Kitabı oku: «Por algo habrá sido», sayfa 2
“Y lo repito una vez más: hemos vivido para la alegría; por la alegría hemos ido al combate y por la alegría morimos. Que la tristeza no sea nunca unida a nuestro nombre”.
Julius Fucik, en Reportaje al pie de la horca.
Primera Parte
La primera imagen
La primera imagen que recuerdo de mi vida es la de mi madre en camisón, embarazada de ocho meses, arrojándose sobre mí en una zanja, cuando los aviones atacaron el 7 de Infantería. Mentiría si dijese que ese hecho me traumó; quedó envuelto en la misma difusa nostalgia con que uno recuerda todas las cosas de la infancia. Siempre lo recordé como una anécdota más, sin demasiada trascendencia, sin más relevancia que aquella revista con la tapa llena de autos que me deslumbró unos días después, en el sanatorio, cuando mi madre dio a luz a Guillermo. Ahora, no estoy tan seguro de afirmar que eso no me marcó para toda la vida.
En ese momento yo tenía dos años y vivíamos en la calle 49, en una de las tradicionales casas “chorizo” de la época, con galería y verja de maderitas cruzadas, pintadas de verde oscuro, como se usaba entonces; a una cuadra de la guarnición militar más importante de La Plata. El viejo Regimiento 7 de Infantería ocupaba tres manzanas a seis cuadras de la Plaza Moreno, el centro geográfico de la ciudad. Todo ese espacio es hoy la plaza Islas Malvinas.
Nueve meses antes, otro despliegue militar había conmovido al país: la “Revolución Libertadora” derrocaba al segundo gobierno de Juan Domingo Perón, legítimamente electo tres años antes. Y un grupo de civiles y militares peronistas intentaban reponer al líder en el poder. La noche anterior se habían alzado en distintos puntos del país tomando varias guarniciones; entre ellas el Regimiento de Infantería, convertido en el epicentro del levantamiento. Para recuperarlo, lo bombardearon por aire y las cápsulas servidas de esos disparos cayeron sobre los techos y el patio de mi casa. Unos días después las recogió mi tío, quien también se encontró con un conscripto aterrorizado, escondido en el galponcito del fondo.
Para huir del enfrentamiento, toda la familia se fue al campo, a la casa de mi bisabuela. No recuerdo más nada. El resto de las cosas las leí mucho tiempo después, pero recién ahora vengo a descubrir que, en cierta manera, mi historia posterior es el fruto de aquellos sucesos.
La casa donde vivíamos la construyó mi abuelo materno, Pedro Tocho, el hombre más ignorante y más bueno que he conocido. Una vez hizo fue hasta General Belgrano, a unos cien kilómetros de La Plata, y para él fue como haber ido a la China; durante toda su vida contó anécdotas de ese viaje, nunca volvió a irse tan lejos. Su mundo tenía una geografía muy particular: sabía que cerca de la Argentina estaban Uruguay, Chile y Brasil, todo lo demás era “Europa”. Aunque había abandonado la escuela primaria en tercer grado, expulsado por pellizcar a la maestra, supo desarrollar una gran habilidad para las operaciones matemáticas, en gran parte a partir de las necesidades de su “profesión”. Porque el abuelo era quinielero, o más bien, “pasador de carreras”, una rama del juego clandestino con muchos adeptos en los tiempos en que no existían los circuitos cerrados de televisión ni las agencias hípicas. Con esa ocupación mantuvo a toda la familia y les dio estudios a los hijos que optaron por los libros. Mi tío mayor, Horacio, llegó a Maestro Mayor de Obras y mi madre, Silvia, se graduó de profesora de Historia y Geografía en la universidad. Y además construyó otra casa, en la calle 28, donde se puede decir que yo “me crié”.
Nacido apenas unos años después que la ciudad, el abuelo creció en la calle y pronto adoptó el oficio de la mayoría de los pibes de su tiempo: lustrabotas, ocupación que retomó cuando cambiaron las leyes sobre el juego clandestino. Pasar juego dejó de ser una contravención y se convirtió en un delito. Era la época de los radicales y los conservadores, y vaya uno a saber por qué, tal vez por su ignorancia, el abuelo se hizo conservador. El caudillo a quien respondía era el doctor Míguez, que de tanto en tanto complacía a sus muchachos con un asado; condimentado, seguramente, con un discurso de frases recargadas y altisonantes, para impresionar a sus seguidores.
