Kitabı oku: «Pedaleando en el purgatorio»

Yazı tipi:

PEDALEANDO EN EL PURGATORIO


© Jorge Quintana Ortí, 2021.

© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2021.

Bilbao-Galdakao errepidea 10-3

48004 Bilbao

info@librosderuta.com

www.librosderuta.com

Primera edición: febrero 2021

Autor: Jorge Quintana Ortí

Edición: Eneko Garate Iturralde

Portada y maquetación: Amagoia Rekero García

ISBN: 978-84-121780-8-1

eISBN: 978-84-121780-9-8

Depósito legal: BI-287-2021

Impreso en España por Leitzaran Grafikak

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

CON LA VERSIÓN IMPRESA, GRATIS VERSIÓN DIGITAL DEL LIBRO. Si ha comprado este libro y quiere disponer también del mismo en formato digital, escriba su nombre y apellidos en la primera página con bolígrafo o rotulador. Saque luego una foto de dicha página y envíela a info@librosderuta.com. Una vez recibamos su email con la foto, le enviaremos la versión digital del libro a su dirección de correo electrónico.

Este libro se ha beneficiado de las ayudas a la edición promovidas en el año 2020 por el Departamento de Cultura y Política Lingüística del Gobierno Vasco.

Para todos los que un día

se han subido en una bici,

han pedaleado sintiendo

que un pelotón imaginario

venía detrás de ellos

y han sentido la euforia de ganar

una carrera que no existía

más que en sus mentes

«No soy el mejor en nada,

pero puedo mejorar en todo»

Ricky Rubio

(jugador español de baloncesto)

ÍNDICE

Prólogo

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo XXXII

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIV

Capítulo XXXV

Capítulo XXXVI

Capítulo XXXVII

Capítulo XXXVIII

Capítulo XXXIX

Capítulo XL

Capítulo XLI

Capítulo XLII

Capítulo XLIII

Capítulo XLIV

Capítulo XLV

Capítulo XLVI

Capítulo XLVII

Capítulo XLVIII

Capítulo XLIX

Capítulo L

Capítulo LI

Capítulo LII

Capítulo LIIII

Capítulo LIV

Capítulo LV

Capítulo LVI

Capítulo LVII

Capítulo LVIII

Capítulo LIX

Capítulo LX

Capítulo LXI

Capítulo LXII

Capítulo LXIII

Epílogo

Agradecimientos

PRÓLOGO

Es hora de darle sabor a la vida. La frase quedó grabada en mi cerebro desde el mismo instante en que el cocinero nos presentó un plato de macarrones con trufa. O eso decía él, porque sinceramente nadie notó la menor diferencia entre la pasta de esa noche y los miles de platos de macarrones que habíamos probado antes. Eso sí, le dijimos que estaban buenísimos y que jamás habíamos degustado un manjar tan delicioso. Y nos fuimos a dormir. La carrera no había hecho más que empezar y por delante teníamos una veintena de días. Todo el mundo necesita ánimos. También los cocineros. No solo los ciclistas disfrutan del aplauso.

Tres semanas más tarde, conseguía imitar a mi ídolo, Marco Pantani, y proclamarme vencedor final de una gran carrera. Tantos años soñando con ser como él y, por fin, lo había logrado. ¡Era el mejor ciclista del mundo! Desde el peldaño más alto del podio pude tocar la gloria y sonreír a mi novia, mis padres y mi suegro, quienes habían viajado para disfrutar conmigo de la cara más amable del deporte. En ese instante mágico entendí que era el hombre más feliz del planeta.

A partir de ese día, el móvil no dejó de sonar con nuevas propuestas de patrocinio. Es curioso: jamás me habían propuesto nada que no fuera darme un par de zapatillas. Y ahora todas las marcas estaban dispuestas a pagarme cifras astronómicas. Pero a pesar del ruido, eso no formaba parte de mis preocupaciones. Mi cabeza estaba obsesionada con un tema: los controles antidopaje. Nunca había pasado tantos como en esa última carrera. Sabía que era normal. Siempre sucede en las pruebas de tres semanas, sobre todo, si estás en la pomada de los que pelean por el triunfo. Pero había visto movimientos extraños y mi tensión había subido enteros: pasé controles a última hora de la tarde y también a primera hora de la mañana siguiente; los tuve antes, durante y después del día de descanso… Era obvio que me estaban siguiendo de cerca y que los médicos de la Unión Ciclista Internacional (UCI) no confiaban en mí. No entendía el motivo cuando todos usábamos las mismas armas.

