Guatemala no era un demócrata sino un comunista. Como consecuencia de esta manipulación mediática, cientos de miles de muertos alfombrarán los suelos de Guatemala en las siguientes décadas.
El soldado Adolf Hitler no tenía ideas radicales. Tampoco era un pensador radical, sino todo lo contrario: sus ideas y su pensamiento eran de uso común en su época, sobre todo del otro lado del Atlántico. En Estados Unidos, la idea de una gloriosa raza teutónica y aria amenazada de extinción por las razas inferiores eran moneda en curso durante el siglo XIX, desde los encapuchados del Ku Klux Klan hasta para presidentes como Theodore Roosevelt, pasando por marines y voluntarios que cazaban negros por deporte, violaban a sus mujeres y se divertían justifiando las violaciones como forma de mejorar la raza de las islas tropicales. Es muy probable que el nazismo hunda algunas de sus raíces en el sur de Estados Unidos, mucho antes de perder la memoria durante la Segunda guerra mundial.
Diez años más tarde el zoólogo de la Universidad de Berkeley Samuel Holmes propondrá la esterilización forzada de los mexicanos en Estados Unidos (de la misma forma que se había esterilizado a diez mil idiotas sólo en California) para resolver el serio problema racial que significaba disminuir la calidad de la raza estadounidense. “Los hijos de los trabajadores de hoy serán ciudadanos mañana”, afirmaba Holmes. En artículos sucesivos, repetirá la advertencia hecha por Theodore Roosevelt sobre el “suicidio racial” que encontrará eco no sólo en los miembros del Ku Klux Klan sino en una vasta masa de ciudadanos anglosajones, la que derivará, durante la Gran Depresión, en la persecusión de mexicanos y en la deportación de medio millón de ciudadanos estadounidenses con aspecto de mestizos.
2020
Inspiraciones nazis
El 20 de octubre, ante el XVII Congreso Sionista, el ministro de Israel afirmó que cuando Hitler se reunió con el muftí de Jerusalén Haj Amín al Huseini en 1941, todavía no tenía la idea de exterminar a los judíos de Alemania. Según Benjamin Netanyahu, había sido el palestino quien le había inspirado la idea del holocausto judío.
Esta interpretación de la historia tenía por destino una audiencia limitada, pero el Primer Ministro tuvo la mala suerte de que trascendiera los muros de la sala y llegara a oídos de gente normal, por lo cual no tuvo más opción que retractarse.
Claro que la memoria popular no va mucho más allá de los seis meses y todos los políticos lo saben y actúan en consecuencia. El mayor propagandista de la historia moderna, Edward Bernays, lo dijo de otra forma y logró convencer a varios gobiernos de Estados Unidos (y lo probó con hechos) que las grandes democracias modernas están regidas por gobiernos invisibles cuyo brazo ejecutor es la propaganda.
El austríaco Edward Bernays, sobrino de Sigmund Freud, emigró a Estados Unidos en 1892 y aquí logró vender la Primera Guerra a los americanos. Entre sus muchos éxitos estuvo el golpe militar que la CIA acertó en Guatemala, en 1954, luego de una masiva campaña propagandística que logró convencer a los estadounidenses y a los guatemaltecos que la destrucción del gobierno democrático de Jacobo Árbenz fue para salvar a aquel país del comunismo y no para salvaguardar los intereses monopólicos de la United Fruit Company. Bernays no sólo fue el autor de recomendables libros como Crystalizing Public Opnion (1923), Propaganda (1928) y The Engineering of Consent (1956) sino que además fue un efectivo manipulador de la opinión y los deseos de millones de estadounidenses: gracias a él, generaciones de mujeres comenzaron fumar luego de comprar la idea (perdón por el anglicismo, pero no hay forma más profunda de decirlo en castellano) de que una mujer fumadora no lucía masculina sino liberada. Su eslogan de 1929 equiparaba los cigarrillos a “torches of freedom” (antorchas de libertad).
Gracias a este genio de la manipulación de masas hoy casi todos los estadounidenses desayunan huevos con tocino, luego de convencer a los mismos doctores de la época de que ese tipo de comida era más saludable que la comida frugal de las generaciones anteriores. Por supuesto que Bernays no sabía nada de medicina, sólo trabajaba para sus clientes como un abogado defiende a un criminal que ha confesado su propio crimen. La eficiencia de la propaganda, decía, no está en decir que un producto (un jabón, un presidente) es bueno sino en hacer que lo digan los sacerdotes de turno.
Bernays siempre iba a las raíces (más oscuras) y por eso inventó eso de las “Relaciones Públicas” para no usar, según sus propias palabras, el verdadero nombre de la nueva disciplina: “propaganda”.
Los trabajos de Edward Bernays, paradójicamente (si se considera su origen judío) fueron fuente de inspiración de otra maquinaria propagandística: la nazi. Joseph Goebbels, estudioso de Bernays, lo reconoció así. Bernays se escandalizó de las consecuencias alemanas de sus trabajos como Einstein cuando se enteró de las bombas atómicas lanzadas sobre cientos de miles de inocentes para persuadir al gobierno japonés de la época.