Quizás por ser conservador, o porque a pesar de su origen humilde tenía mentalidad de clase media, el abuelo se hizo acérrimamente antiperonista. No le gustaba eso de las donaciones compulsivas a la Fundación Evita, ni ver los nombres del general y la abanderada de los humildes designando calles, plazas, ciudades y hasta provincias. Alguien alguna vez lo escuchó criticar al gobierno y el frente de la casa apareció un día pintado: “Los enemigos de Perón”. Eso aumentó su gorilismo, y el de buena parte de la familia. Como la mayoría de los estudiantes, mi tío y mi madre también eran antiperonistas. En el caso de mi vieja, como en el de tantos miles, su oposición tenía mucho de racismo clasista; decía que no podía salir a la calle con un libro en la mano porque los peronistas la miraban con mala cara. En general, se puede decir que compartía los mismos prejuicios de casi toda la clase media; aunque en algunas cosas tal vez tuviese razón, como en eso de que fuera obligatorio ir a los actos oficiales, o que, fuese necesario afiliarse al partido para entrar a trabajar en algunos lugares.
Y mi madre, para colmo, se casó con mi padre: un estudiante venezolano atraído, como tantos latinoamericanos, por el prestigio de la universidad de La Plata, en especial de su facultad de Ingeniería. Al llegar aquí se encontró con un país nadando en la abundancia, potenciada en su caso por un cambio de moneda tremendamente favorable. Deslumbrado por todas las posibilidades de juerga, diversión y buena comida que ofrecía la Argentina de los 50, Jorge Olinto Asuaje Castillo le había encontrado el gusto a la vida de estudiante cuando conoció a una muchacha de ojos verdes, un poco mayor que él, y al poco tiempo se convirtió en esposo y meses después en padre de familia.
A pesar de ser extranjero, mi padre participaba intensamente en la política estudiantil y era también, como casi todos los universitarios, fervientemente antiperonista. Hasta fotos en los diarios hay de él hablando en algún acto estudiantil. Con el tiempo terminaría reconociendo a Perón como a un gran líder y aceptando que a la Argentina le hubiese ido mucho mejor si hubiese seguido en el poder. Tardó mucho en comprender el significado del lamento de aquel guarda de tranvía, en septiembre del 55, cuando salió con mi madre a festejar la caída del “tirano”. “Ahora les toca festejar a ellos, y a nosotros nos va a tocar sufrir”, le comentó el hombre con amargura a un compañero, en la punta de un tranvía repleto de eufóricos “contreras”. Él, por lo menos sabía bien que la Libertadora no había llegado para liberarlos a ellos, a los trabajadores. En cambio mi padre, mi madre y muchos de los gorilas que iban a la plaza a festejar, no sabían que ese era el principio de sus propias decadencias. Tampoco sabían, ni se hubiesen imaginado nunca, que los hijos les iban a salir peronistas.
La Libertadora triunfó en septiembre del 55, el levantamiento peronista fracasó en junio del 56 y a varios de sus líderes los fusilaron allí mismo, en el patio de armas del propio 7 de Infantería; nosotros volvimos a la casa y finalmente Jorge Asuaje Castillo se convirtió en Ingeniero Eléctrico y Mecánico a fines del 58. La buena vida de estudiante se le terminó y tuvo que volver a Venezuela, pero ya hecho “todo un señor”, como diría el tango. Hacía menos de un año que habían caído el general Marcos Pérez Giménez y su dictadura de ocho años. La democracia empezaba a afianzarse por primera vez en un país que prácticamente nunca la había conocido; la cuna del gran libertador de América había vivido de tiranía en tiranía y de calamidad en calamidad desde la guerra de la independencia, pero estaba parada sobre una mina de oro, de oro negro. Las regalías petroleras, una migaja en realidad de las extraordinarias ganancias de las compañías extranjeras, le habían permitido construir espectaculares edificios y las primeras autopistas de Sudamérica, pero la mayor parte de la población vivía en la miseria. Los nuevos gobiernos prometían llevar al país por la senda del desarrollo. Para eso se necesitaban muchos médicos, abogados, contadores, arquitectos, profesores, químicos, físicos y, por supuesto, ingenieros. Al flamante ingeniero Asuaje no le costó mucho conseguir un puesto en la Compañía Anónima De Administración y Fomento Eléctrico, la CADAFE, entonces la señora Silvia Tocho renunció a su cargo administrativo en la Dirección de Electricidad de Buenos Aires, la DEBA, y en febrero del 59 subió con sus dos hijos la escalerilla del Río Jachal. Al atardecer el barco partió de la Dársena Norte, entre el llanto de los viajeros y de toda una comitiva de familiares, que agitaba sus pañuelos desde el muelle.
