Kitabı oku: «Operación Códice Áureo», sayfa 3

Yazı tipi:

—¿De verdad cree usted que es así? Entiendo que trate de con­solarme, pero de sobra sabe que esto es obra de profesionales del robo. Tiene que haber mucho dinero detrás, no es cuestión de tirarlo y que te pillen en dos días. Este tipo de gente planifica todo. Pongo las manos en el fuego por mi personal, como le digo. Alguno que otro sé que fuma porros, pero de ahí no pasa, todos cumplen con su trabajo. Los suelo rotar para evitar el aburrimiento, la dejadez, la monotonía y darle otro atractivo, aunque, la verdad, no tengo mu­chas alternativas, el monasterio es muy limitado. Hay una frase que dicen mucho los más jóvenes: ¡que no se realizan! Y pregunto yo: ¿acaso un médico se realiza viendo enfermedades? Los habrá a los que les guste su trabajo por encima de todo, para eso han estudiado una carrera, y también los habrá que no tengan el entusiasmo del primer día. Ocurre en todos lados. En el tema de seguridad, usted lo sabe, horas y horas de esperar, estar atentos...; pero hasta qué punto se puede permanecer vigilante y de servicio continuo. Y con todo esto no quiero justificar a nadie que no haga su trabajo como debe, que sin duda debo de tener alguno; pero hoy por hoy me atrevo a poner las manos en el fuego por cada uno de ellos.

—De acuerdo, lea su declaración y fírmela. ¡Ah!, si se entera de algo no dude en llamarme. Tenga una tarjeta donde le incluyo mis teléfonos de contacto.

Sin más, el jefe de seguridad se retiró, con la cara desencajada y tremendamente preocupado.

Villalobos y el sargento intercambiaron pareceres, que acabaron cuando el guardia exclamó:

—Se la han metido doblá. ¿Pero quién? Sin duda el móvil ha te­nido que ser el dinero y, necesariamente, alguien ha tenido que co­laborar desde dentro.

—¡Joder, Villa, cómo vas aprendiendo en tan poco tiempo! —con­cluyó el sargento.

El guardia Ríos, nada más tener conocimiento de la llegada del vigilante de la noche, salió a recibirlo, conduciéndolo a la dependen­cia donde procedería a tomarle declaración, junto con Cristina. Des­tacaba de él su imponente estatura, de carácter bonachón. Al menos esa era la primera impresión, que luego fue confirmada con su trato y conversación. Entre pregunta y pregunta, reiteradamente manifes­taba que él no había nacido para ser vigilante.

Al ser preguntado, por las generales de la ley, dijo llamarse José Molinero Lorenzo, nacido en un pueblo de la provincia de Zamora. Su trabajo anterior había sido el campo, por el que sentía predilec­ción y al que volvería sin dudarlo en cuanto se jubilase. Que si no lo hacía en estos momentos era porque la hipoteca del piso había que pagarla, más otros gastos. De alguna forma se tenía que ganar la vida, y aun así trataba de hacer su trabajo lo mejor que podía. Hoy por hoy daba gracias a Dios por tener un puesto de trabajo.

Al ser preguntado ¿si observó algo raro con las cámaras?, dijo que no, que había sido una noche como otra cualquiera, sin más.

—¿Hay algo que quisiera añadir?

Respondió que no, que era la verdad y nada más.

Ríos, en el último momento y pese a tener cerrada la declaración, le preguntó:

—¿Qué tal se lleva usted con los compañeros?

—Bien, no tengo problemas con ninguno de ellos. Pero... Espere, ahora recuerdo que anteanoche vino Crisanto, tomamos un café de la máquina y se marchó enseguida. Me extrañó mucho, no es habi­tual, pero tampoco le di mayor importancia, hasta el punto de que había olvidado mencionarlo.

En ese momento la guardia Cristina preguntó:

—¿La máquina de café está alejada de la sala de las cámaras?

Molinero, queriendo quitar importancia, respondió que no.

—¿Cuánto tiempo estuvieron tomando café?

