Kitabı oku: «La Pandilla», sayfa 2

Yazı tipi:

Pablo iba pensativo encabezando el grupo. Yo andaba detrás de él a algunos pasos de distancia. Los pies me pesaban como si fueran de hormigón. Detrás de mí, Luis sollozaba sin parar, recordándonos la terrible tragedia que acabábamos de vivir. La noche se nos venía encima, más oscura que nunca. Nuestra situación no podía ser más horrible. Cuánto hubiéramos dado por habernos quedado en el Nacimiento. Claro que, si las cosas se supieran...

Un rato después llegamos a la fuente de Gilobo. Nos acercamos a ella y bebimos. En otras condiciones, beber un agua tan fresca tras la tremenda pendiente que dejábamos atrás habría sido un momento memorable. Pero aquel no era el caso. De modo que descansamos durante un buen rato. Aunque era tarde, le verdad es que no encontrábamos el momento de ir a nuestras casas. No nos apetecía. Aun así, seguimos caminando entre las sombras ya opresivas de la noche.

Llegábamos ya a la carretera. A nuestras espaldas, al fondo del valle, el arroyo era una cinta plateada que refulgía en la oscuridad. Las luces del vehículo relampaguearon en el cielo aun antes de que fuéramos capaces de oír el sonido del motor. Venía desde Vianos, pero las curvas y los desniveles de la carretera impedían ver el coche. De cualquier forma, sabíamos que en muy poco tiempo pasaría por nuestro lado.

En medio de un silencio intenso, el sentimiento de culpabilidad que nos atenazaba nos hacía sentir pequeños y vulnerables. Parecía que todos los ojos estuvieran puestos en nosotros y que los faros del coche peinaban la zona para encontrarnos. Nos quedamos contemplando como hipnotizados el vehículo que se aproximaba carretera abajo. Al final escuchamos la voz de Pablo.

—¡Agachaos, estúpidos, que os van a ver! —dijo con cara de mal genio, esa que siempre muestra cuando las cosas van mal o no van como a él le gusta que vayan.

Un pequeño grito de dolor se me escapó cuando un hierbajo me raspó la pierna al ponerme en cuclillas.

—¡Ya está otra vez el Blandengue! —La irritante voz de Pablo volvió a sonar casi encima de mí—. Como nos descubran por tu culpa te juro que te la cargas.

Me callé porque no quería enfadarlo. Ninguno de nosotros quería nunca enfadarlo porque tenía muy mal genio. Y más con la tensión que había en esos momentos.

Al fin, el coche pasó de largo. Estaba claro que no nos buscaba. Después del coche llegó el silencio, y también las dudas acerca de lo que haríamos porque..., porque no queríamos volver al pueblo. Después…, después fue Tirillas quien habló.

—¡Pablo! ¡Nando! ¿Qué es eso que viene por ahí?

Miramos hacia abajo y vimos que una figura ascendía a paso lento en dirección a nosotros. Nos quedamos petrificados. Helados.

—¡Es Javi! —dijo Pablo sorprendido.

Tenía razón, era Javi, y estaba diciendo algo. Pusimos la máxima atención.

—¡He muerto! —decía con voz cavernosa—. ¡He muerto!

—¡Venga, gordinflón, no seas imbécil! —dijo Pablo.

Javi se acercaba a nosotros.

—¡He muerto!

Un escalofrío nos recorrió la espalda cuando, a la luz de las estrellas, nos dimos cuenta de que los contornos de su imagen se mostraban irreconocibles.

—¡He muerto! —repetía con el mismo tono ronco y extraño de antes.

Totalmente asustado, contemplé los hierbajos que le colgaban por todas partes.

—¡He muerto! —volví a escuchar, y estuve a punto de desmayarme del miedo que tenía.

A continuación, una risa chillona me libró de todos mis temores.

—¡Os he engañado! —rio Javi con toda el alma.

—¡Eres un maldito imbécil! —le grité, lleno de rabia—. Nos has dado un susto de muerte.

—Eres un fantasma —gruñó Luis desconcertado—. Hemos visto como te hundías y te morías en el Remanso, porque no sabes nadar.

—No me he muerto —se defendía Javi—. Me he escondido entre la maleza, donde no podíais verme. Y después he salido agarrándome a la broza que cuelga desde la orilla.

—Es mentira. —Luis seguía con su manía de que era un aparecido—. Hemos visto las burbujas cuando te estabas ahogando. ¡Estás muerto! ¡Eres un fantasma!

Se notaba que Javi saboreaba su momento. Nos había engañado a todos y se sentía feliz. No podía culparle por eso. Siempre era el último mono, el hazmerreír de todos. Y ahora se divertía sabiendo que por una vez quedaba por encima de los demás.

—No me estaba ahogando —decía, recreándose con sus palabras—. ¿Te has tirado alguna vez un pedo debajo del agua? Pruébalo, hace milagros.

Cuando parecía que todo acabaría bien, cuando se me saltaban las lágrimas por la emoción de verle vivo, fue Pablo quien no pudo contener su rabia y corrió hacia él como una fiera.

—¡Eres un idiota, gordinflón! —gritó fuera de sí, y le dio un puñetazo en la cara.

Javi cayó al suelo como un fardo y rodó por la ladera. Pablo avanzó hacia él soltando maldiciones. Se agachó a su lado y le cogió por el cuello.

—Déjale. Le vas a hacer daño —dije sin mucha convicción.

—¡Cállate, Blandengue! —me gritó mientras zarandeaba a Javi con furia.

—¡Déjale en paz! —Yo mismo me sorprendí de la fuerza de mi voz—. ¿Acaso habrías preferido que hubiera muerto de verdad?

Pablo lo soltó y me miró durante unos instantes. Una oleada de miedo me puso un nudo en la garganta. Reflexionó por espacio de unos segundos, que a mí se me antojaron eternos.

—¡Por mí, podéis iros los dos al infierno! —gritó.

Después se puso de pie y avanzó hacia la carretera.

Yo respiré aliviado. Me acerqué a Javi y le ayudé a levantarse.

—Venga, Javi, vámonos. Es tarde —le dije.

Javi se sacudió los hierbajos con los que nos había gastado la broma. Estaba sollozando. Sus cinco minutos de gloria habían pasado y volvía a ser la persona insignificante que había sido siempre.

De repente me di cuenta de que no llevábamos los frascos donde íbamos a guardar los renacuajos que capturáramos. Debimos dejarlos en el suelo cuando Javi cayó al agua. Por mí se podían ir al infierno los frascos y los renacuajos. Ya no me quedaban ganas de repetir la experiencia.

Poco después alcanzamos la carretera y caminamos por ella. El sonido incansable y triste de los grillos que se escondían en las cunetas nos acompañaba. Sabía que en casa se enfadarían mucho conmigo por llegar tan tarde, pero no me importaba. Rodeé a Javi con el brazo y lo apreté contra mí, feliz de que después de todo estuviera a mi lado.

2. LA CUEVA DE LAS ESTALACTITAS

Según supimos al día siguiente de nuestra aventura en el Remanso, todos nos llevamos una buena bronca. Sobre todo Javi, que iba de porquería de los pies a la cabeza. Menos mal que se le ocurrió decirle a su madre que se había caído en el Nacimiento. Si le dice que habíamos ido más lejos, le arranca las orejas, que yo sé muy bien cómo se las gasta esa mujer. Pero, bueno, aquello había pasado hacía una semana.

El día del que quiero hablaros ahora, los miembros de la Pandilla estábamos bastante alborotados. Pero os aseguro que había un motivo muy importante para que así fuera. Y es que esa mañana nos enteramos de un rumor impresionante.

Juan el Hortelano, que vive cerca de mi casa, le había pasado a mi padre una noticia que cuando se la conté a mis amigos nos trajo de cabeza. Todo venía a raíz de la impresionante tormenta que cayó la tarde anterior, la segunda en siete días, y que acabó cuando ya estaba bien anochecido.

Según tengo entendido, los mayores miden las tormentas por los litros de agua que caen, o por los destrozos que causan cuando son de granizo. En cambio, los niños las medimos por el miedo que nos dan. Fue una tarde tremenda, durante varias horas estuvo cayendo agua a cántaros, como se suele decir en el pueblo. En el cielo se veían relámpagos y culebrinas, y parecía que los truenos nos iban a reventar los oídos.

Confieso que no salí en toda la tarde del susto que tenía. Y estoy seguro de que mis amigos hicieron lo mismo, por mucho que Pablo diga que llegó a empaparse con el agua de la tormenta. Yo pienso que se meó encima y luego trató de enfocar el asunto desde otro punto de vista. Ese a mí no me la cuela. De todos modos, Tirillas sí creyó todo lo que decía, pero viniendo de él no me extraña.

Pero vayamos al meollo de la cuestión. Por lo visto, un rayo de la tormenta rompió un árbol en la entrada de una de las cuevas que hay más allá del lavadero. Parecía ser que las entradas estaban tapadas por la maleza y por las piedras que habían caído a causa de..., bueno, que habían caído y ya está; qué más dará que sea por una cosa que por otra.

Por lo que se decía, una de estas cuevas era muy profunda y dentro había estalactitas, ya sabéis, esas columnas que forma el agua con el paso de los años. Pero no se podía acceder a la cueva a causa de la vegetación que tapaba la entrada. Imaginaba que las dichosas estalactitas no le importaban a nadie, de lo contrario, ¿de qué iban a pasar decenas de años sin que entrara la gente? Pero, bueno, si era así, pensaba que era algo de lo que deberíamos alegrarnos, porque, si no, seguro que las habrían estropeado.

Según pude saber, el árbol tronchado por el rayo estaba situado en la entrada de esa cueva, y sus ramas aguantaban la maleza que crecía junto a él, y que estaba regada por el agua que sale de la cueva, procedente de una pequeña fuente que nace en su interior.

Al caer el árbol, se llevó con él toda esa maleza y la entrada quedó libre. ¿Comprendéis ahora el motivo de nuestra impaciencia? ¡Por fin podríamos entrar y descubrir esos tesoros!

—Mamá —le dije cuando aún estaba masticando el último bocado del postre—, me voy a dar una vuelta con mis amigos.

—¿Es que no te puedes esperar a que terminemos todos de comer? No será tan importante lo que tendréis que hacer.

No entiendo cómo los mayores podían ser tan tiquismiquis. ¡Qué más daría que nos levantáramos de la mesa antes o después de que papá le quitara el rabo a la manzana! ¿Es que no eran capaces de descubrir que estábamos nerviosos? ¿O es que disfrutaban sujetándonos, cuando lo único que deseábamos era irnos a toda costa? ¿Cómo podían ser tan ciegos para no advertir que nosotros vivíamos a un ritmo diferente al de ellos?

Lo cierto era que no, no podíamos irnos hasta que papá pelara la manzana y se la comiera, hasta que se tomara el café y se fumara el puro, y hasta que mamá le pusiera al corriente de la interesante aventura que le había supuesto esa mañana ir a la tienda de la Pepi. Porque eso era lo que le estaba explicando: el fascinante encuentro que tuvo con nuestra vecina al salir de casa.

—Me he encontrado a la Manuela esta mañana, y no veas las pintas que llevaba. Iba con los rulos puestos. Y con esas gafas de armadura tan basta que lleva, junto al bigote que tiene, parecía salida de un cuento de terror.

Y explotó a reír a carcajadas.

Tengo que decir que la Manuela no se cansaba de ir a la peluquería. «Como todas las mujeres se emperifollaran como ella —solía decir mi madre—, la Maribel se hacía de oro».

Ya os habréis dado cuenta de que la Maribel era la peluquera. No me gusta hablar mal de nadie, pero cuando mi madre me llevaba para que me pelara, cuando se me echaba encima con ese olor a sobacos que llevaba, era peor que si me fuera a la guerra. Mi padre siempre decía que cobraba poco para los servicios que prestaba. «Además de pelarte, te anestesia para que no te duela, y todo por el mismo precio. Baratísimo».

Mi abuela escuchaba fascinada el relato, con unos ojos de felicidad que parecía que todas sus aspiraciones en lo que le quedaba de vida estuvieran puestas en ver lo ridícula que podía llegar a ir nuestra vecina. Mi padre, en cambio, sonreía de mala gana. Diría que no le prestaba mucha atención a mi madre. Y en cuanto a mí, pues eso, que me hacían muy poca ilusión esos chismorreos en un momento en que me desesperaba pensando que mis amigos estaban a punto de irse sin mí. Como si lo viera.

—¿Me puedo ir ya? —repetí con cara de cansancio.

—Este niño parece que está revolucionado. Lo hace todo corriendo —saltó la abuela.

Menos mal que tenía puesto el aparato de los dientes. Y es que unos días antes, mientras desayunábamos, soltó mi padre una broma de las suyas, y a ella le dio la risa cuando estaba tomando un vaso de leche de cabra de la que le vendía a mi madre la Reme, la mujer de Rufino el Pastor, que también era conocida en el pueblo como la Pastora. Como digo, a mi abuela le dio la risa de pronto y abrió una boca enorme. Pues bien, en toda la boca, la abuela solo tiene un diente en la parte de arriba, y de él colgaba una madeja de nata que le llegaba hasta debajo de la barbilla.

Cuando vi aquella cosa puntiaguda colgándole de la boca, me acordé de una película de Drácula que habían echado por la tele un par de años atrás. Me impresionaron aquellos colmillos que asomaban sobre el labio de abajo. Más que impresionarme, me dieron miedo. Pero, claro, no es lo mismo ver a un vampiro con dos colmillos enormes chorreando sangre que ver a la abuela con un solo colmillo de nata chorreando leche de cabra. Mi padre explotó a reír con ganas, que a mí se me contagiaron al instante, y detrás fue mi madre. Y allí estábamos todos llorando de risa. Era como un funeral, pero al revés.

—Desde luego, tienes una finura… —le dijo mi madre cuando se recompuso del ataque de risa.

—¿Y qué quieres que haga si tu marido me ha hecho reír? ¡Parece que lo hace aposta para dejarme en ridículo!

Y volvimos a reír todos.

Pero aquella tarde no me reía. Sabía que mis amigos estaban esperándome en el banco de la iglesia, en la placeta del Caño.

Quiero deciros que la placeta del Caño, que es como la llamamos cariñosamente, está llena de árboles y de bancos. Uno de ellos está casi enfrente de la puerta de la iglesia, y es donde mis amigos y yo nos solemos juntar, siempre y cuando no esté ocupado, porque hay veces en que también se sientan en él los viejos del barrio, o de cualquier otro barrio, porque Vianos es tan pequeño que desde cualquier punto se puede ir en un santiamén a la Placeta.

Y es que esta plaza, también llamada plaza Cervantes, es un sitio muy acogedor. En las trasnochadas de verano corre un aire muy agradable, y mucha gente sale a tomar el fresco y a hablar con sus amigos o con cualquiera que se encuentre, porque la gente es amable y desde siempre ha acogido muy bien a los forasteros.

Además, esta plaza sirve de paso entre la plaza Mayor y el jardín de las Escuelas, donde están las escuelas, claro. Pero, bueno, ya os hablaré de todo esto, que parece que me estoy liando demasiado.

Aquella tarde, viendo que me retrasaba, me estaba imaginando a Pablo hablando de mí con el sarcasmo que le caracterizaba: «Desde luego, el Blandengue siempre llega el último. A ver cuándo le dice a su madre que lo destete». Odiaba cuando hablaba así de mí, porque también me imaginaba a los demás tronchándose de risa.

Mi padre me miró y me guiñó un ojo. Enseguida pensé que trataba de decirme que me podía marchar, y sin más tardar me levanté, sin mirarle, por temor a haber interpretado mal su mirada y resultara que todavía no podía irme. Fui hacia la puerta y salí al pasillo, disimulando, pero sin cortarme ni un pelo. ¡Y dio resultado! Parecían estar más interesados en el encuentro de mi madre con la vecina que en mi ausencia. Pero podéis estar seguros de que no me mosqueé por eso.

El sol calentaba de lo lindo cuando asomé la nariz a la puerta de la calle, pero no me importaba. ¡Íbamos a descubrir la cueva de las estalactitas! No quiero decir con esto que nunca antes hubiera sido vista, pero después de llevar muchos años con la entrada taponada, para nosotros, que solo teníamos un leve conocimiento de su existencia, la verdad es que suponía todo un descubrimiento.

Como ya imaginaba, mis amigos estaban en el banco de la iglesia.

I

Cuando me vieron aparecer al doblar la esquina que da vista a la iglesia, oí la voz sarcástica de Pablo.

—Desde luego, Blandengue, siempre llegas el último. A ver si le dices a tu madre que…

—Te destete —terminé yo la frase por lo bajo, muy harto de las burlas de Pablo.

Tirillas empezó a reírse con la boca abierta, como es costumbre en él. Y Javi… Bueno, Javi estaba como atontado, como casi siempre, sobre todo cuando hacía calor. Lo veías colorado y bufando como un toro en una plaza. Casi nunca tenía ánimos para nada.

Del hombro de Pablo colgaba una especie de madeja que no llegaba a identificar.

—¿Qué es eso que llevas en el hombro? —pregunté antes de llegar.

No era tanta mi curiosidad como las ganas que tenía de desviar su atención y evitar una nueva reprimenda por mi tardanza.

—Una cuerda. ¿Es que no lo ves? —dijo él en tono despectivo.

—¿Y para qué queremos una cuerda?

—¡Este tío es tonto! ¡Por si acaso tenemos que escalar! —me respondió cabreado el muy idiota.

Yo no sabía ni cómo le aguantaba.

—Ahhhh.

—Bueno, ¿nos vamos ya o vamos a seguir con la cháchara?

Nos pusimos en camino los cuatro. Pablo iba delante, le seguía Tirillas pisándole los talones, después iba yo y Javi detrás de mí. Enfilamos por la calle Ramón y Cajal, esa que normalmente se llamaba calle Nueva, no tengo ni idea de por qué motivo. Y cuando llegamos a las Cuatro Esquinas, cruzamos la calle Mayor y anduvimos por la calle Cabrero. Enseguida llegamos a la plaza del mismo nombre y salimos por una bocacalle que nos sacaba del pueblo. Enfrente de nosotros estaba el hueco de los Quiñones, un barranco profundo por el que subía perezosamente la carretera que nos unía con Alcaraz y, desde ahí, con el resto del mundo. Desde allí se veía describir una curva muy cerrada al fondo, sobre el puente Manduca.

A izquierda y derecha, estaba la Peña, un acantilado largo con forma de herradura de unos diez metros de alto que enlaza la meseta donde está asentado Vianos con el hueco de los Quiñones. Tenéis que saber que por este barranco desciende el río de los Quiñones, que riega todos los huertos que hay en él.

Pues bien, al pie del acantilado, o sea, de la Peña, hay algunas cuevas que forman lo que nosotros llamamos el Cuvillete. Pero nuestro destino no eran las cuevas del Cuvillete, sino la de las estalactitas, y para eso debíamos traspasar el lavadero. De modo que cogimos el camino y empezamos a bajar. A nuestra derecha, en lo alto de la roca, las casas se asomaban al cantero como si quisieran empaparse de la belleza natural del hueco de los Quiñones.