A partir de ese momento el periplo de la familia Asuaje fue, durante unos años, intenso y azaroso. No lo contaré todo. Es una cuestión puramente personal, no tiene mucho que ver con la historia común de mi generación, y, además, me llevaría gran parte del libro. Fueron varios años de idas y venidas, de hogares fugaces, de largos viajes en barco y de un par de viajes en avión. Cambié varias veces de amigos, de escuelas y una vez, hasta de idioma.
Entre todas esas cosas solamente influyeron en mi futuro, creo, un par de personas y tres recuerdos. De mi bisabuela venezolana y del cura español hablaré después; las otras fueron dos lecciones de antiimperialismo y un beso: el que le dio mi madre a mi padre cuando lo soltaron de la cárcel.
La primera lección me la dio mi padre, a los pocos días de llegar a París. Sí, porque vivíamos en París, casi en la miseria, pero en París; él tenía una beca de postgrado y al principio apenas nos alcanzaba para comer. Yo tenía seis años y una ignorancia absoluta de lo que significaba París, para el mundo y para los intelectuales latinoamericanos, como mis padres. Para mí era el lugar donde estaba mi papá y eso era lo importante. Por eso estaba tan contento cuando me llevó al cine, a ver una película norteamericana en colores, con autos y casas rodantes tan espectaculares. En un momento dije asombrado:
- Que bárbaros que son los norteamericanos, o algo parecido.
- Pero si esos lo único que tienen es plata, fue la indignada respuesta de mi padre. Y me quedó grabada para toda la vida.
La segunda lección fue tres años después, con mi madre y en el canal de Panamá. Me acuerdo muy bien del canal y de su calor exasperante; del oprobioso clima de la ciudad, de sus autobuses viejos y destartalados, de sus calles sucias y de sus negros tan negros como yo nunca había visto. Me impresionaba como le resaltaba la claridad de las palmas de las manos y yo la verdad que era bastante jodido; todo eso me chocaba y hasta me daba un poco de asco. Por eso me encantó cuando fuimos a la zona del canal, la Canal Zone, con sus calles tan de serie norteamericana, con amplios jardines de césped y un enorme supermercado donde había de todo. Mi mamá entró para comprar regalos para toda la familia en Argentina y nos sacaron cagando. Como la vieron blanca y bien vestida la dejaron entrar, pero cuando llegó a la caja le preguntaron si era personal de la marina norteamericana y como dijo que no, tuvo que devolver todo. Aunque fuéramos un poco más blanquitos, en definitiva no éramos otra cosa más que unos nativos de mierda y no teníamos ningún derecho allí adentro. Esa lección fue más contundente: ahí comprendí que no bastaba con ver las mismas series y usar los mismos autos para ser como ellos, que ellos eran ellos y que nosotros éramos nosotros y que tenía razón mi papá cuando dijo “lo único que tienen es plata”.
El beso había sido un poco antes y en Caracas. Aunque la California Sur en ese momento casi no era Caracas, porque estaba del otro lado de la autopista del Este y después de ahí lo que había era puro cerro y culebras; pero era una urbanización muy bonita, con casas muy grandes y muy modernas, bien estilo americano y que carros, de todas las marcas y de todos los países: Pontiac, Oldsmovile, Porsche, Triumph, Alfa Romeo. Eso si que me gustaba y me gustaba también andar en los caballos alquilados, pero no me gustaban las vueltas que daba el autobús escolar. Nos paseaba por media Caracas antes de llegar y me daban ganas de vomitar de tanto tumbo; eso porque mi papá y mi mamá nos mandaron al Colegio Francia, para que no perdiéramos el francés. Y diría que no se los voy a perdonar nunca (aunque ya se los perdoné, uno a los padres, como a los hijos, les perdona todo) porque me quitaron la posibilidad de ir a una verdadera escuela venezolana. Ahí, en el Colegio Francia, se jugaba a la bolita, que le dicen metras, y al volver de la escuela nos poníamos a ver televisión(ahí si tuvimos televisión) y me encantaba ver a Roy Rogers, Bronco Lane, Sugarfoot, Randall el justiciero, El hombre del Rifle. El Cisco Kid, El Llanero Solitario, Rin Tin Tin, Laramie, Intriga en Hawai, Setenta y Siete Sunset Strip y Perry Mason los sábados a la noche. Pero no podía ver Dillinger de Chicago en la semana porque mi papá nos mandaba a dormir a las nueve. A veces íbamos a la casa de unos amigos que vivían cerca, los Padilla; él había estudiado acá en la Argentina y ella se llamaba Clara y era de Gualeguaychú; tenían dos hijas de nuestra edad y un auto muy grande, un Ford 60 azul; a la vuelta estaban los Gordillo, un familión, eran peruanos y tenían una camioneta Chrysler.
Un día a mi papá se lo llevaron preso y mi mamá me contó que era porque habían allanado la casa de los Padilla y habían encontrado un arsenal, que seguramente sería del sobrino “¿pero ellos no tienen nada que ver, no mamá?”. Y mi mamá me dijo que no que a mi papá se lo habían llevado por ser amigo nada más, pero no me dijo la verdad ni mi papá tampoco, y era que él estaba en el Partido Comunista. En ese momento el partido apoyaba la guerrilla y los Padilla eran dirigentes, pero mi papá no era dirigente ni mucho menos, porque no se lo tomaba demasiado en serio y tenía otros planes, pero si me hubiesen dicho yo hubiese entendido algo y seguramente hubiese estado orgulloso de mi papá y de los amigos de mi papá, y no hubiese tenido que esperar a ser grande para descubrir la verdad. Para entender por qué mi mamá besó con tanta fuerza a mi papá cuando volvió aquella tarde, como nunca lo había visto besarlo, como nunca volví a verlos besarse.
No fue por eso que nos fuimos de la California Sur y volvimos a la Argentina. Vinimos porque mi mamá estaba muy mal de los nervios y había quedado embarazada otra vez; mi papá, entonces, decidió traernos de vuelta para siempre.
Volvimos otra vez en barco, vía Chile, por eso pasamos por Panamá, y en Valparaíso a mi madre la internaron porque perdió el embarazo y nos quedamos sin plata. Todo lo que pasó en ese momento tampoco lo voy a contar ahora, para no extenderme tanto. Pero al final mi madre salió de la clínica y mi padre nos embarcó en un avión para Buenos Aires.
El avión ya no era de hélice, era a chorro, un Caravelle de Panam que llegó a Ezeiza una tarde plomiza de primavera. “Vos no vayas a decir nada”, me encareció mi vieja, teníamos pasaportes venezolanos porque era más barato, pero se suponía que acá teníamos que entrar con los argentinos. “¿Así que tienen pasaportes venezolanos?”, preguntó, como por decir algo el hombre de Migraciones, y yo no aguanté: “Sí, pero somos argentinos”, contesté orgulloso, sin que me preguntaran. Estaba feliz de volver a mi país después de tres años que para nosotros habían sido un siglo, porque en la infancia los tiempos son mucho más largos; este era mi lugar y no estaba dispuesto a que me consideraran extranjero. Empezaron a pedirle explicaciones a mi mamá ella me quería matar, pero al final nos dejaron pasar. No nos esperaba nadie, Buenos Aires era una ciudad melancólica de viejos barrios de adoquines por donde pasamos rumbo a la estación de trenes. Ya era de noche cuando llegamos a La Plata y tomamos un taxi, uno de esos viejos Mercedes Benz gasoleros de la década del 50. Cuando pasó frente a la catedral me emocioné, empezaba a reconocer las cosas que evocaban mis primeros años. El taxi nos dejó en la esquina, la 28 era de tierra y estaba muy fea para entrar; yo no conocía la casa a la que se habían mudado mis abuelos. No nos estaban esperando y se pusieron a llorar cuando nos vieron, ellos nos habían criado. Los encontramos en una cocina en la semipenumbra; Pedro Tocho hacía tiempo se había retirado del juego, no tenía jubilación y los inquilinos de 49 pagaban poco o no pagaban. La casa estaba envuelta en la oscuridad de la pobreza.
Allí empezó todo, al menos, allí empezó esa parte de mi historia que, creo, es bastante común a tantos otros de mi generación. A tantos que habrán vivido más o menos las mismas cosas que viví yo, habrán hecho más o menos el mismo proceso, habrán tenido también su historia, sus motivaciones personales, y habrán terminado, también como yo, sumándose a la hermosa y febril aventura de intentar hacer la revolución.
Por eso es que empiezo por ahí, por ese barrio que está entre la plaza Castelli y el Cementerio de La Plata, ese barrio que está entre la diagonal 74 y la avenida 66, ese barrio donde estaba la casa de la calle 28. Ese barrio que debe haberse parecido a tantos otros barrios, pero que no fue igual a ninguno. Porque fue mi barrio.
El barrio
El honor y la vergüenza
Mi barrio era una “futbolcracia”. Uno podía ser gordo, flaco, rengo, miope, rubio, negro, lindo, sucio, feo, tonto, parco, tano, cordobés o polaco; cualquier característica personal era válida para ser, en algún momento, motivo de burla. Pero nada había que lo hiciera sentir más infeliz y más excluido que no saber jugar bien al fútbol; al “fulbo”, como le decíamos en el barrio. La escala social se establecía a partir de la habilidad para manejar la pelota. La canchita, el potrero, era el foro donde los notables exponían sus destrezas, los discretos acompañaban y los ineptos observaban resignados; limitándose, en el mejor de los casos, a divertirse a costa de los errores de los protagonistas. Eso, cuando jugábamos entre nosotros, entre los del mismo barrio; aunque el barrio en realidad era la canchita, porque no había otra delimitación geográfica para definirlo. Aunque la mayoría estábamos a no más de una o dos cuadras de la canchita, se podía vivir mucho más lejos también y ser “del barrio”. En cambio, otros podían vivir al lado de uno, pero no eran “del barrio”. Porque la pertenencia se definía a partir del lugar de encuentro, de la canchita. En diagonal a mi casa, por ejemplo, a unos cincuenta metros había una canchita, en un baldío sobre la calle 68, del otro lado de la diagonal. Pero nosotros íbamos a jugar siempre a la que estaba a la vuelta, casi a doscientos metros, en la esquina de 29 y 68. Y entonces éramos del barrio de “la canchita de 29”, que mantenía una disputa encarnizada con los de “la canchita de Mandarino”, a una cuadra y media de la nuestra, sobre la calle 30, y con los de “la canchita de la 67”, a una distancia similar para el otro lado. Con ellos jugábamos los “barrio contra barrio”, que eran una cosa totalmente distinta a los piconcitos que jugábamos entre nosotros.
En los “barrio contra barrio” la canchita dejaba de ser un foro y se transformaba en un campo de batalla, donde no había otra alternativa más que la victoria. Los jugadores se transformaban entonces en guerreros que tenían sobre sus espaldas el peso de defender el honor del barrio y, como en las sociedades antiguas, los méritos en el campo de batalla determinaban las jerarquías individuales. Los partidos eran de siete contra siete, de otro contra ocho o, a lo sumo, de nueve contra nueve, porque ninguna de las canchitas admitían a once jugadores de cada bando. La selección era rigurosa y cada barrio sólo elegía a los más aptos, en un proceso de selección natural despiadado. Los que sobraban tenían que quedarse masticando la rabia de la exclusión bajo la sombra de algún árbol, esperando que alguna circunstancia fortuita les diese la oportunidad de entrar. Esas circunstancias podían ser el muy bajo rendimiento de alguno de los titulares o el llamado de una madre que tenía la comida lista en la mesa o de un padre para encargar un mandado. Y como ese llamado no respetaba escalas “sociales”, sucedía que a veces un equipo terminaba perdiendo porque justo uno de sus mejores jugadores, cabizbajo y protestando, había tenido que acudir al llamado materno. A mi hermano Guillermo y a mi nunca nos llamaban para hacer mandados, pero a veces aparecía la vieja en la esquina, con la correa enrollada en la mano, para darnos un escarmiento, cuando era de noche y no habíamos vuelto a casa. Esos partidos se definían por cantidad de goles, generalmente ganaba el que primero llegaba a seis. Los tiempos, en consecuencia, eran impredecibles. A veces se hacían larguísimos y duraban horas, hasta que las sombras cubrían totalmente la cancha; entonces el partido se resolvía por “el gol gana”, que ahora le llaman “muerte súbita” o “gol de oro”. En esos casos la revancha se jugaba a la tarde o al otro día, si no, la revancha se hacía inmediatamente a continuación del primer partido. Pero el juego nunca duraba menos de dos o tres horas, en las que todos aquellos que no jugaban se transformaban en hinchas desaforados, incluidos algunos adultos que ocasionalmente se acercaban. Las exigencias para los jugadores del propio bando eran implacables, el cambio de quien no estaba teniendo una buena tarde, o una buena mañana, era exigido inmediatamente por la minúscula y furibunda hinchada, y especialmente por parte de los potenciales sustitutos. Pero si no había tolerancia para la ineptitud, la “cobardía”, como en la guerra, era directamente imperdonable. No poner garra era considerado un delito de lesa barrialidad y los insultos llegaban impiadosos: “maricón”, “María conchita”, “cagón” y “pajero” eran sólo algunos de los epítetos más usados de un repertorio que se renovaba constantemente en la febril imaginación del potrero. Acusados poco menos que de traición, los “cagones” debían cargar sobre sus espaldas con ese estigma durante años, quizás para toda la vida; como los desertores de una guerra. La posibilidad de rehabilitarse a veces llegaba al otro día, o esa misma tarde, en un nuevo “combate”; aunque los sospechados, como siempre, tenían que hacer un esfuerzo mayor para limpiar su condena.
Pero así como eran denostadas la ineptitud y la “cobardía“, eran sacralizados la habilidad y el “coraje”. Como en las sociedades guerreras, quienes poseían esos dones ocupaban el sitial más alto en la pirámide social del barrio y eran depositarios de una devoción que se extendía por varias cuadras a la redonda.
Una gran actuación o un gol decisivo en un barrio contra barrio, convertía a su autor en un héroe provisional; cuya vigencia se extendía, irremediablemente, sólo hasta el próximo partido. En esos enfrentamientos, el barrio nuestro tenía una cierta preeminencia sobre los otros dos, más aún contra el barrio de Mandarino, aunque a veces también nos tocaba perder. Pero si el resultado era impredecible, no lo era en cambio el final. Como eran todas calles de tierra, ni bien terminaba el partido empezaban los insultos entre los dos bandos y a los insultos le seguían las pedradas, con pedazos de tosca arrancados de la calzada. Se generalizaba entonces una batalla, en la cual invariablemente terminábamos perdiendo en la calle el terreno ganado en la cancha. Porque ellos eran mucho más certeros en eso que nosotros y además lo tenían al Mandarino. Era una especie de Patoruzú juvenil, jugaba descalzo en la canchita llena de cardos y tenía una fuerza descomunal; no era muy alto ni muy ancho, pero era puro músculo, desde las pestañas hasta la uña del dedo gordo del pie. Era casi imposible calcularle la edad, no era un chico pero tampoco un adulto, tenía una dureza en la cara que no era la de un pibe criado en un barrio tranquilo como el nuestro, sino en la aspereza marginal del mercado. En ese entonces el mercado de La Plata era un edificio en forma de recoba que ocupaba toda la manzana de tres a cuatro y de cuarenta y ocho a cuarenta y nueve, con el mismo estilo de los mercados de Buenos Aires, como el Spinetto, como el Abasto, pero un poco más chico. Lo que había sido un modelo de comodidad e higiene, en la mente de los arquitectos que planificaron la ciudad, se había ido convirtiendo en un conventillo gigantesco; corroído por la humedad y la podredumbre. Allí, entre bolsas de papas, cajones de manzanas, verduras en descomposición y meadas de perro, se movían a sus anchas las ratas y los matones; había ladrones, cuchilleros y algunos ejemplares de una especie en extinción: los guapos. Los Mandarino tal vez hayan sido unos de sus últimos exponentes en la ciudad. Eran cabecillas de la hinchada de Estudiantes, lo que les confería todo un “status” a nivel popular, pero no eran “barras bravas”, términos que para entonces no estaban de moda. Porque la diferencia entre el guapo y el “barra brava” son sustanciales: si bien sería ingenuo asegurar que el guapo era un ser impoluto e incorruptible, ya que seguramente algunos tendrían sus arreglos con los dirigentes, esa no era la norma. El poder del guapo no devenía, como el del “barra brava”, de un lazo de complicidad con la policía, con la dirigencia política o con la comisión directiva; ni tampoco del manejo discrecional de la droga o de las entradas de favor. Salvo casos muy excepcionales de borrachos consuetudinarios, ningún hincha tomaba para ir a la cancha y el guapo tampoco. El guapo era guapo en la cancha y en cualquier lado, era guapo a tiempo completo. Y para ser guapo lo que había que demostrar, por sobre todas las cosas, era coraje y el coraje se demostraba en las peleas mano a mano o en inferioridad numérica. No era de guapo atacar por la espalda ni usar armas contra rivales desarmados. El guapo tenía que ganarse su reputación yendo al frente en los momentos más difíciles, defendiendo su honra o protegiendo a los más débiles. Eso era en la tribuna, en el mercado y también en el barrio. En el nuestro, la pelea nunca pasaba de un fugaz pugilato o de una encarnizada lucha libre, pero jamás un arma apareció en la mano de ningún contrincante.
En esa “sociedad” me crié yo, durante ese lapso indefinible que media entre la infancia y la adolescencia. Sería injusto decir que no existían los prejuicios raciales ni de otro tipo, pero todos quedaban subordinados a lo futbolístico. “Negro boludo”, “negro de mierda” o cualquier otra variante de insulto asociado con la negritud, eran siempre expresiones circunstanciales que no tenían una carga mayor que la de canalizar un reproche momentáneo por alguna actitud desleal o algún error en el juego. De la misma manera, el ser muy rubio también podía ser motivo de un apodo despectivo que acompañaba en su momento al insulto. “Dale, Rubia Mireya”, “Rubia Maricona” o “Mireya Boludo” tenían la misma carga y eran, en general, menos dolorosos que las referencias a la gordura o a cualquier defecto físico. Por otra parte, nunca escuché en la canchita que a alguno le dijeran “judío de mierda” o algo parecido. Tal vez porque no recuerdo que hubiese ningún judío en el barrio, pero además, la religión no era un atributo físico diferenciado y a nadie le interesaban las cuestiones religiosas en la canchita. Nadie sabía si el otro era católico, judío o protestante, lo que interesaba era si jugaba bien o jugaba mal. Todos festejábamos la Navidad y alguno tomaba la primera comunión, pero era muy raro que alguno no fuera a la canchita por haber ido a misa.
En realidad, si recuerdo un caso de alguien que fue objeto de mofa por sus creencias religiosas: yo. Eso hasta que me duró la euforia mística, la misma que me llevaba a rezar arrodillado a la noche en el fondo mirando la luna o a besar el cuadro de mi bisabuela, recitando interminables padrenuestros y avemarías, pidiéndole por la salud de toda mi familia pero, por sobre todas las cosas, por el retorno de mi padre. Ese estado casi de delirio me llevó a adquirir la manía de persignarme constantemente cada vez que iba a jugar; y no era que me persignara antes de entrar a la cancha o al empezar el partido, como hacen muchos jugadores, no. Yo me persignaba cada vez que iba a patear un tiro libre o un corner y los convertía en ceremonias cuasi litúrgicas. “Dale, Ramón La Cruz”, me gritaban entonces mis compañeros exasperados, bautizándome con el nombre del campeón de boxeo argentino y sudamericano de los medianos a quien, paradójicamente, alguna vez me tocaría entrevistar como periodista.