Kitabı oku: «La frontera que habla», sayfa 2

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Todos han tenido problemas en Atures

Con toda normalidad, y en menos de dos horas, desembarcamos en Casuarito, localidad con una sola calle que había gozado de mejores épocas antes de las vacas flacas del país vecino; al menos eso delataban los destartalados adoquines que aún quedaban y los establecimientos cerrados que un día habían estado repletos de productos.

—Diez años atrás se habrían encontrado con un pueblo lleno de tiendas y compradores porque Casuarito era el almacén del Orinoco. Solo nos faltaba la señal de televisión —nos dijo una chica venezolana que regentaba la única tienda abierta.

—Mucho ha cambiado entonces —le contestó Silvia al tiempo que le pidió dos aromáticas.10

—Ah, son españoles... Reconozco su acento porque mi cuñado lo era; bueno, o tal vez lo siga siendo. Un día lo secuestraron en Venezuela y desapareció con avioneta y todo. ¿Se ha comentado en España este suceso?

—¿Y usted no desea vivir en su país? —le pregunté después de señalar que no se sabía nada al respecto.

—¿Y qué voy a hacer allá si no hay nada? Prefiero quedarme aquí aunque tenga la sensación de vivir en un barco a merced de las olas —respondió en tono un tanto filosófico—. ¡Habrá que esperar por si aparece una buena!

—Disculpen, ¿van para el Tuparro? —nos preguntó una voz situada a nuestra espalda.

Era la de un anciano que tomaba otra aromática y que se alegró de saber que íbamos al parque en el que siempre deseó trabajar. Nos comentó la ilusión que en su día le produjo su nombramiento como guía para turistas y la decepción cuando no pudo realizar su sueño debido a los problemas causados por los grupos armados en la zona. «Me tuve que seguir ganando la vida como profesor», nos dijo. Y se entusiasmó documentándonos sobre lo que íbamos a ver.

—El Tuparro contiene cinco especies de primates —comenzó a explicar con los dedos de la mano izquierda extendidos para ir deteniéndose en cada uno—, el mono maicero o mono silbador conocido como Cebus apella, el capuchino de frente blanca llamado Cebus albifrons que mantiene una interesantísima simbiosis con la palma Maximiliana regiae, el mono aullador o Aloutta seniculus, el mico de la noche, adorable por su tranquilidad durante el día y, por último, uno al que Humboldt, el primero que escribió sobre él, bautizó como la viudita por su color oscuro y cuya denominación científica es Callicebus lugans.

—Qué lástima que no pudiera ejercer esta pasión —le respondí asimilando su erudición.

—Si desean, les explico que también se pueden topar con el caimán llanero, el Crocodylus intermedius, un cocodrilo endémico de la cuenca del Orinoco al que se considera el mayor depredador de Latinoamérica y del que se hallaron ejemplares de más de siete metros de largo, aunque ahora los pocos que quedan no pasan de cuatro. Incluso les podría ilustrar sobre cada tramo de los 2.800 kilómetros del Orinoco, el cuarto río más largo de Sudamérica, el tercero más caudaloso del mundo... Pero ¿saben qué les digo?

—Lo que usted guste señor; es un placer escucharlo —le reforzó Silvia.

—¡Gracias señorita!, ...pues que a pesar de las apariencias —continuó con la frase anterior— mi verdadera vocación no es la naturaleza; es la historia. Pero no quiero ser pesado, lo que ocurre es que como apenas pasa gente hacia el Tuparro, no tengo ocasión de devolver lo que me han enseñado.

—Para nada es pesado; al contrario, es la mejor manera de compartir una aromática, ¿no le parece?

—¡Desde luego! Pues miren, a propósito de la historia y aprovechando que iba a trabajar en el parque, me informé sobre las expediciones que pasaron por aquí. Me empapé, por supuesto, de Humboldt, pero también de sus paisanos ibéricos que llegaron con la Expedición de Limites del Orinoco y de frailes que andaban a la gresca entre ellos. Y todos, fíjense lo que les digo, todos tuvieron problemas en el raudal de Atures. Y por si fuera poco...

El anciano erudito continuó desgranando historias y anécdotas de visitantes de siglos pasados hasta que nos recogieron dos hermanos venezolanos que tenían una potente voladora (lancha muy rápida) para remontar los famosos raudales de Atures, aguas embravecidas durante unos kilómetros por el estrechamiento del Orinoco debido a los peñascos que sobresalen por todas partes y que dificultan en extremo la navegación. No tardamos mucho en llegar a ellos y, antes de introducirnos en sus ondulantes aguas, el proero11 nos preguntó:

—¿Desean atravesarlo con nosotros en la voladora o prefieren caminar unas horas por la selva?

—¿Es muy peligroso? —le respondí con otro interrogante.

—Claro, siempre puede haber problemas.

—Nos vamos con ustedes —le contesté mientras comprobaba que Silvia ya se apretaba el chaleco salvavidas— pero ¿qué nos recomienda en caso de que vuelque la lancha?

—¡Esa opción no se contempla! —zanjó el venezolano al tiempo que hacía una señal a su hermano para que diera máxima potencia al motor.

En realidad era lo más sensato que se podía decir ya que las posibilidades de sobrevivir serían mínimas dada la fuerte y encabritada corriente y, en caso de llegar indemnes al final del raudal, habría que enfrentarse a otro problema no menor: que no había orillas firmes por ningún sitio, sino copas de árboles a ambos lados de un río con más de quinientos metros de anchura donde posiblemente a uno nunca lo encontrarían. Cuando la voladora alcanzó toda su velocidad comprendimos el porqué de su nombre al tiempo que nos íbamos introduciendo en aquel salvaje torrente donde el piloto seguía miméticamente las indicaciones de su proero.

Los vaivenes iniciales de la embarcación, aún no muy fuertes, no me impedían visualizar las interesantes anécdotas contadas por el viejo profesor; eché un vistazo a las orillas y me imaginé los gritos de frailes sermoneando a los indios, de militares arengando a sus soldados para batallas venideras y de expedicionarios preparando su paso por el raudal; también el sonido monótono de las indias haciendo mañoco e incluso el de los telescopios y cuadrantes de los científicos al ser colocados sobre las piedras. Con la perspectiva de siglos todo me llegaba a la vez, los protagonistas de cada época luchando por permanecer donde nacieron y los visitantes conquistando espacios con la espada, la cruz o la ciencia ¡Cuántos no habrán pernoctado en las márgenes de este raudal esperando enfrentarse al día siguiente con él! Si estas orillas y estas piedras hablaran...

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Entre otras historias, el anciano erudito nos contó la de los trece supervivientes españoles que en 1691 regresaban por aquí desolados y abatidos. Tres de ellos eran jesuitas que, al igual que otros correligionarios, predicaban la fe verdadera para instaurar la utopía de Dios aunque eso conllevara una dura disputa territorial contra sus cohermanos y enemigos, los carmelitas portugueses. Los jesuitas expedicionarios pretendían tomar posiciones a lo largo de la aislada frontera luso-brasileña en vez de seguir misionando en las ciudades y centros de poder y querían asentarse entre la Guayana y el Orinoco, esa indómita tierra «rica en posibilidades y totalmente irredenta».12 Los otros diez que continuaban con vida eran soldados que acompañaban a los frailes para explorar el Alto Orinoco, sabedores de que más allá de los asuntos divinos había una seria preocupación política debido a que los portugueses modificaban a su antojo los límites del Tratado de Tordesillas en busca de cacao y esclavos por el Río Negro. Eclesiásticos y militares acababan de sufrir la emboscada de los temidos indios caribes, aliados a su vez con los esclavistas holandeses; habían perdido al capitán de los soldados, a su hijo y al padre Lorenzo, uno de los jesuitas.

No se puede decir que a los frailes les pillara por sorpresa aquella emboscada porque antes del asalto ya habían escrito que «ha años que los padres de la Compañía han procurado reducir a nuestra santa fe algunas naciones de gentiles en la misión de río Orinoco, pero con muy poco fruto, por hallarse los indios señores en su patria sin ningún temor».13 Catorce meses después de su salida, los supervivientes volvían abatidos y hambrientos, como harapos humanos en busca de sus bases en el río Tomo, ya sin la compañía de los tres que fueron asesinados. Deberían desistir de su intento de rodear las fronteras luso-brasileñas tras ser expulsados del Vichada y del Guaviare y se tendrían que conformar con la esperanza de que los indios achagas, adoles y sálivas, huyendo del acoso de los caribes, acudieran a sus misiones de retaguardia para ser protegidos. Se habían propuesto unificar la América hispánica, pero el hostigamiento de caribes y holandeses, la diversidad de lenguas y naciones indígenas, una naturaleza indómita y las capturas de indios, obligaron a los misioneros más batalladores del mundo a abandonar sus intenciones. Eran los caribes, y no el Tratado de Tordesillas, los que marcaban realmente las fronteras que no se podían traspasar; ellos y la casi impenetrable naturaleza que los rodeaba.

«Desconozco la época del año en que aquellos desdichados regresaban por aquí —había reflexionado emocionado el anciano erudito—, pero no puedo imaginar las penalidades añadidas que debieron de sufrir si las aguas estaban a la altura en que ustedes las encontrarán ahora, sin tierra firme, sin un lugar para colgar las hamacas, sin apenas posibilidad de pescar y sin que el cielo diera un descanso con sus torrenciales lluvias. Y para colmo, con los belicosos indios a sus espaldas.

»Y hasta aquí —continuó explicando— llegaron también, aunque décadas más tarde, los ecos del tráfico de esclavos que venían remontando el Río Negro camino del Orinoco». Controlado en principio por los indios manaos —en alianza con los holandeses— pasó a manos lusas cuando los nativos fueron diezmados por los portugueses para quedarse con el negocio. Se necesitaban esclavos para las economías de plantación pero, mientras estas se extendían hacia el oeste de la frontera luso-brasileña, cada vez era más complicado encontrar la materia prima de la esclavitud porque los indios eran abatidos o huían. Poco a poco los señores del horror fueron situándose en los afluentes del Alto Orinoco y del Casiquiare. Para 1737 los jesuitas ya aportaron datos concretos sobre la presencia de la esclavitud europea en la zona, en la que intervenían Holanda y Portugal y del consiguiente desplazamiento fronterizo, motivo que inquietó a la Corona española.

Todo esto encendió la mecha para que, en pocos años, se sucedieran acontecimientos que marcarían el devenir de estas tierras. España y Portugal, sus dueñas teóricas aunque no de facto, iban a idear una estrategia conjunta para tratar de subsanar los problemas fronterizos. Sorprendentemente, no pensaban ni en las armas ni en las almas como había sido costumbre hasta ahora, por lo que soldados y misioneros se vieron relegados por otra forma de afrontar el conflicto. El racionalismo positivista de influencia cartesiana y las ideas de la Ilustración trajeron nuevos aires para integrar espacios díscolos y para demarcar con claridad los límites territoriales. Con este objetivo pactaron enviar cuatro expediciones a lo largo de su inmensa frontera desde Venezuela hasta Paraguay cuya original delimitación por el Tratado de Tordesillas había quedado obsoleta. Una de esas expediciones se dirigió hacia las tierras que hoy pisábamos o, mejor dicho, navegábamos.

Era la Expedición de Límites del Orinoco firmada en 1754 por España y Portugal para marcar los límites fronterizos y poner freno a la avaricia de otras potencias europeas que merodeaban por la zona. En el texto del tratado se decía que «pertenecerán a España todas las vertientes que caigan al Orinoco y a Portugal las que caigan al Amazonas»; el problema residía en conocer esas vertientes y el curso completo de ambos ríos, que era lo que querían investigar.

Como decíamos, a diferencia de otras épocas, las armas se sustituyeron por aparatos científicos y la ideología sagrada de antaño por la promoción social y económica con la que sacar de la marginalidad a espacios que hasta la fecha habían permanecido en el olvido de las grandes potencias. La Expedición de Límites del Orinoco contaba con cirujanos, cartógrafos, geógrafos, naturalistas, cosmógrafos, astrónomos, dibujantes y científicos en general; todos bajo la dirección del discípulo de Linneo y botánico sueco Löfling quien, por cierto, fallecería en el viaje provocando que desertaran varios de sus ayudantes y que parte del trabajo previsto no pudiera realizarse. Además de las armas y víveres que consideraron necesarios, se les equipó con libros, telescopios, cuadrantes, relojes astronómicos, anteojos, barómetros, microscopios, termómetros, lentes, péndulos, compases, teodolitos y cuantos instrumentos de la época tuvieron al alcance. Se ideó que esta expedición española se encontrara con su gemela lusa en Barceló, en Río Negro. Lo que no se pudo prever fue que los españoles iban a tardar más de cinco años en llegar a la cita tras progresar por el Orinoco, cambiar de cuenca y descender por el Río Negro, justo lo que nosotros —aún sin saberlo— acabaríamos haciendo.

Cuentan las crónicas que para remontar el raudal de Atures en el que nos encontrábamos, la expedición española capitaneada por el alférez de navío Solano necesitó la presencia de doscientos forzudos indios atures a los que había hecho creer que iban de caza al otro lado y que a ellos les correspondería con un buen botín. Habían tenido que preparar minuciosamente el paso de los raudales (este de Atures y el siguiente de Maipures) porque sabían que iba a ser una de las pruebas más complicadas de la expedición; los jesuitas les resultaron imprescindibles a los expedicionarios tanto para conocer el medio como las costumbres de los indios; no en vano los frailes llevaban ya décadas de exploración no exenta de desdichas por estos parajes. Necesitaron cuatro días para conseguir arrastrar la pequeña embarcación que llevaban a base de poleas y puentes de troncos de árboles y sortear la furia del agua y los temibles remolinos. Doce leguas más arriba y con la misma técnica consiguieron remontar las aún más difíciles condiciones del raudal de Maipures, aunque esta vez quienes les ayudaron fueron los indios guaipunabis (tras una entrevista de su jefe Crucero con Solano, este les convenció de que ellos eran españoles del rey y que nada tenían que ver con otros españoles que habían pasado por aquí cometiendo agravios y vejaciones).

El caso es que a base de pactos, trueques y propuestas con los indios, los expedicionarios superaron su primera prueba de fuego y con ella esa frontera casi infranqueable que delimitaba la Guayana; los víveres, enseres y guías aportados por los indios levantaron la moral de unos agotados expedicionarios debido a tantas dificultades orográficas y medioambientales.

El anciano erudito nos había recalcado también que, justo con el cambio de siglo, en 1800, pasó por aquí el gran naturalista prusiano Humboldt quien, junto a su amigo Bonpland, realizaba una expedición científica. «Nada hay más majestuoso ni más imponente que el aspecto de estos lugares (...) (nada) ha podido disminuir la impresión que produjo en mí la primera vista a los raudales del Atures y del Maipures»,14 anotó el berlinés al navegar sobre estas aguas. «Las dos grandes cataratas del Orinoco —continuó escribiendo— cuya celebridad es tan extensa y tan antigua, son formadas por el paso del río entre las montañas de Prima que los indígenas llaman Mapara y Quituna; pero los misioneros han sustituido a estos nombres los de Atures y Maipures según el nombre de las primeras tribus que ellos han reunido en las villas más inmediatas». De la fértil sabana de los alrededores resaltó que parece «aguardar la mano del hombre y como convidándole a rozarla y cultivarla».15 Constató que en relación a la Expedición de Límites del Orinoco, había decrecido la presencia de los misioneros debido a que «solo tres establecimientos cristianos hemos encontrado (...) en una extensión de más de cien leguas, y aún estos establecimientos apenas contenías seis u ocho personas blancas, es decir, de raza europea».16 Puntualizó que «son tan numerosos los tigres cerca de las cataratas que (...) volviendo un indio a su cabaña (...) encontró establecida en ella a una hembra con dos hijetes».17 Y aunque afirmó que «la fertilidad del suelo es tal que yo he contado en Atures (...) hasta ciento ocho frutos, bastando solo cuatro o cinco de ellos para el alimento diario del hombre»,18 no pudo evitar su sesgo de intelectual europeo al señalar que «los indios Atures (los que habitaban a orillas del raudal) son dóciles, moderados y acostumbrados por el efecto de su pereza a las mayores privaciones, pero excitados en otro tiempo por los jesuitas no carecían de alimentos»;19 habría que preguntarse si los misioneros lo que introdujeron no sería el trabajo y la disciplina en vez del alimento del que parece que ya la naturaleza proveía generosamente a los indios.

Humbodt describió con asombro cuanto vio y oyó; no había detalle que le pasara desapercibido; tal vez aquí, en Atures, afinara aún más la precisión e imaginación que impregnaron todo su legado. Nosotros hoy, estimulados por el longevo profesor, contamos con la dicha de poner imágenes, sonidos y olores a sus anotaciones.

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Entrando en el raudal me imaginaba las peripecias de todas aquellas gentes en comparación con la seguridad que la potente voladora nos brindaba a nosotros. Pensaba en cómo sería este lugar en marzo cuando los exploradores de la Expedición de Límites del Orinoco pasaron por aquí; lo visualizaba con aguas bajas, con enormes rocas —ahora sumergidas— a las que amarrarían bien sus cuerdas para que el torrente no se las llevara. A buen seguro, pernoctarían en las extensas playas inundadas en esta época y tendrían más posibilidades de éxito cuando pescaran. El ejercicio mental me distraía del peligro de estas amenazantes aguas porque sus remolinos, como bocas abiertas, trataban de engullir a la voladora entera.

Pero, una vez metidos en la zona más agresiva del torrente, ya no quedaba lugar a la imaginación puesto que toda la atención se dirigía a confiar en que el motor no se estropeara y en la habilidad del proero para leer las señales que el río le enviaba, ya fuera un tronco atravesado, la espuma del agua, el corrimiento de alguna roca del fondo o a saber cuántos detalles más que convertían cada instante en único y cada metro en una novedad. Todos íbamos agarrados a algo y con los músculos en tensión tratando de intuir los movimientos de la lancha para que no nos escupiera afuera; a veces, tras pasar a gran velocidad sobre alguna cresta del río, la embarcación literalmente volaba y, entonces, había que apretar el estómago para paliar el posterior contacto con la líquida superficie. La adrenalina impedía que nos preocupáramos por las ráfagas de agua que en ocasiones nos empapaban por completo.


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Avioneta sin aeropuerto y batalla sin sentido

Como por arte de magia desaparecieron las olas y con ellas el implacable sonido del raudal; el Orinoco se convirtió en una suave superficie por la que la voladora, más que navegar, parecía disfrutar deslizándose a gran velocidad. Aproveché la ausencia de vaivenes para acercarme a Silvia que aún permanecía agarrada a los bordes de la embarcación.

—¿Qué te ha parecido?

—¡Emocionante!, pero no me preguntes más porque aún no me vienen las palabras —respondió sin dejar de agarrarse fuertemente a la embarcación.

—Es verdad. Sin embargo uno necesita imperiosamente comentar lo vivido —reflexioné.

—Claro... pero por algo hay tres viajes dentro de cada viaje —dijo con aire filosófico cuando por fin le llegó el resuello.

—¿Tres en uno? Veo que te han deformado las matemáticas o que te ha afectado la adrenalina...

—No, no, al contrario; ahora lo percibo todo con más claridad. Mira, uno de ellos consiste en disfrutar con los preparativos, otro con su realización y el tercero con el recuerdo de los dos anteriores. Este último es especialmente importante para jornadas como las de hoy en las que me quedo con la sensación de que las vivencias se atropellan y, por muy esponja que pretenda ser, no puedo digerir todo lo que acontece; bastante tengo con abrir los ojos.

—Magnífica reflexión —le contesté con el mayor de los convencimientos—. Se me ocurre que voy a escribir un libro para aprovechar mejor ese tercer viaje del que hablas.

Como si la conversación fuera un preludio de lo que iba a ocurrir, de repente nos sobresaltó el ruido de una avioneta monohélice y panzuda que apareció rozando las copas de los árboles venezolanos para adentrarse en Colombia. Apenas recuperados de la sorpresa, intentamos un diálogo con los venezolanos:

—¡Una avioneta por aquí! ¿Es que hay algún aeropuerto para aterrizar?

—No —contestó el proero sin muchas ganas y mirando para otro lado.

—¿Entonces...?

—¡Quién sabe! —replicó encogiéndose de hombros y con la desgana de quien te muestra que no tiene la confianza suficiente contigo como para hablar de ciertos asuntos.

La infructuosa conversación no hizo sino constatar lo que todos intuíamos en relación al cargamento que iba a buscar. No había aeropuertos, los venezolanos no querían hablar y la avioneta volaba a baja altura para escapar de los radares. Por si fueran pocos los indicios, un helicóptero militar venezolano apareció unos minutos más tarde patrullando la frontera y, cuando lo vieron, nuestros balseros se comunicaron por señas como confirmando algo rutinario.

No hay que ser muy avispado para deducir que el aparato seguiría volando a ras de suelo hasta llegar a una pista camuflada o a una simple trocha en la que el atrevido y experimentado piloto pudiera aterrizar; posiblemente allí, varias personas contratadas por algún narco cargarían en un abrir y cerrar de ojos los valiosos paquetes que tendrían escondidos en lugares próximos. Cabe también la posibilidad de que la aeronave y las operaciones en tierra no fueran más que un señuelo para la policía y en ese caso el cargamento que se subiría contendría comida, ropa, bicicletas o cualquier otro inocente producto que sirviera de despiste mientras otra avioneta haría algo similar en otra parte pero llenando sus bodegas con el oro blanco. Tampoco sería descabellado que los estibadores aéreos cargaran sin prisa ni precaución alguna porque previamente se habrían pactado mordidas al más alto nivel.

Todo era posible a lo largo de esta inhóspita, extensa y apetecida frontera con Venezuela. De hecho, no muy lejos de aquí y con el siglo veintiuno ya en curso, se produjo la que tal vez fuera la batalla más sintomática por el control de la zona para la exportación de cocaína por agua y por aire; una batalla que debería figurar en los anales de la historia bélica a la altura de Waterloo o Trafalgar, pero no por sus tácticas y estrategias, sino por la estupidez de sus protagonistas cegados por la neblina del contexto de brutalidad en que se movían. No son descartables otros combates aún más patéticos, pero ocurre que de este tenemos información directa gracias a que el paramilitar Daniel Rendón Herrera, alias Don Mario, uno de sus principales protagonistas y con aficiones literarias en sus ratos libres, escribió un descarnado y escalofriante diario que dejó abandonado al escapar de una trampa que años más tarde le tendió la policía.20

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Situémonos en la zona de La Cooperativa, corregimiento del Meta, no lejos de Villavicencio, lugares todos de desgraciada fama por ser epicentro de operaciones de narcotráfico y campo de batalla entre grupos armados. Ahí, tras el fracaso de amenazas y sobornos mutuos, se citan dos grupos de paramilitares21 para darse plomo y ver quién se queda con el preciado botín de esta frontera delimitada por el Orinoco, magnífico lugar por el que dar salida a la cocaína.

Uno es el de los Buitrago, saga familiar que controlaba las cotizadas tierras de Vichada —por las que ahora navegamos—, Casanare y Guaviare por donde salía el ochenta por ciento de la droga colombiana; controlaba también varios municipios a través de las urbanas —bandas paramilitares encargadas de hacer limpieza en las ciudades— y su influencia se extendía sobre otros grupos paramilitares hasta el punto de que entre todos pudieron reunir a dos mil quinientos hombres provistos de modernas armas para el combate.

El otro grupo era el de Miguel Arroyave Cruz, alias Arcángel, un paramilitar que había escalado peldaños debido a la brillante idea de convertirse también en narcotraficante en vez de conformarse con cobrar impuestos a los traquetos, los traficantes; pudo reunir a casi dos mil combatientes llegados de distintas zonas porque contaba con la bendición del jefe Carlos Castaño y todo el Estado Mayor de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia, esto es, los paramilitares); cierto es que su armamento era inferior al de los Buitrago pero se compensaba con creces con el apoyo aéreo de la Fuerza Aérea Colombiana que tenía asegurado. A las órdenes de Miguel Arroyave Cruz estaba nuestro cronista Don Mario.

Este rocambolesco escenario dentro de un país que oficialmente no estaba en guerra, se hace más incompresible aún para los foráneos si conocen que, previamente, los combatientes habían avisado a los hospitales de Villavicencio para que estuvieran preparados ante la inminente llegada de cientos de heridos. Todo era legal e ilegal a la vez, el Estado brillaba por su ausencia y los acontecimientos se sucedieron dentro de una anormal normalidad. Como alguien dijo, más que en Colombia estábamos en Locombia. Demos voz a Don Mario.

«Empezó la guerra con los Buitrago. Los combates cada día se agudizaban más y más (...) eran tantos los muertos en un solo día que era imposible contarlos», anotaba el paramilitar,22 y eso que aún no se había librado la gran batalla Operación Punto Final que vamos a relatar. El evento detonante ocurrió cuando los Buitrago se enteraron de que los hombres de Arroyave les robaron trescientos mil dólares y dos toneladas de cocaína justo cuando la avioneta iba a despegar con la carga; era a todas luces una provocación de Miguel Arroyave, quien se quedó con la droga y repartió el dinero entre los que participaron en la operación. Los Buitrago, muy arraigados en el lugar, no podían permitir la afrenta y se aprovisionaron de trampas-cilindro para recibir a sus oponentes. Los de Arroyave, que supieron del plan, estudiaron la mejor forma de avanzar por terreno hostil evitando los mortíferos explosivos, pero cuando dedujeron cuál era la óptima, se toparon con un serio inconveniente: había que avanzar en línea recta y hacia arriba, lo que les convertiría en blancos fáciles de las ráfagas de sus oponentes situados en lo alto.

Pero «a grandes problemas, grandes remedios», debieron de pensar los jerarcas. Belisario, jefe de uno de los comandos de Arroyave, dijo que conocía a «una bruja muy acertada que debíamos mandar traerla para que rezara a los hombres que fueran a combatir para que el plomo no les entrara por el cuerpo (...) y formamos a la gente, los organizamos, y la bruja empezó su ritual rezándolos y rociándoles un agua que había traído preparada con hierbas y aromas (...) luego les dijo que cada uno debía coger un poco de tierra del cementerio que ella había traído y guardarla en los bolsillos del pantalón (...) así quedaban protegidos y no había bala que entrara en el cuerpo».23

Cuando a las seis de la mañana del día siguiente se inició el combate, los comandos de Belisario, Pólvora y Voluntario, los tres que habían hecho el ritual, se lanzaron como posesos cuesta arriba y a cuerpo descubierto; los hombres de los Buitrago, en principio, se quedaron estupefactos ante tal temeridad pero, una vez repuestos, comenzaron a disparar. Escribe Don Mario que para las diez de la mañana Cabeza de Marrano, el médico de campaña contratado para la ocasión, le dijo que ya había más de cien bajas y otros tantos heridos y, casi todos, de los comandos embrujados. «Les llamé la atención a Belisario y a Pólvora: ¿cómo es posible que siendo ustedes tan experimentados en esta vaina de la guerra permitan que pase esto? ¿Cómo se explican ustedes lo que están haciendo por estar creyendo en brujas? ¡Miren la cantidad de bajas que tenemos en tan poco tiempo! Si Miguel (Arroyave) se llega a enterar los manda matar de inmediato. Vean a ver cómo remedian ese error (...); después hice el reconocimiento de muertos para saber a qué comando pertenecían y me comuniqué con Miguel sin comentarle que era por creer en brujas».24

Mientras Don Mario esperaba a que Miguel Arroyave llegara, vio descender a Belisario de una camioneta con la bruja y «entre rabia y burla le pregunté si iba a pagarle otra vez para que rezara a la gente. Me respondió: no mi comando, esta hijueputa la traje para que mire lo que pasó por su culpa. Usted me autoriza y yo mato a esta maldita para que aprenda que con nosotros no se juega».25 Cuando llegó Arroyave le pidió a Don Mario «las coordenadas donde están atrincherados esos perros. Ya un político amigo me hizo el favor de coordinar con la Fuerza Aérea (del ejército oficial) para que hagan un bombardeo (...) espere y verá cómo esos hijueputas están muy bravos y no saben lo que se les viene encima».26

En menos de una hora dos aviones Tucano y cuatro helicópteros Arpía de la Fuerza Aérea Colombiana arrojaban sus mortíferas cargas y, a las cuatro de la tarde, Belisario reportó que en esa zona «no quedó nada en pie, todos están muertos; la alegría también invadió a Miguel (Arroyave)».27 Pero en ese mismo momento el comando Pólvora comunicaba por otra frecuencia que ahora los de la Fuerza Aérea Colombiana estaban matando a muchos de sus hombres y que «nos tiraron una zamba (bomba) del grande de una vaca y eso hizo volar mierda (...) yo voy embalao con unos pelaos que nos quedan, a ver cómo nos podemos salvar».28 Hasta que Arroyave volvió a contactar con el general de la Fuerza Aérea para que subsanara el error cayeron otros veinte combatientes con fuego amigo, pocos en comparación con los más de trescientos que la aviación dio de baja en las filas de los Buitrago. Estos, reconociendo su inferioridad, decidieron finalizar la contienda: unos escaparon, otros se entregaron y a otros los capturaron.