Años más tarde, como forma de devolución académica, los médicos y el gobierno de Estados Unidos actuaron al mejor estilo nazi cuando entre 1946 y 1948 infestaron con sífilis a más un millar de guatemaltecos para probar nuevas medicinas. Por entonces, los indios eran los judíos de estos lados, como todavía lo son en muchos aspectos.
Pero Bernays no fue el único manipulador americano que inspiró a los nazis de la época. El antisemitismo en Estados Unidos era mucho más fuerte de lo que hoy su pueblo se atreve a imaginar. Uno de los antisemitas más conocidos y menos condenados fue Henry Ford. Ford no se quedó sólo en el sentimiento. Publicó cuatro volúmenes de propaganda antisemita bajo el título The International Jew, donde analizaba “el problema judío”. Ford no sólo fue directa inspiración de Adolf Hitler, quien lo reconoce desde su famoso libro, o como se llame, Mein Kampf y en otras oportunidades, sino que además asistió económicamente al fuhrer, quien lo condecoró con la Gran Cruz del Águila. El vicepresidente de General Motors, James Mooney, recibió una igualita por su apoyo al Reich.
Uno de los más importantes presidentes que tuvo Estados Unidos, reelegido tres veces y artífice de una especie de segunda refundación del país (si consideramos que la de Abraham Lincoln fue la primera) compartió estos sentimientos antisemitas. Franklin Roosevelt, artífice de importantes programas “socialistas” y del New Deal, estaba orgulloso de no tener sangre judía en sus venas. En 1923, siendo miembro del directorio de Harvard University propuso limitar el número de judíos en las aulas y luego la misma solución en diferentes profesiones. Durante la Segunda Guerra, los requisitos para otorgar visas a los judíos alemanes fueron por lo menos absurdos, lo que llevó a que un número ínfimo de refugiados lograse cruzar el Atlántico (menos de 10.000 por año, según mis cálculos).
No tan difícil la tuvieron muchos nazis alemanes, como los miles de técnicos que colaboraron con Hitler, muchos de los cuales, como Wernher Von Braun, eran miembros registrados del partido nazi y gracias a los cuales la NASA logró los milagros que ya conocemos.
Seguramente el genio de Bernays estaba en lo cierto: quien conozca los instintos de las masas y tenga los instrumentos para manipularlos, se convertirá en el gobierno invisible, que es el único gobierno que gobierna. Cuando el profesor y activista Stuart Ewin le preguntó por la razón de que alguien tan influyente como él no fuera conocido entre el pueblo, Eddie, como lo llamaba su mucama, dijo lo que debería ser obvio: de eso se trata; el valor de la invisibilidad es consustancial de todo poder.
Claro que el mismo Bernays, con cien años en 1990, mientras le confesaba al mismo Ewen (“con un dejo de nostalgia”) que nunca había aprendido a manejar porque siempre tuvo al menos trece sirvientes, reconoció: “a veces los tontos logran alguna conciencia”.
2015
La culpa es de los pobres
En 1758 el gobernador de Carolina del Sur, James Glen, reconoció en una carta a su sucesor: “ha sido desde siempre una política de nuestro gobierno alentar el odio de los indios hacia los negros”. En las generaciones previas, el racismo no había alcanzado el nivel de odio suficiente como para evitar que indios, negros y blancos pobres se unieran para el trabajo, la intimidad y, sobre todo, para rebelarse contra el poder de los poderosos.
Aunque el dinero y el poder en principios son abstracciones incapaces de emociones humanas como el odio y el amor, las emociones, como todo lo demás, forman parte de su mecánica. Los instrumentos se convierten en sujetos y los sujetos en instrumentos. Así, el racismo y los intereses de clases han estado relacionados desde los tiempos del antiguo Egipto.
Hoy en día esa relación se justifica de otras formas, a veces de formas tan mitológicas y sagradas como “la mano invisible del mercado” (que por lo general es solo la mano invisible de los poderosos), “el consumo y el nivel de vida”, “la eficiencia y la productividad” y hasta “la patria y la libertad”.
Dos de los negocios más importantes y más lucrativos del mundo son el tráfico de drogas y la venta de armas. Según la ONU, el negocio de las drogas significa unos 300 billones de dólares por año. La producción y comercio de armas supera el trillón de dólares anuales. Solo por casualidad, 9 de las 10 compañías que más dinero hacen en este mercado son estadounidenses.
Porque la producción de droga está en los países pobres y el consumo en los países ricos, la culpa de la violencia es de los productores, es decir, de los pobres.
Porque la producción de armas está en los países ricos y el consumo en los países pobres, la culpa de la violencia es de los consumidores, es decir, de los pobres.
Cuando la economía en los países ricos prospera, los pobres son los únicos culpables de su propia pobreza, como si el mundo fuese plano y todos tuviesen las mismas oportunidades.
Cuando la economía en los países ricos se estanca o retrocede, entonces los pobres son los culpables de que los demás no tengan trabajo. Sobre todo, si son pobres migrantes.
La culpa es siempre de los pobres.
Hace dos mil años, un profeta rebelde fue crucificado, junto con otros dos criminales, por desafiar al imperio de la época pregonando la no violencia, rodeándose de marginados y asustando a los poderosos con frases como “es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico subir al cielo” o “ustedes han menospreciado al pobre. ¿No son los ricos quienes los oprimen y personalmente los arrastran a los tribunales?”.
Por los siguientes tres siglos, los primeros cristianos fueron inmigrantes pobres, ilegales y perseguidos. Hasta ser oficializados por otro emperador, Constantino, y de perseguidos se convirtieron en persecutores, olvidando la advertencia de los antiguos Proverbios: “Aun por su vecino es odiado el pobre, pero son muchos los que aman al rico”; “La riqueza añade muchos amigos, pero el pobre es separado de los suyos”; “El rico domina a los pobres, y el deudor es esclavo del acreedor”; “La fortuna del rico es su ciudad fortificada, con altas murallas en su imaginación”.
Incluso la estatua de la Libertad de Nueva York, recibió a millones de inmigrantes (europeos), sin visas ni pasaportes, con la frase “Denme los pobres y los cansados (…) denme los que no tienen techo”.
Sin embargo, ahora, según las leyes en los países ricos, si alguien es rico tiene garantizada una visa o la residencia. Si alguien es pobre y su bandera es el trabajo, se les impedirá el ingreso a los países ricos de forma automática. De hecho, la sola palabra trabajo en cualquier consulado del mundo es la primera clave que enciende todas las alarmas y le cierra las puertas a un trabajador honesto. Porque un mundo obsesionado con el crecimiento, donde el capital produce más capital, no cree que el trabajo pueda producir más trabajo. Porque el dinero es más libre que los seres humanos y un ser humano sin dinero no es libre sino esclavo.
Para justificar este apartheid global, ya no se recurre al concepto de raza sino el de naciones y se confunde legalidad con legitimidad, como si las leyes no fuesen la expresión de las conveniencias del poder de turno, como si las leyes no fuesen, con frecuencia, elegantes formas de legalizar la corrupción del poder.
Incluso, hasta las mejores leyes suelen ser injustas, especialmente con aquellos que no están en el poder. Como ejemplo bastaría con la observación que hiciera hace cien años el novelista francés Anatole France: “La Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan”.
2017
Somos civilizados porque matamos a todos los salvajes
En el artículo editorial de El País de Montevideo de hoy (19 de abril de 2009), el ex presidente de Uruguay, Julio María Sanguinetti, reacciona contra la reivindicación de los charrúas y, sin advertirlo, nos da las claves de una mentalidad que gobernó por dos períodos y que siguió influyendo en la ideología de un vasto grupo social durante décadas.
El doctor Sanguinetti afirma que “no hemos heredado de ese pueblo primitivo ni una palabra de su precario idioma […], ni aun un recuerdo benévolo de nuestros mayores, españoles, criollos, jesuitas o militares, que invariablemente les describieron como sus enemigos, en un choque que duró más de dos siglos y les enfrentó a la sociedad hispano-criolla que sacrificadamente intentaba asentar familias y modos de producción, para incorporarse a la civilización occidental a la que pertenecemos”.
La habilidad literaria y filosófica de Sanguinetti radica en reunir tres o cuatro ideas en una sola frase: (1) No hemos heredado casi nada de ese pueblo salvaje. Porque los matamos a casi todos en nombre de la civilización; (2) Perú o Guatemala no pertenecen a la civilización occidental porque en su mayoría su población lleva sangre indígena. Ni que hablar de Japón, que lamentablemente no ha podido integrarse a la cultura occidental por el problema de su raza y sus costumbres; (3) A pesar de que los matamos a todos y no heredamos nada de ellos, ni una sola palabra, de cualquier forma sabemos que su idioma era precario. Los charrúas no sabían decir “Hegel” ni “weltanschauung” ni “iPod” ni “ley de obediencia debida”. No sabían conjugar sus propios verbos y cuando hacían el amor proferían quejidos sin pluscuamperfectos. Como los quechuas, debían tener sólo tres fonemas vocálicos, dato por el que se demuestra la inferioridad del español ante el inglés, idioma de la civilización, como decía otro insigne educador, Domingo Faustino Sarmiento. Ni que hablar de los escandinavos, quienes van a la punta de la civilización con el uso de nueve vocales; (4) De los charrúas no conservamos “ni un recuerdo benévolo de nuestros mayores españoles, criollos, jesuitas o militares, que invariablemente les describieron como sus enemigos”. Si quienes colonizaron, expropiaron y asesinaron a los primitivos no conservan ningún recuerdo positivo de ellos, ergo los primitivos eran malos y no dejaron ni un recuerdo rescatable. Salvo la tierra y el honor que las víctimas en cada guerra siempre confieren al vencedor; (5) Durante dos siglos, los charrúas se enfrentaron con “la sociedad hispano-criolla que sacrificadamente intentaba asentar familias y modos de producción, para incorporarse a la civilización occidental a la que pertenecemos”. Sacrificadamente expoliamos a los primitivos, de eso no hay dudas. No fue fácil. No se dejaban.