Zarzas, espinos y otros arbustos se solapaban por las laderas que ascendían buscando el pueblo. Entre el follaje se escuchaban infinidad de pájaros que volaban de rama en rama o, simplemente, le cantaban a la tarde bochornosa de principios de verano.

Cuando llevábamos recorridos unos trescientos metros, a la derecha se separaba otro camino que nos guiaba justo al lavadero. Llegamos hasta él y en su interior sentimos el frescor que desprendía el agua que corría por sus pilas. Al fondo, por un tubo bastante grueso, parecía saludarnos un buen chorro de agua cristalina y fresca, del que bebimos hasta saciar nuestra sed.

De buena gana me hubiera quedado allí a disfrutar del frescor del lugar y del canto de las aves que revoloteaban entre las ramas de los árboles que se levantaban junto al lavadero. Pero, claro, la cueva de las estalactitas nos esperaba, y eso eran palabras mayores.

Salimos del lavadero y lo rodeamos. Entonces nos encontramos con que el camino se dividía en dos. Uno ancho a la izquierda, que avanzaba por la ladera describiendo una ruta bastante llana, llevaba hasta el depósito nuevo, que entonces estaba en construcción. Ya os hablaré de él cuando llegue el momento. Y el camino de la derecha, que era poco más que un tajo abierto entre la vegetación y con el piso lleno de piedras, ascendía formando una rampa importante. Ese era el que nos llevaría a nuestro destino.

Entramos por este último y empezamos a subir la pendiente. Detrás de mí, la pesada respiración de Javi sonaba como un gimoteo, parecía que solo vivía para quejarse, sobre todo cuando ascendíamos una rampa. Como ese tío no se pusiera a régimen e hiciera más deporte se pondría hecho una bola.

—Es posible que la cueva esté a oscuras —anunció Pablo con tono de superioridad—. A ver si os vais a asustar cuando entremos.

Desde luego, ese tío era tonto y chulo y creído. Estaba visto que no se podía mantener una conversación con él sin que quedara claro que era más competente que los demás.

—Y si está a oscuras, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Tirillas, sacando a la luz un tema que podía arruinarnos la expedición, porque ¿y si era verdad que estaba a oscuras?...

Pablo sacó una linterna del bolsillo y nos la mostró con una solvencia que daba asco.

—Para eso estoy yo, que por lo visto soy el único que piensa en todo.

—Desde luego, macho, si no fuera por ti…

Al parecer, Tirillas no podía dejar nunca de ser su más fiel admirador. Me daban ganas de vomitar.

Tras esta demostración de superioridad por parte de Pablo, continuamos el camino callados, envueltos en un pesado bochorno de mediodía de verano. Eché un vistazo hacia atrás y me di cuenta de que Javi había perdido algo de terreno. Me detuve y esperé a que me alcanzara.

—Venga, Javi, date prisa.

—Este tío es insoportable —me dijo con gesto de resignación.

—Todos sabemos que es un creído. Qué le vamos a hacer.

—No me refiero a Pablo, hablo de Tirillas. Siempre está tirándose a sus pies como si le olieran a rosas.

—Tienes razón. Si al menos se tirara a su hermana…

Me salió de pronto, sabía que era una tontería, pero pareció una bomba, porque Javi me miró de frente y explotó a reír con toda su alma. A mí se me contagió su risa y le hice un coro magistral.

Quiero deciros algo: Javi era tan gordo y tan torpe que siempre perdíamos los que jugábamos con él, y nos daban ganas de estrangularlo. Pero otras veces, como en ese momento, viéndole reír se podía captar un brillo especial en sus ojos, era como una tristeza que estuviera siempre ahí. Quizá fuera el desamparo que le producía la falta de fe que tenía en sí mismo y el poco apoyo que encontraba en los demás. Y entonces sentía una pena inmensa por él, porque era una buena persona y no se merecía todo lo que le pasaba. A veces me entraban ganas de abrazarlo y ofrecerle mi amistad más sincera. Pero ese sentimiento solía durar poco, solo hasta que en un nuevo juego me dejara en ridículo otra vez.

—A ver qué es lo que pasa ahí detrás —dijo Pablo, volviendo la cabeza y mirándonos con cara de estreñido, esa que ponía siempre que no se sentía el centro de la atención.

—Habrán visto algo muy gracioso —replicó en son de mofa Tirillas, el hombre de confianza de Superman.

Debéis saber que así, Superman, es como llamábamos Javi y yo a Pablo cada vez que se marcaba un tanto de los suyos. Pero he de reconocer que lo hacíamos por lo bajo, porque no nos atrevíamos a decírselo a la cara. Aunque así, a escondidas, tenía más morbo y sonaba mejor.

A pesar de la cara que puso Pablo, que parecía exigirnos una explicación, no pudimos parar de reírnos. Así que se giró hacia delante y nos dejó un recado.

—¡Vaya par de idiotas!

Y continuó andando. Tirillas le seguía como un perro faldero, y nosotros íbamos tras ellos con la sensación de haber quedado por encima. También con el recuerdo de la hermana de Pablo rondándonos por la cabeza como un bello sueño del que uno no quisiera despertar nunca. Lo digo porque ella era distinta a él. Además de guapísima, era muy dulce. Tenía unos ojos que más que mirarte parecía que te acariciaran. Tenía tres años más que yo, pero no me habría importado ser mayor para… Bueno, pienso que lo que menos me hubiera gustado de esa relación sería el cuñado que iba a tener.

Entramos en una zona especialmente rocosa, que convertía el camino en un trazado retorcido que a veces nos costaba identificar. Y es que era una zona muy poco visitada, y esto hacía que la vegetación se adueñara de todo.

Entre tanto, sufríamos el acoso implacable del sol, de un sol puro y violento que nos miraba con aires de grandeza desde un cielo azul sin una sola nube.

Estábamos dejando atrás la zona de las rocas cuando empezamos a escuchar el susurro del agua. Ya estábamos llegando. Esto, junto con las palabras triunfales de Pablo, pareció sacarnos de la modorra en que nos había sumergido la última etapa del viaje.

—¡Ya veo las entradas de las cuevas!

II

La noticia fue muy bien recibida por los cuatro, y sentimos que nos ponía alas en los pies mientras mirábamos la pared rocosa que se alza sobre las entradas de las cuevas. Desperdigadas entre un amasijo de zarzas, espinos y otros arbustos que no conocía, se veían estrechas y oscuras bocas que parecían esconder grandes misterios. El terreno allí es muy quebrado y nos resultaba difícil acercarnos a las cuevas.

—¿Cuál será la cueva de las estalactitas?

La pregunta era estúpida, tan estúpida como casi todo lo que preguntaba siempre Javi. Y lo digo porque se veía una frondosa hilera de juncos que se extendía desde la pared rocosa, mezclada con la maleza que se había desprendido del árbol roto a medida que descendía por el terraplén. Un chorro de agua escapaba ladera abajo.

—¡Parece que estás en la higuera! —bramó Pablo—. ¿Es que no ves por dónde sale el agua? ¡No sé qué hago con esta gente!

Sí, veíamos por dónde salía el agua y el amasijo de zarzas, espinos y demás matojos que tendríamos que apartar para poder entrar en la cueva. Y también vimos que el árbol no estaba arrancado de cuajo, sino tronchado a unos dos metros de altura, y estaba tan pegado a la entrada de la cueva que esta parecía apenas una grieta en la roca. Yo no sabía si podríamos entrar. Nosotros tres quizá sí, pero Javi lo iba a tener difícil.

—Qué mala pinta tiene esto —se quejó Luis.

—Creo que es hora de empezar con la faena —dijo Pablo ignorándolo mientras colocaba la linterna y la cuerda en el suelo, a un par de metros de distancia para que no sufrieran daños.

Ayudándonos de ramas secas que encontramos cerca, en menos de media hora limpiamos de broza la boca de la cueva. Pero el árbol roto seguía estando allí, dificultando la entrada.

—¿Quién entra primero?

¡Vaya ocurrencia que tuvo Tirillas! Antes de que terminara de formular la pregunta, ya estaba Pablo, linterna en mano y la cuerda colgada del hombro, acercándose al lugar.

Como la entrada era muy estrecha, Pablo se colocó de perfil, incluso así pasó apretándose entre el tronco y la pared de roca. Cuando instantes después se vio dentro, lanzó un grito de triunfo que era una invitación para nosotros.

Yo fui el segundo en entrar. Como soy más delgado que Pablo, no tuve dificultades para pasar. Solo me preocupé de no meter los pies en el agua que salía junto al tronco del árbol. Al otro lado, ya en el interior de la gruta, había una piedra que me permitió poner los pies fuera de la corriente.

El interior estaba muy fresco. Daba gusto estar allí si lo comparábamos con el calor que hacía fuera. Estábamos en un recinto del tamaño de una habitación normal, con el techo no mucho más alto que nuestras cabezas. De momento, no veíamos ni asomo de estalactitas. Enfrente de la entrada, en un plano más elevado, se extendía una estrecha galería hacia el interior, la única que veíamos. Era como un pasillo que se perdía en la penumbra. Por el escalón que salvaba la diferencia de altura entre este pasillo y el lugar donde estábamos, descendía el agua formando una pequeña catarata.

—¡Qué fresco se está aquí! —eran las palabras asombradas de Luis al entrar detrás de mí.

Con la linterna encendida, Pablo penetró en el pasillo que se abría ante nosotros. Era un suelo encharcado que se inclinaba hacia arriba a medida que avanzaba hacia el interior. Pablo miraba con atención dónde ponía los pies, porque resultaba casi milagroso no mojárselos.

Cuando yo me acercaba al túnel tras los pasos de Pablo, se oyó la voz estridente de Javi desde la misma entrada. Casi nos habíamos olvidado de él, de lo gordo que estaba y, claro, de los problemas que tendría para entrar en la cueva.

—¡Esperadme un momento! —decía con voz nerviosa.

Nos volvimos para verle y nos encontramos con una estampa que nos hizo retorcernos de risa. Estaba encajado entre el tronco del árbol y la pared de roca, con los pies metidos en el agua y la cara roja como un tomate por el esfuerzo que hacía al contener la respiración para esconder la barriga.

—Te estamos esperando, Javi. Date prisa —dijo Pablo con un tono de recochineo mientras volvía a la entrada del pasillo.

—¡Es que no puedo pasar! —se excusaba Javi con lágrimas en los ojos.

No cesaba de bregar y de bufar mientras chapoteaba en el agua. Parecía un cerdo en mitad de un charco.

—Desde luego, yendo con la Gorda, se pueden acabar las prisas.

Este nuevo comentario de Pablo nos renovó las ganas de abandonarnos a una risa ya de por sí bastante floja. Mientras, vimos como Javi se desesperaba atrapado en su prisión particular.

—Blandengue, Tirillas, id a sacarlo de ahí antes de que se cague en los pantalones, que de este se puede esperar cualquier cosa.

Luis y yo nos acercamos a Javi, le cogimos por el brazo y tiramos de él con todas nuestras fuerzas, pero solo conseguimos avanzar unos centímetros.

—¡Haz fuerza, Javi! —le gritó Luis—. No quieras que lo hagamos nosotros todo.

—Si estoy haciendo fuerza, pero no me muevo.

—¡Pues haz más!

Oímos a Javi bufar y…, y oímos algo más. Se trataba de un sonoro pedo que retumbó como un trueno en el interior de la cueva.

Luis y yo le soltamos el brazo y corrimos a refugiarnos en las inmediaciones de donde estaba Pablo.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

₺319,29
Yaş sınırı:
0+
Hacim:
217 s. 13 illüstrasyon
ISBN:
9788412121247
Sanatçı:
Editör:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip