Kitabı oku: «Momentos», sayfa 3
Conmoción
En ocasiones uno cree estar en lo cierto, pero está equivocado. Desde una supuesta certidumbre a la realidad puede mediar un segundo o un fotograma de película como fue mi caso.
Llevaba yo más de un año jubilado y creía que tenía superada la nostalgia de mi trabajo realizado durante cuarenta años. Estaba la otra noche en el cine viendo una película algo intrascendente y en ella se reflejó durante unos minutos la actividad de un médico en su clínica.
Desde mi butaca observé a aquel personaje haciendo su trabajo y se despertó en mi mente un sentimiento inmenso de pérdida al ser consciente de que había algo ya irrecuperable para mí; ya no podría volver a ejercer la medicina en un hospital.
Casi me olvidé de dónde estaba: me quedé conmocionado. Solo mi mujer se dio cuenta de que algo muy importante me había ocurrido en aquella sala.
Un banco en la Gran Vía
Cuando aquel 11 de septiembre del 76 me despedía de mis amigos en el aeropuerto de Tucumán, no sabía entonces que a algunos de ellos no los volvería a ver nunca más; solo dos meses más tarde y después de terribles torturas pasarían a formar parte de las siniestras listas de desaparecidos en Argentina. Pero en esos momentos ellos me despedían emocionados y dudando de si yo, junto a mi mujer y mi pequeña hija, estábamos equivocándonos al dar ese salto al vacío, a lo incierto y a la soledad del exilio en un país desconocido. Aunque nosotros también a veces albergábamos algunas dudas, la situación de terror que nos rodeaba nos hizo tomar la decisión de marcharnos con firmeza; poco tiempo después, la realidad nos demostraría que no nos habíamos equivocado.
Desde Tucumán, fuimos a Buenos Aires y creo recordar que a mis veintiséis años, que era la edad que entonces tenía, nunca había subido a un avión para realizar un viaje de ese tipo. El día anterior a la salida hacia Madrid, estuvimos, gracias a la ayuda económica de mis suegros, en un hotel porteño, céntrico, confortable, limpio y decorado con gusto, propio de aquellos a los que solían acudir las clases medias acomodadas de entonces. Permanecimos todo el día en el hotel, ya que temíamos salir a la calle en esa ciudad sojuzgada por el terrorismo que encarnaba la dictadura de esos años.
La última noche en Argentina dormimos en una habitación placentera donde ilusamente deseábamos sentirnos protegidos y en paz. La habitación tenía una limpieza exquisita, estaba decorada en colores claros y la cama era cómoda y mullida, y sus sábanas, suaves, perfumadas y de un blanco deslumbrante. Nos acurrucamos los tres y mi hija, a pesar de tener solo ocho meses, parecía captar el cambio que se avecinaba. Mi mujer y yo, sin expresarlo y cada uno por su lado, nos preguntábamos una vez más por qué teníamos que marcharnos: éramos conscientes de que nuestra ideología no encajaba con el régimen imperante y que nuestros principios basados en una cosmovisión solidaria, librepensadora y de cambio iban contracorriente con lo que se estaba implantando en todo el cono sur americano; nos preguntábamos si eso eran motivos suficientes para tener que huir de un país abandonando nuestros orígenes, nuestros recuerdos, nuestras familias y partir hacia lo incierto. A pesar de todo, dormimos plácidamente en esa cama acogedora y cálida que invitaba a permanecer en ella, haciendo negación de todo lo que ocurría fuera de esa habitación y de lo que nos esperaba en el futuro inmediato.
A la mañana siguiente y tras el último desayuno opíparo, que posteriormente no se repetiría en muchísimo tiempo, dejamos el hotel y nos sentimos presos de una tristeza inmovilizante, aunque esta pronto fue sustituida por la ansiedad y el estrés que da el miedo. Ese día apenas comenzaba y no sabíamos si podríamos o no salir del país; temíamos que en los últimos instantes ocurriese algo que trastocase nuestros planes y que significase el inicio del horror y el final de nuestras vidas. Como consecuencia del azar, de la suerte y de las intensas gestiones realizadas por mi suegro, conseguimos por fin dejar ese país silenciado por el terror y la vileza.
Doce horas después, aterrizábamos en Madrid: al bajar por la escalerilla del avión y pisar el suelo de España, en mi cabeza bulleron recuerdos, historias y anécdotas vividas por mis abuelos emigrantes cuando a ellos, muchos años antes y por motivos diferentes, les tocó hacer este mismo viaje, pero en sentido opuesto. También en mi cabeza cobraba presencia, y de forma dominante, el miedo a lo desconocido, a la soledad y a la incertidumbre del nuevo presente imbuido de una ignorancia plena de la España real de aquellos años y de lo que allí ocurría entonces. Llevábamos nuestros bolsillos casi vacíos de dinero y éramos conscientes de que no teníamos a nadie a quien recurrir y debíamos, al menos, conseguir mantenernos durante veinte días hasta poder cobrar unas becas de estudiantes que habíamos conseguido por ser descendientes de españoles.
Cargando a nuestra hija en brazos, unos libros pesados de medicina y unas maletas deterioradas, nos dirigimos en autobús desde el aeropuerto hacia plaza Colón. Allí se nos acercó un hombre mal vestido, distante y poco confiable que nos ofertó sus servicios para orientarnos, según nuestras posibilidades económicas, hacia algún hotel de la ciudad; de ese modo, llegamos a uno situado en la calle Barbieri de Madrid. Al llegar al mismo, vimos que la fachada era lamentable, la recepción prácticamente no existía y los escasos clientes que veíamos en los pasillos parecían chulos y prostitutas; pero, para nuestra sorpresa, con lo que nosotros estábamos dispuestos a pagar tampoco podíamos acceder a las habitaciones normales del hotel, sino que nos condujeron a una buhardilla casi aislada del resto del local.
Al quedar ya solos en la habitación y recorrer la misma con nuestras miradas, se nos estrujó el corazón: tomamos conciencia de que en apenas unas cuantas horas nuestro presente y sobre todo el entorno de nuestra hija había sufrido un cambio radical. Esto contribuyó a que en nuestras mentes se instalase y, por mucho tiempo, un sentimiento de labilidad y desprotección. Sin embargo, es cierto también que entonces no podíamos saber que estábamos comenzando a construir una nueva vida más cimentada en la seguridad, la libertad y el progreso, dejando atrás, afortunadamente, la locura y el fanatismo reaccionario que imperaba en nuestro país de origen. Nos mantuvimos un largo rato de pie en el centro de la habitación: esta olía a humedad, tenía las paredes revestidas de un papel horrible y descascarado, no había ducha y el retrete producía náuseas al acercarte a él. Mi mujer abrazó a nuestra hija y dijo:
—Ella no dormirá sobre esas sábanas. —Eran amarillentas, viejas, sucias y la almohada, casi inexistente.
Revisamos con ansiedad si en los huecos que divisábamos en las esquinas o tras los rodapiés se escondían otros compañeros de cuarto. Sacamos las toallas que llevábamos en las maletas y algunas camisas, y la extendimos sobre la cama para poder acostar a nuestra hija Carina: ella, con sus ocho meses, nos sonreía y nos pedía un biberón. En el hotel no nos podían suministrar agua caliente, por lo que me dirigí a un bar aledaño y me llenaron dos biberones con el agua de la máquina de hacer café. Volví contento, ya que de ese modo podríamos darle algo de comer a nuestra hija y pasar así la primera noche en nuestro nuevo destino. Cuando Carina se durmió cobijada entre las toallas, nosotros nos miramos y nos sentamos en silencio al borde de la cama: el asco y la repugnancia que nos producía el sitio en el que estábamos y la colosal incertidumbre del futuro inmediato no nos impidió maldormir aquella noche.
Al día siguiente, deambulamos los tres por Madrid buscando algo mejor para poder alojarnos mientras nos íbamos adentrando en la nueva realidad que teníamos por delante. Para estar el menor tiempo posible en el hotel, usábamos para charlar, comer, dar los bibes a nuestra hija o cambiarle los pañales, que entonces no eran desechables, un banco que aún sigue situado en una acera de la Gran Vía, muy cercano a la entrada del metro de Callao; este banco era como nuestro hogar en aquellos días.
Transcurrido un tiempo, conseguimos una pensión a la que nos trasladamos y desde donde comenzamos a luchar para sobrevivir con dignidad, aunque con incertidumbre; eso sí, siempre estuvimos dispuestos, dado que no había otro camino, a intentar integrarnos y terminar siendo parte de este nuevo mundo que habíamos elegido y que nos acogería después tan solidariamente. El empuje y la decisión para sortear muchas de las adversidades sufridas entonces provenían de la fuerza que sacábamos del cariño que teníamos hacia nuestra hija Carina: ella, aunque de aspecto triste y frágil para los ojos de los extraños, era para nosotros el tónico de la vida. Sus hermosos ojos marrones, su mirada tierna y su dulce sonrisa nos daban la fortaleza y el optimismo necesario para sentir que todos los problemas que se nos iban presentando se podrían superar.
Hoy, cuando recuerdo aquellos días, saltan a mi mente como estampas representativas de esos momentos las camas de los dos hoteles en los que estuvimos al dejar el país de mi infancia y el del nuevo mundo que nos acogió. La tierra de mis abuelos significó al comienzo carencias, necesidades, pobreza y desasosiego, pero también fue la libertad, la esperanza y la desaparición del terror. El caminar por las calles, el coger un autobús o volver a casa se hicieron hechos normales y no situaciones impregnadas de desconfianza, ansiedad y miedo, que eran los sentimientos cotidianos en esa Argentina enmudecida y triste. Muchos años después y en repetidas ocasiones, aun viviendo ya lejos de Madrid, he pasado frente al banco de la Gran Vía, que todavía permanece en el mismo sitio. Aunque no soy fetichista, me detengo siempre allí y acaricio sus maderas negruzcas por el hollín y la contaminación; cuando lo hago, siento que me invaden unos recuerdos que invariablemente me conmocionan hasta hacerme llorar.
Colores
Según recuerdo, tenía yo cuatro años cuando me llevaron por primera vez a una peluquería: mi madre y mi padre luchaban conmigo para mantenerme quieto en aquella elevada silla mientras el peluquero se abalanzaba sobre mi cabeza armado de peine y tijeras. Cuando vi caer mi pelo negro sobre la blanca capa de corte, dejé de resistirme, me distraje e incluso quedé fascinado; el contraste de la nívea capa con mi pelo oscuro disparó mi imaginación, que entonces era grande.
Ayer, muchas décadas después de aquello, estaba en otro sillón de peluquería y recordé esa vivencia: la capa de corte que ahora cubría mis hombros era negra. Con cada trozo de pelo cano que veía caer, se emblanquecía el paño y en ese instante sentía que se dispersaban y desaparecían innumerables recuerdos de un tiempo que se agotaba y que más tarde serían barridos del suelo de la peluquería.
Mi abuelo y los sentimientos
Siempre aprendo cosas de mi abuelo Jorge; cada día lo veo más sabio, pero también más escéptico. Ahora está triste porque va a cumplir ochenta y cinco años y en el balance de su vida no cree haber hecho nada de peso por los demás: dice que en el transcurso de su existencia ha intentado no hacer daño a las personas, pero ni siquiera eso ha conseguido totalmente.
Para interrumpirle esa tendencia autocrítica, el otro día charlando con él en su ático le pregunté sobre la perfección y el amor. Se le iluminaron los ojos como le ocurría siempre que le pedía una opinión y se rió de la pregunta. Me dijo que la búsqueda o percepción de lo perfecto es solo una sensación subjetiva mediatizada por nuestros valores culturales y un estado de ánimo mediado por neurotransmisores: estos nos hacen sentir que estamos muy cerca de tener o apreciar las máximas cualidades que se atribuyen en ocasiones a personas, creencias u objetos. Según él, estas sensaciones llevan aparejadas la incapacidad de poder ver la imperfección y siempre tienen un tiempo perecedero. Hizo una pausa y continuó diciéndome:
—En las vivencias emocionales de las personas muchas veces creemos alcanzar estados perfectos que nos hacen sentir que rozamos la felicidad.
Me puso por ejemplo el enamoramiento apasionado y lo describió como una alteración cerebral transitoria, quizás necesaria para la evolución de la especie. Me relató con detalles las sensaciones sublimes que sintió al conocer a mi abuela o también el sentimiento de plenitud y gozo al coger en brazos, tras el parto, a su único hijo: ambas situaciones, para él, perfectas en lo que se refiere a las relaciones con esas personas.
Mientras hablaba, observé que se le humedecían los ojos. Fue en ese momento que sentimos un fuerte portazo en la entrada del ático y vimos a mi abuela avanzar hacia nosotros muy malgestada.
—¡Coño, Jorge! Ya es hora que apagues la luz y te duermas. Ha llamado nuestro hijo y ha dicho que tampoco podrá venir este año a vernos. —Luego, sin siquiera mirarnos, se marchó: ellos convivían en la misma casa, pero estaban separados.
Me despedí de mi abuelo; cerré la puerta y tras ella solo quedó la soledad, el silencio y la incomunicación. Me alejé reflexionando sobre la conversación mantenida: me noté más pesimista en relación a la perfección y su perdurabilidad. Por mi juventud, mis pensamientos se dirigieron al amor y me causó angustia el solo pensar en las fuerzas del desamor, donde con frecuencia se sustituyen los sentimientos eróticos por los tanáticos en el alma de los seres humanos; recordé los hechos de violencia de género y las rencillas y agresiones en los divorcios. Después de meditar un rato, traté de consolarme pensando en María, mi pareja, e intenté animarme creyendo que a nosotros nada de eso nos pasaría.
Unos días más tarde, volví a ver a mi abuelo y le conté mis reflexiones sobre la conversación que habíamos tenido. No me respondió: solo me miró esbozando una sonrisa forzada y permaneció en silencio.
Encuentro
Se vieron y se sonrieron. Se reencontraron en silencio, sin ruidos;
se acercaron el uno al otro con lentitud, irradiando luz.
El tiempo se detuvo: estaban solos en la multitud;
no hablaron: se abrazaron con dulzura formando un solo cuerpo;
se besaron:
besos suaves, pero imantados, sin tiempo; exploraron sus labios,
sus cuellos, su piel…
Noté que se elevaban en el espacio, pero ellos no.
Los miré embelesado y recordé, recordé, recordé…,
nostalgia de momentos también así vividos, efímeros e infinitos a la vez.
Cogí la mano de mi mujer: la apreté y sentí su calor y compañía;
gracias memoria por socorrerme.
Luego, seguí mi camino en aquella mañana otoñal en la bella Barcelona,
pero algo había cambiado en mí.
Un adiós anticipado
Mi hijo pequeño va a cumplir cuatro años y está en la etapa de los porqués: todo lo pregunta y ante las respuestas le surgen otros porqués. El otro día al oírme hablar de trombosis me inquirió sobre qué era eso: le expliqué lo del coágulo de sangre que obstruye una arteria y que una arteria es como una tubería que riega una zona rica e importante que sin sangre se moriría. Esto me llevó al tema de la muerte y, ante las dificultades de transmitirle lo que era, tuve que cambiar a otro tema.
Más tarde, esa anécdota tan corriente con mi hijo me hizo reflexionar sobre como pequeños cambios pueden producir una cascada tan tremenda de acontecimientos en la vida de las personas. Recordé cómo me sentí cuando mi madre tuvo su trombosis cerebral; como médico sé que estas lesiones se producen gestándose a lo largo de mucho tiempo, pero también sé que es en un periodo muy corto, quizás segundos o minutos, cuando viene la hecatombe definitiva. Se tapa una arteria y pueden morir nuestros recuerdos, nuestros conocimientos, nuestra expresión, nuestra creatividad, nuestra independencia…; dejamos de ser una persona para ser otra.
La noche anterior a la enfermedad de mi madre habíamos hablado: lo hicimos por teléfono dado que, por circunstancias complejas de la vida, vivíamos a más de diez mil kilómetros el uno del otro. Como siempre, sentí su cálida voz, su mesura, sus consejos, su afecto y su inteligencia: ella era muy intuitiva, detectaba con extraordinario acierto las personalidades de los demás y con frecuencia me advertía sutilmente, desde su punto de vista, sobre quienes podían hacerme daño. Era pesimista y desconfiada en general, excepto con los suyos; fiel con sus seres queridos, fuesen estos sus hijos, nietos o su propio esposo.
Los rasgos de la desconfianza o del pesimismo de su personalidad pienso que se lo transmitieron sus padres. Recuerdo que estos eran comunes a muchos inmigrantes que conocí de pequeño: o bien no se habían adaptado totalmente al nuevo país al que habían emigrado, o bien no habían visto cumplidas las expectativas que se plantearon cuando tomaron la difícil decisión de abandonar su tierra de origen; todo esto les imprimía en el carácter esas peculiaridades. Por ser mujer nacida en las primeras décadas del siglo XX, hija de emigrantes españoles pobres, no tuvo estudios, pero desbordaba sensibilidad e inteligencia. Siempre estaba cuando la necesitabas: cuando era niño y estaba cansado por la noche, me encantaba dormirme en sus brazos, alargar la despedida nocturna pidiéndole un vaso de leche o convencerla para que me hiciera algunas de mis comidas preferidas; todo me lo concedía. Era tan grato percibir siempre su afecto y cariño a través de su mirada, gestos o caricias no grandilocuentes… No se reía mucho, pero cuando lo hacía tenía una risa fuerte, estruendosa y contagiosa. Su vida transcurrió con estrecheces económicas e inseguridad en el futuro, pero siempre estaba brindándose a los suyos. En mi memoria y a través de fotos tengo presente su belleza, propia de la mujer de los años cuarenta, y ahora a finales del siglo XX el tiempo ha actuado y ha sido implacable. Anciana y con muchas enfermedades, pero, como era habitual en ella, su mente estaba preocupada por sus hijos, por sus nietos y quizás también por la proximidad de su propia muerte.
Aquella noche, como lo hacíamos siempre, hablamos: nos preguntamos por el resto de la familia, intercambiamos ideas y deseos, y, como suele ocurrir con los diálogos telefónicos internacionales, nos despedimos rápidamente quedando para hablar en los próximos días. Pero no hubo próximo día: un pequeño coágulo en una arteria cerebral nos lo impidió para siempre. A partir de entonces, cuando yo llamaba a Argentina, le acercaban el teléfono al oído de mi madre; yo hablaba, la saludaba, a veces no sabía qué decirle, cómo animarla, qué contarle dado que no había respuesta alguna. Ella no hablaba, no contestaba y no podía saber si me entendía, aunque por monosílabos que en ocasiones expresaba deseaba creer que sí. En realidad, se había interrumpido el diálogo y la comunicación para siempre.
La volví a ver dos años después. La encontré muy envejecida: estaba en una cama de la que no podía salir y que ya nunca más abandonó. Sus hermosos ojos habían perdido parte de su expresividad, su piel estaba ajada y seca, y las manchas de la vejez le salpicaban su cuerpo. Le hablaba y parecía, o yo quería que así fuese, que me comprendía; nunca más escuché su voz. Estaba ahora otra vez, postrada por unos coágulos en las arterias de sus piernas y por su diabetes, a las puertas de la muerte.
La noche en que me despedí de ella nos quedamos los dos a solas en la habitación sórdida y pobre de ese sanatorio propio de un país decadente y en crisis. Ella estaba semidormida y yo sentado a su lado: la observaba y percibía en mi corazón y en mi cerebro con gran nitidez la visión del final de su vida. Pensé en ella: ¿cómo había sido de niña? ¿Qué pensaba ella entonces? ¿Qué deseaba? ¿Qué proyectos había tenido? ¿Fue feliz? Su juventud; su matrimonio, la relación con nosotros, sus hijos…, ¿qué sentiría respecto a todo eso? ¿Se habían acercado algo sus deseos a la realidad que tuvo que vivir? Yo estaba seguro de que nunca más nos veríamos: unos minutos después la llevarían a quirófano y yo saldría hacia España en un largo viaje, que en cierto modo también era una huida provocada por el dolor y la impotencia.
Aquella noche junto a su cama del hospital pronuncié varias veces en voz alta y dirigiéndome a ella la palabra mamá. Yo sabía que nunca más lo haría: jamás podría dirigirme a alguien diciendo «¡mamá!». No obtuve respuesta. Acaricié su brazo desgastado por el tiempo y la besé despidiéndome para siempre; se me estrujó el corazón. Había nacido yo de ese cuerpo hacía cincuenta años y ahora nos decíamos un adiós anticipado, pero definitivo.
Dos meses más tarde, falleció en la misma cama que me trajo al mundo. Sus últimos meses de vida fueron horribles y quizás por eso, según me dijeron, al morir su rostro recuperó la belleza, la luminosidad, la serenidad y esa sonrisa que siempre nos regaló en vida. Aunque no puedo, me encantaría creer en el más allá y así poder pensar que algún día podría estar con ella otra vez y compartir, junto a toda mi familia, una vida más justa, tranquila y feliz que la que a ella le tocó vivir.
Hasta siempre, mamá. Te extraño mucho.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.