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Lunes 7 de septiembre, 15:15 horas.
Dirección General de la Guardia Civil
Madrid
La reunión finalizó después de tres eternas horas de recopilación de datos e informes.
Todos los equipos se marcharon con alguna tarea por realizar o alguna línea de investigación que seguir. Se les convocó de nuevo para el día siguiente a las seis de la tarde. Así tendrían tiempo de recopilar más información. La reunión la coordinaría el capitán Talavantes, ya que de la Bárcena e Ybarra viajarían con Negrete a Almería.
A la salida, Talavantes y el sargento Núñez siguieron comentando algunos puntos de la reunión. Ybarra y Negrete iban detrás de ellos. El capitán Ybarra quiso aprovechar que estaban solos para hacerles un par de preguntas. Le hizo un gesto a Negrete para que se alejara por el otro pasillo.
—¡Armando! —gritó mientras se dirigía hacia Talavantes. Cuando estuvo a su altura le comentó: Hay algo a lo que no dejo de darle vueltas desde hace rato.
—Dime —afirmó amablemente Talavantes.
—Si con el segundo envío, o si preferís llamarlo «aviso de la llegada del paquete» —enfatizó ese preferís, involucrando a ambos en la respuesta—, no había ningún mecanismo que activara el explosivo, ¿por qué creéis que explosionó el primer envío destruyendo el primer escáner? No tiene ningún sentido. ¿O me he perdido algo? —cuestionó con un delicado toque de ironía, lo suficientemente perceptible como para que ambos se dieran cuenta de que Ybarra había leído bien entre líneas el dialogo de ambos en la sala de conferencias.
Ambos se miraron un segundo. Talavantes cerró los ojos pausadamente y asintió con la cabeza. Con aquel gesto autorizaba a Núñez a darle toda la información pertinente a Ybarra.
—Sí, algún motivo debe haber, capitán, pero aún no lo acabamos de entender —explicó Núñez—. No podemos andarnos con rodeos. La situación es bastante atípica y cada minuto que pasa se complica más. —Exhaló un suspiro antes de continuar—: Hay una cosa que casi nadie sabe: el primer escáner tuvo problemas técnicos, solo funcionaban los sistemas más básicos pero no podía identificar explosivos.
—¿Y por qué no lo arreglaron? —cuestionó Ybarra un tanto indignado.
—El escáner llegó estropeado de Alemania, o se dañó durante su traslado. Los técnicos alemanes tenían programada su reparación la semana posterior a la explosión.
—¿Y cuánto tiempo estuvo funcionando así? —preguntó de nuevo Ybarra con tono represivo.
—Unos diez días —respondió Núñez—, hasta que lo destruyó la explosión.
—¿Y cuándo llegó el segundo escáner? —continuó con su interrogatorio el capitán Ybarra.
—A finales de la semana pasada. Tenían uno listo para la policía italiana pero ante el desaguisado nos lo mandaron inmediatamente.
—Entiendo… —respondió Ybarra.
—Es información confidencial —intervino Talavantes por primera vez—. ¿Te imaginas la que nos caería desde el sindicato de la Guardia Civil si se enteran de que el aparato explotó y lesionó a un guardia porque no funcionaba correctamente?
—Lo entiendo perfectamente. Esto quedará entre nosotros, háganme un favor.
—Dime —asumió Talavantes.
—Necesito saber con total seguridad si el explosivo es exactamente el mismo y si lo envió la misma persona —exigió Ybarra.
—Cuenta con ello —se comprometió Talavantes—. Mañana en la reunión te lo confirmaré.
Cada uno se marchó rumbo a su departamento e Ybarra se fue más tranquilo. Sería difícil que volvieran a ocultarle información durante la investigación. Los artificieros están hechos de otra pasta; se jugaban la vida en cada intervención. Eran el departamento que más y mejor trabajaba en equipo. Sus vidas dependen de ello. Son como una hermandad, para lo bueno y lo malo, especialmente para cubrirse las espaldas.
Ybarra dejó los expedientes del caso en su oficina. Ya casi eran las cuatro de la tarde y tenía hambre. Llamó a Negrete, que había ido al archivo para recopilar la documentación sobre el caso del pederasta, y quedó con él para comer algo. El día sería más largo de lo normal.
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Lunes 7 de septiembre, 18:00 horas.
Dirección General de la Guardia Civil
Madrid
El mensajero continuaba detenido en la sala de interrogatorios. Esperaba esposado y vigilado por dos guardias civiles. Su tranquilidad era desesperante. Los primeros agentes que lo interrogaron no habían conseguido sacarle nada de información. Repetía lo mismo una y otra vez: su nombre, su apodo, y que le había pagado un hombre muy educado para que entregara los paquetes. Enseguida se dieron por vencidos. Se notaba que era un simple indigente con un mono de trabajo común. Aquel hombre no sabía nada más. Además, el hedor que desprendía aquel pobre desgraciado era insoportable y vomitivo.
Entonces apareció el agente Fonseca, un psicólogo experto en interrogatorios. Su misión era intentar descubrir algún rasgo sobre la persona que había contratado al indigente a partir de lo que este contara.
La situación se estaba volviendo tensa. Ya era tarde y no tenían ni una sola pista. El revuelo que se había ocasionado con la llegada del embalao no permitía que se olvidara el asunto en poco tiempo.
El agente Fonseca debía obtener cualquier dato que les permitiera elaborar un perfil sobre la personalidad del remitente de los paquetes. O al menos algún rasgo físico que ayudara a la policía.
—Buenas tardes, Pedro —saludó Fonseca con amabilidad y utilizando su nombre de pila para provocar más cercanía.
—Buenas —respondió este con desinterés y por mera educación.
—Soy el agente Guillermo Fonseca y estoy aquí para interrogarle —continuó diciendo—. Mis compañeros me han dicho que usted no tiene nada que ver con los delitos cometidos. Pero usted ha participado por dinero en algo ilegal. Si nos ayuda con lo que sepa saldrá pronto de aquí. De lo contrario, este interrogatorio podría ser muy largo y cansado.
—¿Me van a dar de comer? —preguntó con exigencia el mendigo.
—Si colabora, le prometo que le daremos comida.
—¡Quiero comer ahora! Tengo hambre. Ya se lo dije a sus compañeros; si no como, no hablo —gritó enfadado.
—Solo puedo ofrecerle comida si colabora, y mientras más rápido lo haga, más pronto se la podré dar —respondió Fonseca con calma.
—¿Lo promete? —preguntó suspicaz—. Sus compañeros han sido unos cabrones, no me han dado ni agua.
—Se lo prometo; si usted me ayuda, le daremos de comer. —Entonces pidió que le llevaran agua para ganarse la confianza del detenido.
—Bueno, ¿qué quiere saber?
De pronto, a Fonseca le dio una arcada sin previo aviso. Llevaba unos minutos aguantando el insoportable hedor que desprendía el indigente. Tuvo que salir rápido hacia el baño para vomitar, conteniendo el vómito con la mano. A los pocos minutos volvió con dos pegotes de Vick Vaporub en la nariz y el labio superior. Parecía el bigote de Charles Chaplin pero de gel blancuzco. En cuanto volvió a entrar, el indigente se echó a reír. Fue la única manera que encontró Fonseca de disfrazar el olor. Así pudo continuar el interrogatorio que duró más de una hora.
—Lo siento —dijo el detenido entre avergonzado y divertido.
—No se preocupe, Pedro —dijo Fonseca y cambió de tema—. ¿Por qué no ponemos ambos de nuestra parte para que pueda marcharse pronto a comer algo?
—Vale, ¿qué quiere saber?
Entonces comenzó el interrogatorio. Los únicos datos fiables que Fonseca consiguió fueron prácticamente los que ya tenían: que lo había contratado un hombre de aproximadamente cuarenta años, muy educado, de formas y manera de hablar muy cuidadas, que le inspiraba confianza y tranquilidad. Le pagó trescientos euros por adelantado. Le había indicado claramente cómo hacerlo: debía entregar los paquetes a las nueve y media de la mañana en punto. Y que cuando terminara la entrega, se podía quedar la carretilla. No pudo describir su rostro, pues dijo que llevaba un gorro y gafas.
Fonseca hizo una anotación en su informe: el gorro era blanco y llevaba bordado el número siete, como el famoso jugador del Real Madrid. De entrada, no le dio mucha importancia. Era un gorro muy común entre los aficionados de ese equipo. Fonseca pensó que seguramente lo había hecho para desviar la atención.
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Lunes 7 de septiembre, 21:14 horas.
Dirección General de la Guardia Civil
Madrid
Ybarra estaba escribiendo un resumen de la situación en su portátil. Después de comer repasó todos los archivos y documentación del caso de pederastia. Quiso aprovechar aquellas horas de silencio de la noche, cuando apenas quedada nadie en el cuartel y el teléfono solo sonaba para asuntos verdaderamente importantes.
Había mandado a Negrete a casa para que descansara un poco. La semana anterior había sido muy complicada y esta sería peor. Estaban agotados, y apenas era lunes. El estrés de la amenaza de bomba no había ayudado. Trataba de ordenar un esquema de hechos. Había marcado una línea de sucesos intentando encontrar alguna pista que les permitiera identificar al remitente del embalao. No tenían nada con que señalar a un posible culpable.
Continuó dibujando durante media hora más en una gran pizarra que tenía colgada de la pared. Aquel dibujo parecía más el diagrama de un programa informático que un esquema de sucesos. A cada elemento que consideraba importante le asignaba un color. Se sintió frustrado cuando se dio cuenta de que solo tenía cinco colores, aun así se las arregló. Por más que se estrujaba el cerebro, buscando cualquier dato que le pudiera servir de referencia, la información que tenía era insuficiente. Además, su instinto le decía que aquel no sería el único paquete humano que recibiría. El modus operandi, el cuidado en cada detalle, lo bien planeado de la entrega… Aquello era más propio de un asesino en serie que de un justiciero. Así es como se consideraba el remitente: un justiciero o un vengador.
La alarma de su móvil interrumpió el silencio. Era el capitán Armando Talavantes.
—Dime, Armando —respondió Ybarra.
—Santiago, tenemos la imagen de la etiqueta que venía en la pastilla de nitrocelulosa —aseguró Talavantes sin ni siquiera saludar—. A los informáticos les ha costado un poco reconstruir la imagen, ya que la foto estaba muy movida y la letra era muy pequeña, pero lo han conseguido. Ven ahora y te lo enseño.
—Ahora estoy un poco liado —se excusó Ybarra—. ¿Qué pone la etiqueta?
—Preferimos que vengas. Quiero explicarte algunas cosas en persona —insistió Talavantes.
Ybarra captó el mensaje. No debían comentar nada por el móvil. Tardó muy poco en llegar al cuartel de los artificieros.
—Pasa —dijo Talavantes al escuchar los pasos de Ybarra.
—¿Qué ocurre? —preguntó alarmado.
—Esto es lo que encontramos al aplicar varios filtros digitales a la imagen —le contestó Talavantes al tiempo que le mostraba una copia a color impresa en un folio.
—¡Qué hijo de puta! —exclamó muy sorprendido Ybarra—. Este capullo está jugando con nosotros.
En la imagen se leía, con letra de máquina de escribir antigua del tipo Olivetti, sobre un trocito de post-it, el texto:
Qué bien que al fin han podido reparar el escáner. ¡Enhorabuena!
—Este cabrón sabía que el primer escáner no funcionaba bien —afirmó Núñez.
—No lo tengo tan claro —lo contradijo Ybarra con contundencia—. Él habla de un solo escáner, tal vez no sepa que lo cambiaron. Por la forma en que lo dice, creo que solo sabe que ya funciona.
—Entonces, él sabía que no funcionaba bien cuando lo instalaron —intervino Talavantes.
—Sería lo lógico, o bien se dio cuenta de ello —respondió Núñez a su capitán.
—Pues la cosa está jodida —intervino Beltrán—. Puede ser uno de los nuestros, alguien de dentro, un guardia civil.
—Es una posibilidad —afirmó Talavantes.
—No lo creo. Hay algo que no me cuadra —respondió Ybarra.
Los tres artificieros lo miraron interrogantes.
—Él sabía que este escáner funcionaba. Y si cuando voló el primer escáner, no funcionaba, es porque también lo sabía —afirmó de forma retórica—. Si no es uno de los nuestros, solo hay una posibilidad de que él supiera que no funcionaba; que el remitente hubiera enviado algo anteriormente que no activó la alarma del primer escáner.
Los tres artificieros asentían a cada deducción de Ybarra.
—Así se dio cuenta de que el escáner no funcionaba, pues no hubo respuesta de alarma a un posible primer envío —dedujo el capitán muy seguro de lo que decía—. La pregunta es: qué coño mandó, cuándo lo mandó y… —se quedó pensando un segundo— ¿a quién se lo mandó?
—Joder, Santiago, blanco y en botella. Si este paquete venía a tu nombre, seguro que el primero también iba dirigido a ti —respondió Talavantes con contundencia—. La pregunta es cuándo lo envió y dónde coño está ese paquete.
Ybarra marcó un número en su móvil. A los pocos segundos le contestó Chari, su secretaria. Le preguntó por los paquetes recibidos a su nombre en las últimas tres semanas. Colgó y sonrió levemente con aire de culpabilidad.
—¿Qué pasa? —preguntó Talavantes.
—Creo que os voy a dar más trabajo esta noche —se lamentó Ybarra—. Han llegado varios sobres grandes a mi nombre, de esos de publicidad que recibimos todos cada mes. Suelo abrirlos cada dos semanas, o cuando me acuerdo. Tendremos que revisar los de los últimos dos meses. Sin embargo Chari no recuerda que haya llegado ningún paquete, solo sobres.
—Eso no significa nada —respondió Talavantes—, el primer escáner lo hizo volar un sobre grande. Por eso el muy hijo de puta mandó el paquete completo, para poder montar su show.
—Tienes razón, Armando —asintió Ybarra con culpabilidad, mordiéndose el lado izquierdo del labio superior.
—¿Cuántos paquetes serán aproximadamente, capitán? —le preguntó Beltrán, el agente que mejor conocía el funcionamiento del escáner.
—No lo sé —respondió Ybarra resignado.
—¿Podría decirme aproximadamente el peso o el volumen?
—Aproximadamente creo que cabrían en una caja como esa —dijo señalando la caja de una impresora láser que estaba en el suelo.
—Vale, entonces lo haremos de una vez —dijo Beltrán aliviado—. El escáner detectará cualquier cosa que haya dentro de todo ese volumen. Tardaremos más en ponernos los trajes y trasportar la caja con el robot hasta el escáner, que en revisar su correspondencia.
—Lo siento mucho, chicos —volvió a lamentarse—. Me adelanto e intento recopilar toda mi correspondencia, ¿vale?
—¡De eso nada! Desde este momento, y siguiendo el protocolo de seguridad, tú no regresas a tu oficina —lo increpó Talavantes—. Ven conmigo a la sala de mandos para que puedas guiar a Beltrán por la pantalla de vídeo. Él se encargara de recoger todo y llevarlo al escáner. Núñez vendrá con nosotros. Con uno que se la juegue esta vez es suficiente. Además, necesito que alguien me ayude con los ordenadores, el resto de los artificieros ya se fueron a casa.
—Pues yo soy el menos indicado para manejar programas informáticos —sentenció Ybarra.
—No te preocupes, el programa es muy intuitivo. Solo necesito que nos ayudes a guiar a Beltrán, así acabaremos antes. Ya casi es media noche.
Capitán, ¿quiere que mande acordonar la zona de oficinas? —preguntó Núñez.
—Solo la del capitán Ybarra y el trayecto hasta el escáner, y por cumplir con el protocolo de seguridad —afirmó Talavantes—. Si hay algo que aún no ha explotado, será porque no lleva mecanismo de detonación, como el resto de envíos. Aun así, tomaremos las precauciones correspondientes, aunque sean las mínimas.
—Armando, ¿no te da la sensación de que con todo esto, lo de los envíos con material explosivo, lo que pretende el mensajero es causar alarma entre la gente y que llegue a los medios de comunicación sin que podamos detenerla? —preguntó Ybarra a Talavantes.
—Eso parece, Santiago —afirmó Talavantes—. Si no, para qué querría montar un show como el de esta mañana. Con que te enviara el paquete con el embalao bastaría para que le tomáramos en serio.
14
Lunes 7 de septiembre, 23:01 horas.
Dirección General de la Guardia Civil
Sala de mandos de la Unidad de Artificieros
Madrid
Ybarra era el investigador de la Guardia Civil con más casos resueltos por delitos de sangre. Era intuitivo, frío y calculador. Un sabueso que olía lo que el resto no era capaz de percibir. Tenía un instinto natural para seguir pistas de la nada o leer el lenguaje corporal de cualquier persona. Observando algunos gestos de su interlocutor, intuía su comportamiento a corto plazo, o lo que ocultaban sus palabras entre líneas. Su coeficiente intelectual estaba por encima de la media. Pero sobre todo, su inteligencia emocional estaba fuera de lo normal. Era capaz de empatizar con cualquier persona, incluso con aquel aspecto serio que le otorgaba un halo de respeto.
Fue uno de los guardias civiles que defendió con vehemencia la utilización de confesiones pactadas, o de chivatazos, para atrapar delincuentes o resolver casos en tiempos difíciles. Muchos jueces las desestimaban como pruebas válidas. Especialmente en tiempos en los que los derechos humanos, forzados por la legislación de la Unión Europea, prohibían el uso de la fuerza o de métodos agresivos de confesión, ya fueran físicos o psicológicos. Algunos jueces se opusieron en su momento a aceptar ciertas pruebas en casos en los que Ybarra participó. Aunque él encontró la forma jurídica para poder actuar. Eso sí, siempre apegado a la legislación nacional. Por eso los jueces lo respetaban. A algunos jueces les incomodaba tener casos en los que Ybarra hubiera participado en la investigación. Era el investigador más respetado en el sistema jurídico. Tenía dos grandísimos defectos: era mal tirador, su calificación más alta era de siete, y la informática, que se le daba de pena. Cualquier programa ligeramente complejo, por más intuitivo que fuera, le hacía perder los nervios. Y eso pocas veces le sucedía, por muy duro y violento que fuera el día de trabajo en las calles.
Talavantes introdujo las claves en los cinco ordenadores que había en la sala de mandos, lo que hizo que Ybarra se sintiera aún más incómodo. Le aterraba entorpecer el trabajo de los artificieros con su ineficiencia en informática.
Las cinco pantallas se iluminaron. La pantalla central emitía las imágenes del casco de Beltrán. La primera mostraba la imagen del escáner de la recepción. La segunda pantalla trasmitía la imagen del robot antiexplosivos. En la tercera pantalla se podía observar la cámara del traje antiexplosivos de Beltrán. La cuarta estaba sin señal. Y la quinta mostraba la ventana de inicio del programa de análisis de explosivos. Ybarra abrió los ojos asombrado cuando vio que esa pantalla quedaba frente a él. Talavantes, que ya sabía que Santiago no era muy ducho en la informática, se giró hacia él.
—No te preocupes, si necesitamos utilizarlo cambiaremos las imágenes de posición para que Núñez pueda acceder al programa de explosivos —dijo Talavantes intentando calmarle—. Tú solo tienes que observar la cuarta pantalla, que aparecerá con imágenes en cuanto Beltrán instale una cámara con un gran angular en una esquina de tu oficina. Así podrás indicarle dónde debe de buscar el paquete.
—Gracias —respondió Ybarra aliviado.
Tardó unos quince minutos en prepararlo todo. De pronto, la cuarta pantalla comenzó a emitir imágenes del despacho de Ybarra. Beltrán se colocó en la esquina contraria para que, entre las dos imágenes, tuvieran una imagen lo más tridimensional posible de la oficina. Esta vez Beltrán no llevaba ningún artefacto para manipular explosivos manualmente, solo el mando para manipular el robot antiexplosivos.
—Capitán, todo listo —se escuchó a Beltrán por la radio de la sala de mandos.
—Muy bien. Santiago, ¿dónde está la caja con tu correspondencia?
—En esa estantería que se ve a la derecha de mi escritorio —indicó Ybarra.
—¿A qué altura, capitán? Desde aquí no se ve nada —preguntó Beltrán con seguridad.
—Mira en la parte de abajo, junto a esa caja de cartón. Desde este ángulo no se ve bien, lo tapa la esquina de mi escritorio —indicó el capitán.
Beltrán dirigió el robot hasta el ángulo apropiado. Se veía claramente una caja de cartón, recortada por su parte superior, llena de catálogos promocionales y algunos sobres corporativos.
—¡Ahí está! —exclamó Ybarra
—Ya la veo, capitán —afirmó Beltrán—. Por el peso y el tamaño, seguro que podré manipularla con normalidad.
El robot sujetó la caja con sus tenazas y Beltrán lo dirigió al escáner.
La ventaja de este robot es que lleva adaptado un sistema electrónico de estabilización que compensa los movimientos. Así la mercancía que trasporta se mantiene técnicamente inmóvil.
Todo fue mucho más fácil que por la mañana. A esas horas había poca gente y el cordón de seguridad no causó tanto revuelo.
Metieron al robot en el ascensor de la segunda planta, donde estaba la oficina de Ybarra, hasta la planta baja. Desde allí continuó su recorrido hasta el escáner. Beltrán colocó la caja en el interior del escáner y activó los sistemas de transmisión.
—Capitán, ¿recibe correctamente la señal? —era la imagen de la cámara estándar en colores. En ella solo se veían los sobres dentro de la caja.
—Sí, procede directamente con el filtro para identificar explosivos —ordenó Talavantes.
—Sí, señor.
De pronto, entre todos los sobres, apareció una imagen que identificaba claramente una pequeña pastilla de nitrocelulosa. A primera vista, tenía una cuarta parte de tamaño que la otra.
—Ahí la tienes —dijo Talavantes—. Aplica el resto de los filtros mientras calculamos el peso; no creo que sea peligrosa, ni que tenga un mecanismo de detonación.
—Sí, capitán —obedeció Beltrán.
Este continuó analizando minuciosamente los sobres con cada filtro pero no encontró nada. Como intuyó Talavantes, aquello era solo una forma de llamar la atención.
Cuando comprobaron que todo era seguro, sacó la caja, identificó el paquete y lo abrió. Dentro había solo una pastilla pequeña de nitrocelulosa gelatinizada envuelta en el mismo film que la pastilla de la mañana, y un folio en blanco con un mensaje:
La paz que otorga la verdadera justicia, no es asunto de reyes, ni de jueces, ni abogados. Es cuestión de valores divinos. Dios siempre ha juzgado y castigado el mal, con dureza.
Zayin 
P. D.
Pronto recibirán mi primer obsequio de paz…