Tal vez a los gerifaltes de la UCI no les gustaba mi historia, la de Cinderella, tal y como repiten con entusiasmo los americanos. O dicho con nuestras palabras, la historia de una cenicienta humilde y andrajosa que después de correr en Portugal, ficha por un equipo español de nivel medio y, en su debut, se convierte en la reina más bella del baile. También era posible que nada de eso sucediera y que los controles fueran los habituales. La imaginación me podía estar jugando malas pasadas. A esas alturas me había vuelto paranoico y empleaba la mayor parte de mi vida escrutando sombras. La alternativa, mirar de frente hacia la luz de la verdad, no era viable. ¿Por qué? Si lo intentaba, no podría soportar el reflejo que mis ojos verían en el espejo.

Esa mañana me levanté y, como siempre hacía, empecé descargando el buzón del correo electrónico. El primer mensaje me heló la sangre. Venía de la UCI y llevaba como tema una numeración: «TF53.08». Aquello no pintaba bien. La UCI jamás escribe a un ciclista. Y si lo hace, no es para felicitarle. A ellos hace mucho tiempo que dejó de preocuparles el deporte. Solo piensan en dinero y poder. Y el dopaje también es una forma de alcanzar dinero y poder. Con ese mal presagio, me puse a leer mientras mi cuerpo empezaba a temblar:

Dear Mr. Castro.

Please find attached a letter addressed to you which you will

also receive by mail promptly.

We remain at your disposal for any additional information

you may require in this regard.

Yours sincerely

No me dio tiempo a traducir mentalmente aquel texto ni a abrir el documento adjunto. Una llamada entró en el móvil. Miré la pantalla. Había un +41 y detrás aparecía un número bien largo. Por debajo podía leer una palabra: Suiza. Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla. Me faltaba el aire y ni siquiera había contestado. Intenté calmarme. Mi mano temblaba. Le di a la tecla de responder.

Al otro lado sonó la voz del jefe de los servicios médicos de la UCI, Giorgio Corloni. Hablaba un español más que correcto, aunque mezclado con términos italianos. A esas alturas, por desgracia, empezaba a asimilar lo que iba a suceder. Mi cuerpo ya sudaba y mi cabeza estaba a punto de estallar. Al final, llegó la palabra maldita: eritropoietina. Luego, ese término quedó convertido en tres siglas: EPO. Las lágrimas corrían por mi rostro. Me sentía al borde del desmayo. La habitación entera daba vueltas. No podía ser. ¿EPO? No lo podía creer. La sensación de asfixia se había convertido en insoportable. No podía respirar. Dejé el teléfono sobre la mesa y grité con todas mis fuerzas. No podía soportarlo. Mi vida se había ido a…

Una mano me agarró con fuerza del brazo.

—Tranquilo, tranquilo. Ha sido una pesadilla.

Miré a mi alrededor. Era de noche. Estaba en la cama y a mi lado sentí la presencia de mi novia, Clara Pellicer. Me había agarrado el brazo y estaba pasando su mano por mi rostro. Me susurraba palabras al oído que apenas podía entender mientras trataba de controlar mi respiración.

—Calma, calma… Estás en casa. No pasa nada. Ha sido una pesadilla.

—Vale —fue lo único que acerté a responder.

—He estado hablando con mi amiga María Luisa.

A pesar de la oscuridad, estoy convencido de que Clara sintió la intensidad de mi mirada. ¿Había dicho María Luisa? No tenía ni idea de quién era.

—Es una psicóloga. Trabajé con ella durante una temporada de mucho estrés en la que, además, casi siempre soñaba con exámenes de la Universidad. Lo más curioso es que había finalizado la carrera, pero soñaba que me faltaba una asignatura.

—Ahora es cuando me vas a hablar de Sigmund Freud.

—No, no es eso.

—No creo en el psicoanálisis ni la interpretación de los sueños, Clara. Ese iluminado decía que los sueños son la realización de los deseos. ¿De verdad crees que mi deseo es dar positivo con EPO?

—No te iba a hablar de Freud, pero si quieres, lo hacemos. Acepto el reto. Y, además, tengo la solución para tus pesadillas. Otra cosa es que tú eres muy orgulloso y no vas a escucharme.

—Inténtalo —le dije aceptando que debía callarme.

—Los ciclistas sois unidireccionales. Piénsalo por un segundo: vivís en un deporte en el que nadie puede salirse de la ruta. Tenéis una salida y una meta. Y un único modo de viajar de un sitio a otro. Para vosotros, no hay alternativa. Ni podéis dar marcha atrás ni buscar un atajo o un rodeo. ¡Nunca! Y aplicáis esa fórmula a todo lo demás: de la salida a la meta sin importar que llueva o nieve. Pero la vida no es así. Debes abrir la mente. Por una vez, piensa en las alternativas.

—¿Me estás diciendo que deje el ciclismo? —pregunté cada vez más alterado por el tono de la conversación.

Clara se levantó de la cama. Ella tampoco estaba contenta con el tono. Encendió la luz, se sentó junto a mí y me miró a los ojos. Con dulzura, me explicó:

—Te estoy diciendo algo que tal vez no quieres escuchar, pero alguien debe hacerlo: abre bien tus oídos y elimina tus prejuicios. Y, por favor, tranquilízate. ¿Puedes escuchar un consejo y no ponerte a la defensiva?

—Sí, puedo —mentí.

—Pues bien, llevas bastantes semanas con la misma pesadilla. Ganas el Giro, el Tour o la Vuelta y das positivo con EPO. La pesadilla comenzó el 1 de enero, cuando vinieron a hacerte un control antidoping a casa por sorpresa. ¿Correcto?

—Sí, correcto.

—Pero no estás tomando ninguna sustancia rara y mucho menos EPO. Te has asustado tanto con este nuevo sistema de controles fuera de competición que estás convencido de que solo es posible afrontar el ciclismo de forma limpia. ¿Voy bien?

—Correctísimo. Te lo conté la misma noche de Reyes, después de mi primera pesadilla. En aquel control del 1 de enero estuve tan cerca de la catástrofe que he tomado la decisión de ir limpio hasta el final, aunque eso suponga quedarme en la calle cuando acabe mi contrato con Gigaset. Pero, ¿por qué repites lo que ya sabes?

—Pues porque la solución a tus problemas es obvia. Pero no la quieres ver. Está delante de ti.

—Pues no la veo. No me estoy dopando. Es imposible que dé positivo. Por eso no entiendo qué significa el sueño ni por qué siento esta presión.

—El problema no lo tienes con la EPO. Lo tienes con la otra parte del sueño. Piensa un poco, por favor.

—No te sigo —dije.

—Marco, tienes que dejar de soñar con ganar el Tour, el Giro o la Vuelta. Eso es lo que te está matando. En el fondo, sabes que si no te dopas y asumes riesgos, nunca ganarás una de esas carreras, así que deja de una vez de soñar con la gloria. Admite tus limitaciones. Eres un simple ciclista. Nada más. No intentes ser un superhéroe. Olvídate de ser el número 1. Eso no está a tu alcance. Disfruta de la vida con tus limitaciones. También se puede ser feliz así. Créeme.

Aquella frase me dejó sin palabras. Y hoy, muchos años después, puedo decir que en ese instante comenzó el primer día del resto de mi vida.

CAPÍTULO I

Nadie desea conocer la verdad. Nos pasamos la vida entera diciendo lo contrario. Pero es mentira, valga la paradoja. Como en tantas otras cosas, expresamos lo que menos daño nos supone desde un punto de vista emocional. En otras palabras, los humanos estamos creados para evitar el dolor. Por eso decimos amar la verdad… y por eso vivimos en la mentira, siempre más cómoda. Eso sí, analizamos bien los errores del prójimo y somos capaces de detectar a la primera cualquier mentira en la que los otros se hayan instalado y cuya red no sean capaces de romper. Yo no era ninguna excepción. No encontraba soluciones para mi pesadilla con el dopaje hasta que Clara me señaló el camino. Pero, al mismo tiempo, tenía identificados los problemas y las soluciones del imperio de la familia Pellicer: Magic Resort.

Las palabras de Clara supusieron un mazazo para mi conciencia. Llevaba tantos años con ese mismo martirio que, de repente, llegué a la conclusión de que había llegado la hora de olvidarme del dopaje y de la gloria como una opción para la vida. Clara tenía razón y yo debía seguir su punto de vista: disfrutar del día a día. En cambio, la sensación de agobio que durante semanas me había engullido, era la misma que veía todos los domingos en el rostro de Clara y, sobre todo, de su padre, Miguel Pellicer. Ellos me habían escuchado, pero mi mensaje no calaba… del todo. Ambos empezaban la comida familiar del fin de semana intentando hablar de otros temas superfluos, pero terminaban debatiendo sobre una palabra que aún no se había hecho socialmente tan famosa como lo acabaría siendo: la burbuja.

Por mi parte, llevaba meses hablándoles de las preocupantes noticias que llegaban desde Estados Unidos. Yo no solo era un casi licenciado en Ciencias Empresariales, también era un fanático seguidor de la escuela austríaca del ciclo. Por eso mismo entendía que estábamos a las puertas de una crisis mundial por exceso de deuda, pero en un país que en la primavera de 2007 había marcado el mínimo de paro jamás registrado (7,95% y 1 760 000 parados), mis ideas sonaban absurdas. En el fondo, volvemos a la teoría de que nos gusta vivir en la mentira. Durante esos meses de final del ciclo más dulce de la economía me sentía como el músico de Asterix y Obelix: tocaba el arpa para que mis acordes sonaran en el centro del pueblo, pero veía cómo era despreciado y, a la menor posibilidad, amordazado para que mi música no rompiera la armonía y felicidad. La falsa felicidad. Sin embargo, la crisis de las hipotecas subprime de Estados Unidos provocó una primera grieta en los oídos sordos de los constructores nacionales y Miguel se empezó a interesar por mi visión económica.

Las alarmas locales saltaron poco después. Astroc cayó un 60% en bolsa. Era una de las grandes empresas del sector de la construcción en España. Pero Miguel decía que su problema era que la gestión estaba en manos de un advenedizo, de un Mario Conde de los ladrillos, de un tipo surgido al calor del pelotazo… Esa fue su reacción inicial: ¡negar la realidad! Unos meses después, la guillotina de la crisis caía más cerca y se llevaba por delante a Gramán y Llanera, dos constructoras valencianas que habían querido consolidarse como colosos cuando sus pies eran de barro. De repente, bajaba la marea y las constructoras mostraban al mundo que habían nadado desnudas. En los primeros días del mes de enero de 2008, Miguel rompió con la red de mentiras en la que se había instalado y se sinceró conmigo:

—La cosa se está poniendo muy negra, de verdad. Cada día estoy más preocupado y me acuerdo más de tus palabras sobre la deuda de las empresas. En el caso de nuestro holding empresarial, cada compañía es independiente y eso nos permite poner cortafuegos ante una crisis. De momento, hay una empresa que ha comprado los últimos solares y que creo que vamos a tener que matar. No tenemos liquidez ni forma de conseguirla para empezar con el proceso: pagar a los arquitectos, pagar a la constructora… No tiene sentido comenzar con esa empresa desde cero cuando tenemos muchos apartamentos casi acabados y que no se venden ni a tiros.

La seriedad del tono de Miguel hizo que no me plantease repreguntar. Sabía que el hombre me lo acabaría contando todo y mi única función en ese instante era permanecer callado y dejar que fuera desgranando sus ideas a la velocidad que él considerase oportuna.

—Nunca había visto nada igual. No se vende ni un piso. Pero es que ni uno. Y los bancos nos llaman cada día para pedirnos más avales. No nos permiten saltarnos ni un día en los pagos y nos ponen mil problemas para renovar las líneas de crédito que siempre hemos tenido a nuestra disposición. Esto va a acabar mal. Me lo habías dicho, pero jamás lo habría imaginado.

—No es el momento de los reproches, Miguel.

—Bueno, te lo agradezco. Eres de la familia y quiero que sepas lo que estoy haciendo porque antes o después te afectará. Clara me ha vendido las acciones de Magic Resort. He sido generoso con el pago. En realidad, he pagado lo que no valen. Pero los dos estamos de acuerdo. Ella se ha llevado el dinero lejos de aquí. Y en los próximos días abandonará sus cargos directivos en Magic Resort. Diremos que quiere iniciar una nueva vida profesional y creará una pequeña empresa de marketing. Queremos que desaparezca de los focos y que lleve una vida discreta. Los abogados son tajantes en eso. No sé cuánto tiempo aguantaremos antes de que Magic Resort explote…

—¿Hablamos de semanas, meses, años? —pregunté más que nada para frenar el aluvión de información que estaba recibiendo.

—No, no serán años. Al ritmo que vamos, esto explotará antes. Tal vez si consigo cerrar la refinanciación de la deuda con el Banco de Castellón, pueda alargarlo e incluso salvar todo el imperio. No lo sé, si te soy sincero. Todo dependerá del nivel de la crisis en el que nos estamos metiendo. Estoy usando todos mis contactos. Y presionando como nunca al presidente del banco, Juan Ignacio Gual. Si el Banco de Castellón traga, podemos respirar durante una buena temporada. Pero no soy muy optimista. A estas alturas comprenderás que no estoy jugando limpio, pero ni siquiera así soy capaz de pasar los filtros de la comisión de riesgos. Hay un hijo de puta que han traído desde Madrid y que no pone su firma. Dice que él no depende de criterios políticos porque solo rinde cuentas ante el Banco de España. La última esperanza es que el presidente se pase por el forro al niñato y firme incluso contra el criterio técnico. Mañana tendré la respuesta definitiva.

Clara había permanecido en silencio durante toda la noche. En ese momento, cogió de la mano a su padre y le dirigió unas palabras:

—Seguro que firma. Si alguien puede levantar un imperio como Magic Resort, seguro que puede encontrar una solución a esta crisis.

—¿Habéis pensado en vías alternativas al negocio promotor y constructor? —pregunté recordando el consejo que Clara me había dado para superar mis miedos frente al dopaje.

—Sí, estamos trabajando en sacar al mercado más apartamentos en alquiler. Tenemos muchos apartamentos vacíos y los estamos reenfocando. Pero, sobre todo, he frenado cualquier construcción, incluso pararemos los apartamentos que están casi acabados. Llevo semanas sin dormir bien y no es por la edad. Me duele el estómago y cada vez con más intensidad, igual que las migrañas. La tensión arterial la tengo disparada y una mañana perdí parte de la visión de un ojo durante una hora.

Las palabras de Miguel sonaban preocupantes. En el fondo, me enfrentaba a un hombre que había arrojado la toalla. Tal vez fuera solo una mala noche, pero aquella velada vi por primera vez al patriarca como un señor mayor, casi un anciano. Jamás lo había visto desde ese ángulo.

Al día siguiente y cuando subía por tercera vez el Desierto de las Palmas, una llamada de teléfono interrumpió mis pedaladas. No quise hacer caso al teléfono. Debía acabar la serie en la que estaba metido. Y así lo hice. Pero el teléfono no dejaba de sonar. Al final, busqué el móvil en el bolsillo y contesté. Era Clara.

—Lo hemos conseguido. Tenemos el dinero —gritó.

—¿A qué te refieres? —respondí mientras intentaba ordenar mis ideas.

—El Banco de Castellón ha firmado la refinanciación de la deuda. Ha salido por cinco votos contra cinco, pero se ha ganado gracias al voto de calidad del presidente. ¡Vamos a salvar Magic Resort!

Clara estaba eufórica. Me limité a felicitarla de la forma más efusiva posible mientras intentaba recuperar la respiración. Colgué. Tenía por delante dos horas más de entrenamiento en solitario y de pensamientos obsesivos. Llevaba meses diciéndole a la familia Pellicer que estábamos a las puertas de una crisis financiera enorme y que era cuestión de meses que se convirtiera en la crisis económica más grande desde 1929. Había sacado mis pocos ahorros de la bolsa y los tenía en el banco esperando acontecimientos. E incluso la decisión de comprar un pequeño adosado para vivir con Clara me parecía temeraria, aunque sabía que lo podíamos afrontar sin problemas.

Clara me decía que era un cenizo, ya que ella tenía dinero para pagar la casa y todas las de la calle. En la familia Pellicer el concepto del miedo no era conocido. Tampoco el de la prudencia. En el fondo, Clara sabía aconsejarme sobre el dopaje. Pero no entendía sus riesgos: la compra y venta de acciones de Magic Resort, la presión a los consejeros del Banco de Castellón para garantizarse la refinanciación de la deuda del holding… eran maniobras que podían hacer descarrilar el tren.

Cuando llegué a casa, me esperaba mi padre. Estaba con su coche en la puerta del garaje. Me hizo un gesto con la cabeza. Era su particular forma de saludarme.

—Tu suegro lo ha conseguido. Hoy no se habla de otra cosa.

—Sí, eso parece.

—No te veo contento —replicó mi padre.

—No, la verdad es que no. A ver, no soy tonto. Entiendo que en el corto plazo se ha salvado una situación dramática para la empresa. Pero el análisis fundamental del negocio es el mismo.

—O sea, que lo ves jodido.

—Refinanciar la deuda no arregla el problema. Solo significa darle una patada hacia delante pensando que lo que no puedes pagar hoy, lo podrás pagar mañana. Pero miro a mi alrededor y veo muchos negocios cerrando. Estamos en una fase negra y no veo a la gente comprando apartamentos en la playa ni hoy, ni mañana, ni pasado.

—Vale, entonces no ves la forma en que la familia Pellicer pueda pagar esa montaña de deuda, la verdad.

—No la veo.

Mi padre se tomó unos segundos antes de retomar la charla. Ese gesto era habitual en él. Le gustaba más pensar que hablar.

—Dicen que los padres tenemos que proteger a los hijos, incluso de la verdad. Tú y yo nunca hemos sido así. Nos hemos dicho lo que pensábamos sin rodeos ni mentiras. Por eso sé que somos unos tipos muy raros. Eso sí, jamás le contaré esta conversación a tu madre. Ella sufre demasiado.

—Harás bien, papá.

—A veces pienso que somos demasiado realistas, hijo.