Molinero se ruborizo, consciente de que se estaba complicado con su declaración. De alguna forma le pasaría factura. Por otro lado, debía decirlo aunque fuera una verdad a medias. Por eso ma­nifestó que tomaron el café en el mismo lugar. Sabía que la máquina sirve el café a temperatura muy elevada y que para tomárselo se ne­cesita un tiempo, que fue pasando en animada conversación con Cri­santo. Si decía la verdad, bien hubieran podido pasar más de quince minutos sin estar pendiente de las cámaras. No podía contar la ver­dad tal cual, por eso mintió diciendo que solo fueron un par de mi­nutos y enseguida volvió a su puesto de trabajo.

Rápidamente el instinto de Ríos se puso en alerta ante la más que interesante declaración del vigilante, por eso no dudó un momento en abrir una diligencia, ampliatoria de la anterior. Debía quedar cons­tancia y, por supuesto, que el vigilante la ratificase con su firma.

Al día siguiente el sargento Ramírez llegó más tarde de la cuenta. La causa, que no había pegado ojo en toda la noche dándole vueltas al robo del códice, sin ningún resultado; esperaba, y además deseaba, que en la reunión con sus compañeros alguien pusiera algo de luz. Nada más llegar los convocó a su despacho para hacer el estudio de pareceres, analizando las incidencias del caso.

—Veamos —sin más comenzó a escribir en una pizarra—, ob­jeto del robo, medidas de seguridad, persona que lo descubrió, hora de presentación de la denuncia, declaraciones tomadas, huellas o in­dicios, fotos... ¿Qué opináis y que tenéis que añadir?

Perea manifestó:

—¡No me gusta Crisanto, el vigilante de la mañana! Te lo he de­jado puesto en una nota aparte, lo vi nervioso.

—Quizá —respondió Gustavo— por el consumo, pero por ahí no creo que lleguemos a ningún lado. Y también me parece un poco raro. Manifestó que próximamente se casaba.

—¿Cuándo?

—Espera que mire su declaración... Dentro de veintisiete días. ¿Por qué no indagamos su economía?

—¿Adónde nos llevará eso? —preguntó Perea.

—¡Tú eres el primero que has dicho que el tío ese no te gusta! Comprobemos su economía, a ver qué resulta. Por mirar no se pierde nada. A pesar de haber afirmado que se ha rehabilitado, ese se mete todos los días alguna dosis. Sé que sabes a cuánto está el pollo. Creo que con su sueldo no llega a fin de mes, ¿no te parece?

En ese momento intervino Ramírez:

—Sí, debéis mirar eso. Preparad una petición fundamentada para el juzgado. Por cierto, ¿cuál está de guardia?

—El número tres —respondió Cristina.

—Pues debéis fundamentarlo muy bien, ya sabéis que la del tres es muy quisquillosa. Dudo que conceda el auto para investigar las cuentas. ¿Alguien quiere apostar algo?

Todos sabían que perderían, pero había que intentarlo, era una pista que podía dar algún fruto, aunque no tuvieran evidencias.

En ese momento interrumpió Ríos:

—El vigilante de las cámaras ha mencionado que Crisanto estuvo anteanoche tomando un café con él durante la guardia. Aunque puede ser producto de la casualidad, no es habitual, y no lo digo yo, lo dice él en su declaración.

El sargento preguntó dirigiéndose a Ríos:

—¿Por qué no has dicho eso antes?

—No he tenido tiempo para hablar.

—Eventualidad que hay que investigar —dijo Ramírez—. Por otro lado, el jefe de los vigilantes, que es el único que los controla con sus vigilancias esporádicas, tuvo la boda de su hija la tarde an­terior —y prosiguió— Por algún lado hay que empezar. La decla­ración del vigilante de las cámaras cambia mucho las cosas de cara a la solicitud del auto para comprobar las cuentas de Crisanto. Con todo, aún tengo dudas de que el juzgado tres dé la autorización. ¡Sigo admitiendo apuestas, señores!

Nadie dijo nada.

—Gustavo, ¿qué explicación hay para el hecho de que no haya­mos reactivado ninguna huella? ¿Ni siquiera un vestigio de fuerza en las cosas y que el vigilante de las cámaras no haya observado nada? ¡Cómo se explica todo eso!

—Ramírez, sinceramente ninguno de los que estamos aquí lo sa­bemos. Podemos hacer muchas hipótesis de trabajo, pero ¿cuál sería la verdadera? ¿Tendríamos pruebas que fueran sólidas y que un juez nos las admitiese? A mí se me ocurre que a lo mejor se ha perpetrado desde dentro, o al menos han debido tener algún cómplice en el mo­nasterio.

—Bueno, abriremos y daremos de alta la operación en el sistema conjunto de policía. ¿Qué nombre le damos?

—No debemos complicarnos mucho, yo sugiero Operación Có­dice Áureo —dijo Villalobos.

A todos les pareció bien.

—Bueno, a ver lo que podemos averiguar. Mantendré al capitán jefe de la unidad al corriente. Si no llegamos a nada, se derivará a los del Grupo de Patrimonio Histórico, con los que colaboraremos en la medida de lo posible. Lo que prevalece es que en nuestra de­marcación se ha cometido un delito de cierta envergadura, sin duda de gran repercusión mediática a nivel nacional. Lo que interesa es descubrir a los culpables y recuperar el códice, lo demás son piques absurdos que no llevan a ningún lado.

—¡Joder!, sargento, no sé por qué dice eso. De sobra sabe que trabajamos en esa línea. Hemos tenido otros delitos más graves, como asesinatos, y así lo hemos hecho —dijo José.

—Sí, lo sé; pero por si acaso se ha olvidado, no está de más re­cordarlo. ¡Bueno, a trabajar!

[1] Expresión utilizada en la zona de Rosal de la Frontera, la saliva que sale de la boca al hablar en pequeñas burbujas.

[2] Servicio que hace la guardia civil por la demarcación de un puesto.

[3] Confidente.

[4] Sistema de comunicación interna de la Guardia Civil.

El caso

El teniente Pontificio Arias Perduro de las Eras, recién ascendido, habría podido llegar a ese grado de la jerarquía de la Guardia Civil más joven. Ya tenía 42 años y para qué engañarse, para él lo duro de la oposición fueron las pruebas físicas. Correr ya no entraba en sus planes. A su edad, hacer el kilómetro en cuatro minutos y doce segundos significó un esfuerzo superlativo. Estuvo a punto de abandonar la prueba, sentía que el pecho le explotaba en el mo­mento de ser rebasado, en la segunda vuelta, por un compañero que le dijo:

—¡Vamos, que solo quedan doscientos metros y entramos en tiempo, no te vengas abajo!

Era su gran amigo José Bravo, que le ganaba en kilos y edad; así que apretó las mandíbulas y levantó las rodillas hasta la cintura, para que las zancadas fueran mayores y le permitiesen perseguirlo como el perro a la liebre.

También le costó dar el paso a oficial, porque se encontraba cómodo desempeñando su trabajo como suboficial; se excusaba con que él no había nacido para mandar, aunque de hecho ya lo venía haciendo en los diferentes grados de suboficial, es algo implícito en el cargo. Era una manera de justificarse ante sí mismo y ante los guardias.

De joven valía para los estudios, así como para la protesta. Tenía madera de líder, pero he aquí que se le planteó el servicio militar de obligatorio cumplimiento por entonces y por un espacio de tiempo considerable, ¡quince meses! Le tocó Infantería de Marina en Car­tagena. La mili no le aportó nada, exceptuando domesticación, ser­vilismo y pérdida de tiempo. Lo único bueno fue experimentar lo largas que se hacen las horas, especialmente si no se hace nada en las tardes de sol, sentado con otros soldados en un banco y con el único entretenimiento de comer pipas; eso sí, cuidando de no tirar las cáscaras al suelo, pues el responsable de la guardia, por regla ge­neral un brigada, se solía pasar a determinadas horas y si compro­baba falta de limpieza procedía al arresto de todos los que estuvieran en los bancos. Aquellos bancos en lo único que se parecían a los de los parques era en el nombre. Parecían hechos aposta para resultar incómodos. Un rato sentado en ellos y tenías dolor de trasero hasta el día siguiente.

Tuvo suerte de que el capellán se fijara en él, por dos razones: la primera el nombre, al leer la lista de los nuevos reclutas, quizá por el parecido a Pontificado, el caso es que lo mandó llamar; la segunda por tener estudios, pues lo recomendó para la oficina, con la única ventaja de librarse de las guardias.

Por el destino en las oficinas se ganó buenos dinerillos que, a modo de estipendio, cobraba a los soldados por algo que resultaba totalmente gratis, meros trámites; pero los reclutas insistían en que les tramitara las partidas de bautismo cuando algún soldado obligado por circunstancias contraía matrimonio, ¡la ignorancia era mucha! Él hacía el trámite requerido y a la pregunta de «¿Qué te debo?», decía: «¡Nada, hombre!», y así en agradecimiento le dejaban buenas propi­nas, que le venían muy bien para sus gastos. Los reclutas se marcha­ban llenos de alegría, orgullosos de tener el papel en las manos (muchos ni sabían lo que había escrito, solo que las promesas de matrimonio a la moza se cumplirían, ¡los papeles eran los papeles!).

Durante aquel tiempo podría haber hecho muchas cosas, sobre todo las encaminadas a su formación. Era el momento, estaba ha­bituado a los estudios; su capacidad de asimilar estaba muy por en­cima de la media, pero no lo hizo. Con esta angustia de querer hacer algo y no llevarlo a cabo, él se perdía y se ahogaba sin remisión.

El silencio de la noche se rompía al sonido de la corneta que anunciaba diana y el comienzo del nuevo día, pero duró poco, ya que al cabo de dos meses instalaron un tocadiscos conectado a un alta­voz que se encargaba de poner en marcha al personal, de la mano del teniente Romero (buena persona), con quien no tuvo más rela­ción que la de un encuentro con su hija Lidia, a quien conoció en una discoteca. La chica no estaba nada mal. La invitó a bailar. Debía de encontrarse muy sola, porque sentía una gran necesidad de cariño que le impresionó y hasta le hizo ruborizar. No dejaba de rozarse y pegarse a él, con tal fuerza que llegó a dolerle la entrepierna. La res­piración se le agitó como nunca, ella lo miraba fijamente y se mordía el labio inferior de pura excitación, como queriendo exprimirlo. Fue un encuentro aislado, luego nunca se volvió a cruzar con ella. Des­apareció como por arte de magia.

Pasaba las tardes en compañía de dos compañeros de milicia, Juan José, alias el Pirata, y Santisteban, alias el Comodón, sentados al sol fumando ideales y comiendo pipas. Con el primero se encontraba muy a gusto, era hijo de un sargento de la Guardia Civil, a punto de jubilarse, destinado en Lepe (Huelva). Era un autentico golfo, un jeta, un picha brava. Se trajinaba a las tías con una facilidad pasmosa. Se preguntaba qué es lo que veían en él, ¡cómo se las camelaba! Y encima no solía gastarse dinero con ninguna, conseguía que ellas pa­garan todo y lo colmaran de regalos.

En cierta ocasión se cruzó en su camino una señora, de las de postín, y además ¡estaba buenísima! Solía ir por una cafetería del centro de la ciudad todos los sábados. La mujer, que bien podría tener 40 años, aunque aparentaba menos, tenía unos pechos que em­briagaban a cualquiera, turgentes, levantados, dando la sensación de que romperían el sostén en el que se enmarcaban. Solía presentarse con diferentes imágenes. Sus visitas a la peluquería le proporciona­ban los cambios, a veces pelirroja, otras rubia, con el pelo negro..., y, a decir verdad, todos le favorecían. Genoveva, que así se llamaba, se apasionó tanto con el Pirata que cada sábado no faltaba a la cita de las cinco, en la cafetería, desde donde marchaban al Hotel Los Avatares, nombre que le venía de perillas. Allí no preguntaban ni la hora. Alquilaban habitaciones por tiempo limitado, previo pago de una cantidad más que considerable, aunque con los clientes habi­tuales solían tener un detalle, pues dejaban una botella de champán en la habitación para el disfrute de la pareja.

De regreso, el Pirata contaba las experiencias de su relación con la señora, sacándolos de sus casillas, en tormenta hormonal de tes­tosterona. Y encima, de lo que adolecían los demás, a él no le falta­ban en el bolsillo dos mil pesetas.

Ese sábado acudió con una ropa íntima de lo más sexy —lo cierto es que cada vez aparecía con un modelito distinto—. Real­mente la señora encendía la pasión en su compañero y, cómo no, en él cuando escuchaba sus relatos.

—¿Te acuerdas, Pontificio, de cómo iba vestida la semana pa­sada?

—Sí, con un abrigo que no se quitó hasta que estuvo a las puertas de la habitación, según contaste, ¿no?

—Exacto —dijo el Pirata—. ¿Sabes por qué no se lo quitó? Por­que debajo no llevaba nada, solo medias y tacones... ¡Absolutamente nada, tío, y encima se había teñido el vello púbico del mismo color que de la cabeza, rubio!

—¡No me lo puedo creer, tío! —respondió—. ¿Qué le das a esa mujer?, o mejor, ¿qué no le da su marido?

—¡Eso, eso! —decía el Pirata—. Parece que es una buena per­sona y muy moderno de ideas, por decir de ella. Me contó que tiene una malformación en el pene. Vamos, que apenas tiene picha, solo le vale para mear y nada más. Lo tienen hablado entre ellos, por eso permite que su mujer tenga flirteos con quien le guste o le apetezca, con la condición de evitar los escándalos y no dar que hablar.

Tras la confesión, pidió a sus colegas encarecidamente que no largaran nada. Le constaba que el marido tenía grandes amigos de alta graduación.

—Así pues, a tener el pico cerrado. Os prometo en compensa­ción que saldréis beneficiados, todo es cuestión de paciencia.

—¿Qué quieres decir, preguntó Pontificio?

—Bueno, estoy pensando proponerle que nos acostemos los tres con ella. No sé cómo responderá. A lo mejor me sorprende, ¿qué os parece?

—¡Joder!, ¿qué nos va a parecer? Nosotros, encantados. ¡Qué pa­sada! Esa tía, por lo que se ve, es muy liberal, pero de ahí a una cama redonda... hay mucho.

La verdad es que no resultó tan difícil, una semana antes de que se licenciaran vino la sorpresa. El Pirata dijo:

—Alojaros en el Hotel Las Rocas, que está en la carretera de Murcia. Nosotros nos alojaremos en otra habitación. Cuando llegue el momento os llamaré. No os preocupéis, lo he hablado y ha acep­tado con la condición de que no se lo contéis a nadie más, y será la única vez, ¿aceptáis?

—¡Qué preguntas tienes, Pirata! ¡Cómo no vamos aceptar!, ver­dad, ¿Comodón?

Sonó el teléfono de la habitación, para que nos dirigiéramos a la habitación de la pareja. No pude evitar preguntar a Comodón cómo se sentía. Me respondió que nervioso y muy expectante. Golpeamos la puerta, el Pirata la abrió lentamente, escondiéndose detrás de ella, por estar desnudo. La entrada daba acceso a un pasillo, a mano de­recha se encontraba el cuarto de baño. La habitación, ligeramente en penumbra, las cortinas, tipo ignífugas, cerradas en su totalidad, producían una oscuridad como si fuera casi de noche.

—¡Pasad, pasad! —insistió el Pirata—. Una vez cerrada la puerta de la habitación, encendió la luz del baño, lo cual proporcionó cierta claridad al estar entreabierta la puerta. Esa penumbra permitió la vi­sión de la entrepierna del Pirata. Fue entonces cuando entendimos la razón de por qué esa mujer no dejaba las citas con su compañero y amigo. Al bordear la esquina del pasillo, allí, tumbada sobre la cama, estaba ella. Llevaba puesto un sostén de color negro y borde rojo, braguitas del mismo color, medias con ligas y tacones. ¿En la cama con tacones? ¡Nunca había visto cosa igual! Lo máximo que habían contemplado sus ojos eran las famosas en bikini de la revista Diez Minutos, cuyos pósters pegaba tras la puerta de su taquilla. Ta­paba su cara un pequeño antifaz, a juego con el resto de la ropa. De sus orejas colgaban unos pendientes de aro, los más grandes que había visto hasta ese mismo momento. Al oírla hablar, su voz se le antojó algo varonil:

—¡Hola!, ¡así que vosotros sois los amigos de mi excelente amante!

—Sí, sí —respondimos al unísono mirándonos y preguntando con la mirada al Pirata qué hacíamos.

Él nos entendió perfectamente.

—¡Venid, acercaos, vamos a comernos este rico manjar! —dijo mientras hacía con su mano un ademán de torero de capa que ter­minó sobre la cama donde se encontraba ella recostada como una nueva maja semidesnuda. Trascurrieron dos horas hasta que salieron, y parecía que hubieran venido de una guerra ¡de las de verdad! Y una obsesiva pregunta: ¿había sido realidad?

Lo cierto es que, para Pontificio, la dichosa mili trastocó sus pla­nes de futuro, truncó su expectativa de iniciar una carrera e ir a la universidad, que era su sueño. Sentía predilección por Veterinaria, pues un tío suyo había ejercido como tal y ganó dinero a espuertas.

Su desvío sobre el plan prefijado se debió a la aparición en el cuartel de unos guardias ofertando el ingreso en el Cuerpo, y sin más se apuntó.

Tras el paso de cinco meses por la academia obtuvo el primer destino en Palma de Mallorca, lo cual supuso cruzar el inmenso y azulado Mediterráneo hasta la isla bonita. Pronto se encantó de sus gentes y sus costumbres. Se defendía con el mallorquín, lo entendía perfectamente. El tiempo trascurría sin darse cuenta. Si por él hu­biera sido se hubiera quedado para siempre. Del ostracismo isleño lo sacó su padre, quien cierto día lo llamó inquiriéndole sobre las perspectivas que tenía para su vida: que si pretendía quedarse de guardia para siempre, que si era una lástima que no aprovechara los estudios alcanzados y no ascendiese... Le tocó el amor propio y le hizo poner los pies en tierra, por lo que de inmediato comenzó a prepararse para ascender a cabo. No le costó demasiado esfuerzo superar las pruebas, y tuvo un buen destino en la Policía Judicial de la Dirección General de la Guardia Civil, en Madrid.

Por su buen hacer y gran valía personal estaba bien considerado tanto por los de arriba como por los de abajo, de tal manera que cir­culaba por la dirección el siguiente lema: contra el choricín, no lo dudes y avisa a Pistín. Era conocedor de que sus compañeros así lo habían apodado tras el esclarecimiento de algunos delitos que, gra­cias a su perseverancia, logró aclarar tras encontrar pequeñas pistas que para otros habían pasado desapercibidas. Tales actuaciones le reportaron beneficios con alguna que otra condecoración que se enorgullecía de lucir en los actos de la Patrona, así como sendos di­plomas que colgaban en las paredes del despacho. El mayor premio era la carga positiva en su autoestima.

Lo más importante vino con el ascenso a oficial, al adjudicarle el mando del nuevo Grupo de Patrimonio Histórico, un patrimonio tan expoliado, unas veces por la ignorancia, otras por el desconoci­miento del daño que se causaba. Siempre hay gentes que de la noche a la mañana hacen grandes fortunas, y se les antoja que el pórtico de una ermita abandonada y semiderruida en esos pueblos de Dios les viene bien para cabecero de cama o como entrada a un nuevo restaurante. Luego están los tipos con conocimientos que encargan a profesionales del saqueo algún trabajo para su uso y contemplación personal; el precio no importa mucho, sobra el dinero, la codicia y el egoísmo para contemplar en exclusividad aquellas riquezas del pa­sado.

La nueva unidad hacía poco tiempo que había echado a andar, ante la ola de atentados, robos y saqueos que se estaban produciendo contra el patrimonio nacional. La Guardia Civil los quería atajar, en la medida de lo posible, con la creación de este grupo especial, com­puesto por una treintena de guardias de demostrada valía profesional y personal al frente del cual se puso a la persona adecuada, que no era otro que Pistín.

En un radiograma emitido desde el puesto de El Escorial se ad­juntaba un resumen de una denuncia que lo puso en alerta y sor­presa, pues la denunciante mencionaba a un famoso paisano suyo, don Benito Arias Montano. Se emocionó. Él también era nacido en Fregenal de la Sierra (Badajoz), con la sola diferencia de más de cua­trocientos años. ¿Quién de su pueblo no conocía a aquel personaje? Se ilusionó desde el principio con este caso, resolverlo sería un gran reto profesional. Tenía vínculos personales por el apellido Arias, quién sabe si sería pariente lejano de uno de los personajes más in­fluyentes y desconocidos del siglo XVI.

En la vida del teniente Pontificio se cruzaron chicas que hubieran sido unas grandes esposas y mejores madres, pero no se inclinaba por esa forma de vida; el trabajo le apasionaba y ocupaba todo su tiempo. Nunca creyó justo casarse para privar a una mujer de la com­pañía de un marido ni a unos hijos de su padre, así que vivió la sol­tería como algo mágico. Él era el dueño de su tiempo y sus necesidades. Realmente no le iba tan mal, aunque tuviera que aguan­tar los reproches de su madre hasta sus últimos días de vida; nunca vio con buenos ojos que estuviera solo.

La soltería le generaba grandes beneficios espirituales, por defi­nirlos de alguna manera. El más importante era permitirle viajar cada año a un país diferente. Así, a su edad había recorrido medio mundo, adquiriendo experiencias que no cambiaba por nada, además de su­frir penalidades y algún que otro incidente y hasta enfermedades, como aquella vez que enfermó de fiebre amarilla y casi la palma o aquella otra en que fue secuestrado por una banda de ladrones del desierto que no tuvieron bastante con el dinero que llevaba, sino que además tuvo que desprenderse de su reloj (le dio rabia no por el valor económico, sino porque le servía para orientarse) y de dos cadenas de oro con sus Vírgenes, regalo de su madre. Lo peor fue que lo dejaron sin agua, abandonado a su suerte. Tuvo que apañár­selas para sobrevivir bebiendo su propio orín, gracias a ello estaba vivo y, cómo no, a la suerte, que fue su gran aliada.

Los viajes le hicieron más persona, le servían para entender mejor la vida y para dar gracias por haber nacido en un país donde se vivía sin privaciones. En todas sus visitas, dentro de sus posibilidades, tra­taba de ayudar, llevaba gafas usadas, medicamentos, dinero..., y en alguno que otro aportó su mano de obra.

Realmente Pontificio no sabía por dónde empezar la investiga­ción. Pensó en desplazarse a El Escorial para analizar con el grupo de Policía Judicial lo que habían hecho hasta el momento, sin des­cartar entrevistarse con la denunciante, cosa seguramente estéril, pues su versión no iría más allá de lo relatado en la denuncia. No obstante, no le pasaron por alto las manifestaciones de los vigilan­tes.

A la mañana siguiente se desplazó con el sargento Ávila hacia El Escorial. Fueron recibidos por el sargento Ramírez, que los esperaba en su despacho.

—Ya tiene conocimiento, por la copia del atestado que hemos enviado, de que no se ha avanzado nada en la investigación y hemos tenido mala suerte en el reparto del juzgado, ha entrado el número tres. Aunque, francamente, no me gusta hablar mal de los jueces (al fin y al cabo su labor es complicada), hay algunos que nos lo ponen muy difícil, parece que la cosa no va con ellos. Se hace duro y penoso trabajar cuando solo saben poner trabas al trabajo de investigación. Precisamente ese juzgado es uno de ellos, la titular no tiene ganas de hacer nada, ni siquiera de librar un auto, en el que solamente hay que cambiar nombre y número de diligencias previas. Usted se pre­guntará por qué, de entrada, le hago esta perorata.

Pontificio saludó maquinalmente respondiendo:

—No me sorprende en nada su actitud, pues en algún caso me ha tocado vivir situaciones similares.

Ramírez devolvió el obligado saludo y prosiguió:

—La única línea de trabajo de que disponemos es sobre el vigi­lante Crisanto, quien fue la noche del robo a tomar café con el vigi­lante de las cámaras, presuponemos que con la intención de distraerlo de la debida atención a los monitores. Según tenemos en­tendido nunca lo había hecho antes. Si a esto unimos que esa tarde se casó la hija del jefe de seguridad (el señor Peñalver, el único que controla a los vigilantes efectuando visita sorpresa a diferentes horas) y que Crisanto es consumidor de sustancias estupefacientes (entendemos que difícilmente llega a final de mes) y más aún, que dentro de unos días se casa..., pues parece que tuviéramos tema. Se ha comprado, además, una casa por la que ha dado una entrada con­siderable, de lo que hemos tenido conocimiento hace poco. En su día solicitamos al juzgado, debidamente argumentado, un auto que hiciera posible la investigación de las cuentas del individuo. Si había tenido algún ingreso extra, alguna herencia u otra circunstancia que nos permitiera conocer la procedencia del dinero. ¿Y qué nos con­testa el juzgado de marras? Nada, que no ve indicios de implicación, y por tal motivo lo deniega.

Mientras el sargento relataba todo esto al teniente, al despacho fueron llegando los demás componentes del grupo que, en silencio, escuchaban las explicaciones ya conocidas. Tras lo cual, Pontificio se presentó dando la mano a cada uno.

El guardia Ríos solicitó permiso para hablar, dirigiéndose al sar­gento:

—A lo mejor existe una nueva posibilidad, porque la jueza se ha ido a Madrid a un curso y han mandado a una sustituta. Tal vez si se prueba de nuevo, y si ustedes hacen acto de presencia, a lo mejor libra el auto.

—Por nuestra parte no va a quedar, ¿verdad, Ramírez? —co­mentó Pontificio. Perea enseguida se puso a redactar el nuevo man­damiento, añadiendo los datos como la compra del piso y demás. A solicitud de Pontificio, se quedó a solas con el sargento Ramírez.

—Mire, Ramírez, yo ya estoy de vuelta de condecoraciones y otras zarandajas, por eso le pido colaboración para el esclarecimiento de este asunto y, si conseguimos resolverlo, no te preocupes por las menciones, prometo dárselas a su grupo antes que al mío.

—Mi teniente, estoy con usted para todo lo que haga falta. Mi estímulo no son ya las medallas, sino el esclarecimiento del caso. Tenga en cuenta que ha ocurrido en mi demarcación.

Sin más Pontificio se acercó a él y le estrechó la mano para sellar un pacto de lealtad, no en balde eran guardias civiles de la vieja es­cuela. Intercambiaron los teléfonos personales e iniciaron el regreso a Madrid.

A Pontificio el hecho de que su ilustre paisano fuera mencionado por la denunciante le hizo aflorar un antiguo sueño que le venía como anillo al dedo. Quería conocer algo más sobre el personaje. No lo dudó, buscó billete de tren Madrid-Sevilla y al día siguiente estaba en la Facultad de Bellas Artes. En el sótano se encuentra su tumba, donde se santiguó en señal de respeto y se dispuso a leer el epitafio, que en latín, decía:

₺256,84

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
381 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9788416110261
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre